viernes, 27 de abril de 2007

Visita a la Republicheca
Ya sabréis algunos de vosotros que pasé la semana de Pascua de viaje por el centro de Europa: uno de los clásicos travels with my mother, de intensa convivencia materno-filial. Menos mal que vamos en grupo y siempre hay alguien más -como en el chiste- con quien hablar. Algunos, decía, ya tenéis cierta información sobre el viaje e incluso habréis visto fotos. Procedo ahora, con toda solemnidad, al análisis culto, serio e informado, de mis impresiones sobre el país objeto de nuestra visita. Las presento en forma de temas, con su rotulito y su numerito, para facilitar la indexación de los contenidos programáticos. Ejem.
1. Yo y la lengua checa. “No sabía que pudiese doler una cosa que no sé lo que es”, dijo una vez Obélix, y yo me acordaba de él mientras, en Praga, me comía un bollito de almendras. “No sabía” –pensé- “que podía comerme una cosa que no sé pronunciar”. Me comí un trdlo, ahí es ná, y aquí me tienen ustedes tan campante y, a la vez, indignadísimo. Una T, una R, una D y una L, todas ahí seguidas, constituyen una afrenta al sentido común lingüístico, y, si no, que baje Dios y lo vea. El pueblo checo fue, sin duda alguna, el peor parado en la Torre de Babel. Este del ejemplo es un caso grave de despiporre silábico, pero no el único: no son raros los grupos de tres consonantes y por eso hay ciudades que se llaman Plzen y Brno, en las que viven personas a las que el tema no parece afectar demasiado. Será la fuerza de la costumbre, imagino. Lo que es a mí, aprender a decir “gracias” me costó tres días, y en el momento de volver a España aún no había logrado decir “buenas tardes”. ¿Y escribir en un ordenador? Del todo imposible: un teclado checo es el delirio hecho hardware. Os he dicho antes que la cosa, en mi opinión, se remonta a los días de la Torre de Babel: no creo que fueran los comunistas -culpables de todos los males del país- ni los alemanes, el vecino incómodo ése que hay que vigilar con el rabillo de ojo. Tampoco se le puede atribuir la fechoría al Niño Jesús de Praga, porque fue el regalo de una dama piadosa, y gastar estas putadas no es costumbre de los niños jesuses ni de las damas piadosas. Pero el Antiguo Testamento es así de cruel, y lo mismo te tiene cuarenta años a régimen de maná -a palo seco- que aniquila la humanidad con una lluvia de cuarenta días o te obliga a hablar checo de por vida. La de campos de golf, por cierto, que se podrían haber regado con el agua del Diluvio. Pero, entre mí decía, ¿por qué tan mala suerte aquel día del desmadre filológico? Me faltaba la causa primera. ¿Les pillaría a los checos trabajando en el parking de la Torre de Babel, o descansando del turno de noche, y por eso llegaron tarde al reparto de idiomas? Trdlea que te trdlea y sin encontrarla, desesperaba cuando nuestra guía me dio el dato necesario: los checos son la nación más atea del mundo, según las últimas estadísticas. Y con eso queda resuelto el enigma: lo del idioma checo es castigo del Señor, por rojos y por ateos. Y no se hable más.
2. Los peligros de ser pez en la Republicheca. El pueblo checo, privado de playas por el capricho de la deriva de los continentes, mantiene una problemática relación con el pescado. No lo comen casi nunca, circunstancia que explica que no sean muchos los checos que se embarquen en la aventura de comprarse uno de pesca. En consecuencia, no es de extrañar que no sepan cocinarlo. Sin embargo, han tenido la osadía de hacer del pescado el plato típico de la Nochebuena. Son ganas de arriesgar, también, pero hay que reconocer que el mundo es de los valientes, de los que no se achantan aunque al final la merluza tenga sabor a buñuelo, y doy fe de ello. Audaces fortuna iuvat, qué caramba, y a qué estará esperando el Capitán Pescanova para entrar a saco en el país. A que mejoren las carreteras, supongo. Pues resulta que esa noche comen carpa, y la cosa ha cuajado tanto que han tenido que hacer unos lagos artificiales para criarlas. Hasta aquí, bien. Lo chocante del caso es que lo compran, el pez, una semana antes y lo mantienen vivo en la bañera hasta que llega el momento de sacrificarlo. Lo que yo me pregunto es dónde se duchan durante esa semana. A lo mejor es que la pudor forma parte de las tradiciones navideñas. Bueno, pues parece ser que el ritual es el siguiente: llega el momento de sacrificar el bicho, a los niños les da pena matarlo y entonces los padres lo meten en una bolsita y se van a echarlo al río. El niño les acompaña para asegurarse de que se cumple el rito. Vuelven a casa, el niño se queda tranquilo y el padre, a escondidas y con el frío que debe hacer -canela fina-, vuelve a salir y compra otra carpa, muertecita ya, en un puesto callejero. A mí me parece un ritual demasiado complejo y más abstruso que la ceremonia japonesa del té, pero vaya usted a decirles algo. La única pega es que, aseguran algunos, eso de echar el pez al río es peor que torturarlo y que sufriría menos si se lo comieran, porque, al parecer, los días de cautiverio bañeril habrían servido para mentalizarle sobre su inevitable destino. Carpas fatalistas, por tanto, muy dentro del rollo eslavo. Y porque no debe ser Font Vella, precisamente, lo que baja por el Moldava.
Después de tanta peripecia, cocinado el pez y recalentado el padre, se lo comen -al pez- sin que los chequitos vuelvan a dar la lata con su impertinente amor por las mascotas. Supongo que a engañarles ayuda esa fabulosa capacidad, ya citada, de hacer que el pescado tenga pinta de aros de cebolla del Burger King. Si la carpa número uno termina sus días asfixiada en el río, no es menos extraordinario el destino de la carpa número dos. Que se la coman no es malo, que para eso, para entenderse, creó Dios a las carpas y a los checos. Lo que ocurre es que los restos del animal terminan de abono para los árboles del parque, y no por cochinería ni reciclaje sino porque así esperan tener buena suerte para el año que empieza. Los más cautos se guardan un par de escamas en el monedero, y así el espíritu de la Navidad -y el de la carpa- les acompaña todo el año. No sé, puede que funcione. Por un momento pensé en hacer lo mismo con los restos de mi cena de Nochebuena, pero en mi mochila no cabe un hueso de pierna de cordero y, si cupiese, iba a parecer la mochila de uno de los simios de 2001. Lo de la escama, hay que reconocerlo, para más discreto.
Total, que no se me ocurre peor suerte que nacer carpa en la Republicheca: un trayecto vital condenado a ir de más a menos -lago, bañera, bolsa- para, al final, terminar abonando árboles y empudegando monederos. El diario íntimo de una carpa checa debe ser cosa digna de verse. Por eso me extrañó no encontrar consultas psicoanalíticas para carpas. Praga no es Viena ni Buenos Aires, ya se sabe, pero aún así creo que la cosa tendría mercado. ¿Acaso no hay psicólogos para perros?
Guau.

