martes, 5 de diciembre de 2006

Ha habido una pequeña interrupción en el posteo, no sé si lo habréis notado. No ha sido por pereza ni por circunstancias de la vida: simplemente, tenía ganas de dedicar mi tiempo a otras cosas. Espero que mis lectores no se ofendan, pero tendrán que reconocer que el gusto por cambiar de actividad es bastante habitual en el género humano y, aún diría más, es algo muy arraigado en mi familia, que -obviamente- también lo es. Humana, quiero decir. Yo ya he cambiado de trabajo alguna vez y dado algunos giros a mi vida -no digo que todos acertados: algún día os contaré mi fantasía de que el tiempo retrocede. Tengo una prima -más valiente que yo- que acaba de hacer algo parecido, y no sólo con su trabajo. Y aquí viene a cuento el de mi bisabuelo, que también cambió de profesión cuando ya se aburría de la que tenía, y eso que ya era padre y comía huevos. Este don Esteban, que en el pueblo tiene calle y es un nombre troncal de la familia, era médico en esos pueblos de Dios en los que había que ir a caballo a hacer las visitas a domicilio, pero se ve que se aburrió de hacer siempre lo mismo o es que quiso un oficio más tranquilo. El caso es que pensó en hacerse farmacéutico, y de ahí a lograrlo no hubo más que estudiar en casa a ratos y marcharse a Madrid a los exámenes. Y aquí el cuento toma un camino interesante y enlaza con acontecimientos graves de la historia, porque el hombre, en vez de cambiar de vida, por poco no se la deja en la calle un treinta y uno de mayo de mil novecientos seis. En la Mayor, exactamente, porque muy cerquita le explotó la bomba que Mateo Morral dejó caer por la ventana con la indisimulada intención de matar al rey y acabó matando de rebote -literalmente- a unos cuantos que estaban por allí mirando el desfile. Al rey y a la reina no les pasó , y eso es lo malo de los magnicidios a bulto, que acaban pagando el pato los que no son magnos ni mucho menos. Hombre, es cierto que allí estaban mirando y se dice que la curiosidad puede matar, pero no creo yo que se mereciesen ese trato. Al fin y al cabo, la boda de un rey en ejercicio es algo difícil de ver y hasta el republicano más convencido hubiera -también lo estoy- dejado la conspiración por un momento para ver pasar la comitiva.

Bueno, pues estábamos en que la cosa le explotó cerca, ya podéis imaginar, y hasta algo de sangre debió de salpicarle. Pero la que se le quedó en la camisa y le costó tanto de lavar en la pensión se le puso ahí porque, pasado el susto y mientras el pánico cundía -¿qué otra cosa podía hacer el pánico?- arremangósela y en medio del caos en esa fecha memorable atendió a los que fueron oficialmente sus últimos pacientes como médico. Bueno, en realidad, nunca dejó de hacerlo, porque en el fondo de la rebotica del pueblo, entre partidas de cartas con las fuerzas vivas, nunca dejó de ejercer la medicina como acto de caridad. Es por eso que tiene calle, ya digo, y lo del entierro que diré después: por el buen recuerdo que dejó. Tengo un recorte del periódico local que habla de eso. El caso es que allí estuvo él, una especie de SAMUR improvisado y adelantado al tiempo, metido en harina y en sangre de espectador. Dicen que era muy modesto y no gustaba de presumir. Lo suyo, ya digo, a partir de entonces, fueron la rebotica, el vivir tranquilo y el vestir blusa negra de llaurador por encima del traje y la corbata. No creo que el rey supiera de eso aquel mismo día, ni aquella misma noche, claro, que más ocupado estaría él en cumplir con sus ineludibles tareas de Estado, pero ahí está la medalla que un tiempo después le concedió por su heroico comportamiento. Mateo Morral murió un par de días después llevándose un guardia por delante, pero no voy a contar eso ahora porque no sé nada más que lo que acabo de mirar en la Wikipedia, para qué nos vamos a engañar. Lo que sí sé es que después de aquello se quedó por muchos años la costumbre de decirle ¡Tú, Morral! a alguno que hubiera hecho una barbaridad. Esto me lo contó un señor que no era de la familia pero sí muy viejecito y anarquista todo él. Total, que mi bisabuelo se murió en el cuarenta y dos y todo el pueblo fue al entierro, cuentan las crónicas, pero no por agradecerle lo de treinta y seis años antes, sino lo de todos los de después. Es que cuenta más una vida honesta que un momento heroico. Así parece y debe de ser cierto, pero esa máxima moral no es un consuelo para los que somos cobardes en el momento preciso y también a largo plazo: yo, como ya he asumido que valiente no soy ni seré y mucho me cuido de las ocasiones de ser héroe, tengo gran estima por este nobilísimo antecedente.

Esto me recuerda que al principio hablaba yo de cambios y resulta que me van a enviar a trabajar vaya usted a saber dónde, aunque yo sospecho que será, poco más o menos, a fer la mà o por esa zona. Así que voy a llamar a la comunidad autónoma para ver si la heroicidad del bisabuelo me puntúa para el concurso de traslados, y a la SGAE para preguntar si, llegado el momento, podría fotocopiar la medalla para incluirla en mi expediente. Que recién cumplidos los cien años del asunto, quizá ya hayan caducado los derechos de autor de la Casa Real, los de Morral, y que en paz descansen todos. Por quien más lo siento, por cierto, es por aquel guardia que sólo pasaba por allí. Ya se ve que morir es cuestión de pasar por allí. En la Espasa pone su nombre.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Éste es el ficticio? ¿O sólo es pseudo-ficticio? ¿O es completamente verídico?

Por cierto, si alguna vez te da por escribir relatos en lugar de entradas blogueras, avísame y te doy un par de direcciones de foro. Se te daría bien, pienso...

Anónimo dijo...

Joer, anónimo era yo. Y podías decirle a tu sistema de control de robots que pida una verificación más sencillita, que te hace teclear unos grupos de letras que ni un humano, coñe!

Angelet dijo...

Me halaga que haya bofetadas por contestarme. Gracias. El que no aparece, por cierto, es Patafos. ¿Se habrá enfadado de verdad? Respecto a lo de la verificación, no puedo hacer nada. Se siente.