viernes, 31 de octubre de 2008

Apatrullando el interior, año 2, nº 4.

Pongamos que, al final, hayamos sido nosotros -mis compañeros de trabajo y yo- los abducidos para integrar ese zoo intergaláctico del que os hablaba el otro día. Iba a resultar entonces que los visitantes se iban a quedar decepcionados, si es que venían a vernos atraídos por la fama de follonero que en toda la galaxia debe de tener el homo sapiens. Por el momento, creedlo, reina la paz entre nosotros. Cierto que frágil, después de un rifirrafe que tuvimos al principio -al vernos irremediablemente secuestrados-, pero paz al fin y al cabo. Podría ser -quién sabe- una de esas paces duraderas a pesar de su fragilidad, lo mismo que hay malas saludes de las que se dice que son de hierro, aunque me temo que esta no habrá de durar mucho.

No seré yo quien la rompa, pues bastante tengo con haber sido abducido y verme aquí tan lejos, separado de los míos y sirviendo de entretenimiento a familias de marcianos; pero temo mucho que el mismo desacuerdo del principio vuelva pronto a plantearse. El tema es gordo. Imaginad que, en el culmen de la discusión, en un arranque de furor incontenible, el líder del desvalido grupo humano que así se ve atrapado llegó a decirnos que, de seguir así las cosas, nos obligaría a cumplir nuestro horario de trabajo. “Entonces será el llorar y el rechinar de dientes” parecía profetizar su voz, y nos vimos todos sufriendo las penas del infierno. ¡Cumplir nuestro horario de trabajo! ¡El Señor nos asista! Y por lo abierto de los ojos espantados, lo erizado del vellumen y el clamor de las gargantas (“No, hombre, tampoco hay que ponerse así”) se supo que la tribu cumpliría desde entonces el mandato.


Es que vosotros no sabéis el susto. Imaginad estar ahí afuera, expuestos a la mirada de los visitantes -tan extraños a sus ojos como ellos a los nuestros- todas las horas que nos toca. Supongo que esta pequeña trampita que hacemos los humanos funciona porque la dirección del zoo no pone mucho empeño en vigilar. Aunque quizá -barrunto yo, científicos ellos- es eso lo que del homo sapiens quieren, esa capacidad de escaqueo que, imagino, debe de ser el principal secreto de su éxito evolutivo. Porque los de la jaula de al lado -venusianos, por la pinta-, que los veo yo desde la nuestra, digo, por ejemplo, se pasan el día entero ahí expuestos a la mirada de los curiosos, desde que abre el zoo hasta que cierra. Encomiable será, no digo yo que no, pero menudo rollo. Y no creáis que por eso reciben más comida que nosotros, qué va. Esa es otra razón por la que empiezo a pensar que el escaqueo y el follón es lo que esperan de nosotros los que fueron a la Tierra a la caza de ejemplares. Porque si es eso lo que buscan, hay que reconocer que han acertado, y no sé si ha sido cuestión de suerte o es que tenían un buen guía, porque nosotros, la verdad, somos unos ejemplares muy poco ejemplares, y así seremos mientras no nos digan nada los de arriba. Así parece que vamos a estar: ahora sales tú y luego salgo yo, que, total, para cuatro marcianos de mierda que nos visitan, tampoco nos vamos a agobiar. Lo malo -de ahí el follón- que parecería que no todos salimos las mismas horas. Pero eso es otra historia.

Saludos interestelares y enjaulados.

miércoles, 22 de octubre de 2008


Antes de tener yo mi propia novia, solía observar con mezcla de envidia y equilibrio la relación que mantenían mis amigos con las suyas y -lo confieso- cierto aderezo de superioridad, pues me veía incapaz de cometer los mismos errores -aunque algunos de ellos gruesos, ahora llamémosles torpezas, por no herir- que les veía cometer a ellos y que ellas venían después a confirmarme, enamoradas, indignadas y siempre alegres de encontrar, rara avis, un hombre -yo- que aún inequívocamente siéndolo prefería tomarse con ellas un café a pasar la tarde leyendo el Marca; un hombre que, por el contrario, sabría llevarles una flor, soltarles un piropo y ponerse guapo para salir con ellas; que les dejaría conducir, que las acompañaría a ver películas de amor y que nunca les obligaría -como uno que yo sé- a ponerse al día en capítulos de Los Simpson, cine iraní y españolas de los ochenta. Imaginaba en mí virtudes noviazguiles y tesoros de comportamiento cuya magnitud -de haberse sabido, de no haber tenido yo la delicadeza de disimular- hubiera hecho temblar parejas y puesto en entredicho relaciones.

