viernes, 29 de diciembre de 2006

Yo, como es sabido, no soy amigo de frases hechas y prefiero hacérmelas en casa; pero hay que reconocer que nunca está de más el tener a mano una o dos que puedan sacarte de un apuro. Y ésta es la ocasión, qué duda cabe, pues nunca pude imaginar que un modesto blogger como yo pudiera estar en el candelabro tanto como lo estoy ahora. Ahí queda la frasecita porque yo no doy más de mí. ¡Ironías del destino! ¡Mira que habré suspirado porque este blog se leyera en todas partes y recibiera la atención de doctos y profanos! Y sin embargo, ahora que soy profusamente comentado, me encuentro al borde del ataque de nervios. ¡Amargo descubrimiento el de la fama! A nadie se le escapa que la fama cuesta y que se puede empezar a pagar, por ejemplo, con sudor, pero no podía imaginar que en poco tiempo mi vida pudiera dar este vuelco. ¡Trece comments, trece! Y un amigo que me confiesa que se ha leído todo el blog de un tirón sin que haya podido apreciar efectos secundarios dignos de mención. De veras que ahora, con toda esta agitación, me siento más que nunca solidario con los famosos, esas pobres gentes cuya intimidad es sistemáticamente conculcada. Es duro, además, ser modesto cuando se pelean por ti: te sube el ego más que a las hipotecas el euribor, la verdad, y te miras mucho en los espejos. Me siento mujer objeto, para que todos lo entiendan, y este es un sentimiento que me tiene muy confuso, por lo impropio del mismo.

Y no es que me duelan los electroazotes que estoy recibiendo ni los que los oyentes se atizan entre sí: lo que pasa es que es difícil convivir con el éxito. Tampoco es que me pase como a Pecas Patty cuando una mariposa se posó en su nariz y le dejó un mensaje para la Humanidad: mi problema no es la humildad, sino la debilidad para resistir la presión del éxito. Lo que me da miedo es que me conozco y sé que a mí me da el soponcio en los momentos definitivos. Dicen que Napoleón se echó una siestecita un rato antes de Austerlitz, pero yo, desde luego, no soy capaz ni de soñar semejante proeza. También cuentan las crónicas que a mi madre no le temblaba el pulso cuando compró la entrada para ir a ver Princesa por sorpresa, 2, pero a los escritores nos suele pasar que no podemos ni sostener el boli después de que nos den el Nobel, lo digo por si así me explico mejor, porque esta es una experiencia que seguramente muchos de vosotros habéis tenido. Otro ejemplo es que andaba yo estos días dándole vueltas a ver si invitaba a mi famosa monitora a darse una vuelta conmigo sin su bici estática, pero ya digo que en los momentos definitivos me entra la flojera. De todos modos, estas cosas se arreglan estupendamente depreciando el objetivo: en este último caso, me decía yo que no me iría bien a mí la vida con una monitora de gimnasio, y que convencido estoy de que a mí, lo que me va, es una accionista de Bimbo o la hija del gerente de Tododulce. Tengo que investigar si existen en el mundo semejantes tipos humanos.

Hablando de tipos humanos, nunca ha dejado de sorprenderme este amigo que se leyó el blog entero y a palo seco. Su mujer es necesariamente una santa, y con eso queda todo dicho. Ahora, eso sí, hay que alabarle la capacidad de resistencia, de la que esta última proeza viene a ser un nuevo y espeluznante testimonio. Recuerdo otro no menos chocante: quedamos él y yo un día para hacer deporte, y eso es lo que tiene de chocante. Lo que no me extrañó fue que anduviera fumando como un carretero hasta el mismo instante de dar la primera zancada en la pista de atletismo. Confieso que me sentí un tanto humillado cuando, a las primeras de cambio, me dejó clavado en el suelo igual que hacía el gran Induráin con sus rivales, aunque -puestos a confesar- esperaba con legítima rabia que reventara por todas sus costuras en el momento menos pensado. Pero, no: allí se mantuvo dándole que te pego vueltas al circuito con una regularidad que ni las válvulas del Titanic, mientras yo, hundidas más de tres cuartas partes de mi volumen, echaba el bofe por esas esquinas de Dios. Diréis que las pistas de atletismo no tienen esquinas, pero a la sublimidad de mi arte eso qué más le da. Salí de allí humillado en lo personal y confundido en lo sanitario, pues durante un tiempo estuve preguntándome si no sería mentira eso de que el tabaco da cáncer: parecía, visto lo visto, que daba más energía un paquete de Ducados que tres botes de ColaCao. Afortunadamente, encajé bien el golpe y no me puse a fumar ni volví a hacer deporte en muchos años.

Ambas cosas por pereza, es evidente.

lunes, 18 de diciembre de 2006

All you need is blog

Tengo fama de buena memoria porque soy de los que felicitan todos los santos, cumpleaños y aniversarios. También recuerdo las muertes, pero en estos casos no felicito. Sobre todo porque el destinatario no se iba a enterar mucho, y ya se sabe: si hay que felicitar, se felicita; pero felicitar pa’ ná es tontería. Últimamente me he dejado muchas felicitaciones en el tintero -o en el teclado-, y eso es síntoma de bajón anímico. Lo mejor, cuando estás de bajón anímico, es darle vueltas y más vueltas para asegurarte de no salir del paso. Esta práctica de mirarse uno el ombligo está muy extendida en todas las culturas y ha dado mucho fruto artístico. Yo no soy malo en eso (en mirarme el ombligo, no en el fruto artístico), y si fuera persona metódica y ambiciosa me plantearía ascender en el escalafón miraombliguil hasta alcanzar el grado de maestro porque aptitudes, a decir verdad, tengo. Para ganar campeonatos del mundo de Fórmula 1 no, pero para esto sí. Pero me dedico a ello de forma amateur, y esa es una forma de hacer las cosas que impone ciertas limitaciones. Mirad, sino, a Gaugin, que era pintor dominguero hasta que lo dejó todo por la pintura y para dolor de los estudiantes de historia del arte. El mejor libro sobre esto (no sobre Gaugin, sino sobre las autovistas ombligoneras) me lo recomendó una amiga psicóloga. Yo, a los psicólogos les hago caso según, porque a los expertos hay que hacerles caso sólo si lo que dicen te conviene. Total, el resultado va a ser el mismo. Pero en este caso valió la pena porque el libro es la mar de divertido y hasta puede que me haya servido de algo. No doy aquí los datos porque no sé si la SGAE estará detrás de todo esto. Bueno, sí lo digo: se llama El arte de amargarse la vida, de un autor cuyo apellido no voy a escribir aquí porque no lo recuerdo y ahora no quiero levantarme de la silla. De nombre se llama Paul, que de eso sí me acuerdo y además significa Pablo.

Todo esto de las felicitaciones lo hago porque me da pena que se pierdan las buenas costumbres pero, sobre todo, porque a mí me hace mucha ilusión que me feliciten. Lo malo es que luego poca gente se acuerda, y eso que mi santo es muy fácil de recordar si vives en Valencia, porque aquí por mi santo se montan unos festivales y unos ruidos que si no me quejo es por no parecer desagradecido. Lo que nunca he entendido es de dónde se habrán sacado que a mí me gusta celebrar mi santo de ese modo. Menos gente se acuerda de mi cumpleaños, y tampoco lo entiendo porque coincide con el día de Santa Eduvigis, patrona del pan sin sal. Mis hermanos, mi madre, y alguien más. Quien no falla nunca es mi amiga Laura, porque cumple justo una semana antes: si el suyo cae en jueves (pongamos por caso), el mío es el jueves siguiente. El día que ella nació fue el mismo día que mataron al Ché y también en Valencia se hacen grandes fiestas, pero no es por Laura (que se podría: motivos hay) ni por el Ché (que ya me extrañaría), sino por un santo al cual le ha venido muy bien el estado de las autonomías. A ver quién se iba a acordar de Sant Donís si ni fuera por el puente y por lo de las frutitas, que a mí -por cierto- siempre me han recordado mucho a las tonterías de Caramacum. Se acuerda mi madre de que, cuando ella era pequeña, su padre se la llevaba a la procesión del día de Sant Donís, y que en aquellos años no era fiesta ni nada y que a los pocos que acompañaban a la bandera desde l’ajuntament hasta la estatua del gran jaumeprimer (y viceversa) la gente les preguntaba por la calle: “Y esto, ¿por qué es?”.

Lo importante, en resumen, es que se acuerden de uno y que todos tenemos derecho a nuestro cuarto de hora de fama y a nuestras dos generaciones de memoria. Uno espera que de él se acuerden por lo menos sus hijos y sus nietos, y no entiende por qué hay que acordarse de Sant Donís durante más de seiscientos años: unos tanto y otros tan poco. ¿Qué tiene él que no tenga yo? Porque si es por lo de las frutitas, yo también podría instituir que el día de mi cumpleaños las parejas, por ejemplo, se embadurnasen el uno al otro con Nocilla y…Vale, sí, pero seguro que sería más entretenido que forrarse a mazapán. A lo que voy es que la memoria para el que se la trabaja, caramba, y que se reparta por igual. Pero como yo no tengo hijos ni por imperativo legal, lo que me queda es esperar que de mi cumple se acuerden mis sobrinos y si no es mucho pedir también los hijos de Laura si es que se les queda el aquel de asociar el cumpleaños de su madre con el mío.