sábado, 21 de abril de 2007

Nada, que no hay manera: desde que me aconsejaron eso de escribir cosas más serias, es que me he quedado bloqueado y no se me ocurre nada. Pero nada de nada. Tanto es así, que a este paso habré de cambiar el nombre de este blog y llamarlo Informe Mensual. No me resulta fácil hablaros en serio después de tantos post hablando en broma. No es que yo no pueda ponerme serio: es cuestión de costumbres y lo malo que tienen las costumbres es que no se dejan cambiar fácilmente. Es como cuando uno vive solo en casa y se acostumbra a ir sacándosela por el pasillo, para ir ganando tiempo, cuando tiene ganas de mear. El peligro es que sin darte cuenta lo hagas también fuera de casa. Imagino -volviendo a lo nuestro- que el truco debe de estar en encontrar un buen tema, digno y decoroso, que nos empuje a hablar en serio; pero es que siempre me pasa igual: que me pongo a pensar en serio y acabo pensando en mí mismo. Os lo digo porque hay confianza, y porque no creo -a decir verdad- que se trate de egoísmo, que yo tendré otros defectos, pero no soy lo que se dice egoísta. Un poco roñoso no digo que no, y por eso sólo traigo de mis viajes regalitos baratos. Ahora bien, que quede claro que no traigo nada para mí mismo, salvo el inevitable Astérix y Cleopatra, si lo encuentro. También soy muy perezoso, lo tengo dicho, y este es un defecto mayor porque está tipificado como pecado capital, pero no hago nada para combatirlo porque sería mucho esfuerzo y no me hago el ánimo de empezar.

