viernes, 23 de enero de 2009

Aceituneros de Jaén
(y de La Canyada)


He ido a la cosecha de la aceituna. ¿Dónde va uno un sábado a las ocho de la mañana -con el frío que hace en la comarca en esta época- en vez de quedarse en cama calentito? Pues a la recogida de la aceituna, tarea noble donde las haya. Imagino que esto que os acabo de decir habrá levantado en vosotros más de un interrogante. A saber: ¿qué te impulsó a tamaña insensatez, sabiendo lo que te cuesta levantarte por las mañanas? Otrosí: siendo como eres criatura del asfalto, ¿cómo vas a saber tú de dónde salen las aceitunas?

Bien. Comencemos por contestar la última pregunta. Es cierto que soy criatura de asfalto, y lo digo con orgullo. La ciudad, al fin y al cabo -perdonaréis la digresión- es una antigua y venerable forma de vida sin la cual nunca se hubieran dado algunos de los mayores logros de la Humanidad como, por ejemplo, el ascensor, el PGOU y las porteras. Ya en remotos tiempos se decía “el aire de la ciudad nos hace libres”. Lo malo -lo reconozco, sí- es que en las de ahora pierde uno la noción de lo que es natural y puede llegar a creer que el mundo era así desde el principio, lo cual no es bueno. Yo, ignorante de todo en nuestro piso en la Gran Vía, de pequeño leía el Génesis buscando con ansia el día exacto -¿el quinto?, ¿el sexto?- en que Nuestro Señor creara de la nada el bonobús, el atasco o el semáforo. Y, claro, no lo encontraba y la duda me tomaba por asalto. Pues, con tanta parábola sobre ovejas y corderos, tanta historia de sembrados y barbechos, con un libro sagrado -digámoslo de una vez- tan agrícola y ganadero, ¿cómo iba yo a captar la idea? Y por eso encuentro bien que se lleven a los niños a que sepan lo que son las vacas y lo mal que huelen de normal. A los de mi generación no nos llevaron porque no se llevaba, y así nos pasa como a mi amigo Javier, que la primera vez que vio pipas de girasol aún en la planta se preguntaba cuál era la variedad que las daba con sal. A los de Valencia -a los de mi generación en particular- nos parece que el campo es un lugar mítico cuya memoria perdura en los recuerdos de nuestros abuelos, que paseando por la Gran Vía solían pararse de repente y, apoyando la mano en nuestro hombro infantil, decir con voz solemne: “Todo esto era huerta”, frase que ya es para mí -y para tantos otros como yo- componente esencial de nuestra tradición ciudadana, al mismo nivel que aquellas otras de “Xé, tú, de categoria” y “Senyor pirotècnic: pot escomençar la mascletà”. Tanto me gusta esta última que por poder decirla desde el balcón del Ayuntamiento, un diecinueve de marzo a las dos de la tarde, aceptaría ser Fallera Mayor si Rita me lo pidiera. Que no creo, la verdad. Volviendo a lo del campo: que por eso ahora -porque a este respecto somos unos ignorantes- somos nosotros los que alquilamos casas rurales y pagamos por vivir donde la gente del campo ya no quiere vivir porque prefiere casas como las nuestras.

La primera de vuestras preguntas también tiene respuesta fácil, aunque más delicada. ¿Que por qué me levantaba un sábado -y un domingo- tan temprano y me iba al campo a trabajar? Pues porque las aceitunas en cuestión, así como los árboles de las que las hicimos caer, son propiedad del padre de mi novia y, claro, una vez que has comido en su mesa más de un domingo lo mínimo que puedes hacer es decir que sí -que estarás encantado y además te apetece mucho- echar una manita en el campo si hace falta. ¿Qué, si no? Debería haberlo pensado el primer día que me dieron de comer. Ya sabéis, de todos modos, que aquel primer bocado que me dieron era de coca de almendras -gimnosperma que, ahora que caigo, supongo que cualquier día y si Dios no lo remedia me llevaran a recoger- y a eso quién va a decir que no. Y así, a causa de mi mala cabeza y de la gula, me vi un sábado subido en la furgona con la cuadrilla -suegro y dos cuñados-, el bocadillo y los trastos de matar. Bien pronto he dicho que sí y cuánta razón tenía -me decía yo, arrepentido- aquel otro amigo de mi suegro el día en que, tras haber comido y a punto de levantarme para ayudar a las señoras, me agarró del brazo y me dijo, solemne: “No t’alces, que mil·límetre que es perd no es recupera mai”. Santo varón. Que hay que venderse más caro, caramba.

¿Qué decía ahora? ¿Que no sabéis cómo se recoge la aceituna? Otro día os lo contaré. Ahora, por el momento, bastará con saber que ya nunca más serán lo mismo para mí y que abro las latas de La Española con el mismo respeto y reverencia con que un friki el envase de un muñeco articulado de Star Wars, un concejal de urbanismo el primer folio de un nuevo P.A.I. y yo mismo la primera edición de Astérix y Cleopatra en castellano. Amén.