Creo que, en el fondo, este bajón anímico tiene que ver con todas estas elucubraciones sobre el futuro. Es curioso: llevo unas semanas dándoos la matraca con mis antepasados justo cuando a mí los me preocupan son mis descendientes. Yo tenía pensado hacerme millonario, pero me contengo porque no sé a quién dejárselo. Podría encargar misas por mí durante los próximos quinientos años, pero esta idea esconde una dificultad lógica irresoluble o aporía: quien invierte en cosas tan tontas no se hace nunca millonario. Si eso diera dinero, los concejales de urbanismo se meterían todos a párroco. Yo creo que estos desórdenes -que me tienen el blog un tanto abandonao- son los primeros avisos de eso que se llama Síndrome de Hauser-DuFay, vulgo Crisis de los Cuarenta. Normalmente, cuando me dan estos bajones -que los noto en que voy dejando los calzoncillos sucios tirados por todos los rincones de la casa: en relación directa, o sea, a más calzoncillos, más bajón- me los arreglo, digo, comiendo chocolate de forma compulsiva. Pero esta vez, siguiendo los consejos del amigo Paul citado supra, me dedicaré a hurgar en la llaga con entusiasmo y dedicación. Ya os contaré los resultados. O no, si son buenos.

martes, 5 de diciembre de 2006

Ha habido una pequeña interrupción en el posteo, no sé si lo habréis notado. No ha sido por pereza ni por circunstancias de la vida: simplemente, tenía ganas de dedicar mi tiempo a otras cosas. Espero que mis lectores no se ofendan, pero tendrán que reconocer que el gusto por cambiar de actividad es bastante habitual en el género humano y, aún diría más, es algo muy arraigado en mi familia, que -obviamente- también lo es. Humana, quiero decir. Yo ya he cambiado de trabajo alguna vez y dado algunos giros a mi vida -no digo que todos acertados: algún día os contaré mi fantasía de que el tiempo retrocede. Tengo una prima -más valiente que yo- que acaba de hacer algo parecido, y no sólo con su trabajo. Y aquí viene a cuento el de mi bisabuelo, que también cambió de profesión cuando ya se aburría de la que tenía, y eso que ya era padre y comía huevos. Este don Esteban, que en el pueblo tiene calle y es un nombre troncal de la familia, era médico en esos pueblos de Dios en los que había que ir a caballo a hacer las visitas a domicilio, pero se ve que se aburrió de hacer siempre lo mismo o es que quiso un oficio más tranquilo. El caso es que pensó en hacerse farmacéutico, y de ahí a lograrlo no hubo más que estudiar en casa a ratos y marcharse a Madrid a los exámenes. Y aquí el cuento toma un camino interesante y enlaza con acontecimientos graves de la historia, porque el hombre, en vez de cambiar de vida, por poco no se la deja en la calle un treinta y uno de mayo de mil novecientos seis. En la Mayor, exactamente, porque muy cerquita le explotó la bomba que Mateo Morral dejó caer por la ventana con la indisimulada intención de matar al rey y acabó matando de rebote -literalmente- a unos cuantos que estaban por allí mirando el desfile. Al rey y a la reina no les pasó , y eso es lo malo de los magnicidios a bulto, que acaban pagando el pato los que no son magnos ni mucho menos. Hombre, es cierto que allí estaban mirando y se dice que la curiosidad puede matar, pero no creo yo que se mereciesen ese trato. Al fin y al cabo, la boda de un rey en ejercicio es algo difícil de ver y hasta el republicano más convencido hubiera -también lo estoy- dejado la conspiración por un momento para ver pasar la comitiva.

Bueno, pues estábamos en que la cosa le explotó cerca, ya podéis imaginar, y hasta algo de sangre debió de salpicarle. Pero la que se le quedó en la camisa y le costó tanto de lavar en la pensión se le puso ahí porque, pasado el susto y mientras el pánico cundía -¿qué otra cosa podía hacer el pánico?- arremangósela y en medio del caos en esa fecha memorable atendió a los que fueron oficialmente sus últimos pacientes como médico. Bueno, en realidad, nunca dejó de hacerlo, porque en el fondo de la rebotica del pueblo, entre partidas de cartas con las fuerzas vivas, nunca dejó de ejercer la medicina como acto de caridad. Es por eso que tiene calle, ya digo, y lo del entierro que diré después: por el buen recuerdo que dejó. Tengo un recorte del periódico local que habla de eso. El caso es que allí estuvo él, una especie de SAMUR improvisado y adelantado al tiempo, metido en harina y en sangre de espectador. Dicen que era muy modesto y no gustaba de presumir. Lo suyo, ya digo, a partir de entonces, fueron la rebotica, el vivir tranquilo y el vestir blusa negra de llaurador por encima del traje y la corbata. No creo que el rey supiera de eso aquel mismo día, ni aquella misma noche, claro, que más ocupado estaría él en cumplir con sus ineludibles tareas de Estado, pero ahí está la medalla que un tiempo después le concedió por su heroico comportamiento. Mateo Morral murió un par de días después llevándose un guardia por delante, pero no voy a contar eso ahora porque no sé nada más que lo que acabo de mirar en la Wikipedia, para qué nos vamos a engañar. Lo que sí sé es que después de aquello se quedó por muchos años la costumbre de decirle ¡Tú, Morral! a alguno que hubiera hecho una barbaridad. Esto me lo contó un señor que no era de la familia pero sí muy viejecito y anarquista todo él. Total, que mi bisabuelo se murió en el cuarenta y dos y todo el pueblo fue al entierro, cuentan las crónicas, pero no por agradecerle lo de treinta y seis años antes, sino lo de todos los de después. Es que cuenta más una vida honesta que un momento heroico. Así parece y debe de ser cierto, pero esa máxima moral no es un consuelo para los que somos cobardes en el momento preciso y también a largo plazo: yo, como ya he asumido que valiente no soy ni seré y mucho me cuido de las ocasiones de ser héroe, tengo gran estima por este nobilísimo antecedente.

Esto me recuerda que al principio hablaba yo de cambios y resulta que me van a enviar a trabajar vaya usted a saber dónde, aunque yo sospecho que será, poco más o menos, a fer la mà o por esa zona. Así que voy a llamar a la comunidad autónoma para ver si la heroicidad del bisabuelo me puntúa para el concurso de traslados, y a la SGAE para preguntar si, llegado el momento, podría fotocopiar la medalla para incluirla en mi expediente. Que recién cumplidos los cien años del asunto, quizá ya hayan caducado los derechos de autor de la Casa Real, los de Morral, y que en paz descansen todos. Por quien más lo siento, por cierto, es por aquel guardia que sólo pasaba por allí. Ya se ve que morir es cuestión de pasar por allí. En la Espasa pone su nombre.

viernes, 10 de noviembre de 2006

Dicen que la primera impresión es la que cuenta y yo sospecho que, a pesar de que muchos estén de acuerdo, es probablemente cierto. A mí, por ejemplo, Nicole Kidman me parece fea porque así lo pensé la primera vez que la vi, y ya no hay retoque fotográfico ni quirúrgico que me haga cambiar de opinión. Tampoco voy a ir al psicólogo para que modifique esa impresión al parecer equivocada, porque a Nicole y a mí qué más nos da lo que pensemos el uno del otro y además porque mientras siga viva Cameron Díaz para qué nos vamos a preocupar de otras. Lo que yo no sé es si este fenómeno de la primera impresión puede afectar también a un colectivo. Por ejemplo, ¿puede una condicionar a todo un pueblo? No digo un pueblo en el sentido en que se pone en los preámbulos de los estatutos de autonomía, sino en el sentido en que se dice que este puente lo voy a pasar al pueblo o a ver si te gusta este queso que lo hacen en mi pueblo. Lo digo porque mi abuelo era de Casabermeja y le gustaban mucho los coches. ¿Qué tendrá que ver? Pues el caso es que la primera vez que alguien llegó en coche allá arriba no tuvo mejor ocurrencia que hacerlo por la noche. Es comprensible que el destello de aquellos faros redondos -que más que faros, farolas- acompañado del ruido estruendoso y enemigo y el mal olor de los motores y el aceite requemao fueran capaces de asustar al más guapo del lugar. ¿A quién se le ocurre ir de noche? Y claro, pasó lo que tenía que pasar: que la primera persona que vio y oyó fue una vieja beata -que a saber de qué pecados andaba arrepentida- que pensó lo que tenía que pensar y se echó a la calle gritando “¡El demonio! ¡El demonio! ¡Que viene el demonio!” y puso a todo el pueblo patas arriba. Lo que no sé es cómo acabó la historia, si al conductor lo lincharon o qué. La verdad es que merecido se lo tenía, por tener tan poca consideración con el bienestar de los pueblos. Pero a mí me lo contaban por la risa y la ignorancia de la vieja, y yo me reía también, aunque ahora le tengo un poco más de consideración a ella y menos a los coches. Debe ser cierto eso de la sabiduría popular porque, a poco que uno lo piense, seguramente tenía razón al pensar que se le venía encima el demonio. Que se lo digan, si no, a la capa de ozono. Tradición, la verdad, había: Belcebú siempre ha sido hábil en el disfraz. Para eso es como Mortadelo y la vieja de Casabermeja, sin saberlo, una especie de Buffy Cazavampiros avant la lettre.

Tampoco sé si los de Casabermeja quedaron, con el espanto, escarmentados para siempre de los coches y otras máquinas infernales. Lo que sí sé es que al menos uno de ellos quedó, por el contrario, subyugado para siempre. Hay quien oye la llamada de la sangre, pero mi abuelo oyó la del aceite de motor. El caso es que llegó aquí, a esta ciudad de los escándalos, y al poco tiempo tenía ya la vida solucionada gracias al neumático, el asfalto y el motor. Aún llegué a ver su despacho en la plaza de los Fueros, una planta baja ya en franca decadencia, donde se compraban los billetes para ir a Sagunto. Algo de esa llamada la sintió también mi padre -no es tan raro, si uno se ha criado entre autobuses-, aunque luego fue por otro lado. Pero las familias siempre encuentran la forma de estar unidas y, bien mirado y a juzgar por las cifras de cada lunes, se podría decir que la medicina de mi padre y la funeraria de mi otro abuelo seguramente le debieron mucho al vehículo a motor. Igual que en otros tiempos pasteleros y cereros estaban en el mismo gremio, quizá hoy día hospitales, funerarias y fabricantes de automóviles deberían agruparse. Ya veis, yo, que ni siquiera tengo coche, a lo mejor es que soy sordo a la llamada de la sangre y por eso soy más bien del partido de la vieja. Ahora que, como nunca digas de este agua no beberé ni este cura no es mi padre, y en todas partes cuecen habas y más en los pueblos pequeños, a lo mejor es la sangre la que me llama a las filas de la vieja. Que a saber de qué andaba tan arrepentida, aquella noche, cuando pensó que era el demonio el que venía a llevársela por sus pecados. Al menos, eso sí, venía a por ella en coche, que por lo visto le gustaban a la vieja las comodidades. En lo cual, mecachis, también nos parecemos ella y yo. Será mejor no menealla.

viernes, 3 de noviembre de 2006

Dicen que tenemos diez años para salvar el planeta; que, si no, el cambio climático se nos come y el mar, fundidos los polos, se nos bebe. Me pregunto si, cuando suba el nivel de las aguas y muchas casas queden sumergidas, seguiremos obligados los españoles a pagar la hipoteca. Que nadie se extrañe de que suban el precio de los pisos alegando que ahora cuentan con privilegiadas vistas al mar. Aunque lo lógico sería que las hipotecas, en ese caso, quedaran en papel mojado. Perdón por el chiste a cuenta de las cuentas de los demás. Bueno, el caso es que yo -honrado ciudadano-, en lugar de preguntarme qué puede hacer el planeta por mí, he pasado el día preguntándome qué puedo hacer yo por el planeta, que me parece que es, más o menos, lo que dijo Lincoln después de la batalla de las Termópilas. El dato me ha pillado al teclado de mi hardware instalando freeware, que es como decir muy finamente y en inglés con mil palabras que me estaba bajando cosas de Internet. Me he puesto un programa de hacer árboles genealógicos y ha sido de ellos, de los árboles, de donde ha bajado la idea que tranquiliza mi conciencia: que yo con tanto árbol estoy también reforestando. Sólo que, en lugar del monte, yo reforesto mi memoria histórica y así, de paso, de un tiro mato dos pájaros de gran actualidad.

