viernes, 29 de septiembre de 2006

Reverse

El viernes me acosté a las cinco de la madrugada. Llevaba unas copitas de más, pero quisiera dejar claro que mi amigo Javi estaba bastante más afectado que yo. A él le dan por el lado sentimental y si encima cantamos Clara, entonces es que se echa a llorar como una magdalena. A mí esa canción me impresionó mucho la primera vez, cuando era pequeño, porque nunca había oído una canción sobre drogadictos, pero en los últimos lustros me había olvidado de ella. Ahora, como el reencuentro llegó entre brumas de alcohol, ya no me hace pensar en heroína sino en las cogorcillas que el otro y yo nos cogemos de vez en cuando. Total, que lo dejé en un taxi y me fui a dormir. Eran las cinco de la madrugada, ya digo, y ni los trozos de pizza que se venden a esas horas por las calles pudieron con la melopea -etimológicamente considerada- que nos llevaba hacia la parada. Además, que nos dieron unos trozos cuadrados, y eso, que yo sepa, es muy poco tradicional. Es que me pongo estricto cuando llevo un cubata de exceso de equipaje y si hubiera tenido fuerzas para polemizar le hubiera dicho al vendedor que dónde se ha visto eso de la pizza cuadrada y que yo, que he estado en Italia dos veces, puedo atestiguar que nunca una verdadera pizza es cuadrada. Pero es que ni yo estaba con fuerzas ni Javi se me mantenía en pie.

Había venido Juan de Pablos a pinchar en un local cerca de mi casa. Juan de Pablos no es el practicante del ambulatorio, qué va: es locutor de radio y por lo que dicen muy sabut en música pop y pop-rock y otras variantes de lo mismo. Yo no controlo tanto la guía de festejos, por mucho que ahora mismo estéis pensando que llevo la vida loca: salgo más bien poco y lo que pasa es que tengo una amiga que es informadora cultural. Y lo que tiene ella, además de un novio que nunca he visto, es mi dirección electrónica y se divierte llenándome el electrobuzón del mismo modo que el Heraldo me llenaba de papel el otro. Pero, mira por donde, ésta información sobre el locutor me hizo más gracia. El tercer o cuarto cubata ya nos lo estábamos tomando en primera fila y Javi no hacía más que pedir canciones, en plan “cada canción, un recuerdo” y, como lo conozco, temí que pidiera Clara y que el señor De Pablos o, en su defecto, el respetable, nos dijera que qué horterada era esa y nos echara de allí. Pero, en fin, hay que reconocer que ambos se portaron: las canciones de Javi eran raras pero marchosas y Mr. De Pablos, por su parte, las tenía todas consigo y con eso demostró que conoce su oficio. Estábamos en primera fila también porque a mí -para variar- una chica que bailaba mucho y bien me dijo “¿Bailas?” y yo le dije que no. Me inventé una frase que no quedara mal: “No, porque no podría hacerlo tan bien como tú”. Y luego nos fuimos allá delante, a ver al artista pinchar. Antes, pero mucho antes, a mí ya me daba vergüenza bailar. Antes de esta fiesta: es algo de siempre. Una vez, cuando no era aún mayor de edad, la chica más guapa de toda el colegio quiso sacarme a bailar, y yo no me dejé. O sea, que viene de antes, de mucho antes.

