jueves, 2 de septiembre de 2010

¡Política! (6)

Las palabras se las lleva el viento, dicen, y por eso era que había que escribirlas. Pero eso sería antes, digo yo, porque una de las cosas que nos están pasando con ellas es que no hay manera de retenerlas. Antes -mucho antes, quiero decir- cuando la palabra escrita era, por lo escasa, artículo de lujo, bien se entiende que fueran imponentes sus efectos: "Lo escrito, escrito está", y frases por el estilo, como esa otra de "Uno es dueño de sus silencios"..., etcétera. Se diría, sin embargo, que la facilidad con que hoy podemos registrarlas les ha privado de ese respeto que quizá alguna vez se les tuvo. Parece, por el contrario, que ha dejado de darnos miedo que se nos queden atrapadas en el tiempo como lo estuvo el hombre aquél del Día de la Marmota. Será porque han perdido el atractivo de lo raro, y porque ya no pasa que, empujadas por el viento, se nos vayan para siempre: lo habitual es ver cómo mueren sepultadas por la avalancha o desaparecen entre la multitud. Y, sin embargo, nunca habrá sido tan fácil como ahora almacenarlas y aprovechar toda esa munición. Me pregunto porqué no hay periódicos dedicados exclusivamente a recuperar las palabras dichas: a preguntar por las promesas hechas, a preguntar por las contradicciones, a rebuscar en el fondo del congelador lo que una vez dijeron, lo que una vez fueron, lo que en tantas ocasiones prometieron. Sí, ya sé que de vez en cuando se hace: pero hace falta hacerlo más veces y convertirlo en trabajo sistemático, del mismo modo que ellos han convertido en norma ocultar sus palabras entre la multitud, del mismo modo que cuentan con que la portada de hoy haga olvidar la de ayer. Se me ocurre que, cada vez más, participar activamente en la política es hacerse archivero e historiador de las palabras.

sábado, 21 de agosto de 2010

¡Política! (5)
Que no me salen las palabras es lo que intentaba explicaros la otra tarde. La realidad es tan compleja que va la tía por ahí exigiéndonos palabras adecuadas para cada caso. Por eso, porque es difícil encontrarlas, las vamos usando de prestado con la triste consecuencia de que terminamos por creer que las cosas que decimos las hemos dicho nosotros. Hablamos del mismo modo que si nos pusiéramos ropa prestada, que ni nos sienta bien ni resalta nuestra personalidad. Yo no sé -dígase ya de una vez- escoger la ropa como tampoco sé escoger las palabras. Muchas veces, además, son palabras tan viejas las que usamos que es como si vistiéramos la ropa de un muerto, con la diferencia de que uno vería enseguida en el espejo que no puede ser esto de ir a la boda de un amigo que se casa hoy con el traje de chaqueta que fue de nuestro abuelo fallecido hace ahora treinta años. Esto pasa mucho, y me parece a mí que les pasa también a los políticos. Es cosa que se ve fácilmente en periodo electoral, cuando da la impresión de que han subido a por ropa vieja al baúl que guardan en el desván y se han puesto palabras como "dignidad", "representantes", "pueblo", "derechos" y otras por el estilo que son muy monas pero también son como esos trajes que llevan las modelos de alta costura en los desfiles y se pregunta uno que quién se pondrá eso. Luego, el resto del año usan la versión barata y de quita y pon, en los desfiles inspirada, que se puede encontrar en Zara.

Esto es lo que pasa cuando los de izquierda que sin serlo mucho -queriendo parecerlo- se ponen la cazadora y levantan el puño haciendo como que cantan el himno de La Internacional, cuando los sindicalistas sacan la bandera roja o cuando los de derechas emplean la palabra libertad, que es -ya se sabe- una de las prendas más reversibles que existen y que más dobladillos, zurcidos y remiendos puede soportar. No deja uno de escucharlos y pensar por qué no se habrán mirado en el espejo,antes de salir, cómo les sientan las palabras que se han puesto esta mañana.

Me pasaba lo mismo el otro día, en el que quise secundar la huelga general, y así lo hice porque siendo funcionario no temía que me lo fueran a echar en cara. No dejaba de mirar al siguiente la estadística y comprobar que tan solo la gran industria seguía teniendo tipito para lucir esas palabras de la huelga, mientras que el resto del cuerpo -social- había perdido la línea y prefería no salir casa, por si las moscas. Y por si al volver a casa les habían cerrado la puerta. El mismo día escuché las de alguien que dijo algo así como "convertir el carro de la compra en carro de combate" y recuerdo que pensé que ahí había un buen diseñador, al que no estaría mal que visitaran los sindicatos por aquello de renovar el vestuario. Nota deberían tomar de todos estos periódicos y panfletos -escritos, radiados y también subidos al ciberespacio- que llevan pintada en sus cabeceras la palabra libertad como si con ello lanzaran un grito de rebeldía y estuviéramos viviendo en un régimen formalmente dictatorial que no les dejara abrir la boca. Parece ser que de ideas nuevas, ni una, pero sí que mucha "chapa y pintura" -que dice mi novia- para dar gato por liebre o -por seguir con el refranero- servir vino viejo (¡rancio!) en odres nuevos.