Sin esperar a que suban las aguas me he puesto a bucear en mis raíces y en la aventura se me ha hundido la orgullosa y pretendida valencianía pura con la que me dejaba ver en las plazas de toros y los salones de la burguesía. Ha sido como si al buscador de galeones se le hundiera el barco mientras bucea o el Calypso arrasara con las hélices un banco de coral: ahora va y resulta que mis genes son oriundos de la provincia de Almería y cruzaron el Estrecho, por necesidad, en sentido contrario al que ahora se viene cruzando más. Los españoles pobres se iban entonces a Argelia a trabajar, y no por necesidad de arena, sino porque era entonces un departamento de Francia gracias a que Carlos X, el último Borbón transpirenaico, quiso, con este golpe de efecto, evitarse el mal trago de ser lo que al final terminó siendo. Ya digo que no le valió el truco y se tuvo que ir, pero al menos les valió a los Martínez para coger el equipaje y unas niñas que tenían y marchar a buscarse la vida en el desierto francés.

Será que lo francés tiene siempre un algo romántico y bohemio: el caso es que mis raíces se me ponen trágicas y se dejan enredar en el amor: la niña de los Martínez, católicos y pobres, pero honrados, va y se enamora de un ricachón, blanco y guapetón, dispuesto a renunciar a todo por su española. Quizá no esperaba, en el fondo, tener que renunciar a tanto, pero para mí que no calculó la fuerza del choque de civilizaciones que, por lo visto, no es un problema que haya salido ahora. Es que el hombre era además judío, por más señas sefardí, y yo no sé si por pobre, por inmigrante o por gentil -o por todo a la vez, que todos esos defectos los traía por dote Ana Martínez Román-, el caso es que los Benoliel se negaron rotundamente al enlace y ya tenemos a mis raíces actualizando, pero aplazando el final, Romeo y Julieta o Los amantes de Argel -cristiana ella, judío él. Lo digo porque el final lo supo mi madre, muchos años después, en esta ciudad que es el centro del mundo y que por entonces benolieles ni martíneces habían pisado jamás. Pero todo llegará y cada cosa a su tiempo. No se sabe a ciencia cierta que dirían los Martínez, si después de esto seguirían en tierras del francés, pero lo que sí es que el matrimonio Benoliel Martínez arrancó sin la aprobación de la familia paterna. Y sin su dinero, porque el chaval fue desheredado. Fue valiente, desde luego, y no es ahora el momento de preguntarse si no se arrepintió de su hazaña alguna vez. Pero era francés, qué caramba, y noblesse obligue y la Tour Eiffel.

Hubo un tiempo en que Orán estuvo llena de españoles y cerca, lo veréis en el mapa, hay una pequeña ciudad llamada Sidi Bel-Abbés, donde el matrimonio repudiado fue a instalarse para ver si podían empezar de cero. Allí nació mi abuela pero ningún negocio y como la falta de dinero se lleva fatal por mucho amor que uno tenga, pues al final la española se vino a Valencia con las dos niñas que tenía. Aquí le esperaba una hermana que se había casado con otro ricachón –éste, de raza y religión apropiadas- que había hecho fortuna en Cuba. Lo que ahora pienso es que aquellos Martínez que se fueron de emigrantes lo que tenían era un ojo para las bodas que ni los Reyes Católicos. Y allá se quedó, David el sefardí, repudiado por su familia, arruinado y abandonado por su mujer y por sus hijas. Bonita historia de amor, ¿verdad?

Yo no sé si aún hay benolieles en Orán, aunque sospecho que no debieron quedar muchos tras la guerra. Así que supongo que ya no tengo familia allí, pero no sólo por los hechos históricos, sino por una carta que encontró una vez mi madre. “Esta congregación ha recogido y confortado en sus últimos momentos”…, como era de temer, rescatado de las calles, a David Benoliel, vagabundo, solitario, agónico y borracho.

viernes, 27 de octubre de 2006

La primera palabra en muchas buenas historias es siempre "yo". Y a pesar de tanto egocentrismo el resultado no es nada malo, de donde se deduce que la calidad literaria y la calidad humana no tienen porqué ir de la mano. Y dándole vueltas a todo esto llegué a la conclusión de que este blog podrá ser de mala calidad literaria -y eso, según- pero lo cierto es que aquí hay una calidad humana que está fuera de toda duda. Pero, claro, como uno tiene la comezón del perfeccionismo, pues andaba preguntándome qué podría hacer yo para darle a nuestro querido blog un puesto digno en el electroparnaso global y, mira por donde, tuvo que ser este defecto -que yo no tengo- del egoísmo el que me puso sobre la pista: resulta que, después de casi cincuenta entregas, aún no nos hemos presentado como Dios manda. No es que vaya a pedir a dpm, MsNice, realice o patafos -por nombrar a los notables- que se desnuden aquí en las ondas, claro, porque con mucha razón me dirían que yo primero, que para eso soy el involuntario protagonista. No, claro que no: asumo mi responsabilidad y me dispongo a dar un primer paso para corregir este indisculpable error

La verdad es que alguna cosa ya se ha dicho, y la semana pasada estuve hablando de lo que no me gusta. Hombre, no deja de ser una presentación, sólo que en negativo y que puede dejar una mala imagen de uno. Tanto “no me gusta esto, no me gusta aquello” podría haceros pensar que soy un tipo maniático y caprichoso. Algo de eso hay, tampoco vamos a llamarnos a engaño. Pero, en fin, va a ser mejor que para no perderme siga de cerca a los clásicos y para ello he preparado el siguiente formulario literario clásico de presentación. Allá vamos:

1) origen geográfico-comarcal: Yo, señor, soy de Valencia [léase en modo apitxat].

2) origen socioeconómico: Yo nací entre las cortaduras del papel [esto no es cierto, pero la frase es que me gusta mucho]

3) nombre: Pues sepa Vuestra Merced ante todas cosas que a mí llaman Angelet.

4) edad y carácter (sinceramente): el otro día cumplí los treinta y nueve. Lo celebré de una forma un tanto extraña: me metí en una tienda de muebles y allí me concedí uno de los caprichos de mi vida. Estuve mirando saleros, estanterías de vanguardia y muebles que no sé para qué sirven y después me dirigí a la amable dependienta y le pregunté: “¿Me puede vender un libro?”. En fin, reconozco que es raro, sí, hablarle de usted a una dependienta, pero es que esa es una manía que tengo. “Es uno que tenéis en aquella estantería de allí, la de color caoba con apliques de metal”. Ella me dijo que, como no sabía si podía, tendría que hablarlo con el jefe. Ahí quedó claro que podría ser mona y buena gente incluso, pero que no era vendedora. Para eso hay que nacer. Conocí a una castañera -toda una señora y toda una vida de oficio- que sin dudarlo ni un momento me hubiera vendido el libro y de paso todos los demás de la estantería y al final la estantería misma, la cama y todos los complementos del dormitorio juvenil. Y más aún si se hubiera dado cuenta de que con aquello estaba yo dando salida a una de las ilusiones de mi vida, que era precisamente esa: entrar en una tienda de muebles a comprar uno de esos libros con los que decoran las estanterías. Muchas veces son falsos, pero en ocasiones son de verdad e incluso interesantes, de modo que cuando estás aburrido de ver mesitas de noche, todas iguales, te puedes entretener mirando libros. Pero aunque lo encuentres nunca intentas comprarlo por miedo a parecer raro. Pero yo ese día acababa de cumplir los treinta y nueve y me dije que ya está bien, oye, de tanto qué van a pensar. Tengo alumnos adolescentes que no saben qué hacer para que los guays de clase les den el placet y a mí ver eso me da mucha pena, cómo se esfuerzan los pobrecillos y ponen todo su empeño en humillarse y en llevarse las broncas y castigos que me toca repartir por aula y número de alumnos. Claro, que ya tendrán los que yo tengo, ya, como decía Shakespeare, y se darán cuenta de que lo que hay que hacer para reconciliarse con la vida es comprar libros en tiendas de muebles. La verdad es que aún no sé si los jefes de la chica me lo venderán o no, ni el libro me interesa tanto, pero a estas alturas ya os habréis dado cuenta de que el intríngulis de la cosa estaba en satisfacer el deseo. Que son cuatro días. Por cierto, no intentéis esto en el Ikea: allí, los libros de las estanterías están todos en sueco. ¡Será posible!

5) otros datos, a ser posibles, positivos: pues, por seguir con las cosas buenas, os comento ahora que he robado poco, y cuando eso ha pasado siempre se ha tratado de libros. Robar es robar, pero los libros son como las gallinas del Lute y el pan de los hambrientos, que parece que robarlos es por necesidad y uno no es tan culpable. Es asombroso que haya podido hacerlo yo, porque, aunque diestro, tengo dos manos zurdas y de ellas se me han escapado siempre las cosas más preciosas. Calzo un cuarenta y tres y he cometido algunos errores importantes. La verdad es que no soy el de la foto que sale en la parte de arriba de este blog. El de la foto ni siquiera es amigo mío. No nos parecemos porque yo no nunca miro así a la gente, tan fijamente y con tanta dignidad. Me miro mucho en los espejos y consumo chocolate como un poseso. Me gustaría ir a Samarcanda, Tombuctú y Vladivostok, pero eso resultaría demasiado caro, cansado y peligroso. Vivo en la mejor ciudad del mundo, que lo es porque está cerca.

Espero haberme presentado bien. Y si necesitáis más datos, pues para eso están los comments y el tiempo. “¿Será por tiempo?”, como dicen en una película muy mala para verla pero muy buena para dormirla.

viernes, 13 de octubre de 2006

Una casa de 180 metros cuadrados podrá parecer grande, pero no lo es tanto como para tener un perro. Al menos, eso es lo que pensaban mis padres y yo siempre estuve de acuerdo con ellos, incluso de adolescente. Plantas había muchas, pero mi hermana pedía un perro y yo votaba en contra. Así que, casi por unanimidad, no tuvimos animales. Perro; porque animales, a decir verdad, tuvimos dos: una tortuga y un jilguero. El jilguero lo tuvimos muy poco tiempo, porque se murió de repente. Una noche fría de invierno nos lo dejamos en el balcón y al día siguiente lo encontramos tieso en el suelo de la jaula. No se puede decir que sufriera mucho. Me refiero a mí; el jilguero, no sé. Lo de la tortuga fue diferente: su desaparición es un misterio que aún conmociona algunas de nuestras cenas familiares, y estoy convencido de que nunca sabremos las razones últimas por las que decidió abandonarnos. Cuando fue vista por última vez vestía caparazón verde, patas redondas a juego y cabeza plana como una bandeja. Desapareció en la playa de El Saler y quién sabe si no será la nuestra la bisabuela de esas otras que allí han nacido hace poco, después de doscientos años de esterilidad tortuguil. Durante un tiempo, su bañerita azul con palmera de plástico verde quedó ahí, en casa, como denuncia de nuestra incapacidad faunística; hasta que a los dos o tres días alguien la pisó y santas pascuas.