“¡Cómo nos desconocemos!”, que dijo el otro. Porque es hacerse con una novia y -como si fueran hombres pancarta que tropiezan contigo en las aceras, expuestos sobre sí cada uno en letras grandes, como si fueran el cobrador del frac que a tu espalda va anunciándolos en voz alta- tus defectos, oye, como agentes de la Guardia Civil que te dan el alto en el camino, van restando cada día puntos de tu recién estrenado carné de novio. Y no es lo más humillante descubrir que los tienes, sino que son los mismos que los de todo el mundo, que el diamante en bruto que creías ser tenía más de bruto que de diamante; que yo también olvido aniversarios y salgo de casa sin peinar; que tampoco digo piropos, me afeito los pelos de la nariz ni me gusta ir a comprar ropa; que no abandono raudo y veloz cuanto esté haciendo si ella me llama y me dice que -cariño- estoy malita. ¿Queréis más? Que nunca digo claramente lo que quiero -ni lo que pienso, y ella lo debe adivinar-, que no me implico en sus proyectos, que me enfado por detalles sin importancia, que a veces añoro los tiempos en que, lo confieso, también yo iba al cine a ver películas iraníes. Y ahora -ya veréis cuando se entere- estoy escribiendo esto en vez de poemas de amor. Pero es que yo no sé escribir poemas de amor ni de ninguna otra cuestión, ni nunca -este es el defecto, quizá- pensé que fuera a hacerme falta. No acierto con los regalos, detesto ir a las bodas, en las fiestas nunca bailo, y hablo despacio y encima me repito. Así pues, ¿con qué cara me presento ahora ante ellos -mis amigos- y les digo “Muchachos: perdonadme. Erais personas estupendas, no teníais tantos defectos ni yo tantas virtudes. Haced el favor de acogerme de nuevo en vuestras vidas”?

viernes, 17 de octubre de 2008

Apatrullando el interior, año 2, nº 3

Este año nos han comprado una cafetera de las que van con cápsulas y la han puesto en la sala de profesores, ese lugar cuya puerta jamás crucé de alumno, reverente como el griego medio -y clásico- que no pasa de las del oráculo de Delfos y asustado de verme cerca como asustados debieron de sentirse -es de suponer- los pastorcillos de Fátima, el ranchero de Roswell y testigos variados de demás epifanías. Ahora que soy profe y he catado ya bastantes salas nuestras, puedo decir que esto de la cafetera es una gran idea, porque la sala se vuelve, con el olorcillo del café, algo más acogedora. Ya digo que he visto otras y he salido indemne: estuve en una, por poner un ejemplo, tan grande que tenía sofás en los que podía uno simular que atendía a la reunión y hasta, si se ponía en la posición adecuada y contando con la solidaridad del compañero, cerrar los ojos por un rato. ¡Qué magníficos compañeros aquellos! Y ¡qué reuniones! Otra en la que estuve había sido cocina, y allí estaban aún las pilas como testimonio. Pero al menos quedaba también la nevera. Recuerdo otra igualmente pequeña pero que tenía, pared con pared, el bar estupendo que llevaban Manolo y Charo, que sería un bar de instituto, sí, pero podría hacerle sombra a cualquier otro más famoso que queráis decirme. Aún recuerdo las patatas rellenas. En fin. Lo malo -por volver a lo que iba- de esta sala nuestra, la de ahora, es que además de pequeña no tiene intimidad, sofá ni bar, y el que quiere comer algo o se lo trae de casa o le echa una moneda a la máquina del Kit-Kat. Tiene de bueno esta carencia que, si uno es responsable, se trae algo de fruta y come bien. Pero cuando el hambre aprieta a las nueve de la noche, y aún queda hora y media de trabajo, un kiwi es un placer tan breve e insatisfactorio como una eyaculación precoz. Yo me llevo, por eso, el bocadillo de jamón y al volver a casa ya ni ceno.

Intimidad ya digo que tampoco tiene, porque en la escuela de adultos nadie le tiene miedo al profe y todos entran y salen de ella -de la sala- con tanta alegría que hemos tenido que decir que no se entra, que es el lugar que tenemos para descansar y comernos el bocadillo con un poco de tranquilidad. Pero entran igual: meten alegremente el cuerpo y dicen “¡Achoo!”, expresión popular sobre cuyo significado en castellano tengo ciertas dudas, pues me parece que tanto podría significar un “Buenos días” medianamente formal, utilizable en gran variedad de situaciones -saludar a un conocido por la calle, solicitar al profesor una revisión de examen- como un agrio “Mal rayo te parta”, utilizable, asimismo, en gran variedad de situaciones -saludar a un conocido por la calle, solicitar al profesor una revisión de examen-. No he pasado -y nunca pasaré- en este pueblo el tiempo suficiente, pues me temo que el correcto empleo del “¡Acho!” es una de esas habilidades socioculturales que se adquieren desde -y sólo desde- la primera infancia y cuyos principios básicos se encuentran disueltos en la leche de los biberones, cosidos a las sábanas de la cuna y prendidos en los besos que nos daban las abuelas. Es la misma inaprensible habilidad que permite al esquimal -dicen por ahí- distinguir decenas de tonos de blanco; la misma, al fin y al cabo, que permite al valenciano distinguir entre una mascletà “bien, pasable”, y otra solamente “desllavassà”. Y no preguntéis.