Lo de la chica no lo digo por presumir, porque Javi, ahí donde lo veis, tiene una buena hoja de servicios. Breve, pero muy selecta. De lo que sí me gusta presumir es de que yo aguanto mucho mejor que él el tsunami alcohólico. De hecho, cuando me llamó para salir yo ya estaba con el pijama puesto, y por no hacer un feo me vestí y volví a salir. Esto ya lo había hecho antes -mucho antes, también- por mi amigo Mariano. Pero eso es otra historia. Digo “volví a salir” porque antes de ponerme el pijama ya había estado yo solo en el mismo local, de donde se deduce que le llevaba al menos un cubata de ventaja. Es que, en un principio, no tenía con quien ir pero tampoco quería dejar de ver a este señor. Creo que no era por la música sino por las ganas de ponerle cara a un locutor de radio. Es un ejercicio arriesgado y puede conducir a grandes desilusiones, pero, oye, el caso es que era fin de semana y algo había que hacer para pasar el rato: unos hacen puenting, otros circulan por la autopista en sentido contrario y yo, más humildemente, les pongo cara a los locutores de radio. Me instalé en un rincón discreto de la barra. Antes, había llegado y me había paseado por el local. Pero como no es fácil estar solo en sitios así me puse en el rincón que os decía. Hasta que vino más gente y empecé a encontrarme raro. Yo no aguanto mucho las miradas de los demás porque me parece que me miran y piensan “¿Qué hace éste aquí solo?” y encima -sumisión absoluta- voy y también pienso: "Tiene razón ese gilipollas: ¿qué hago yo aquí solo?". A veces, sin querer, cruzo la mirada con la de alguien y entonces no sé qué hacer: no se vaya a creer que estoy en la barra como un mirón. Lo peor es que en ocasiones tropiezo con miradas interesantes, de las que da gusto mirar: pero siempre, en esas ocasiones, desvío la mía como si no quisiera ver nada. Me saco la mirada de los ojos, como hace la chica de La quimera del oro. Ella lo hace porque va de sobrada, pero yo lo hago por si acaso, para no tener que responder ni dar un paso adelante. Por miedo al qué diré.

Pero no fue solamente por eso por lo que aguanté poco. Es que estaba cansado por haber pasado toda la tarde trabajando en casa. Resulta muy cansado, un trabajo como este en el que no dejas de pensar ni cuando estás solo en casa. También, quizá, porque había dormido una siesta demasiado larga y eso, a mí, me mata. No me puse el despertador y se me pasó la media hora, duración, a mi entender, de la siesta perfecta. Pero estaba cansado porque había pasado casi una hora en el metro antes de comer y después de haber hablado durante seis horas seguidas a gente que no me hacía caso. Eso también cansa bastante. Pero siempre me digo que con suerte algo les entrará por el rabillo de la oreja y quién sabe si fructificarán mis palabras en algún sitio insospechado. Está muy manoseada, ya lo sé, la parábola, pero a veces no me queda más remedio que recurrir a ella.

Y encima es que casi llego tarde a la primera de todas esas horas: me había quedado dormido. Yo no rindo mucho si no duermo mis horas y por eso es que luego la siesta me llama tanto. Es que, como soy novato, me pasa eso que os decía antes de que nunca dejo de pensar en el trabajo. Por ahora me preparo las clases como si fueran obras de teatro, con un guión completo de acciones y frases. Aún me da pánico entrar en el aula sin red. Por eso tardo tanto y por eso me había acostado tarde y arrastraba el cansancio. Por eso sólo tomé un cubata en aquel local y por eso cuando me llamó Javi ya tenía el pijama puesto. Por eso tuve que tomar algunos más para no caer rendido y por eso no hubo discusión con el pizzero y estuvimos cantando Clara en la parada del taxi.

El jueves me acosté a las dos de la madrugada. Estaba muy cansado porque había estado preparando las clases para el día siguiente…

viernes, 22 de septiembre de 2006

Aurea mediocritas

Dicen que cada generación ofrece a la Humanidad uno o dos casos de ser extraordinario e irrepetible, de esos que sirven para señalar el paso del tiempo: antes o después de. También dicen que yo no soy uno de ellos y a estas alturas ya me he resignado a que sea así. Qué le vamos a hacer. Me consuela, al menos, pensar que vosotros tampoco lo sois. Quizá sea cierto, por lo visto, que somos muchos los normalitos y pocos los verdaderamente excepcionales: es cierto que no conozco muchas personas de las que se pueda decir que el mundo no sería el mismo sin ellas. Y -mira por dónde- aunque la lista sea corta, así, de pronto y ahora que me lo preguntáis, la verdad es que no se me ocurre nadie. Yo tengo mis favoritos, claro, pero que me gusten a mí no significa que sean importantes para todos. Así que estoy dispuesto a reconocer, inclinado ante vuestras bien fundadas razones, que el inventor de la fregona habrá sido para la Humanidad más beneficioso que el mismísimo Johann Sebastian Bach, pero también es cierto que a mí me va más este último, la verdad. Yo no sé en las vuestras, pero en mi casa –para disgusto de mi madre y de mi tía- se hace más uso de los discos que de la fregona. Nadie ha sido capaz, que yo sepa, de escribir un concierto para fregona y orquesta o una sonata para piano y escurridor. Y eso que no es por la música por lo que el gran Johann es un ídolo de la juventud moderna, sino porque tuvo veinte hijos y se las arregló para poner a cada uno de ellos nada menos que tres nombres de pila y sin repetir ninguno, lo cual hace la friolera de sesenta nombres diferentes o, dicho en términos modernos, veinte hat tricks ante la pila bautismal. Ahí es nada, señores: este hombre fue el Pelé de la onomástica.