O sea, que parece claro que nunca hemos sido muy hábiles con esto de los animales. Es que no teníamos de quien aprender. La mía no ha sido una familia muy sensible a los encantos de la fauna. Sí: veíamos, todos juntos, El hombre y la Tierra, y alguna lagrimilla se nos escapó cuando Enrique y Ana cantaron Amigo Félix. Pero hasta ahí. Después de eso, lo más, lo más, mis abuelos, que tenían un canario que cantaba mucho y bien, con el único defecto de que cantaba mucho y bien a todas horas. Esta es una cosa desagradable de los animales: que son ellos mismos sin poder evitarlo. Siempre se dice que lo malo de los seres humanos es que disimulamos nuestros sentimientos y ahogamos nuestros impulsos naturales, pero yo digo que menos mal y que no hay nada más insoportable que un tipo simpático que es simpático constantemente, sin poder dejarlo ni un momento. Afortunadamente existen la hipocresía y el disimulo, que nos hacen humanos y nos permiten vivir en sociedad. Hay que huir de los tipos que son siempre ellos mismos, porque son tan cansinos como el perro que ladra a todo aquel que pasa por delante, da igual que sea obispo, serial killer o concejal de urbanismo. Aunque estos dos últimos tipos humanos sean difíciles de distinguir.

Los animales, pues, pasaban por mi casa sólo de visita y los tolerábamos si no había otro remedio. Agradecíamos, eso sí, que las visitas se dejaran el animal en casa. Pero un día un cachorrito se comió las plantas que mi madre tenía en el balcón y, a partir de ese momento, fuimos inflexibles: todo animal que quisiera entrar en casa tendría que hacerlo ya envasado y en filetes. En ocasiones especiales podía hacerlo a l'ast y con patatas, que fue algo que se puso muy de moda a principios de los ochenta. Pollos a l'ast y videoclubes dominaban entonces el paisaje urbano mientras, en casa, manteníamos nuestra numantina y zoofóbica reserva.

El paso del tiempo todo lo cambia, ya se sabe, y no hay más que ver qué diferentes somos ahora mis hermanos y yo. En mi casa no hay nada vivo, salvo yo mismo, que por no tener no tengo ni una mísera maceta. En casa de mi hermana hay siempre, como mínimo, tres perros de guardia, y en ocasiones ha llegado a tener más de una docena a la vez. Así que ha cumplido con creces uno de los sueños de su infancia. Eso es algo muy bonito y yo me alegro por ella y por eso tolero la presencia perruna en su casa. En la de mi hermano, hace menos de dos años, entró un perro por primera vez y porque mi cuñada quiso, y la única explicación que encuentro a este fenómeno es que -dicen- a este tipo de cosas (a los animales, no a las cuñadas) o se acostumbra uno desde pequeñito o no hay nada que hacer. Será por eso que yo cambio de acera cuando veo un perro y también por eso será que más de un paseo por el campo he tenido que interrumpir al oir unos ladridos sospechosos. Pero, a pesar de los malos tragos, aún agradezco a mis padres el condicionamiento en contra. Por eso me extrañó que mi hermano le cogiera tanto cariño (al perro, no a su mujer) y por eso, cuando me llamó anoche para decirme que el animal se les había muerto de repente, no pudo evitar llorar mientras me lo contaba. Yo estaba por ahí de cena comiendo pollo y por primera vez en mi vida me dio un vuelco el corazón al enterarme de que un animal se había muerto. No sé si es que este perro se las había arreglado para resquebrajar mi condicionamiento o es que las lágrimas de mi hermano me conmovieron incluso a través del móvil y del ambiente ruidoso y cargado de humo.

El caso es que esta mañana me he levantado pensando en todo esto y, antes incluso de tomarme el Cola-Cao, he tirado a la basura un sobrecito con semillas de cebollino que iba a plantar. Las había comprado para ponerlo en las ensaladas, pero he tenido miedo de cogerles cariño.


viernes, 6 de octubre de 2006

Yo siempre había dicho que el mío no sería uno de esos blogs en los que el bloggero se despacha a gusto con lo que le gusta y lo que no le gusta y nos pone así la cabeza con sus opiniones sobre todas las cosas de este mundo. ¡Como si a los que leemos nos interesara saberlo! Me dan pena, estos tipos que no tienen nadie que les escuche y por eso se confiesan en el ciberespacio. Afortunadamente, allí hay tanto de todo que lo que se sube se pierde inmediatamente en la inmensidad, como al final de En busca del arca perdida. La abundancia, por tanto, no siempre es mala, porque nos salva de todos estos opinadores compulsivos. La verdad es que publicar en la red es lo mismo que no publicar porque, a fuerza de subir tantas cosas, nadie les presta la más mínima atención. Es lo que yo, estos últimos días, estoy sufriendo en mis propias letras. Ya casi nadie me pone comentarios en el blog: uno breve de realice, y gracias. Estamos sin noticias de dpm ni de MSNice. ¡Perdón!: que está patafos. Él, al menos, tiene la intermitente virtud de la constancia.

Total, que me dije: si ellos no cumplen, ¿por qué tendría que hacerlo yo?. Además, de entrada, ya sabíais que no soy de esos que mantienen sus convicciones a rajatabla. De modo que, tras haber considerado cuidadosamente todo lo anterior, tengo el placer de comunicaros que yo también voy a lanzar al ciberespacio mis opiniones sobre las cuestiones más candentes de la actualidad, y me voy a quedar tan pancho. Total, como no las lee nadie, pues tampoco arriesgo.

Tengo que decir, para empezar, que no me gusta la gente que habla en el cine. ¡La odio! Una vez me enfadé con unas viejas porque no paraban de hablar durante la proyección de Lost in translation. Les dije cuántas son dos y dos y ellas erre que erre se defendieron diciendo que, total, en ese momento los personajes estaban cantando. Como si las canciones no fueran película. Además -aclaré-, no cantaban: estaban de juerga en un karaoke y ése era un momento de gran importancia argumental . Aquí confieso (¡total!) que lo que me cabreó de verdad fue que, refiriéndose a la chica, a Scarlett Johanson (que Dios guarde), dijo una de las viejas: “Ella no vale nada”. Ahí logró sacarme de mis casillas, ya digo que lo confieso. Y de mi butaca, porque me puse en pie y todo.

No me gustan las momias, ni las criptas ni las catacumbas. Si me pierdo en Roma, no me busquéis en las de Priscilla ni en ninguna otra, por mucha pintura paleocristiana que contengan. ¡Qué asco, los cráneos y las calaveras! ¡Qué asco, los tejidos incorruptos! Una vez, en la universidad, pasé una clase entera de Civilización Egipcia con los ojos cerrados porque el profe tuvo la macabra ocurrencia de poner diapositivas de momias. “Cuando acabe, me avisas”, le pedí a un compañero. Me avisó cuando le dio la gana, pero eso es otra historia.

No me gusta la gente que grita para hablar, pero tampoco me gusta la gente que cuchichea en las bibliotecas. En las bibliotecas hay que estar callado, pero, puestos a hablar, prefiero que se hable en tono normal: el cuchicheo se te mete en la cabeza y no puedes prestar atención a nada más. Ya veis que mis manías son muy sonoras. Me horroriza el ruido, en resumen, y me dicen que eso es una desgracia para un valenciano. En la primavera valenciana se sufre más por el ruido que por los niveles de polen en el aire. Parece que si no disfrutas de una mascletà eres menos de la tierra. Pero no me hago problema de eso y si quiero me constituyo, yo solo y en menos que canta un gallo, en nacionalidad histórica. Lo que no sé es si ponérmelo en el preámbulo o en el articulado.

No me gustan los suelos de terrazo, pero en mi casa los suelos son de terrazo. O sea, no me gusta el suelo de mi casa. Por eso no lo barro con cariño. No me gustan los insectos. A decir verdad, no me gustan los animales y tampoco, en consecuencia, los documentales de La 2. Tampoco los punkis, porque con cada uno viene adosado un mínimo de dos perros pulgosos. Siempre: debe de ser que lo pone en la Declaración de los derechos punkis del hombre. No me gusta el aire acondicionado. No me gustan las personas que no devuelven el saludo, ni me gusta sentarme en asientos que conservan el calor del que ha estado sentado antes que yo. Es como si me sentara en el culo de un desconocido. No me gusta que los domingos por la tarde sólo haya fútbol en la radio. No me gusta la cerveza. Odio ducharme con agua fría. Me espanta chocar una mano sudada y tampoco me gusta que me den la mano floja. No me gustan las salas de espera en las que no hay nada interesante para leer. Prohibiría los cajeros automáticos que sólo dan billetes de cincuenta euros. Desprecio profundamente a la gente que es lenta en el uso del cajero automático, sobre todo a los que se leen el resguardo allí mismo. Reinstauraría la pena de muerte para los conductores que se arriman por detrás en la autopista para que te agobies y te quites del medio. Aunque, la verdad, a veces las circunstancias me conceden una satisfacción y ya se matan ellos solos. Tampoco me gustan los que dejan el coche en segunda fila y frenado, y eso que yo lo hice una vez, pero por descuido. Que no salga de aquí.

No me gustan los chicles de menta.

No me gusta que me apriete la ropa. Por eso llevo la camisa por fuera, por mucho que me cueste más de un disgusto con mi mamá. También por eso mi vestuario ideal son unas chanclas, un bañador y una camiseta. Sobre todo odio los zapatos que me aprietan los dedos. Mis dedos tienen que poder moverse libremente en el interior del zapato. En el mundo no debería haber Nesquik, pero el Cola-Cao debería ser obligatorio en todas las casas decentes. No me gustan los tebeos de superhéroes. No me gusta The sandman. Para eso, prefiero Los pitufos. No me gusta la gente que se queda parada en cuanto pone los pies en el vagón del metro. ¡Como si no tuviese que entrar nadie más! Tampoco me gustan las viejas que en el autobús se abren paso a base de empujones en los riñones, ni las que se te quedan mirando fijamente a la cara. Cuando lo hacen, yo las desafío y las miro también hasta que se rinden. Aunque a veces hay algunas que no se rinden. A esas las odio en secreto. No soporto las endivias, aunque lleven roquefort.