sábado, 14 de agosto de 2010

¡Política! (4)

La política, decíamos, a menudo se juega en el terreno del vocabulario porque eso es lo que él tiene, que dicen los que saben que se trata de algo convencional, aunque aquí convencional no significa que le falte glamour sino que es resultado de habernos puesto todos de acuerdo. Ya digo que hay quien lo dice, pero yo lo dudo porque ponernos todos de acuerdo en algo me parece a mí que no se ha visto nunca en el planeta. Luego -por volver a la política- vamos viendo que el significado de las palabras es lo menos convencional que existe y resulta que no hay manera de aclararnos en quiénes son los buenos y quiénes los malos, que para eso al menos deberian valernos las palabras.

A mí siempre me ha costado ponérselas a las cosas que veo que pasan cerca de mí, a no ser que se trate de algunas tan resobàs -que dice un amigo- por el uso que ya no significan absolutamente nada. Para encontrar palabras verdaderamente interesantes me hace falta tanto tiempo de escucha y reflexión que la verdad es que nunca tengo paciencia para esperar, y acabo empleando algunas de las de más venta. A quien yo admiro de verdad es a esas personas capaces de replicar con rapidez a cualquier cosa que se les diga. Tengo guardado en algún sitio un recorte de periódico con las réplicas más ingeniosas de sir Winston Churchill, quien parece haber sido un campeón en esto de darlas como latigazos. Supongo que es calidad de buen político. Yo, en el pueblo éste en el que vivo, y por lo que oigo por la radio cuando me da el punto de escuchar las noticias locales, lo primero que noto es que hablan muy mal todos estos representantes míos, y que cómo será posible. Se imagina uno esos debates parlamentarios de los de antes -si es que alguna vez existieron tales- en los que los oradores más brillantes se enfrentaban en sabrosísimos duelos que uno podría haber seguido desde la tribuna con un buen puro y el mantón de la señora descansando en el barandal, y los echa de menos aún sin haberlos experimentado.

Ya digo que eso es lo que me pasa con la política: que no me salen las palabras ni me cuadran las cuentas. A veces me entran tentaciones de llamar a la radio, a esos programas que tienen sus segundos para los oyentes, y decir esto y aquello sobre lo que acaban de contarnos, pero al final me salva la saturación de línea y es por eso que jamás he hecho el ridículo como hacen esos que llaman y repiten el mismo mensaje tres veces consecutivas o se ponen tan nerviosos que ganas dan de ir preparándoles una tila para cuando cuelguen el teléfono. Yo pienso a veces que los profesionales de la radio les abren el micrófono para darse la satisfacción de escuchar a alguien que se expresa incluso peor que ellos. Y yo sería de los malos entre los malos, ya digo, porque hay que saber escoger las palabras y los ritmos y los silencios.

Uno es dueño de sus silencios, dicen, aunque imagino que no faltará gente que, como yo, no es capaz de mantenerse en silencio cuando toca ni de hablar cuando debe. Eso es lo que me lleva a mí pasando desde ese momento en la vida en que notas que el sexo opuesto -o el mismo, según- te está llamando la atención. Porcentaje no desdeñable del éxito depende de la palabra y del silencio, y, visto que nunca he sido capaz de gestionarlos debidamente, acabo por pensar: "¿Hablar de política, yo? ¿Habrá mayor disparate? Pues, ¿cómo voy a convencer a multitudes si nunca he sido capaz de convencer a una persona sola, de la que además me interesa todo menos lo que tenga que decirme?". Claro que a los que se dedican a ello -a la política, quiero decir- no les falta el asesor que les chiva por detrás, que políticos hay que parecen gregarios de un equipo ciclista, atendiendo a las órdenes del míster que les llegan por el pinganillo. ¡Bueno hubiera estado salir por ahí los sábados por la noche, de neoadolescente, con mi propio coach, mi propio personal trainer, diciéndome lo que tenía que hacer o decir! ¡Qué de medallas no guardaría en el armario de mi autoestima solamente si transformara en ellas una cuarta parte de los fracasos afectivos!

¡Ay, la política!

sábado, 7 de agosto de 2010

¡Política! (3)

La crisis, decía, nos ha puesto a todos muy serios, y hasta a mí me han entrado ganas de arrinconar el tono "de espuma de champán" -que dijo alguien- que de suyo tiene este blog y pasarme, por un momento, a considerar cosas más graves. Y, como decía en el otro post, cosas a la vez más propias de cada uno, pues en esto de la política me parece a mí que cada uno, cuando habla, monologa, y ved, si no, esas supestas tertulias de la radio en las que, una de dos, o asistimos a una serie de monólogos, uno detrás de otro, o a un gran monólogo -es lo que pasa en esas en las que todos piensan lo mismo- en el que cada uno de los recitadores se ocupa de un fragmento.