Por lo arriba dicho se me ocurrió un día que, puesto a ser mediocre, iba a serlo a conciencia; pero un amigo vino a avisarme de la paradoja: en el mismo momento en que llegara a ser el más mediocre entre los mediocres dejaría de ser uno de ellos y me convertiría, por tanto, en alguien excepcional. Lo que yo le agradezco al amigo es que me haya ayudado con su aviso a tenerle un poco más de respeto a la mediocridad: no es tan fácil ser un buen mediocre porque no puedes pasarte ni quedarte corto. Es, por tanto, cuestión de medida. “No hay venenos sino dosis”, dicen que dijo el otro. Así que hoy os ofrezco la receta para una mediocridad responsable: “Escoged una labor cualquiera y lanzaos a ella sin entusiasmo, y cuando notéis que empezáis a cogerle el gusto y a hacerlo bien, dejadla rápidamente y buscaos otra. No caigáis en la trampa de dedicaros a lo que os gusta ni tampoco -mucho ojo- de odiar lo que hacéis. En términos científicos: controlad vuestro entusiasmo más que vuestro colesterol”.

Bueno, pues venga. Consideré las cuitas más comunes entre los mortales para dedicarme, por ahora, a alguna de ellas, y la encontré enseguida. Es una que la recomienda todos los días la publicidad: come bollería industrial y a la vez apúntate a un gimnasio. Qué gran verdad es eso de que la publicidad es un bien social, ché. Tuve mis dudas, claro, porque la primera parte ya hace tiempo que la cumplo con sospechosas muestras de entusiasmo. Pero me decidí porque la compenso con la segunda, que con sólo pensar en ella ya me hace correr sudores fríos por la espalda. Además, me sentía preparado: yo, como todo el mundo, vuelvo de las playas jurando que para la próxima temporada luciré en ellas el cuerpo danone, tan deseado. Así que os anuncio que yo, como tantos otros, me apunto a esto del culto al cuerpo. No deja de tener su intríngulis, porque en una sociedad como la nuestra, que dicen que se seculariza a marchas forzadas, parece asombroso que aún se dé culto a algo. Claro que, puestos a dárselo a algo o a alguien, encuentro muy razonable que sea al cuerpo. La primera razón es fácil de entender: la verdad es que las calles están llenas de cuerpos adorables. Adorables, abundantes y -lo que es mejor- para todos los gustos, lo cual es, por cierto, la segunda razón a favor de este tipo de idolatría: que la variedad es mucha y hay para todos, y así cada cual puede dar culto al cuerpo que quiera sin molestar a nadie y sin que nadie le diga ex cátedra qué es lo primero que tiene que mirar, si el culo, las piernas o los dedos de los pies. Esta es, por tanto, una religión asequible y nada dogmática. Vamos, que, ahora que lo pienso, el culto al cuerpo va a ser la verdadera religión natural.