POST-SCRIPTUM PARA MI AMIGO JAVIER. No, mi suegro no cultiva la variedad que las da rellenas de anchoa.

lunes, 12 de enero de 2009

Apatrullando el interior, año 2, nº 8


Hola. Han pasado las vacaciones de Navidad y, como en los anuncios, vuelvo al cole con alegría. Debo el sentimiento a la feliz circunstancia de haber estado en la nieve y no haberme roto las piernas. Mis rodillas -alabado sea el Señor- siguen intactas. ¿Qué por qué tenía miedo? Parece mentira que a estas alturas me hagáis aún esta pregunta: pues porque uno es miedoso de por sí y además -esto, creo, no podíais saberlo y por eso os la perdono- porque hace algo más de un año que me duelen las rodillas cuando hago deporte. No es que sean cosas de la edad, sino que -me lo dijo el doctor- tengo en ellas un defecto de nacimiento que sólo se manifiesta cuando hago deporte y por eso ha sido tan difícil detectarlo.

Vuelvo a una Villena en la que hace un frío tan espantoso que he visto nevar por segunda o tercera vez en mi vida: lo que no he visto en cinco días en el Pirineo aragonés. Menos mal que me gustó Jaca: alta concentración de librerías y pastelerías para una ciudad de ese tamaño. Para mí, un paraíso. Y ahora, para volver al ritmo cotidiano, he aquí una nueva entrega de ese sueño sidero-espacial que me viene de vez en cuando. Esto es lo que os diría si, por aburrimiento, volviese a imaginar ese zoo fabuloso y espacial del que os hablé en la segunda entrega del Apatrullando, año 2:

“Hay de todo en esta jaula. Yo no sé si en las de las otras especies siderales aquí reunidas hay tanta variedad como en la nuestra. Yo, desde luego, si fuera uno de los bichos que nos visita en este zoo, tendría muy claro cuál es mi favorita. Entre nosotros, el selecto grupo de terrícolas que habitamos este sitio, hay de todo. Tanta variedad en tan poca muestra es señal de que la selección ha sido hecha con tino, estudio y mucho savoir faire, que es algo que por qué -digo yo- no iban a tenerlo los marcianos. Ojalá pudierais vernos: somos pocos pero raros. ¿Cómo es posible tan alto grado de diferenciación? El tema me preocupa y entretiene y he pensado: “¿Y si fuera cosa del azar?”. Podría ser que nos hubiesen recogido sólo porque estábamos allí, en el sitio equivocado en el momento equivocado, i prou, como si la recogida hubiera sido hecha por unos funcionarios a punto de la pausa del almuerzo. Pero me niego a admitirlo basándome en el hecho incontestable de que los extraterrestres siempre son en las películas unos tipos inteligentes, meticulosos y tirando a verde oscuro, aunque en las últimas producciones se lleva más el gris marengo. Buenos o malos, no se sabe -¿habrá concejales de urbanismo en otros planetas?-, pero siempre meticulosos e inteligentes hasta la obsesión -y la megacefalia, respectivamente- así que es de suponer que lo que hay detrás de mi secuestro sea nada más -y nada menos- que mucho saber de seres vivos y galaxias y mucho proyecto y elaboración. No, proclamo: estoy orgulloso de representar a mi especie en este foro y me niego a admitir, por ello, que hayamos sido abducidos al tuntún”.

“Podría ser también que no lo seamos tanto como creo -raros-, sino que lo estemos debido a alguna clase de estrés postraumático. Tampoco me gusta esta idea, sin embargo, porque es cosa sabida que estas abducciones son cosa de limpieza y probidad, un proceso escrupuloso que casi siempre empieza con ese rayo azul o verde que a las astronaves -estrellas de mar que vienen del espacio- les sale normalmente del ombligo: llega la luz al suelo y los humanos -como aquellos de la tercera fase- acudimos a ella como las polillas a la luz de las bombillas. No recuerdo el proceso con detalle, pero creo que a los bichos nos metían en un tarro con un algodón empapado en alcohol de setenta grados y viajábamos en la bodega tres -o cuatro, según- hasta el planeta, sistema o nebulosa de destino. Observaba el otro día un compañero que en ello se echa de ver que eran principiantes los que nos abdujeron, porque visto el proceso hubiera sido más lógico ir a buscar ejemplares, antes que a la puerta de un colegio, a la de una discoteca porque allí acuden los humanos más fácilmente a las luces de colores y ya vienen de por sí empapados en alcohol. Insisto yo, de todos modos, en que algo tendremos cuando nos han seleccionado. En fin: ya se verá y sigamos adelante”.

Y esto es todo por hoy.