A mí me preocupan las palabras, porque en política suelen ser mentira o venir con malas intenciones. Otras veces son, simplemente, torpes. Es lo que pasa cuando los que mandan quieren reducir al mínimo el riesgo de que nos enfademos todos por las subidas de impuestos: no entiendo por qué ellos mismos, que están interesados en aliviar el golpe, se empeñan en hablar de "presión fiscal", con lo mal que queda esa palabra: que a nadie le gusta estar sometido a presión, y queda feo decir que quien está por encima de mí me somete a ella. Pues, eso, que me pregunto por qué se empeñan en decir "presión" cuando podrían decir "contribución fiscal", máxime cuando creo -lo siento- que de eso se trata: de contribuir, que es algo bonito o que, cuando menos, ofrece algún sentido. Me explico: me preguntaba un alumno un día si no me parecía a mí que las pirámides de Egipto eran uno de los mayores, si no el mayor, logro de la Humanidad. No le di allí mismo mi opinión porque no me parece bien llamar tonto a nadie, ni en privado ni en compañía. No me lo parece, confieso, lo de las pirámides. Yo lo veo así: un rey, que asegura ser un dios, emplea durante muchos años todos los recursos productivos de su reino en construirse una tumba monumental. Me cuesta creer que eso sea lo más que ha logrado la Humanidad. Cosas mucho peores ha hecho, ciertamente, pero espero que también las pueda hacer mejores. Para mí, el mayor logro de la Humanidad consiste en haber llegado a la conclusión de que la comunidad política -a las familias se les supone- debe asegurar que a sus miembros no les falte nada esencial, y que debe atender de modo especial a los más débiles. Sé que hay objetivos más completos y brillantes, pero tiendo a desconfiar, por sus resultados, de las utopías. Llamémosle a eso, por ejemplo, Teoría del Estado del Bienestar. Ya se sabe: los mayores logros no suelen ser los más espectaculares, y cómo vamos a comparar un ambulatorio de la Seguridad Social con la pirámide de Keops. Pero es que ésta fue pensada para albergar los restos de un tirano y en aquél se cura a los niños y a los ancianitos. Pues eso -por volver al tema- se paga con impuestos, y es bueno, y por eso decía que no entiendo que los defensores de los impuestos se refieran a ellos como "presión" cuando podrían decir "contribución". Todos lo entenderíamos mejor. Pero la política, ya se sabe, se juega a menudo en el terreno del vocabulario.

viernes, 30 de julio de 2010

¡Política! (2)

Por eso -siguiendo con lo que llevábamos entre manos el otro día- me he guardado mucho de decir, por ejemplo, que mi película favorita de todos los tiempos esta mañana es Centauros del desierto. En esto de las listas de favoritos también se pierde mucho el tiempo y es cosa que a nadie le interesa si no es su propia lista. Tampoco me ha parecido necesario aburriros con ciertas molestias gástricas que a menudo me atormentan, sobre todo por lo que tienen de inconveniente social, pues, viendo que hasta en la tele anuncian pastillas al efecto, sospecho que a miles de personas les debe de pasar lo mismo. Pero -he aquí la novedad- me vengo notando, de un tiempo a estar tarde, aparte de cierto incremento de actividad estomacal, ganas de contaros algunas cosas personales. Vayamos al grano: que me han entrado ganas de hablar -Dios me perdone- de política.

Sí: son cosas que pasan, me parece a mí, en tiempos de crisis. Antes, cuando creía, como todos, que las cosas iban bien y los bancos eran gente de fiar, solía escapar de asuntos serios y de compromisos sociales, y si venían a decirme que firmara a favor o en contra solía salir del paso diciendo que no entendía, que yo era extranjero, o que mi religión no me lo permitía. Y me ponía a correr aprovechando que el semáforo estaba a punto de ponerse en rojo. Los otros colores del semáforo son -me vais a permitir la excursión- el verde y el naranja, y sabed desde ahora que me da tirria la gente que en lugar de naranja llama "ámbar" al color del medio. Es como decir "tengo apetito" cuando se tiene hambre, cosa que en algún otro post ya tengo mencionado. Me encontraba, decía, con un activista y me parecía que lo que le movía a la acción tenía que ser -disculpadme lo soez de la expresión- que estaba lo que se dice "mal follao", y que seguramente él, como yo, sería más feliz saliendo a divertirse por ahí y dándose cierta tregua de conciencia.

Pero con la crisis, amigos, han vuelto los tiempos de la política y ahora andamos todos echándo un vistazo a las páginas de la sección de economía, a ver si entendemos algo. Que la verdadera política, me parece a mí, nos presenta sus noticias en páginas de color salmón. Esto de las "páginas de color salmón" es como lo de la "luz ámbar", que me parece una horterada y diría si pudiera "páginas rosa" lo mismo que digo "luz naranja". No es que tenga nada en contra de la variedad cromática ni de su vocabulario, ni me parece objeción seria que me digan que páginas rosas son las de los cotilleos. Al fin y al cabo, y por lo que vamos sabiendo de Wall Street, parece que los métodos de trabajo allí (esas grandes decisiones y esas maneras de tratarse entre sí) no son muy diferentes de los que se usan en el mundo "del corazón". Que si un día llama un presidente de un fondo de inversión y pasa un chivatazo, que si otro día le dicen a un presidente de gobierno que no sé quién ha dicho no sé qué sobre alguien... En fin, como niños del cole, pero jugando con fuego. Lo que pasa es que cuando ellos juegan con fuego somos nosotros los que nos quemamos.