Apostata, que algo queda. Mi egoísmo natural -que es virtud, si bien se mira- me llevó a dar culto, en principio, a mi propio cuerpo. Podrá parecer mala, pero tiene la ventaja de que es una elección bastante mediocre. Con el fervor del catecúmeno me dirigí al templo, dentro del cual, entre las muchas opciones ceremoniales ofrecidas, escogí la que llaman ciclo-indoor, que por el nombre así como hindú creo que viene del Oriente Misterioso. Requiere esta que se suba cada creyente a unas curiosas máquinas que por más que les des a los pedales ellas no se mueven ni un milímetro. Ya me lo barruntaba yo considerando que ruedas, lo que se dice tener, estos chismes no las tenían. Y entonces ocurrió: se abrió la puerta y ocupó el altar la sacerdotisa del indoor este que os cuento y fue en ese momento cuando tuve yo una revelación, me caí del caballo de pedales y allí mismo apostaté del naciente culto a mi cuerpo y me adherí para siempre al culto del de ella. Es poco mediocre, lo sé, este entusiasmo, pero es que, como se pasa el día en la liturgia, lo tiene por esa razón adorabilísimo. Desde entonces no he dejado de acudir ni un solo día de la semana a cumplir con el precepto dominical y ando ya muy esperanzado con mis progresos en la conquista del Carmelo y de otros montes.

Mens sana in corpore acabao. Pero como todo viaje a la santidad es un camino plagado de trampas y engaños del maligno, hete aquí que me esperaba en una esquina el zarpazo de la bestia. A mí y a otros muchos, claro: recordad que se trata de no destacar. Estando hoy encaramados en nuestros puestos, aguardando la inefable presencia, se ha abierto la puerta y sin decir esta boca es mía se ha subido al sagrado altar un tipo todo cachas y hormigón que nos ha dado tal repaso que la fe de muchos para siempre se ha desvanecido entre sudores. La mía no, y quizá es que ellos son mejores mediocres que yo; pero me he mantenido y no he dejado de decirme -antes, durante y después de los dolores- que mi adorable sacerdotisa, si Dios me la ha dado, Dios me la ha quitado, alabado sea y sobre todo que he oído decir que el lunes vuelve. Aquí la espero, por si se manifiesta transfigurada y puedo decirle en un descuido aquello de “hagamos tres chozas”: una para nosotros, otra para tus bicis cojas y la tercera para lo que tú quieras, mi adorada.

No firmo para no destacar. Au.

viernes, 15 de septiembre de 2006

Me acordaba el otro día de un poema en el que el poeta, que ya se notaba cascado, decía que si volviera a vivir se quitaría los zapatos en primavera e iría descalzo hasta finales de otoño. Decía más cosas, pero yo me quedo con esta por sus referencias estacionales, porque de eso -del cambio de estación- es de lo que tenía pensado hablar. La verdad es que los poetas, por hache o por be, no dejan nunca de sorprenderme. Esta vez, porque me parece que el aspecto y el olor de esos pies deben de ser muy lamentables a finales de otoño y absolutamente poco inspiradores. Claro que eso a él le da igual porque el poema ya lo tiene escrito de antes. Pero, bueno, dejemos la crítica literaria -para la cual no tengo la preparación requerida, como acaba de verse- y volvamos al tema de la semana. Esto del cambio estacional me hace pensar en algo que les pasaba a Mafalda y a su padre al final de unas vacaciones en la montaña, y que a mí me pasa todos los años por estas fechas: es ese dolorcito del final del verano, el que se siente cuando el final de las vacaciones se te viene encima. Lo sentí yo el otro día en un embarcadero que sólo conocemos yo y unos miles de turistas. Las puestas de sol son diarias y todas ellas magníficas, y más si –como yo- las contemplas en chanclas y en soledad. Lo de las chanclas es por decisión propia; lo de la soledad ya no estoy tan seguro. Lo mismo que decía el poeta lo pensé yo, por el gustito de sentir el sol en la piel y todos esos efectos tan somáticos que tiene la relajación. Aunque yo, que nunca he sido un radical, no iría descalzo sino en chanclas, que son uno de los grandes inventos de la humanidad, junto con el jarabe de arce y la ensaimada (sin relleno) de Mallorca. Lo mismo que decía Mafalda lo pensé yo: “¿Y si nos quedamos aquí para siempre?”; aunque yo, que no estoy tan trabajao como su padre (el de Mafalda), también me doy cuenta enseguida de que no puede ser. Porque para ir todo el año en chanclas a ver la puesta de sol uno tiene que vivir en un clima un poco más tropical, y encima ha de tener un poco más de dinero. Porque de lo que se trata, en realidad, es de no volver al trabajo, y para permitirse ese lujo hay que tener mucho dinero. Luego disfruto trabajando, ya ves, pero ese es un pensamiento que a uno nunca le viene cuando ve puestas de sol en los embarcaderos, y este es un misterio que la psicología -sospecho- ha renunciado a esclarecer.