No me gusta mancharme las manos de grasa comiendo chuletas, y por eso no las como. Pero no me importa machármelas comiendo calçots.

Y sobre todo, sobre todo, odio que a los anuncios les llamen consejos.

Votadme.

viernes, 29 de septiembre de 2006

Reverse

El viernes me acosté a las cinco de la madrugada. Llevaba unas copitas de más, pero quisiera dejar claro que mi amigo Javi estaba bastante más afectado que yo. A él le dan por el lado sentimental y si encima cantamos Clara, entonces es que se echa a llorar como una magdalena. A mí esa canción me impresionó mucho la primera vez, cuando era pequeño, porque nunca había oído una canción sobre drogadictos, pero en los últimos lustros me había olvidado de ella. Ahora, como el reencuentro llegó entre brumas de alcohol, ya no me hace pensar en heroína sino en las cogorcillas que el otro y yo nos cogemos de vez en cuando. Total, que lo dejé en un taxi y me fui a dormir. Eran las cinco de la madrugada, ya digo, y ni los trozos de pizza que se venden a esas horas por las calles pudieron con la melopea -etimológicamente considerada- que nos llevaba hacia la parada. Además, que nos dieron unos trozos cuadrados, y eso, que yo sepa, es muy poco tradicional. Es que me pongo estricto cuando llevo un cubata de exceso de equipaje y si hubiera tenido fuerzas para polemizar le hubiera dicho al vendedor que dónde se ha visto eso de la pizza cuadrada y que yo, que he estado en Italia dos veces, puedo atestiguar que nunca una verdadera pizza es cuadrada. Pero es que ni yo estaba con fuerzas ni Javi se me mantenía en pie.

Había venido Juan de Pablos a pinchar en un local cerca de mi casa. Juan de Pablos no es el practicante del ambulatorio, qué va: es locutor de radio y por lo que dicen muy sabut en música pop y pop-rock y otras variantes de lo mismo. Yo no controlo tanto la guía de festejos, por mucho que ahora mismo estéis pensando que llevo la vida loca: salgo más bien poco y lo que pasa es que tengo una amiga que es informadora cultural. Y lo que tiene ella, además de un novio que nunca he visto, es mi dirección electrónica y se divierte llenándome el electrobuzón del mismo modo que el Heraldo me llenaba de papel el otro. Pero, mira por donde, ésta información sobre el locutor me hizo más gracia. El tercer o cuarto cubata ya nos lo estábamos tomando en primera fila y Javi no hacía más que pedir canciones, en plan “cada canción, un recuerdo” y, como lo conozco, temí que pidiera Clara y que el señor De Pablos o, en su defecto, el respetable, nos dijera que qué horterada era esa y nos echara de allí. Pero, en fin, hay que reconocer que ambos se portaron: las canciones de Javi eran raras pero marchosas y Mr. De Pablos, por su parte, las tenía todas consigo y con eso demostró que conoce su oficio. Estábamos en primera fila también porque a mí -para variar- una chica que bailaba mucho y bien me dijo “¿Bailas?” y yo le dije que no. Me inventé una frase que no quedara mal: “No, porque no podría hacerlo tan bien como tú”. Y luego nos fuimos allá delante, a ver al artista pinchar. Antes, pero mucho antes, a mí ya me daba vergüenza bailar. Antes de esta fiesta: es algo de siempre. Una vez, cuando no era aún mayor de edad, la chica más guapa de toda el colegio quiso sacarme a bailar, y yo no me dejé. O sea, que viene de antes, de mucho antes.

Lo de la chica no lo digo por presumir, porque Javi, ahí donde lo veis, tiene una buena hoja de servicios. Breve, pero muy selecta. De lo que sí me gusta presumir es de que yo aguanto mucho mejor que él el tsunami alcohólico. De hecho, cuando me llamó para salir yo ya estaba con el pijama puesto, y por no hacer un feo me vestí y volví a salir. Esto ya lo había hecho antes -mucho antes, también- por mi amigo Mariano. Pero eso es otra historia. Digo “volví a salir” porque antes de ponerme el pijama ya había estado yo solo en el mismo local, de donde se deduce que le llevaba al menos un cubata de ventaja. Es que, en un principio, no tenía con quien ir pero tampoco quería dejar de ver a este señor. Creo que no era por la música sino por las ganas de ponerle cara a un locutor de radio. Es un ejercicio arriesgado y puede conducir a grandes desilusiones, pero, oye, el caso es que era fin de semana y algo había que hacer para pasar el rato: unos hacen puenting, otros circulan por la autopista en sentido contrario y yo, más humildemente, les pongo cara a los locutores de radio. Me instalé en un rincón discreto de la barra. Antes, había llegado y me había paseado por el local. Pero como no es fácil estar solo en sitios así me puse en el rincón que os decía. Hasta que vino más gente y empecé a encontrarme raro. Yo no aguanto mucho las miradas de los demás porque me parece que me miran y piensan “¿Qué hace éste aquí solo?” y encima -sumisión absoluta- voy y también pienso: "Tiene razón ese gilipollas: ¿qué hago yo aquí solo?". A veces, sin querer, cruzo la mirada con la de alguien y entonces no sé qué hacer: no se vaya a creer que estoy en la barra como un mirón. Lo peor es que en ocasiones tropiezo con miradas interesantes, de las que da gusto mirar: pero siempre, en esas ocasiones, desvío la mía como si no quisiera ver nada. Me saco la mirada de los ojos, como hace la chica de La quimera del oro. Ella lo hace porque va de sobrada, pero yo lo hago por si acaso, para no tener que responder ni dar un paso adelante. Por miedo al qué diré.

Pero no fue solamente por eso por lo que aguanté poco. Es que estaba cansado por haber pasado toda la tarde trabajando en casa. Resulta muy cansado, un trabajo como este en el que no dejas de pensar ni cuando estás solo en casa. También, quizá, porque había dormido una siesta demasiado larga y eso, a mí, me mata. No me puse el despertador y se me pasó la media hora, duración, a mi entender, de la siesta perfecta. Pero estaba cansado porque había pasado casi una hora en el metro antes de comer y después de haber hablado durante seis horas seguidas a gente que no me hacía caso. Eso también cansa bastante. Pero siempre me digo que con suerte algo les entrará por el rabillo de la oreja y quién sabe si fructificarán mis palabras en algún sitio insospechado. Está muy manoseada, ya lo sé, la parábola, pero a veces no me queda más remedio que recurrir a ella.

Y encima es que casi llego tarde a la primera de todas esas horas: me había quedado dormido. Yo no rindo mucho si no duermo mis horas y por eso es que luego la siesta me llama tanto. Es que, como soy novato, me pasa eso que os decía antes de que nunca dejo de pensar en el trabajo. Por ahora me preparo las clases como si fueran obras de teatro, con un guión completo de acciones y frases. Aún me da pánico entrar en el aula sin red. Por eso tardo tanto y por eso me había acostado tarde y arrastraba el cansancio. Por eso sólo tomé un cubata en aquel local y por eso cuando me llamó Javi ya tenía el pijama puesto. Por eso tuve que tomar algunos más para no caer rendido y por eso no hubo discusión con el pizzero y estuvimos cantando Clara en la parada del taxi.

El jueves me acosté a las dos de la madrugada. Estaba muy cansado porque había estado preparando las clases para el día siguiente…

viernes, 22 de septiembre de 2006

Aurea mediocritas

Dicen que cada generación ofrece a la Humanidad uno o dos casos de ser extraordinario e irrepetible, de esos que sirven para señalar el paso del tiempo: antes o después de. También dicen que yo no soy uno de ellos y a estas alturas ya me he resignado a que sea así. Qué le vamos a hacer. Me consuela, al menos, pensar que vosotros tampoco lo sois. Quizá sea cierto, por lo visto, que somos muchos los normalitos y pocos los verdaderamente excepcionales: es cierto que no conozco muchas personas de las que se pueda decir que el mundo no sería el mismo sin ellas. Y -mira por dónde- aunque la lista sea corta, así, de pronto y ahora que me lo preguntáis, la verdad es que no se me ocurre nadie. Yo tengo mis favoritos, claro, pero que me gusten a mí no significa que sean importantes para todos. Así que estoy dispuesto a reconocer, inclinado ante vuestras bien fundadas razones, que el inventor de la fregona habrá sido para la Humanidad más beneficioso que el mismísimo Johann Sebastian Bach, pero también es cierto que a mí me va más este último, la verdad. Yo no sé en las vuestras, pero en mi casa –para disgusto de mi madre y de mi tía- se hace más uso de los discos que de la fregona. Nadie ha sido capaz, que yo sepa, de escribir un concierto para fregona y orquesta o una sonata para piano y escurridor. Y eso que no es por la música por lo que el gran Johann es un ídolo de la juventud moderna, sino porque tuvo veinte hijos y se las arregló para poner a cada uno de ellos nada menos que tres nombres de pila y sin repetir ninguno, lo cual hace la friolera de sesenta nombres diferentes o, dicho en términos modernos, veinte hat tricks ante la pila bautismal. Ahí es nada, señores: este hombre fue el Pelé de la onomástica.

Por lo arriba dicho se me ocurrió un día que, puesto a ser mediocre, iba a serlo a conciencia; pero un amigo vino a avisarme de la paradoja: en el mismo momento en que llegara a ser el más mediocre entre los mediocres dejaría de ser uno de ellos y me convertiría, por tanto, en alguien excepcional. Lo que yo le agradezco al amigo es que me haya ayudado con su aviso a tenerle un poco más de respeto a la mediocridad: no es tan fácil ser un buen mediocre porque no puedes pasarte ni quedarte corto. Es, por tanto, cuestión de medida. “No hay venenos sino dosis”, dicen que dijo el otro. Así que hoy os ofrezco la receta para una mediocridad responsable: “Escoged una labor cualquiera y lanzaos a ella sin entusiasmo, y cuando notéis que empezáis a cogerle el gusto y a hacerlo bien, dejadla rápidamente y buscaos otra. No caigáis en la trampa de dedicaros a lo que os gusta ni tampoco -mucho ojo- de odiar lo que hacéis. En términos científicos: controlad vuestro entusiasmo más que vuestro colesterol”.