Pues que no se me ocurre nada, y eso que hago grandes esfuerzos para concentrar mi mente en este problema. Concentrarse, sin embargo, es una rara habilidad que sólo tienen los caldos de gallina y algunos gurúes de la India y que resulta bastante inalcanzable para el occidental medio. El truco está -al parecer- en no pensar en nada mientras adoptas la postura de la flor de loto. Ambas cosas son tremendamente difíciles, a decir verdad, y no sabría decir cuál le saca ventaja a la otra en cuanto a dificultad. Dejar de pensar no se puede y además es imposible, que la cabeza de cada cual es como una autopista de ideas que van y vienen sin parar. Yo diría que a uno que no piensa en nada lo que le pasa es que está muerto. Y sentarse al estilo flor de loto es como comer con palillos, que es algo que esta gente lleva en los genes pero nosotros es que no hay manera. Total, que no me concentro ni a tiros. Todo esto lo sé porque una vez estuve en un cursillo de meditación donde un hombre santo, pacífico y oriental, intentaba enseñarme la posturita pero yo -erre que erre- venga a perder el equilibrio y a darme toñas en el suelo. A la tercera caída ya me dolía mucho la cabeza, y aquel fue el misterio doloroso para mí: que cómo era posible darse esos cabezazos contra el suelo si entre mi cabeza y la baldosa había una de esas alfombras gordas y sin pelo que se llaman tatami. Será que son pura apariencia o que mi cabeza es un proyectil, pero, si quieren que vuelva, a mí que me pongan un colchón. Total, que los viajes que se daba eran como los de la roca de Sísifo -ahí es ná- y al final me dolía tanto que era más que difícil la concentración. Y cada vez que como un Papa desorientado besaba el suelo con el cráneo, y después miraba hacia el cielo buscando ayuda y sólo veía a aquel Buda mío, sonriente en su flordelotesco equilibrio, todo lo que me salía de dentro eran invocaciones a Rambo para que viniera a salvarme de los charlies, por favor, y líbrarme de esta tortura, amén. Al final quise decirle: “Mire, su santidad, que la flor de loto no, pero puedo hacerle el pino, si no le importa, que también es vegetal”. “Y más nuestro”, pensé añadir, pero lo dejé estar por miedo a que me tomara la palabra: yo, es que tampoco he sabido nunca hacer el pino. El ridículo, sí, pero nunca el pino. Lo mío nunca ha sido la psicomotricidad, tanto me da que sea gruesa o fina. Véase, por ejemplo, para bailar, que es otra de esas cosas que siempre me han dado vergüenza. Es bailando, curiosamente, cuando más me parezco a un pino, y no cuando me pongo boca abajo. Una vez acompañé a mi prima a unas clases de baile de salón y al poco de empezar ya le dijo el profe que se buscara otro partenaire; a mí, que si no me interesaría más el sudoku, y a los dos que, vistos de lejos, parecíamos Ginger Rogers bailando con C3PO. Y no por culpa de mi prima. Tendría razón el hombre, vale, pero estaréis conmigo en que el consejo no era muy motivador. Y otras cosas que le hubiera dicho al fredastaire de agua dulce aquel si no fuera porque ya entonces eran políticamente incorrectas.

¿Veis? De nuevo sale lo que os decía: que no puedo evitar que vayan juntos el ponerme serio y el hablar de mí, mayormente de las cosas que me dan vergüenza. Es que habrá algunos que estarán encantados de haberse conocido, pero para otros el pensar en uno mismo es como una especie de tortura, y por eso tienen tanto éxito los programas de cotilleo. Yo, como no tengo tele, lo que hago es leer compulsivamente aventuras de los pitufos, y fantaseo con que soy uno de ellos y vivo en el pueblecito y pasamos el día sin preocupaciones, comiendo pasteles de nata y obedeciendo al Gran Pitufo. Es que es más fácil obedecer que ser libre, y por eso los que triunfan en la vida no son los empollones del cole, sino los listos. Pero veo que me estoy poniendo serio, demasiado serio, y voy a tener que cortar con esto.