A buenas horas decía yo esto si no tuviera en vosotros la máxima confianza. Si fuera escritor, diría que tengo en vosotros fieles lectores; si cocinero, clientes con estómagos a toda prueba. Lo digo porque, si no, ¿cómo me iba a atrever a contaros las depresiones que he cogido por tener que volver al trabajo después de dos meses (y medio) de vacaciones? Doy, pues, por hecho que cuento con vuestra solidaridad y que no me vais a echar en cara vuestros escasos quince días de vacaciones.

Bien. Sigamos. Estábamos en que lo que a mí me deprime es tener que ponerme zapatos y calcetines cuando acaba el verano, del mismo modo que -ya os lo habré contado- siento una gran sensación de confort al ir descalzo por una casa enmoquetada. De donde se deduce que, a mí, las mayores impresiones me llegan por los pies y a través de ellos siento todo lo que me es placentero. A mí me molan mucho mis pies y me gusta llevarlos al aire para que todo el mundo los vea. Yo tengo unos amigos que son de Elda, no sé por qué, y nunca me he atrevido a contarles esto por miedo a que se ofendieran. Lo comprendería, dado que Elda dicen que es la cuna del zapato: para ellos sería como si a mí me dijeran que la horchata no está buena o que la catedral de Florencia es más bonita que la basílica de la Mare de Déu. Que cada uno es muy sensible con lo suyo y la personalidad histórica propia y eso son cosas con las que no se debe jugar. Yo intento desviar el tema siempre que estoy con la tropa eldense y les hablo de la pastelería de Paco Torreblanca, el del pastel de boda del príncipe, que es un tema (la pastelería, no las bodas) que a mí, no sé si sabíais, me pierde. Pero la verdad es que mis insinuaciones nunca han dado resultado y nadie me ha traído de allí ni una bolsa de rosquilletas. No os extrañe que, por esa desilusión, perdidas la paciencia y las formas, me presente un día de finales del otoño en casa de algún eldense ilustre y le diga que, como el poeta, yo quiero vivir en un embarcadero de la playa, en chanclas y en verano permanentes y que, si no le gusta, que se vaya a su pueblo. Que ya está bien, hombre.

Y estos exabruptos son por culpa del final del verano, que quede claro. O sea, que la culpa no es mía sino del Sistema Solar, que está organizado así.

viernes, 8 de septiembre de 2006

Es duro reconocer que, en estos días, atravieso una fase de severa adicción a determinados comportamientos. Resulta que apuro los últimos del verano en un apartamento de la playa en el que, pensando en la comodidad del cliente, han puesto una bonita tele, moderna y con mando a distancia. Y ha pasado lo que tenía que pasar: que me levanto y la pongo, a ver qué hacen; mientras pongo la mesa la enciendo para ver Los Simpson; y luego, me voy al telediario, que siempre está bien porque te permite decir: “No, si yo la tele la pongo sólo para ver las noticias”. Ahora ya ni las pongo (las supongo, que es algo fácil de hacer) porque he descubierto que a las tres reponen Friends y me he enganchado a verla. Ya veis: yo siempre presumiendo de mi poca afición a la tele, y aquí me tenéis. No sé si os había dicho ya que no tengo tele en casa. Bueno, pues eso. Suelo presumir de ello, pero como a vosotros no puedo ocultaros nada, os confesaré los motivos. No es ninguna cosa ideológica ni antisistema, no vayáis a pensar. Tampoco es por ahorrar, sino porque me conozco y sé que mi carne es débil. No porque no vaya al gimnasio y no tenga ni media bofetada (que también), sino porque la resistencia a la tentación no está en el catálogo de mis virtudes. Por esa misma razón no tengo en casa chocolate, pastelitos ni galletas: porque sé que me lo comería todo sin poder racionarme. La última vez que me compré una caja de cereales con chocolate no comí otra cosa durante dos días. Soy como el Obélix de La gran travesía, pero peor, porque él, al menos, se guardó una manzana después de devorar la comida de los piratas. Pobrecillos: son los delincuentes más desgraciados de la historia de la literatura. En fin. Ahora…bueno…ahora tengo otra caja (de cereales, no de piratas), pero es porque estoy pasando por esta fase de adicción que os cuento y, ya que veo la tele, me digo: ¿por qué no voy a alimentarme de cereales con chocolate? Eso explica que la cesta de mi compra dé pena, con sus verduras, su paquete de arroz y su yogur natural sin azúcar. La mía es una cesta calvinista, una cesta monástica, austera y un poquito miserable. Los del súper me toman por un chico sano y vegetariano, pero no saben que siempre salgo de casa hambriento y al final termino entrando en los hornos a forrarme por dentro de bollería y chocolate. No sé qué sería de mí sin la bollería. Pasé una temporada en Madrid y el primer día a punto estuve de volverme a Valencia porque en aquella sufrida ciudad no tienen hornos. Hay museos, pero no hay hornos. Pero esto os lo contaré otro día. Total, en lo que estábamos: que la ausencia de tele en mi casa y la de chocolate y otras cosas buenas no es más que la señal de que me he rendido a mis limitaciones.