Bueno, pues venga. Consideré las cuitas más comunes entre los mortales para dedicarme, por ahora, a alguna de ellas, y la encontré enseguida. Es una que la recomienda todos los días la publicidad: come bollería industrial y a la vez apúntate a un gimnasio. Qué gran verdad es eso de que la publicidad es un bien social, ché. Tuve mis dudas, claro, porque la primera parte ya hace tiempo que la cumplo con sospechosas muestras de entusiasmo. Pero me decidí porque la compenso con la segunda, que con sólo pensar en ella ya me hace correr sudores fríos por la espalda. Además, me sentía preparado: yo, como todo el mundo, vuelvo de las playas jurando que para la próxima temporada luciré en ellas el cuerpo danone, tan deseado. Así que os anuncio que yo, como tantos otros, me apunto a esto del culto al cuerpo. No deja de tener su intríngulis, porque en una sociedad como la nuestra, que dicen que se seculariza a marchas forzadas, parece asombroso que aún se dé culto a algo. Claro que, puestos a dárselo a algo o a alguien, encuentro muy razonable que sea al cuerpo. La primera razón es fácil de entender: la verdad es que las calles están llenas de cuerpos adorables. Adorables, abundantes y -lo que es mejor- para todos los gustos, lo cual es, por cierto, la segunda razón a favor de este tipo de idolatría: que la variedad es mucha y hay para todos, y así cada cual puede dar culto al cuerpo que quiera sin molestar a nadie y sin que nadie le diga ex cátedra qué es lo primero que tiene que mirar, si el culo, las piernas o los dedos de los pies. Esta es, por tanto, una religión asequible y nada dogmática. Vamos, que, ahora que lo pienso, el culto al cuerpo va a ser la verdadera religión natural.

Apostata, que algo queda. Mi egoísmo natural -que es virtud, si bien se mira- me llevó a dar culto, en principio, a mi propio cuerpo. Podrá parecer mala, pero tiene la ventaja de que es una elección bastante mediocre. Con el fervor del catecúmeno me dirigí al templo, dentro del cual, entre las muchas opciones ceremoniales ofrecidas, escogí la que llaman ciclo-indoor, que por el nombre así como hindú creo que viene del Oriente Misterioso. Requiere esta que se suba cada creyente a unas curiosas máquinas que por más que les des a los pedales ellas no se mueven ni un milímetro. Ya me lo barruntaba yo considerando que ruedas, lo que se dice tener, estos chismes no las tenían. Y entonces ocurrió: se abrió la puerta y ocupó el altar la sacerdotisa del indoor este que os cuento y fue en ese momento cuando tuve yo una revelación, me caí del caballo de pedales y allí mismo apostaté del naciente culto a mi cuerpo y me adherí para siempre al culto del de ella. Es poco mediocre, lo sé, este entusiasmo, pero es que, como se pasa el día en la liturgia, lo tiene por esa razón adorabilísimo. Desde entonces no he dejado de acudir ni un solo día de la semana a cumplir con el precepto dominical y ando ya muy esperanzado con mis progresos en la conquista del Carmelo y de otros montes.

Mens sana in corpore acabao. Pero como todo viaje a la santidad es un camino plagado de trampas y engaños del maligno, hete aquí que me esperaba en una esquina el zarpazo de la bestia. A mí y a otros muchos, claro: recordad que se trata de no destacar. Estando hoy encaramados en nuestros puestos, aguardando la inefable presencia, se ha abierto la puerta y sin decir esta boca es mía se ha subido al sagrado altar un tipo todo cachas y hormigón que nos ha dado tal repaso que la fe de muchos para siempre se ha desvanecido entre sudores. La mía no, y quizá es que ellos son mejores mediocres que yo; pero me he mantenido y no he dejado de decirme -antes, durante y después de los dolores- que mi adorable sacerdotisa, si Dios me la ha dado, Dios me la ha quitado, alabado sea y sobre todo que he oído decir que el lunes vuelve. Aquí la espero, por si se manifiesta transfigurada y puedo decirle en un descuido aquello de “hagamos tres chozas”: una para nosotros, otra para tus bicis cojas y la tercera para lo que tú quieras, mi adorada.

No firmo para no destacar. Au.

viernes, 15 de septiembre de 2006

Me acordaba el otro día de un poema en el que el poeta, que ya se notaba cascado, decía que si volviera a vivir se quitaría los zapatos en primavera e iría descalzo hasta finales de otoño. Decía más cosas, pero yo me quedo con esta por sus referencias estacionales, porque de eso -del cambio de estación- es de lo que tenía pensado hablar. La verdad es que los poetas, por hache o por be, no dejan nunca de sorprenderme. Esta vez, porque me parece que el aspecto y el olor de esos pies deben de ser muy lamentables a finales de otoño y absolutamente poco inspiradores. Claro que eso a él le da igual porque el poema ya lo tiene escrito de antes. Pero, bueno, dejemos la crítica literaria -para la cual no tengo la preparación requerida, como acaba de verse- y volvamos al tema de la semana. Esto del cambio estacional me hace pensar en algo que les pasaba a Mafalda y a su padre al final de unas vacaciones en la montaña, y que a mí me pasa todos los años por estas fechas: es ese dolorcito del final del verano, el que se siente cuando el final de las vacaciones se te viene encima. Lo sentí yo el otro día en un embarcadero que sólo conocemos yo y unos miles de turistas. Las puestas de sol son diarias y todas ellas magníficas, y más si –como yo- las contemplas en chanclas y en soledad. Lo de las chanclas es por decisión propia; lo de la soledad ya no estoy tan seguro. Lo mismo que decía el poeta lo pensé yo, por el gustito de sentir el sol en la piel y todos esos efectos tan somáticos que tiene la relajación. Aunque yo, que nunca he sido un radical, no iría descalzo sino en chanclas, que son uno de los grandes inventos de la humanidad, junto con el jarabe de arce y la ensaimada (sin relleno) de Mallorca. Lo mismo que decía Mafalda lo pensé yo: “¿Y si nos quedamos aquí para siempre?”; aunque yo, que no estoy tan trabajao como su padre (el de Mafalda), también me doy cuenta enseguida de que no puede ser. Porque para ir todo el año en chanclas a ver la puesta de sol uno tiene que vivir en un clima un poco más tropical, y encima ha de tener un poco más de dinero. Porque de lo que se trata, en realidad, es de no volver al trabajo, y para permitirse ese lujo hay que tener mucho dinero. Luego disfruto trabajando, ya ves, pero ese es un pensamiento que a uno nunca le viene cuando ve puestas de sol en los embarcaderos, y este es un misterio que la psicología -sospecho- ha renunciado a esclarecer.

A buenas horas decía yo esto si no tuviera en vosotros la máxima confianza. Si fuera escritor, diría que tengo en vosotros fieles lectores; si cocinero, clientes con estómagos a toda prueba. Lo digo porque, si no, ¿cómo me iba a atrever a contaros las depresiones que he cogido por tener que volver al trabajo después de dos meses (y medio) de vacaciones? Doy, pues, por hecho que cuento con vuestra solidaridad y que no me vais a echar en cara vuestros escasos quince días de vacaciones.

Bien. Sigamos. Estábamos en que lo que a mí me deprime es tener que ponerme zapatos y calcetines cuando acaba el verano, del mismo modo que -ya os lo habré contado- siento una gran sensación de confort al ir descalzo por una casa enmoquetada. De donde se deduce que, a mí, las mayores impresiones me llegan por los pies y a través de ellos siento todo lo que me es placentero. A mí me molan mucho mis pies y me gusta llevarlos al aire para que todo el mundo los vea. Yo tengo unos amigos que son de Elda, no sé por qué, y nunca me he atrevido a contarles esto por miedo a que se ofendieran. Lo comprendería, dado que Elda dicen que es la cuna del zapato: para ellos sería como si a mí me dijeran que la horchata no está buena o que la catedral de Florencia es más bonita que la basílica de la Mare de Déu. Que cada uno es muy sensible con lo suyo y la personalidad histórica propia y eso son cosas con las que no se debe jugar. Yo intento desviar el tema siempre que estoy con la tropa eldense y les hablo de la pastelería de Paco Torreblanca, el del pastel de boda del príncipe, que es un tema (la pastelería, no las bodas) que a mí, no sé si sabíais, me pierde. Pero la verdad es que mis insinuaciones nunca han dado resultado y nadie me ha traído de allí ni una bolsa de rosquilletas. No os extrañe que, por esa desilusión, perdidas la paciencia y las formas, me presente un día de finales del otoño en casa de algún eldense ilustre y le diga que, como el poeta, yo quiero vivir en un embarcadero de la playa, en chanclas y en verano permanentes y que, si no le gusta, que se vaya a su pueblo. Que ya está bien, hombre.

Y estos exabruptos son por culpa del final del verano, que quede claro. O sea, que la culpa no es mía sino del Sistema Solar, que está organizado así.

viernes, 8 de septiembre de 2006

Es duro reconocer que, en estos días, atravieso una fase de severa adicción a determinados comportamientos. Resulta que apuro los últimos del verano en un apartamento de la playa en el que, pensando en la comodidad del cliente, han puesto una bonita tele, moderna y con mando a distancia. Y ha pasado lo que tenía que pasar: que me levanto y la pongo, a ver qué hacen; mientras pongo la mesa la enciendo para ver Los Simpson; y luego, me voy al telediario, que siempre está bien porque te permite decir: “No, si yo la tele la pongo sólo para ver las noticias”. Ahora ya ni las pongo (las supongo, que es algo fácil de hacer) porque he descubierto que a las tres reponen Friends y me he enganchado a verla. Ya veis: yo siempre presumiendo de mi poca afición a la tele, y aquí me tenéis. No sé si os había dicho ya que no tengo tele en casa. Bueno, pues eso. Suelo presumir de ello, pero como a vosotros no puedo ocultaros nada, os confesaré los motivos. No es ninguna cosa ideológica ni antisistema, no vayáis a pensar. Tampoco es por ahorrar, sino porque me conozco y sé que mi carne es débil. No porque no vaya al gimnasio y no tenga ni media bofetada (que también), sino porque la resistencia a la tentación no está en el catálogo de mis virtudes. Por esa misma razón no tengo en casa chocolate, pastelitos ni galletas: porque sé que me lo comería todo sin poder racionarme. La última vez que me compré una caja de cereales con chocolate no comí otra cosa durante dos días. Soy como el Obélix de La gran travesía, pero peor, porque él, al menos, se guardó una manzana después de devorar la comida de los piratas. Pobrecillos: son los delincuentes más desgraciados de la historia de la literatura. En fin. Ahora…bueno…ahora tengo otra caja (de cereales, no de piratas), pero es porque estoy pasando por esta fase de adicción que os cuento y, ya que veo la tele, me digo: ¿por qué no voy a alimentarme de cereales con chocolate? Eso explica que la cesta de mi compra dé pena, con sus verduras, su paquete de arroz y su yogur natural sin azúcar. La mía es una cesta calvinista, una cesta monástica, austera y un poquito miserable. Los del súper me toman por un chico sano y vegetariano, pero no saben que siempre salgo de casa hambriento y al final termino entrando en los hornos a forrarme por dentro de bollería y chocolate. No sé qué sería de mí sin la bollería. Pasé una temporada en Madrid y el primer día a punto estuve de volverme a Valencia porque en aquella sufrida ciudad no tienen hornos. Hay museos, pero no hay hornos. Pero esto os lo contaré otro día. Total, en lo que estábamos: que la ausencia de tele en mi casa y la de chocolate y otras cosas buenas no es más que la señal de que me he rendido a mis limitaciones.

