lunes, 22 de octubre de 2007

¡R.I.P.!

Este mensaje de hoy es un encargo que hago a los que se paseen por mi blog. Ya, con la de cosas que nos hemos contado y tiempo pasado juntos, puede decirse que nos conocemos y tenemos confianza. Incluso podríamos -es una idea- romper esa cuarta pared que nos aísla y quedar a tomarnos unos vinos para ver qué cara tienen dpm, MsNice y otros contribuyentes clásicos. Por poder, hasta Patafos podría dejarse ver, que se le echa de menos: él, por lo menos, escribía. Porque yo no sé qué pasa que hace tiempo que nadie me pone ningún comment, y ya se sabe que, como se dice en castellano, un huevo frito sin sal es como un blog sin comment en los post, que no tiene vida y resulta la mar de soso. Y todo este abandono llega, encima, en tiempos en que ando necesitado de apoyo moral. No es que me haya dejado arrastrar por la riada de laicismo radical que nos invade, pero sí por un raro arranque de ambición que me ha puesto en mal aprieto. Nada menos que empezar otra serie -que sólo reciben, vía e-mail, algunos escogidos- para contar cómo me van las cosas en esa otra ciudad a la que mis jefes me han mandado. Y, claro, ahora resulta que, como era de esperar, no me da el caletre para tanto y no sé, cuando se me ocurre alguna idea, si mandarla al blog o al mensaje por correo. Y mientras me decido no pongo nada en un sitio ni en el otro.

Abuso de confianza. Hoy se trataba, como íbamos diciendo, de pediros un favor. No es nada del otro jueves: tan sólo que me sirváis de notarios para certificar que, ahora que acabo de cumplir los cuarenta, viajo por las autopistas -que las carga el Diablo- y no me quito de la cabeza el súbito final de aquel amigo, me ha entrado así como una conciencia de que total son cuatro días y un no parar de recordar que, como decía mi abuela, casamiento y mortaja, del Cielo baja; y me parece que me pasa lo que a San Bruno, que tuvo el privilegio de ser testigo de su propio entierro. La diferencia está en que él, después del shock, fundó la orden de los cartujos mientras que yo, sin embargo, he decidido que si un día de estos me quedo en la carretera quiero -este es el favor- que en mis funerales
se ría mucho, se llore poco y se haga fiesta en lugar de duelo; que en vez de ataúdes se compren botellas de vino y de champán, que haya buenos canapés y que los pastelitos -eso sí- no sean de mousse que, si no lo tolero en vida, menos aún me los haréis tragar de muerto; que la gente, sin perder la dignidad, se coja un puntito a mi salud; que se cuenten chistes y anécdotas, preferentemente aquellas en que hice el ridículo o quedé como un marrano. Hombre, no digo que no se agradezcan algunas lagrimillas, pero de ellas me bastan las justas. Lo que yo quiero es una fiesta y que de mi despedida se pueda decir lo mismo que de la del viejo Baddy: que ha sido un funeral la mar de majo. Claro que él era en realidad Harold Lucius Badmington y yo no, pero supongo que algo se podrá hacer.

Y, como la confianza da asco, ahí van los detalles escabrosos: que hagáis el favor de prenderme fuego -venga- que siempre he sido un niño muy asquerosito y si viera que me estoy pudriendo os aseguro que me volvía a morir del asco. También es cierto que yo me tengo tirados algunos pedos que al olerlos poco me faltó para ir al Registro a pedirme una Fe de Vida, por si acaso y porque no podía creer que ciertos olores pudieran salir de un organismo vivo. Pero no es lo mismo. La verdad, por decirlo todo, es que me encantaría que me quemaran en un barco vikingo, pero me imagino que eso no podrá ser, porque son caros y difíciles de encontrar. En cualquier caso, que no sea en el Alinghi ni en el Desafío Español, que esos son barcos de plástico y la humareda sería, como la de las Fallas, negrota, fea y maloliente, y lo que yo quiero es, ya digo, una reunión de jolgorio, risa y chirigota. Así que, si resulta que me he muerto de un accidente tonto (por ejemplo que muy a la clásica haya resbalado en una piel de plátano o que tendiendo me haya caído por el balcón porque pasaba una rubia por debajo y de tanto estirar el cuello perdí el equilibrio), os doy permiso -qué digo permiso: ¡os obligo!- para que hagáis chistes al respecto e invitéis a la rubia a un traguito de champán. Y si alguien se la liga, que sea a mi salud. Que lo que quiero es marcharme dejando buen sabor de boca.

Pues, hala: dad fe.





viernes, 12 de octubre de 2007

Ya de pequeño huía de los desconocidos, y no me gustaba que me presentaran gente nueva. Para jugar, me bastaba con los cuatro amigos de siempre, y me sobraba todo lo demás. Si jugábamos a buenos y malos, prefería que todos fuésemos de los primeros e hiciésemos los segundos imaginarios, como si corriésemos el peligro de que un amigo, por hacer mejor de malo, se volviera de verdad. La posibilidad de que un compañero de juegos se volviese malo, aunque fuera fingimiento, e introdujese -quién sabe- cualquier clase de violencia (nos gritara, nos empujara), encerraba un horror parecido a imaginar que mi casa se quemara o entrara alguien a robar. Me gustaba jugar a Los hombres de Harrelson porque bastaba, para pasarlo bien, con los pocos que éramos. Seguramente así nació mi deseo de ser de la élite -no por creerme mejor, sino porque en ellas cabe poca gente. Me gustaba aún más el juego si me tocaba ser Te-Jota, el tirador, porque en esas ocasiones me mandaban a cualquier escondite, al acecho del malo, y allí podía quedarme solo imaginándome, tan a gusto, mi propio juego. Llegaba a mi puesto, le imitaba el gesto de ponerse la gorra con la visera hacia atrás y me sentaba a esperar que se acabara el recreo, la aventura completa discurriendo en mi mente. En esos juegos llegué a pensar que yo, de mayor, sería farero o guardia forestal: para que me dejaran en paz.