sábado, 11 de octubre de 2008

Apatrullando el interior, año 2, nº 2.

Imaginad, amigos, que bajan -o suben: depende de su posición inicial respecto al plano de la eclíptica- los extraterrestres a la Tierra y se llevan algunos ejemplares de ser humano con la sana intención de exponerlos a la curiosidad general en su planeta, lo mismo que los exploradores van por los continentes del mundo capturando animales para ponerlos el zoo. A mi me pasa que entonces me da por pensar: ¿cuál será la mejor manera de organizar la exposición? ¿Por orden alfabético de todos los habitantes de las galaxias? ¿Os lo habéis planteado alguna vez? Yo sí, y hasta me gustaría que me nombrasen comisario de semejante exposición -pues las dietas por desplazamiento deben de ser de aúpa- si no fuera porque se corre el riesgo de verse uno también entre rejas. ¡Hombre!, ya sé que yo -estaréis pensando-, quizá no dé la talla como representante del género humano, pero quién sabe los cánones de belleza que se usan por esas constelaciones del Señor.

Volviendo a lo que iba: que tengo mi propuesta. Está claro que en jaulas no, porque es un modo tan arcaico que ya las han quitado hasta en Valencia. Es cierto que salen más baratas y que debe de ser tentador reducir el presupuesto, y más ahora que la crisis ya alcanza a la banca universal y seguro que los marcianos también miran el sestercio. En realidad, lo que ahora se lleva es el diorama, especie de maqueta de ferrocarril pero sin tren en la que el bicho, si no es muy exigente, podría llegar a encontrarse como en casa. Diréis que no me he calentado mucho la cabeza si esta es toda mi propuesta, pero a eso yo os contesto diciendo que no es esa mi propuesta -listillos- y que, como dice mi amigo Javi, calentar toda mi cabeza es cosa de mucho gasto y además es imposible. No: mi idea viene ahora y consiste en escoger entre los muchos posibles el hábitat más representativo del Homo Sapiens, en proponerle al Sr. Marciano las mejores ideas para montar el numerito. ¿Naturaleza en estado virgen? No, por Dios, que está toda llena de bichos y menuda imagen que íbamos a dar, todos llenos de picaduras, ronchas y moratones. Además, que como no se sabe qué especie extraña podría tocarnos de vecino, digo yo que será cosa de ir lo más arreglados que sea posible. Sigamos: ¿el antiguo y noble campo de labranza? Todavía, si se tratara de un zoo historicista o retrospectivo, porque de eso -de campos de labranza- cada vez hay menos y además que tiene el problema, oye, de que como entre los Sapiens de la muestra haya ido a parar un concejal de urbanismo en menos de cuatro días ya les ha recalificado el diorama y hasta el parking y el bar en el que las familias venusianas se toman el café. ¿Cuál es, al fin, mi propuesta? La que sigue a los dos puntos: yo creo que la oficina -o donde quiera que trabaje- es el hábitat natural del Homo Sapiens, el lugar en el que un Cousteau de los mares estelares lo encontraría en toda su rica diversidad y complemento ideal del parque de atracciones a la vez que diversión favorita de los niños de Saturno.

Otra cuestión para la que se hace necesaria la asesoría de un nativo es la adecuada selección de ejemplares, pues hay que tener en cuenta que para un extraterrestre debemos parecer todos iguales y le será difícil captar las sutiles diferencias entre un funcionario y un autónomo, entre un jefe y un empleado, y entre el bar del la empresa y el muelle de descarga. Necesitan, está claro, un malinche que les guíe, pues ¿qué pasaría -por ejemplo- si en la muestra sólo entran funcionarios? ¿Qué pasaría si por una de esas casualidades aparecen en Villena y se llevan -si por una segunda y aún mayor casualidad nos coge dentro- a todo el personal del lugar donde trabajo?