Pero lo bueno de este enganchón veraniego es que he vuelto a ver series de cuando era pequeño. Nada menos que Arriba y abajo y Cosmos. Carl Sagan sería muy listo, pero para mí nunca fue un héroe. En cambio, hay que ver cómo admiraba yo al señor Hudson -Gordon Jackson en el siglo-, el pluscuamperfecto mayordomo de los Bellamy. Siempre pensé que gracias al sr. Hudson había más dignidad abajo que arriba. Me encantaba la forma que tenía de saber estar siempre en su sitio y conservar la dignidad en todo momento. Así que esa admiración por la clase obrera modeló mi ideología en esos años en que uno, adolescente, construye sus propias ideas. La mía era una familia de clase media, amante del orden y poco amiga de aventuras revolucionarias, pero en mi tierna mente juvenil, llena de admiración por la superioridad moral de las clases subalternas, encarnadas, ya digo, por el nunca bien ponderado sr. Hudson, creció poco a poco una convicción política diferente de la de mi entorno. “Yo –me decía- abjuro de la clase media y pequeñoburguesa. Yo –me decía (ya digo)- ¡quiero tener mayordomo!”. Como en aquellos años también veía Retorno a Brideshead, a mi proyectado sirviente me lo imaginaba en el entorno de una británica mansión campestre, con su césped, su escalera monumental y su barroca biblioteca. No dejaba de tener su problema, esta fantasía, porque para hacerse realidad exigía que yo hubiera nacido en otra época, en otro país y en otra condición social. No obstante, yo estaba dispuesto a sacrificarme por mis ideas, pero entonces estuve un rato en Londres y vi que tampoco allí tienen hornos. Y yo, la verdad, no sé si daría una coca escudellà por un palacio campestre.

Dicen que hay lugares por el mundo adelante en los que los curasanes (sic) son mejores que los nuestros, y dicen también que viajando se aprende. Tomando ambas verdades en consideración, y teniendo en cuenta la debilidad de convicciones de la que os hablo, he resuelto no viajar nunca más a lugares famosos por sus dulces. Lo de Viena y la Sacher habrá sido mi último viaje por la gula. A partir de ahora viajaré a lugares donde no haya hornos y el pan lo den duro, para preservar así, inmaculado, mi gástrico amor a la patria. Puede que incluso me compre un terrenito en Plutón donde, ahora que ya no es planeta, es previsible que baje el precio del metro cuadrado. Y donde, debido a los efectos de una gravedad un tanto rara, el comportamiento de una pelota de golf sería más caprichoso que el de un balón de fútbol en un partido de Oliver y Benji.

A ver si Mr. Sagan me ayuda a encontrar ese terrenito en Plutón. Mientras tanto, venga un abrazo y no olviden supervitaminarse y mineralizarse.

viernes, 1 de septiembre de 2006

Vino el Papa y mi madre se rompió un brazo, pero sobrevivió. Después yo me fui a Benidorm y sobreviví.También estuve en la casa más bonita del mundo y, por supuesto, sobreviví. He estado en la playa y, gracias al invento de la sombrilla, ¿qué pasó?: que sobreviví. En resumen: he superado la prueba del verano. No digo que brillantemente ni sin ayuda, pero la he superado, y eso es lo que cuenta. Al principio, tuve que ir al psicólogo a decirle: "Mira, Ángel, tengo dos meses de vacaciones y estoy muy agobiao porque no sé qué hacer". Ese es mi drama: que cuando no tengo nada que hacer me agobio de pensar en todo lo que tengo que hacer. Parece que me haya equivocado el escribir esto, pero de verdad que lo he escrito así. Ya hace tiempo que dejé de preocuparme por la coherencia, y hay que reconocer que se vive mejor sin ella. Oye, y tan pancho.

Vuelvo del verano y me encuentro con el buzón saturado de ejemplares del Heraldo de Aragón. Recomienda la policía que les pidas a los vecinos que te lo vacíen (el buzón, no el Heraldo) porque, si se llena, los cacos se dan cuenta de que no estás en casa y entonces entran y te roban. A mí, sin embargo, no me vale el consejo, porque en mi casa no hay nada que valga la pena robar. Lo que tendría que hacer es denunciarlos, porque ya son ocho años de este inexplicable asedio informativo. Yo tengo con Aragón la misma relación que el resto de los españoles: que allí está domiciliada la Virgen del Pilar, patrona nuestra (que Dios guarde). Pero más allá de esto, ya nada más. A mí me llevaron de pequeño y de esa visita me traje de recuerdo un precioso rosario hecho de pétalos de rosa. Sí. ¿Qué pasa? Se lo di a mi madre, a ver si le daba una utilidad, pero lo tiene desde entonces guardado en un mueble, dentro de su cajita. Me parece que no lo ha abierto nunca nadie y, lo que es yo, recomendaría que no se abriera jamás, porque me temo que la nube tóxica de olor de rosa -concentrado en una cajita durante treinta años- habría de ser el equivalente católico y nacional de la del chernóbil aquel, comunista y extranjero, de hace unos cuantos años.

Total, que me mandan el Heraldo sin que yo lo pida, y me caliento la cabeza buscando una explicación. Por un tiempo pensé que era cosa de la Virgen del Pilar, ya digo, que lo mandaba de oficio a todos los españoles, pero he terminado por desechar esa posibilidad al considerar que desde antiguo, como se vio en Fátima y en Lourdes, a Ella le va más lo audiovisual que lo escrito. A lo mejor tiene algo que ver con lo del trasvase del Ebro, pero esta hipótesis tampoco me convence del todo. El caso es que, como le diría yo a la fuerza pública si tuviera los arrestos necesarios para denunciar el caso, me ponen en peligro, porque basta con asomarse al zaguán para saber en qué piso están de vacaciones. Pero no digo nada porque a mí los maños siempre me han caído simpáticos y porque, en el fondo, reconozco que lo que de verdad necesita mi piso es que alguien lo limpie.
No tiene mucha calidad el chiste, pero es que es tres de Septiembre y aún estamos calentando motores. Hablando de motores, que iba a contaros que ya no tengo coche, pero eso es harina de otro costal.

Así que, mientras mi buzón iba engordando y mi casa se hallaba expuesta al allanamiento, yo, inconsciente de mí, me pasaba el verano zanganeando entre playa y piscina, ligando bronce (y nada más, por cierto) y organizando mentalmente largos viajes que nunca haré, porque a mí, lo que me pasa, es que me da mucha pereza moverme. Cuando es invierno, porque a ver quién es el guapo que sale por las mañanas de la cama y, cuando es verano, a ver quién sale de la sombra de los pinos, que decía la cantaora. Es que me gusta viajar, pero no me gusta moverme, y ese es otro de mis intensos dramas existenciales.

Será que necesito un entrenador personal. Eso se llama coach, y a punto he estado de hacer otro mal chiste a cuenta de mi desaparecido Ford Fiesta. Pero no quiero martirizaros más. Lo que quiero es que me pongáis algún comentario, que eso es para mí la sal de la vida bloguera.

Mientras tanto, bienvenidos al final del verano. Amén.

viernes, 25 de agosto de 2006

Hola a todos. Este va a ser el post más corto de la historia de Informe Semanal. Sólo quiero deciros que se ve que los jefes de blogger han cambiado algo en el sistema y llevo un lío de aquí te espero. El post anterior sale muy raro y por mucho que lo corrijo parece que no cambia, y encima tengo dificultades para entrar en la página de inicio. Otra cosa es que, como es verano y llevo un par de meses en la playa, se me haya metido un grano de arena entre mis neuronas y tenga yo los circuitos estropeados. A ver si ahora en septiembre consigo adaptarme a las novedades y solucionar todos mis problemas de acceso.

Un besito.

sábado, 5 de agosto de 2006

Cahiers du Informe Semanal

1/ A modo de manifiesto de vanguardia. Dijo alguien una vez que lo importante no es ganar, sino participar, y al instante algún otro replicó que eso es de maricas y que ganar es lo único que importa. Todo esto, el uno y el otro lo dijeron pensando en el deporte y aquí es donde entro yo porque tengo algo que añadir. Lo que yo digo es que la frase (la primera) también vale para la cosa de la cultura. Lo importante es participar, o sea, que uno tiene que escribir aunque lo haga mal, tocar la flauta aunque no sepa y cocinar aunque no tenga cardamomo en la despensa; y que todo eso es de más nivel cultural que leer a Schopenhauer, escuchar a Tchaikovski en el Palau y tomarse unas bravas en El Bulli. Respectivamente, por supuesto.

Porque en la cultura se pude ser, como en el sexo, activo o pasivo. Cuando se trata de cultura, lo mejor, sin duda, es ser activo. Respecto al sexo no me pronuncio, porque para eso doctores tiene la Iglesia. Todo esto lo pensaba yo hace poco, y venía a cuento de que este verano me estoy metiendo mucho cine entre pecho y espalda, a base de filmotecas de verano y terrazas al aire libre, a base de video clubes de barrio y video clubes de culto. Pero si tengo mi propia entrada en el Internet Movie Data Base -y lo digo en serio: soy el que hace seis con el mismo nombre- no es porque el mismo día haya visto una de Tarkovski y otra de Paco Martínez Soria, sino porque participo. O sea, que hago cine aunque lo haga mal. Llevo un verano que si estoy morenazo no es por el sol, sino por las luces que a mis pies despliega la farándula.

No sólo que hace poco, como recordaréis, fui monje de aspecto aterridor, sino que además acabo de participar en un verdadero largometraje. Sí señor: en una peli me han dado un papelito que no es de primer actor ni de secundario. No sé cómo definir mi statu quo: no soy el protagonista, lo confieso, pero decir secundario tampoco es muy exacto. Quizá lo más preciso sea decir que estoy de primer actor, coma cinco. La verdadera primera actriz se largó sin despedirse y aún estamos esperando tener noticias suyas. Yo, al enterarme, estuve un rato pensando que cómo era posible, una chica tan guapa; pero al poco tiempo ya opinaba, al recordarla, que además de guapa era lista la tía, porque había sabido irse a tiempo. Pero no adelantemos acontecimientos.

