lunes, 15 de septiembre de 2008

Lo bueno de tener novia es que las suelen dar con madre. Que esto sea bueno podrá sorprender a más de uno de esos que se dejan llevar por los tópicos y no tienen en cuenta que las suegras, lo mismo que las madres -y aún las novias, si me apuráis- presentan varias y muy diferentes facetas, y es por esa única razón por la que se puede decir, sin caer en vil adulación, que son como diamantes. No vengo para afear a nadie su conducta, pues entiendo bien -por eso de las facetas que decía- que cada una se relaciona con el mundo a su manera. Lo que pasa es que esta de la que yo hablo ha manifestado -por ahora- la de repostera digna de alabanzas, y en su paso por este mundo va por ahí dejando bandejas de magdalenas y almendrados, cuando no fuentes de pan de Calatrava y mantecados; y no como extraño don que nos hace a los mortales y que nunca sabes cuándo volverá a conceder, sino constante e infatigablemente, como dejándose llevar por un profundo sentido del deber. Que se lo digan, si no, a su nieta, para cuyo bautizo -ya hablaremos- la producción de pastas ha marcado un hito hasta la fecha inasumible y puesto en ridículo la del Mercadona, de calidad -digámoslo también, y aun siendo industrial- por lo general más que aceptable. Podrá argumentarse, por mala fe, que al fin y al cabo no sabe ya qué hacer con tanto aceite y tanta almendra, abundantes y buenos en esta tierra, de modo que la única razón que explica este afán repostero es la necesidad de dar salida a la producción y que darme gusto a mí sería -si hubiese otras- la última de todas. A eso respondo que no sería idea descabellada si yo fuera como todos, de esos que se comen una pasta, lo agradecen, y luego fuese, y no hubo nada. Pero, a mí, el campo semántico de la palabra goloso me queda pequeño, aún forzándolo a su máxima extensión y hasta hacerlo tocarse, por todos lados, con los de la obsesión, la incontinencia y la manía. A mí el azúcar me arranca de mis centros y me tiene prisionero. Creo que se me nota que gozo tanto con un buen dulce que de piedra debería ser un corazón para no ponerme delante una bandeja bien surtida, y también que el halago y el agradecimiento implícitos en la forma en que engullo, impaciente, una tras otra pasta son la mejor recompensa para las horas de trabajo en la cocina. Respondo además que bien podría haberse llevado a la cooperativa el ingente caudal de almendra y aceite implicado en mi deleite, y buen dinerito que hubiera producido. Así pues, ¿cómo esperabais que no me alegrara de tener novia, si tengo al padre partiendo almendras en el corral y a la madre en la cocina haciendo pastas?

¿Dije antes sentido del deber? ¿Habló alguien, malintencionadamente, del aprovechamiento de recursos? No: nada de eso es suficiente. No: lo que me tiene admirado de esta suegra es el espíritu de investigación, ese approach etnológico con el que recopila las recetas de las abuelas del lugar. Nada podría causarme más admiración a mí -licenciado en Historia que sigue preguntándose con los años para qué sirven las Ciencias Sociales-, que descubrir que los resultados del estudio y la investigación pueden hacerse corpóreos en forma de bollos y magdalenas, de meriendas ricas y desayunos empachantes, y poder demostrar así al mundo la utilidad de todo aquello que no sea dedicar el tiempo a ganar dinero, a curar enfermedades o a diseñar motores y lejías. Podría decirse que estos mantecados me han abierto los ojos además del apetito, y ya pienso en reorientar mi vida y doctorarme, ya no en abstrusos conceptos historiográficos, sino en la muy digna historia y evolución de las masas. A ver: no me refiero al proletariado -que suele, horreur, encontrar aceptables las tartas envasadas del supermercado- ni a muchedumbres o conjuntos numerosos de personas, sino a las mezclas de harina y manteca al horno, ordinariamente con relleno. Ya tengo, incluso, tema para una primera investigación. No tiene calle en este pueblo -ni la tendrá si no deshago yo el entuerto- la tía Quica, inventora de unos sabrosos y fáciles de preparar palitos de anchoa, amén de otras tantas recetas populares que se le atribuyen y ni se sabe cuántas más quizá perdidas para siempre. Sí la tienen -la calle, no la receta- Sorolla y Blasco Ibáñez, tipos que serían -no digo yo que no- muy buenos en lo suyo, pero que han hecho menos por mejorar la vida de sus prójimos que aquella otra con sus experimentos de cocina. Es lo que tiene el mundo: que a quien nos hace la comida no le damos nunca las gracias, y se las damos a otros que si pudieran no nos saludarían por la calle. Nuestra estima por unos y otros, pienso a veces, podría medirse con el espiritismo: si funcionase la patraña esa de hablar con los espíritus de los muertos, ¿qué preferirías? ¿Que Velázquez os explicara qué cuadro está pintando en Las Meninas o que la tía Quica os diera las recetas que seguramente se llevó a la tumba? Ya tengo tema y he descubierto mi misión: ¿existió realmente la tía Quica? ¿O es un ser mitológico? Mientras tanto, existiese o no, ya podéis ir enviando firmas para la solicitud de una calle a su nombre.

Recuerdos a todos.