Pero lo bueno de este enganchón veraniego es que he vuelto a ver series de cuando era pequeño. Nada menos que Arriba y abajo y Cosmos. Carl Sagan sería muy listo, pero para mí nunca fue un héroe. En cambio, hay que ver cómo admiraba yo al señor Hudson -Gordon Jackson en el siglo-, el pluscuamperfecto mayordomo de los Bellamy. Siempre pensé que gracias al sr. Hudson había más dignidad abajo que arriba. Me encantaba la forma que tenía de saber estar siempre en su sitio y conservar la dignidad en todo momento. Así que esa admiración por la clase obrera modeló mi ideología en esos años en que uno, adolescente, construye sus propias ideas. La mía era una familia de clase media, amante del orden y poco amiga de aventuras revolucionarias, pero en mi tierna mente juvenil, llena de admiración por la superioridad moral de las clases subalternas, encarnadas, ya digo, por el nunca bien ponderado sr. Hudson, creció poco a poco una convicción política diferente de la de mi entorno. “Yo –me decía- abjuro de la clase media y pequeñoburguesa. Yo –me decía (ya digo)- ¡quiero tener mayordomo!”. Como en aquellos años también veía Retorno a Brideshead, a mi proyectado sirviente me lo imaginaba en el entorno de una británica mansión campestre, con su césped, su escalera monumental y su barroca biblioteca. No dejaba de tener su problema, esta fantasía, porque para hacerse realidad exigía que yo hubiera nacido en otra época, en otro país y en otra condición social. No obstante, yo estaba dispuesto a sacrificarme por mis ideas, pero entonces estuve un rato en Londres y vi que tampoco allí tienen hornos. Y yo, la verdad, no sé si daría una coca escudellà por un palacio campestre.

Dicen que hay lugares por el mundo adelante en los que los curasanes (sic) son mejores que los nuestros, y dicen también que viajando se aprende. Tomando ambas verdades en consideración, y teniendo en cuenta la debilidad de convicciones de la que os hablo, he resuelto no viajar nunca más a lugares famosos por sus dulces. Lo de Viena y la Sacher habrá sido mi último viaje por la gula. A partir de ahora viajaré a lugares donde no haya hornos y el pan lo den duro, para preservar así, inmaculado, mi gástrico amor a la patria. Puede que incluso me compre un terrenito en Plutón donde, ahora que ya no es planeta, es previsible que baje el precio del metro cuadrado. Y donde, debido a los efectos de una gravedad un tanto rara, el comportamiento de una pelota de golf sería más caprichoso que el de un balón de fútbol en un partido de Oliver y Benji.