En algún lugar de la carretera de Segorbe, al salir de una curva, se veía, como un mecano gigante, por encima de las copas de los pinos una torre de vigilancia forestal pintada de rojo y amarillo. Diversas señales -que recordaba de otros viajes- me anunciaban la llegada inminente de la torre, y me quedaba mirándola todo el tiempo que la carretera me lo permitía, siguiéndola con la vista hasta que la dejábamos atrás. Me parecen trágicas las personas que se encuentran fuera de lugar, como el ignorante humillado en una reunión de sabios o el pariente pobre que se sienta a la mesa de sus primos ricos y no conoce las reglas de etiqueta. Le gustaría poder ser como los demás y, para evitar el ridículo, no hace la más mínima acción (desplegar la servilleta, pellizcar un trozo de pan, abrir la boca para hablar) que no haya visto hacer antes a algún compañero de mesa. Algo así me pasaba a mí con unos primos que tengo, y cada visita que me mandaban mis padres hacerles, con intención de no perder una relación difícil a causa de la distancia, me la pasaba observando las costumbres de la casa para no hacer el ridículo. Mi máxima ilusión era ser como ellos pero, sabiendo que he sido siempre torpe, observaba tanto, me vigilaba tanto y me censuraba tanto, que no conseguía sino ser, por los nervios, más torpe aún, y a cada momento me estaba arrepintiendo de lo que había dicho y avergonzando de lo que había hecho. Ellos se acordarán de una tarde en que me llevaron al cine más moderno y de moda en la ciudad y yo, a la salida, por querer andar por el vestíbulo con el gesto despreocupado y natural de quién desprecia los grandes acontecimientos sociales porque está -como yo me figuraba que mis primos estaban- acostumbrado a ellos, no hice más que tropezar con un gran cenicero, tirarlo al suelo y dejarlo cubierto con la arena que se salió de dentro. Y en el calor de la vergüenza que sentía me parecía que todo el mundo hacía un círculo alrededor de mí para mirar y censurarme, y que mis primos estaban en ese círculo también y avergonzándose de mí. Intenté poner el cenicero en pie y recoger toda la arena, pero un empleado del cine, de malos modos, me quitó del medio. Recuerdos como este me venían al pensamiento cada vez que veía esa torre forestal porque sus barrotes y sus tirantes metálicos decían que nada tenía que ver con ese bosque en el que estaba y que era, en realidad, de la estirpe de la Torre Eiffel, y me la imaginaba, como yo, como un primo pobre de esa otra tan brillante y admirada que, incapaz de soportar la comparación, había preferido retirarse, pintarse la cara e instalarse en un mundo más sencillo donde nadie pudiera hacerle sentir mal. Y yo, recogiendo la arena en aquel cine, era igual que aquella torre y sólo pensaba en desaparecer de allí y marcharme a algún lugar donde nadie se fijara en cómo cogía los cubiertos o pelaba una manzana.

Era que íbamos a ver a unos amigos a su pueblo. Sabiendo que allí estaban en fiestas, muy a gusto me hubiera bajado del coche y les hubiera pedido a mis padres que me recogieran a la vuelta. Ya os podéis imaginar, con el tiempo que nos conocemos, que no me muevo a gusto en las fiestas populares. No me gusta que me obliguen a estar contento, como dijo Mafalda, porque le dé la gana al calendario, y suelo irme por la puerta de atrás antes de que, sacándome a bailar, pisoteen mi derecho a no querer ser feliz, porque a lo mejor entonces me estaba acordando de una chica que me gustaba y me había dado calabazas, o me estaba arrepintiendo de una decisión que iba a dar un vuelco a mi vida y en ese momento, viendo la alegría de todos los demás, me daba cuenta del error.

Pero en aquellos días del pueblo el problema no era salir a bailar, sino que me obligaran a jugar con otros niños a los que me acababan de presentar, supongo que en la idea de que, si no hacía nada no era porque no quisiera, sino porque no tenía con quién: entonces algún adulto me recomendaba y a la fuerza les obligaba a admitirme en la pandilla. Pero aquellos niños desconocidos y yo sabíamos muy bien que a las pandillas no se entra por recomendación sino por méritos y que el recomendado nunca será más que un intruso que no hubiera dado, por sí solo, el nivel exigido; no lo aceptarán como a un igual y se reirán de él a sus espaldas como de un nuevo rico que entra en el salón de la nobleza más antigua. Así me dejaban ante los niños del pueblo, y yo percibía, por su forma de mirarme, que estaba siendo sometido a juicio y que el veredicto sería inmediato: que yo era un intruso, uno muy poco dotado para ser como ellos, un intruso que no iba a saber acompañarlos en sus aventuras, del que se podrían reír dándole esquinazo en alguna calle estrecha del pueblo. Ya sabíamos -ellos por verme, yo por conocerme- que a mí me iba a dar miedo pasearme por el muro arruinado del castillo.