No es, pues, asunto baladí. Seguiré informando cuando se me ocurran más cosas. Au.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Toda la vida -a partir del momento en que era razonable hacerlo- me han estado preguntando si ya tenía novia. Quisiera hacer hincapié en ese ya que hace aún más malvada la pregunta, pues añade impaciencia a la curiosidad. Esta es -obsérvese- una de esas cuya respuesta es un no. Hay gente -devoradora, como la Esfinge, de incautos- que suele hacer este tipo de preguntas. Está uno tan contento con, digamos, su coche nuevo, pero el preguntador malvado llega y formula la siguiente: “¿Tiene servofrenos hidráulicos asistidos por ordenador?” O tienes doce años y has montado, por primera vez en la vida, tú solo, el belén de tu casa, y entonces: “¿Se encienden las luces en el portal?”. O: “¿El riachuelo es de agua verdadera?”. Dos veces no: el río no es de agua, sino un trozo arrugao de albal y no, no se queda uno bien con semejantes preguntas, pues el no es una respuesta que deja muy mal cuerpo, mientras que el sí ensancha el pecho y respira uno mejor. El malvado suele rematar la faena con un “Pues el mío -coche, belén, río- sí”, y por eso es, creo yo, por lo que existe este tipo de preguntador: porque necesita responder síes una y otra vez y, para asegurárselos, se hace él mismo las preguntas. Es cierto que no haría falta obligar a alguien, primero, a confesar un no, pero es que no sería malvado si no lo hiciera. En el asunto este de las novias, además, queda uno escaldado preguntándose si lo del mal cuerpo es causa o consecuencia. Pero ahora no es momento para desfacer complejos.

Así que lo bueno de tener novia es sentirse homologado, lo mismo que si fueras un diploma extranjero o un tubo de PVC. Homologado, sí, lo que significa ser del montón y como todos los demás, sin anomalías y apto para encajar en cualquier lugar. Es bueno ser como todos los demás, precisamente porque es malo y difícil de llevar que te señalen donde vayas al llegar con las miradas y en ellas leas la impertinencia de un “¿Por qué será?” que viste a tu persona de sospecha. En cambio homologado -reconocido, etiquetado- eres de fiar y nadie se pregunta ya por ti. Ser normal cierra para siempre todo interrogante y garantiza intimidad, con la cual ya puede uno, al abrigo de preguntas, limpio o sucio, normal o no, entregarse confiado a sus rarezas, que de estúpidas ocupaciones pasan a ser simpáticas peculiaridades.

Únicamente -eso sí- las preguntas de la madre van cargadas de buenas intenciones, porque madre sólo hay una y sabe bien que no es bueno -como en su día barruntara el Creador- que el hombre esté solo. Siempre se ha dicho que la vida del soltero es dorada y a la sal porque hace lo que le da la gana y gasta su dinero en lo que quiere, pero ella sabe que eso es un tópico, pues hay cosas que no está bien hacerlas solo y esas se las pierde. Pongamos un ejemplo inmaculado: uno quiere un día hacer una excursión a un pueblecito, llevarse un bocata y comer allí a la sombra de los pinos, pero no puede hacerlo porque así -como queda dicho- no tiene la cosa chiste. Tiene que dedicarse antes a buscar familiares y amigos -o (en su defecto, con eso basta) conocidos- que quieran ir con él, por si alguno pica. Por eso las agendas de los solteros están llenas de números de teléfono: no porque sean listados de rubias de buen ver (que están esperando a que uno las llame para amistad y lo que surja), sino que las usan -a las agendas, no a las rubias- para buscar ayuda, a ver si alguien se digna a acompañarlos al campo o de paseo; y es también por eso que los solteros desarrollan capacidad discursiva: para convencer a los amigos -y no a las rubias- de que salgan con ellos a pasear. Pero en la misma medida en que el soltero se hace vendedor de ideas y proyectos, los amigos -que, para delicia de sus madres, andan ya casados y con hijos y tienen una vida muy hecha y complicada- se vuelven directores de casting y tan solo te responden, en el mejor de los casos, con un escueto ya te llamaremos. Es que necesitan que el plan se les proponga con quince días de antelación. Pero uno no siempre tiene tan organizadas sus actividades, con lo cual, el soltero, o contrata secretaria -rubia, si puede ser-, o se queda en casa, o se anima a irse solo por ahí, a la sombra de los pinos.


Y, sin embargo, ahora que conozco la respuesta, ahora que podría dar el sí que borrara la frustración de tantos noes acumulados con los años, ahora -¿lo podréis creer?- ya nadie me hace la pregunta. La Esfinge está callada y aún más cruel, sabiendo que me tiene a la que salta y que me quedo, como el vecino aquel de Burgos, pensando: “¡Dios qué buena respuesta, si hubiese buena pregunta!”.
Hala, pues.