A ver si Mr. Sagan me ayuda a encontrar ese terrenito en Plutón. Mientras tanto, venga un abrazo y no olviden supervitaminarse y mineralizarse.

viernes, 1 de septiembre de 2006

Vino el Papa y mi madre se rompió un brazo, pero sobrevivió. Después yo me fui a Benidorm y sobreviví.También estuve en la casa más bonita del mundo y, por supuesto, sobreviví. He estado en la playa y, gracias al invento de la sombrilla, ¿qué pasó?: que sobreviví. En resumen: he superado la prueba del verano. No digo que brillantemente ni sin ayuda, pero la he superado, y eso es lo que cuenta. Al principio, tuve que ir al psicólogo a decirle: "Mira, Ángel, tengo dos meses de vacaciones y estoy muy agobiao porque no sé qué hacer". Ese es mi drama: que cuando no tengo nada que hacer me agobio de pensar en todo lo que tengo que hacer. Parece que me haya equivocado el escribir esto, pero de verdad que lo he escrito así. Ya hace tiempo que dejé de preocuparme por la coherencia, y hay que reconocer que se vive mejor sin ella. Oye, y tan pancho.

Vuelvo del verano y me encuentro con el buzón saturado de ejemplares del Heraldo de Aragón. Recomienda la policía que les pidas a los vecinos que te lo vacíen (el buzón, no el Heraldo) porque, si se llena, los cacos se dan cuenta de que no estás en casa y entonces entran y te roban. A mí, sin embargo, no me vale el consejo, porque en mi casa no hay nada que valga la pena robar. Lo que tendría que hacer es denunciarlos, porque ya son ocho años de este inexplicable asedio informativo. Yo tengo con Aragón la misma relación que el resto de los españoles: que allí está domiciliada la Virgen del Pilar, patrona nuestra (que Dios guarde). Pero más allá de esto, ya nada más. A mí me llevaron de pequeño y de esa visita me traje de recuerdo un precioso rosario hecho de pétalos de rosa. Sí. ¿Qué pasa? Se lo di a mi madre, a ver si le daba una utilidad, pero lo tiene desde entonces guardado en un mueble, dentro de su cajita. Me parece que no lo ha abierto nunca nadie y, lo que es yo, recomendaría que no se abriera jamás, porque me temo que la nube tóxica de olor de rosa -concentrado en una cajita durante treinta años- habría de ser el equivalente católico y nacional de la del chernóbil aquel, comunista y extranjero, de hace unos cuantos años.

Total, que me mandan el Heraldo sin que yo lo pida, y me caliento la cabeza buscando una explicación. Por un tiempo pensé que era cosa de la Virgen del Pilar, ya digo, que lo mandaba de oficio a todos los españoles, pero he terminado por desechar esa posibilidad al considerar que desde antiguo, como se vio en Fátima y en Lourdes, a Ella le va más lo audiovisual que lo escrito. A lo mejor tiene algo que ver con lo del trasvase del Ebro, pero esta hipótesis tampoco me convence del todo. El caso es que, como le diría yo a la fuerza pública si tuviera los arrestos necesarios para denunciar el caso, me ponen en peligro, porque basta con asomarse al zaguán para saber en qué piso están de vacaciones. Pero no digo nada porque a mí los maños siempre me han caído simpáticos y porque, en el fondo, reconozco que lo que de verdad necesita mi piso es que alguien lo limpie.
No tiene mucha calidad el chiste, pero es que es tres de Septiembre y aún estamos calentando motores. Hablando de motores, que iba a contaros que ya no tengo coche, pero eso es harina de otro costal.

Así que, mientras mi buzón iba engordando y mi casa se hallaba expuesta al allanamiento, yo, inconsciente de mí, me pasaba el verano zanganeando entre playa y piscina, ligando bronce (y nada más, por cierto) y organizando mentalmente largos viajes que nunca haré, porque a mí, lo que me pasa, es que me da mucha pereza moverme. Cuando es invierno, porque a ver quién es el guapo que sale por las mañanas de la cama y, cuando es verano, a ver quién sale de la sombra de los pinos, que decía la cantaora. Es que me gusta viajar, pero no me gusta moverme, y ese es otro de mis intensos dramas existenciales.

Será que necesito un entrenador personal. Eso se llama coach, y a punto he estado de hacer otro mal chiste a cuenta de mi desaparecido Ford Fiesta. Pero no quiero martirizaros más. Lo que quiero es que me pongáis algún comentario, que eso es para mí la sal de la vida bloguera.

Mientras tanto, bienvenidos al final del verano. Amén.