Dicen que la primera impresión es la que cuenta y yo sospecho que, a pesar de que muchos estén de acuerdo, es probablemente cierto. A mí, por ejemplo, Nicole Kidman me parece fea porque así lo pensé la primera vez que la vi, y ya no hay retoque fotográfico ni quirúrgico que me haga cambiar de opinión. Tampoco voy a ir al psicólogo para que modifique esa impresión al parecer equivocada, porque a Nicole y a mí qué más nos da lo que pensemos el uno del otro y además porque mientras siga viva Cameron Díaz para qué nos vamos a preocupar de otras. Lo que yo no sé es si este fenómeno de la primera impresión puede afectar también a un colectivo. Por ejemplo, ¿puede una condicionar a todo un pueblo? No digo un pueblo en el sentido en que se pone en los preámbulos de los estatutos de autonomía, sino en el sentido en que se dice que este puente lo voy a pasar al pueblo o a ver si te gusta este queso que lo hacen en mi pueblo. Lo digo porque mi abuelo era de Casabermeja y le gustaban mucho los coches. ¿Qué tendrá que ver? Pues el caso es que la primera vez que alguien llegó en coche allá arriba no tuvo mejor ocurrencia que hacerlo por la noche. Es comprensible que el destello de aquellos faros redondos -que más que faros, farolas- acompañado del ruido estruendoso y enemigo y el mal olor de los motores y el aceite requemao fueran capaces de asustar al más guapo del lugar. ¿A quién se le ocurre ir de noche? Y claro, pasó lo que tenía que pasar: que la primera persona que vio y oyó fue una vieja beata -que a saber de qué pecados andaba arrepentida- que pensó lo que tenía que pensar y se echó a la calle gritando “¡El demonio! ¡El demonio! ¡Que viene el demonio!” y puso a todo el pueblo patas arriba. Lo que no sé es cómo acabó la historia, si al conductor lo lincharon o qué. La verdad es que merecido se lo tenía, por tener tan poca consideración con el bienestar de los pueblos. Pero a mí me lo contaban por la risa y la ignorancia de la vieja, y yo me reía también, aunque ahora le tengo un poco más de consideración a ella y menos a los coches. Debe ser cierto eso de la sabiduría popular porque, a poco que uno lo piense, seguramente tenía razón al pensar que se le venía encima el demonio. Que se lo digan, si no, a la capa de ozono. Tradición, la verdad, había: Belcebú siempre ha sido hábil en el disfraz. Para eso es como Mortadelo y la vieja de Casabermeja, sin saberlo, una especie de Buffy Cazavampiros avant la lettre.
viernes, 10 de noviembre de 2006
viernes, 3 de noviembre de 2006
Dicen que tenemos diez años para salvar el planeta; que, si no, el cambio climático se nos come y el mar, fundidos los polos, se nos bebe. Me pregunto si, cuando suba el nivel de las aguas y muchas casas queden sumergidas, seguiremos obligados los españoles a pagar la hipoteca. Que nadie se extrañe de que suban el precio de los pisos alegando que ahora cuentan con privilegiadas vistas al mar. Aunque lo lógico sería que las hipotecas, en ese caso, quedaran en papel mojado. Perdón por el chiste a cuenta de las cuentas de los demás. Bueno, el caso es que yo -honrado ciudadano-, en lugar de preguntarme qué puede hacer el planeta por mí, he pasado el día preguntándome qué puedo hacer yo por el planeta, que me parece que es, más o menos, lo que dijo Lincoln después de la batalla de las Termópilas. El dato me ha pillado al teclado de mi hardware instalando freeware, que es como decir muy finamente y en inglés con mil palabras que me estaba bajando cosas de Internet. Me he puesto un programa de hacer árboles genealógicos y ha sido de ellos, de los árboles, de donde ha bajado la idea que tranquiliza mi conciencia: que yo con tanto árbol estoy también reforestando. Sólo que, en lugar del monte, yo reforesto mi memoria histórica y así, de paso, de un tiro mato dos pájaros de gran actualidad.