Ahora, con esto de la crisis, nos vuelve a interesar a todos la cosa seria, y hasta seríamos capaces de ir a ver un documental sobre una gran injusticia en algún lugar del planeta. Dicen que hay para elegir, documentales e injusticias. Pero a mí me preocupan más las cosas de aquí al lado. Y pienso ponerme a hablar de política cualquier día de estos. Lo prometo.

viernes, 23 de julio de 2010

¡Política!

Yo, la verdad, nunca he sido de esas personas concienciadas con la injusticia y los males del mundo, y eso es algo que vosotros, queridos y abandonados lectores, sabéis muy bien. Por algo lleváis ya tres añitos siguiendo día a día las emocionantes entregas de este blog de mis amores sin haber encontrado jamás en él nada que pueda pasar por opinión política o apoyo explícito a causa que valga la pena. Es marca y promesa de la casa no aburriros ni andar contándoos cosas que solamente me interesan a mí, como si me ha gustado o no tal película o -peor aún- andar aireando a los cuatro vientos ciertos recuerdos de mi infancia. La verdad es que no le encuentro ningún interés a que un tipo que yo no conozco de nada me cuente cómo eran los bocadillos de atún que le preparaba su abuela. Leí no sé dónde que alguien -se entiende que se trataba de un escritor de fama- había declarado su falta de interés por la literatura de viajes porque "no me interesa saber en cuántos sitios el autor del libro ha tomado ensalada". Pues algo así, que a eso voy, me ha prevenido siempre contra los escritos de confesiones personales. Al fin y al cabo, todos tenemos nuestros propios recuerdos y opiniones, y nuestras propias fobias, y todos -o casi- recordamos con cariño a nuestros abuelos y de vez en cuando nos acordamos de ellos y los echamos de menos. El otro día, sin ir más lejos, dijeron en la radio que este es el año del centenario del nacimiento de Elvis, y con eso me di cuenta, para mi sorpresa, de que Elvis y mi abuela eran quintos, que se dice. Esas cosas sorprenden, porque uno tiende a pensar en Elvis y el rock como la quintaesencia de la juventud rebelde y las cosas modernas y guay, mientras que a su abuela la entiende como la imagen misma de lo antiguo y reposado, del plato de arroz y la indignación ante los melenudos estos que ya les daría yo un buen corte de pelo y los pondría a todos a hacer carreteras. ¡Y resulta que ella y Elvis hasta podrían haber sido novios si hubieran ido al mismo instituto! Cosa difícil, ya se sabe, porque a mi abuela la llevaron solamente al colegio de monjas a aprender a coser, por no mencionar los miles de kilómetros de distancia entre aquí y allá. Pero -qué queréis que os diga- yo nunca me he comprado un disco de Elvis y, la verdad, nunca en la vida me comería un plato de arroz al horno cocinado por él, y no solamente porque miedo me da pensar en los condimentos que en su desenfreno le pondría. Es curioso, cuando piensas en qué personajes famosos tienen la misma edad que tus padres y abuelos: te parece, una de dos, o que no son tus familiares tan viejos como pensabas -no vienen de mundos tan alejados- o que no son esos supuestos modernos tanto como parece.

A estas cosas me refiero, veis, cuando decía arriba lo que estaba diciendo. ¿A quién le importa que a mí me llamara tanto la atención un comentario escuchado en la radio? A otro le habrá entrado por una oreja y la habrá salido por la otra, y aquí paz y después gloria. ¿Y qué? ¿Es más digno y noble acordarse de la abuela de uno porque lo explique Cervantes y no el cajero de Mercadona? Ni hablar. Una vez intenté hincarle el diente a eso que se llama En busca del tiempo perdido y al llegar a lo de la magdalena estaba ya tan harto de saber detalles insignificantes de la vida de un tipo que no conozco que cerré en ese instante el libro y pensé que yo sí que había encontrado el tiempo perdido: el que me había ahorrado al no leer semejante mamotreto. Que no sé cómo puede un tipo encerrarse en su habitación a escribir y perderse así lo mejor de la vida, que es salir a darse un paseo y tomar el aire y una cervecita con los amigos. Y todo para explicarnos que cuando era pequeño no podía dormirse sin que su madre le diera un beso. ¡Toma! ¡Y mi primo tampoco! Para ese viaje no hacían falta alforjas. Y ahí tenemos todos los blog llenos de tipos que nos cuentan que tal película no les ha gustado nada, o que piensan que tal o cual presidente de Diputación es un sinvergüenza -menudo descubrimiento-. Lo que pasa es que no les dejan hablar en casa o, subidos de autoestima, creen que a todos nos interesan sus desvaríos. Por eso no sabréis nunca nada de mí leyendo este blog, el cual es tan mentira como verdad.