2/ No siento las piernas. Me llama un día un tarantino, esforzado y primerizo, y va y me dice: "Voy a hacer una película y quiero hablar contigo". Nos encontramos en un bar cerquita de mi casa, nos sentamos, me planta en la mesa un tocho de papel y me dice: "A ver cómo dices esto y esto". Ni los buenos días ni las buenas tardes. Directamente: "A ver cómo dices esto y esto". Y añade: "Tú eres este personaje, que le pasa esto y esto otro y quiere conseguir aquello y lo de más allá". No doy más detalles para no destriparos la película. Mientras, yo, sin tomarme siquiera un cafelito, pensaba: "Pero yo ya sé quién soy y lo que quisiera saber es quién pelendengues eres tú". Como las frases en cuestión se las dice mi personaje a su ex-mujer y siempre es difícil decirle al éter que aún le echas de menos, pues va y, pensando en ayudar, se pone el director de cine independiente a darme las réplicas de mi ficticia paleonovia. Por ayudar, ya digo, y es de agradecer, pero también de suponer que la parroquia estaría pensando: "Qué barbaridad. Cada día hay más gueis". Sabía que no tenía que haber quedado en mi barrio, que es muy mirado para estas cosas y muy vaticano también, según se pudo leer en los balcones. Primera lección: "Nunca hagas un casting a menos de dos kilómetros de tu lugar de residencia habitual".

3/ Aquello era un infierno. Pero, ¡bueno!, pasado el mal trago y tras varias semanas de silencio, recibo un día, inesperadamente, la buena nueva: "Has sido seleccionado". Por cierto, que "buena nueva" es lo que significa la palabra evangelio, y esto lo digo con segundas, y quien quiera entender que entienda. Se me mezclan infierno y evangelio en este párrafo, pero no me viene mal este involuntario tótum revolútum porque es la viva imagen de lo que pasa en un rodaje. Al menos, en este que yo digo, que era de cine independiente, con lo cual se quiere decir que aquí no hay ni un duro y lo que hacemos lo hacemos gratis; que todos, desde la script a la prima donna, subimos y bajamos trastos de la furgona pero mola porque no nos andamos con tonterías ni lujos inútiles como en Hollywood, donde todo está podrido por el dinero y el mercantilismo, y porque cuando estás a punto de mandarlo todo a tomar viento siempre tienes cerca alguien que dice: "Nano, es que esto es cine independiente". Que seremos probes, pero artistas.

Pero como mi dosis mensual de altruismo ya se me ha acabado, ahora mismo cierro esta entrega y ya terminaré otro día de contar esta historia. Que para la pasta que gano yo haciendo esto, ya está bien por hoy.

Hala.

sábado, 22 de julio de 2006

Fe de erratas

1/ Epiglotis, no epigastrio. No es para tanto, me parece, equivocarse al mencionar la parte del cuerpo que se les llenó de arena a Mortadelo y Filemón. Errare humanum est, caramba. Si yo fuera un tipo rencoroso, ahora mismo retaría a todos aquellos que me han escrito afeándome el error y les diría que el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Son ambas grandes frases y a mi me ayudan mucho porque yo ando equivocándome a todas horas y necesito secretarias y asesores para todas esas decisiones que la vida me pone delante, verbi gratia, Alicante por el interior o por la costa, o -la que ahora me atormenta- irme de viaje a Cáceres o a Groenlandia. Sé que algunos pensarán que es este un problema baladí, pero la verdad es que tienen toda la razón y, si me atrevo a mencionarlo, es porque sé que en estos momentos está dpm de vacaciones en la playa.

Digo que hace falta valor para hablar de esto porque sé que anda todo el mundo por ahí deseando que lleguen esos quince días de vacaciones y yo no sé qué hacer con mis dos meses. Algo tiene que funcionar mal dentro de esta cabeza que sueña con el tiempo libre cuando está ocupada y que se agobia cuando no tiene nada que hacer. Alguna vez os habré hablado de mi teoría de que soy un error de la cigüeña, que me dejó en fecha y lugar equivocados puesto que mi constitución genética me dice bien a las claras que yo, para lo que estoy dotado, es para vástago de familia rica: ninguna necesidad de ganarse la vida y todo el tiempo por delante para dedicarse a actividades varias. Pero todas muy dignas, como de aristócrata ilustrado. Por ejemplo: vivir ora en mi palacio urbano ora en una de mis fincas de campo, según el clima y el humor; recibir por correo cada nueva entrega de la Encyclopédie de Diderot y D'Alembert y también ser un maestro bailando el minué. Y alguna cosilla filantrópica de vez en cuando, que nunca queda feo. Pero aquí estoy, atrapado entre varias opciones y diversas actividades y sin hacer lo que me gustaría hacer.

2/ Elogio de las dictaduras. Para mi, lo realmente difícil es elegir. Hay elecciones que son un trauma y aquí es donde pagaría por un asesor fiable y extremadamente racional: le daría una fotocopia compulsada de mi DNI y lo mandaría por ahí a tomar decisiones en mi lugar mientras yo, tumbado a la orilla de la playa, esperaba noticias leyendo un libro y tomando el baño. Esto es claramente un caso de miedo a asumir responsabilidades, ya lo sé, y como ya está dicho haced el favor de no echármelo en cara. Ayer, por ejemplo, tuve que acudir a esa ominosa sesión en la que los nuevos funcionarios de educación elegimos el instituto en el que trabajaremos el próximo curso. De verdad que hubiera pagado un asesor. Hay amigos especialmente sensatos a los que suelo acudir en busca de consejo, pero por muy razonables que sean no me resuelven estas situaciones. Es más, cuanto más razonables son más me animan a tomar decisiones por mí mismo. Lógicamente, claro, pero en estos casos yo no deseo ningún consejo ajustado y racional, sino que algún insensato esté dispuesto a asumir la carga de la elección y sus consecuencias negativas si las hay, y me libre a mí de la angustia del momento. Por esto son buenas las dictaduras para gente como yo, porque ya se cuida el dictador de tomar decisiones en mi lugar. En una dictadura como las que a mí me gustan no hay, por ejemplo, heladerías con más de treinta sabores, que es que es un infierno elegir, sino heladerías con tres sabores (vainilla, chocolate y fresa) en las que la elección no es en absoluto ansiógena. Un coñazo, sí, pero tranquila, y ya se sabe que los aristócratas fetén preferimos el aburrimiento a la aventura. Que hay aventuras que acaban mal y, si no, que se lo digan al capitán Scott. A propósito de este personaje me dijo el otro día un amigo que no hay aventuras sino viajes mal preparados y, aunque la frase es buena, a mí no ha hecho sino ponerme más difícil la elección.

Si ayer me hubieran dicho "Qué prefieres, ¿Valencia o La Font de la Figuera?", pues me hubiera atrevido a elegir yo sólo y habría destacado al asesor en el otro frente, el de la heladería. Pero ayer es que tenía un listado de trescientos destinos y a esto sí que no hay derecho, hombre. Si lo expreso en pueblos y ciudades, pues la cifra es algo menor, pero no tanto.

3/ Elogio de la vida rural. Fatal estaba, pues, con mi lista, sentado en una sala grande del palau de congressos. Para mejorar el malestar, el aire acondicionado acosándome, dándome dolor de cuello y de cabeza. Algún día, desde este blog, encabezaré una cruzada contra el abuso del aire acondicionado, pero esa es otra historia. La de ahora es que estaba allí mirando nombres de pueblos e imaginándome en ellos: ¿habrá un buen horno?, ¿las chicas guapas tendrán todas novio?, ¿habrá cine en V.O.S.?, ¿de cuántos sabores serán las heladerías? Porque si no hay alicientes, pues para eso me quedo en Valencia. Lo que ocurre es que en Valencia no había más que cuatro opciones y no daba un duro por las mías de alcanzarlas. Así que había que decidirse por alguna otra localidad de la comunitat. Y en eso me asaltaba el demonio tentador de la vida rural: "Mira qué bonita debe ser la vida en este pequeño pueblo, rodeado de naturaleza y de gente noble y sencilla", "Mira qué vida tan a gusto vas a llevar, lejos de los coches, las prisas, los agobios y la contaminación", "Podrás dar paseos por la naturaleza, irás a pie a todas partes y respirarás aire puro", y otras tentaciones semejantes. Lo malo de los demonios buenos, quiero decir, de los que son buenos haciendo su trabajo, es que saben dónde golpear. Porque a mí, lo de la vida rural siempre me ha llamado. Eso de la retirada vida tiene su atractivo. Mis razonables consejeros ya me habían alertado contra el mito rural que nos ataca a los urbanitas: "Mira que a los dos meses ya no vas a saber dónde meterte", "Mira que todo eso son fantasías y cuánto mejor es estar cerca de casa", "Mira que el trasto de tu coche ya no aguanta más kilómetros y vas a tener que comprarte otro y encima pagar un alquiler". Esta última observación es de mi cuñada, que está por derecho propio en la nómina de personas sensatas, y con este ejemplo comprenderéis por qué. Yo, sabiendo que tienen razón y conociendo mi poca traça para las decisiones importantes, tenía miedo de sucumbir al mito en esos cruciales y ansiógenísimos segundos en que los miembros de la mesa me urgirían a tomar mi decisión y rugirían metiéndome prisa los de la cola detrás de mí, de modo que decidí inmunizarme contra el mito dándome autoinstrucciones mentales con frases como "¿Qué aire puro ni qué niño muerto, si los pueblos huelen a vaca?", "¿Qué gente noble, si los aldeanos son más brutos que un arao y además huelen a vaca?", "¿Qué paseos vas a dar, si se hace de noche enseguida y encima sólo con que ladre un perro en el camino ya te acojonas y das media vuelta? Y encima las noches de los pueblos, ¡también huelen a vaca!". Que conste que siento un gran respeto por las vacas, pero en ese momento, mientras el dolor de cabeza se cebaba en mí y aparentemente sólo en mí, y el cielo se oscurecía, un gran trueno estallaba encima de nuestras cabezas y un temblor de tierra abría el suelo, yo, ahogado por el trauma de tener que elegir, inclinaba mi cabeza y sentía por dentro la necesidad de exclamar dramáticamente: "¡Asesor, asesor! ¿Por qué me has abandonado? (¿De qué será el helado?)".

Al final, lo tomé de yoghourt de frutas del bosque. No es que sea mi favorito, pero es que me resulta difícil elegir. No sé si os lo había dicho ya.