jueves, 11 de marzo de 2010

Acabo de saber, husmeando por ahí, de la vida y los viajes de un tal Patrick Leigh Fermor, que a los dieciocho años se puso a andar y desde Inglaterra llegó a Constantinopla. Tenía que ser a Constantinopla, que no a Estambul, porque es mucho más legendario que lo otro, que tiene un cierto aire a fracaso de Occidente. Hay un libro muy interesante en el que leí que nadie -prácticamente nadie, por ser más justos- movió un dedo para evitar que cayera, la capital cristiana, en manos de los turcos. Dice el mismo libro que un tipo llegó de España diciendo que él era primo del emperador y venía a dar la vida por él si era preciso, y que, de hecho, lo fue. Es bonita la historia, y eso que no me gustan las historias en las que morirse es lo mejor que uno puede hacer, pues digo yo que lo mejor será estar vivo y que en la mayoría de los casos hemos visto que los que ensalzan las virtudes de la muerte valerosa son los al final que se quedan en casa merendando mientras otros se matan en su nombre y con los pájaros en la cabeza. O como esos soldados que los rusos mandaban borrachos al combate, aunque no recuerdo dónde lo leí ni a qué combate se referían. Lo que sí recuerdo es que la borrachera era de vodka, pero recordar eso, está claro, no tiene ningún mérito, pues ¡no iba a ser de Pedro Ximénez, que eso es para hacer reducciones y no la guerra!

Por volver al hilo, que me ha recordado, lo del inglés que caminaba, que de siempre me ha tentado la idea del viaje a pie, y que hasta tenía yo el proyecto de dedicar unos días en ir caminando a Valencia desde el pueblo este en el que vivo. A decir verdad, no me ha tentado desde siempre, sino desde que hace ya años, con unos amigos, viajé a Santiago a pie y en más de una ocasión disfruté del hecho de entrar despacio, muy despacio, en las ciudades y los pueblos: y veía cómo las casas se acercaban muy poco a poco y parecía que uno atravesaba las paredes más que chocar contra ellas, y era de adobe y barro cuando las casas también lo eran, y los tejados de las iglesias eran como los de los cuadros que uno conoce de los museos y los libros ilustrados. Por eso me gustaban tan poco los que iban por el mismo camino en bicicleta, porque a santo de qué tanta velocidad y esos culottes tan ridículos que usan los ciclistas. Recuerdo que en Burgos traicionamos el espíritu del viaje y entramos a la ciudad en autobús: es que nos separaba de ella un polígono insdustrial. Y uno no tiene nada contra la industria, que tampoco está tan mal y para los viajes tiene sus cosas buenas: que si lo que uno quiere es -pongamos- ir a China, debería, como el inglés, salir de bien jovencito por lo que pueda tardar y las cosas que le puedan suceder. Que también vi una vez en un DVD de National Geographic que el ser humano se tomó sus miles de años para viajar por el mundo y, claro, hacen falta para ese viaje unas cuantas generaciones. Por eso lo del avión, pero que quede claro que llegar así a los sitios no tiene, desde luego, el mismo charme que tiene llegar andando.

En fin, que hay que ver lo que se aprende husmeando en la red y leyendo en las revistas. Es lo que yo siempre digo: que si cada uno confesara por qué sabe lo que sabe, menuda sorpresa nos íbamos a llevar. Yo, por ejemplo, hay cosas que las sé porque salen en Astérix o porque las vi en una película. Luego, lo que se hace es revestirlas de dignidad académica diciendo que lo leíste no recuerdas dónde, y au. Lo bueno de la historia del inglés este viajero que nos acompaña en este post es que no tendrá que disimular -supongo- y se quedará tan a gusto diciendo que lo sabe porque lo ha visto o se lo contaron por algún camino de esos del mundo adelante. Aunque, se me ocurre ahora, quizá sabe sabe cosas por haberlas realmente estudiado a conciencia por las noches en los libros y, para mantener su leyenda aventurera -que estuvo el hombre en la guerra y es un héroe- lo niega y dice que no, que lo oyó por ahí. Que en todas partes cuecen habas.

jueves, 4 de marzo de 2010

Lo bueno de mi forma de ser es que el uso frecuente de la imaginación me facilita la evasión de la decepcionante realidad. Creo que ya una vez os contaba que, para soportar el aburrimiento de nadar en la piscina, solía imaginar que yo era un rey que estaba metido en una guerra, que había sido hecho prisionero, que sabía nadar, que se escapaba, que... en fin, cualquier cosa menos pensar en que estaba haciendo un esfuerzo físico. Es cierto: la imaginación es ese don fantástico que nos permite tender una cortina entre el mundo y nuestros ojos. Luego va uno y pinta en ella lo que le convenga, como esos telones de teatro en los que veía uno calles en perspectiva y paisajes infinitos que venían a ocultar las cuatro tablas mal clavadas que son en realidad el escenario. Y no por eso va el mundo a dejar de atropellarte igual, pero al menos no lo ves, detalle éste que nos diferencia a los cobardes de los pesimistas.

¿Que por qué lo digo? Porque resulta que allí donde uno cualquiera -vosotros como yo- diría "¡Pierna derecha arriba y abajo!", mi maestro de taekwondo dice "¡Abajo arriba derecha pierna!" y yo, claro, no puedo dejar de fijarme en esa curiosa construcción, ese orden alterado de las palabras que me recuerda tanto al maestro Yoda que de inmediato activa en mí ese maravilloso mecanismo natural de fuga, esa puerta abierta al imposible mundo en el que no hay dolor ni frío ni madrugadas, ese mundo en el que yo, en silencio, miro al maestro Chang-Liu-Weng -es un decir- y me digo: "Es igualito a Yoda y yo soy Luke Skywalker antes de perder la mano", y hasta me parece que al maestro le salen orejitas verdes puntiagudas y las uñas se le vuelven como garras afiladas.

Y también que todo lo que dice, por extraño que parezca, debe tener un segundo fondo lleno de sabiduría, de esa que tienen los orientales, que se diría que nacen con ella como nos pasa a nosotros con el fraude. Porque -hablando de cosas que me parecen raras: los letreros, los diplomas coreanos- otra de las puertas que la imaginación me abre me lleva a pensar en Marco Polo, que era yo y estaba ya en Pekín, donde el bueno de Kublai encargaba a un prestigioso maestro que me pusiera al día en artes marciales. Así parece que las patadas -que alguna se nos escapa- me duelen menos y encima puedo revestir con un toque cultural lo que no es más que, en el fondo, que me aterra volverme mayor y anquilosarme. Que ese toque -el cultural, digo, no las patadas- parece que todo lo vuelve más honroso.

Sabéis, pues, todas estas cosas que me van por la cabeza, pero también sabéis que ella, mi psique, cual red eléctrica española en días de tormenta, tiene la costumbre de sufrir cortes de corriente -el frío, un golpe, o me piso los camales del quimono- que me expulsan del paraíso y entonces desde el suelo del tatami veo que no estoy en la Ciudad Prohibida -tan esotérica, tan rara- sino en este descarado PAI que va de Andorra a Gibraltar, y que al maestro las orejas se le hacen de nuevo pequeñitas, la piel, de verde, se vuelve bronceada/sucia y las uñas, vaya, las uñas diríase que se resisten a volver porque siguen siendo puntiagudas -o es que ya entraron así en mi mundo de fantasía-. Lo malo es que entonces también deja de recordarme al maestro Yoda y le voy encontrando un inquietante aire a lo Chuck Norris quién, en lugar de decir cosas raras y hermosas, directamente suelta el golpe y luego ya veremos. En eso me recuerda a Obélix, pero me niego a reunirlos en el mismo grupo, pues el dibujo tienen mucha más gracia y además se trata de mi favorito entre los héroes de ficción.


¿Qué pasa?

jueves, 25 de febrero de 2010

Panta rei, que dijo el otro con razón, y yo que lo veo cada día en esta encrucijada en la que vivo, que en solamente cuatro kilómetros paso de la olleta al triguico, que es como decir del mundo del arroz al del gazpacho; que me levanto a veces silbando cancioncillas de Joselito y otras me acuesto a los sones del tai chi; que mi vida cotidiana se desarrolla a veces en castellà y a veces en catalán -occidental, of course-, lo que no quita para que haya aprendido a contar hasta seis en coreano. Tiene uno que explicar cosas que no sabe -así es el sistema- y entre ellas se me ha venido encima lo de la evolución, a mí, que soy de esos que se hizo, en cuanto pudo, de letras. Ahora me parece mal, esa división, porque le voy cogiendo cariño a Darwin, pero es lo que hay. Decía lo del famoso adagio porque pensando pensando en cómo explicar el tema a mis alumnos no he podido dejar de ver que lo que es el cambio y la transformación está, si uno se fija, por todas partes y se comprende aquello de "¡Qué estúpido no haberlo pensado antes!".

Dicen que es cuestión de mutaciones y eso es lo que yo voy viendo en tanto trasiego de razas y culturas. Asisto -es un ejemplo- a la mutación que se produce en mi maestro oriental, que nos hace esperar en el tatami porque nadie le arranca del bar de la esquina su almuercito mediomañanero: o sea, que va mutando poco a poco de marcial guerrero en cervecero occidental. No es que me parezca mal, ojo, sino que asisto maravillado al proceso de selección natural. ¿Qué sería -pensad- de un lama fetén en las calles de mi pueblo? ¿Cuántos de ellos habrán sucumbido? ¿Cuántas generaciones de genes mutantes habrán sido necesarias para poner a punto esta mezcla de luchador y almorzador? Quién sabe, y ¡qué de misterios tiene la Madre Naturaleza! Salta a la vista la felicidad de la adaptación, pues tal cual entra por la puerta del tatami, él, que viene del ambiente de los tiradores de cerveza y las portadas del As, imperceptiblemente se transforma en metódico e implacable entrenador de artes marciales, capaz, por lo visto, de pasar en la misma frase del Real Madrid a las sutilezas del manejo catanero.

Los cambios me rodean por doquier, tales que ya quisiera Darwin haber visto las cosas que pasan por aquí. Ya quisiera él, afirmo, haber asistido a la mutación de compañero leal de partido en confeso y maldito traidor que se produce con cierta frecuencia en la política española. No sé, debo reconocer, dónde se halla el secreto de dicha mutación, agazapada en qué rincón, entre sus A y sus T, de la cadena de ADN. El caso es que la feliz traslocación del genoma que nos da la especie del tránsfuga no es cosa rara tampoco en este pueblo en el que vivo, y no paro por ello de dar gracias a las bases nitrogendas implicadas. Las otras bases -las del partido- imagino que no estarán tan contentas. Esta especie de ser vivo, evolución directa del tradicional chaquetero, demuestra ser de gran utilidad en el nicho ecológico que habita pues, para vergüenza de algunos, indignación de incautos y jolgorio de la mayoría, lleva a cabo la muy sana y necesaria operación de aireo de carpetas, archivos, gastos y expedientes. El tránsfuga tiene la virtud de mostrar los trapos sucios de sus antiguos camaradas, y nos ha de hacer felices considerar que, si no fuera por estas repentinas mutaciones, estas benditas equivocaciones de las G o de las C, nunca nos enteraríamos de los secretos que nuestros políticos se guardan entre sí. Lo que nunca la ley ni la decencia podrían conseguir vienen a hacerlo los celos, la codicia y la mala leche, razón por la cual todos los verdaderos demócratas deberían levantar estatuas a los tránsfugas, cubrirles de regalos -que ellos, naturalmente, aceptarán- y prometerles todo tipo de prebendas. Un verdadero demócrata debería, en fin, exigir una específica ley de igualdad para los tránsfugas que estableciese que cualquier candidatura, para ser legal, debe incluir un mínimo de un veinticinco por cien de potenciales traidores al partido. Puede que Roma no les pagara, pero en ello se echa de ver que no era lo suyo democracia fetén ni aún avant la lettre. La evolución del homo politicus, sin embargo, nos ha regalado esta especie de la que las modernas y verdaderas, por el bien de todos, no deberían prescindir.

sábado, 20 de febrero de 2010

Os contaba el otro día mi primera experiencia de tai chi. Pues eso no es nada comparado con las dos clases de taekwondo que llevo ya en el cuerpo -y nunca mejor dicho, a juzgar por los morados y chichones que se le observan-. Es curioso cómo puede usarse para luchar, y no para barrer -que es lo que yo hubiera hecho, motu proprio, con él- un palo que al principio me pareció de escoba. Más de un ama de casa, piensa uno viendo las noticias, debería saber cómo convertirla en arma, la verdad. Quizá sería cuestión de elaborar un "taekwondo del hogar" como método de defensa personal. Será cosa de pensarlo, aunque también es cierto que, armas, no es algo que escasee en las cocinas.



Bueno. Los que no tienen aspecto pacífico en absoluto son esos artilugios que son como dos tubos, de ésos en los que se enrolla el papel higiénico, unidos por una cadenita, que verlos y pensar en Chuck Norris es todo uno. Los del maestro, diría que por prudencia, no vienen unidos por una cadenita sino por unas bonitas cuerdas de colores. Lo malo es que no se trata de tubos de cartón sino de madera de la buena, tan buena como buenos son los golpes que me he dado en la cabeza intentando darles vueltas en el aire y pasármelos por debajo del sobaco y por detrás de la cabeza. Y eso que ya me tiene avisado, el maestro, que se pasa la clase mirándome y diciendo "¡Cuidado cabeza!", frase que no sabe uno si se dice como aviso o, dado el volumen de la mía, como burla. Pero no voy a ser yo quien le plante cara al buen señor, que ya he visto cómo maneja el artilugio, el palo de la escoba y la catana. A buenas horas.


Me desahogo, en fin, imaginando que los golpes se los doy a alguien, y aquí es donde quería yo llegar: al miedo que me entra al considerar el gustirrinín que se siente al dar a uno una paliza, aunque sea imaginaria. Me pongo frente al espejo, calculo a qué altura debo poner la mano para atestar el golpe en la cabeza, y descargo con cierta sospechosa furia el cachivache de los tubos de madera. Es cierto que el rebote me lo como yo -mi cuerpo lo atestigua-, pero, ya digo, ¡qué gusto dar el golpe! ¡Qué sensación de poderío y de aquí estoy yo para haceros tragar toda la chulería que lleváis encima! Y me vienen a la cabeza algunas humillaciones recibidas de las que -recuerdo- alguna cosa os dije en uno de esos post que tenemos a medias por ahí. Total, que ya alguna vez me he dicho: "A ver si esto va a sacar lo peor de mí, que violentos, en el fondo, todos lo somos". Yo, la verdad, si no me he metido en pelea alguna es porque siempre he tenido muy claro que la peor parte me la llevaba yo. Por eso, como dice una amiga mía, la respuesta valiente y digna que más de uno se ha merecido, yo lo que hago es "pensársela a la cara". Pues eso, que animales, en el fondo, es lo que somos, y a Linneo hay que agradecer que nos clasificara y así nos lo dejara bien clarito. Lo que no sé yo es si esto del taekwondo me lo va a potenciar. Por el momento, ya digo, todos mis golpes me los estoy llevando yo y, más que guerrero, voy camino de parecer un penitente.




viernes, 19 de febrero de 2010

Los minutos se me hacían horas y no veía el momento de contaros, queridos admiradores, mis nuevas experiencias con las artes marciales y la cultura coreana -que se me antoja que ya sé, incluso, contar hasta diez en esa lengua extraña-, así que, ahora que ya me duelen menos los morados varios que traigo en el cuerpo, quisiera ir a ello sin más tardanza.

Pues, sí, acabo de pasar mi primera semana de alumno de taekwondo y ésta es la razón, obviamente, del alto grado de satisfacción personal que experimento desde entonces. Hice caso, pues, de la oferta del ya citado quimono de legalo y lo estrenaba, con sus pliegues y todo aún sin planchar, la otra mañana, fría y lluviosa, en la ciudad ésta a la que el coreano y yo -cada cual sabrá por qué- hemos venido a parar. ¿Mi primera impresión? Pues comprobar que el quimono no abriga pero nada, nada. "¡Qué tela tan fría la del pijama éste! Y, ¡qué frío hace en esta planta baja y por qué demonios hay que estar aquí sin calcetines!". Y recordé aquella frase lapidaria que recuerdan mis primas a menudo: "¡Raza cruel!". Sí: todo eso es lo que pensé. No me vino mal, por tanto, que me pusiera el maestro a dar vueltas al tatami y a saltar y hacer piruetas, que al poco ya estaba yo sudando y pensando si no se podría, todo lo marcial y respetuosamente que se quiera, sí, luchar en bañador. "Seguro -me decía- que por esto han inventado en Brasil la capoeira, porque a ver quién le pone el pijama éste a las garotas". Y que yo, con el quimono de legalo, entre que me viene grande y aún lo llevo con sus pliegues de origen (amén de que se me sube enseguida el cinturón a los sobacos) doy menos miedo que un Hello Kitty de peluche.

Bueno, pues que he tenido una sesión de tai chi y dos de taekwondo. Lo de los golpes viene del taekwondo. El tai chi, lo bueno que ha tenido, es que yo era el único menor de cincuenta y así he podido presumir de agilidad. Ya sabéis, los que me seguís desde hace años, que nunca han sido cosas mías la altura, la velocidad ni la fuerza -las virtudes olímpicas, vaya-, pero que a cambio la evolución me ha regalado cierta flexibilidad de articulaciones de la que a veces me ha gustado presumir: única posibilidad de hacerlo de cuerpo y condición. Donde otros exhibían, en los bailes juveniles de apareamiento, la garra, los bíceps, la cara guapa... yo mostraba las tres o cuatro maneras curiosas en que puedo doblar los dedos de las manos, retorcerme el brazo o mover los de los pies. Cierto es que se trata de habilidades poco eficaces en la competencia por la hembra, pero, oye, son las que tengo y no era cuestión de despreciarlas. Cada cual lucha con lo que tiene. También es verdad -por aquello de decirlo todo- que más de una noche me volvía a casa pensando que menuda birria de aptitudes físicas y que ya podía mi ADN, el tío, habérselo currado un poco más.

Estábamos, recuerdo, en el tai chi. Y, en resumen, iba a contaros que me ha gustado mucho. Sí, esto es cierto. Es como un bailecito, una coreografía que a mí me gustaría considerar venerable y milenaria, que se reproduce con mucha concentración y parsimonia al son de una flautita y un tambor. Hay un juego de manos y muñecas del que uno podría pensar que tiene su importancia y algo simboliza -que seguro, pues el maestro se enfadaba si un meñique no estaba en su correcta posición-, pero, como ha debido considerar, el hombre, que no valía la pena enseñarme solo a mí, que era el nuevo, toda mi atención ha estado puesta en copiar lo que hacían mis compañeras. Me he encontrado bien a pesar de la torpeza, a lo que habrá contribuido, sin duda, la flexibilidad de la que antes os hablaba. Luego ha venido un segundo baile, éste con espada. Es curioso, pero me ha hecho nacer cierta sensación de poderío de la que ya os hablaré en otro momento. Volvamos, entonces, a la flautita y el tambor, porque me han hecho pensar en la dolçaina y el tabalet, y luego en el baile de la moma. Pero éste del oriente, lo que tiene, es que parece mucho más humano, de una espiritualidad menos preocupada por el vicio y la virtud y el qué dirán los obispos y la Santa Madre Iglesia. Pero, claro, que en todas partes cuecen habas y alguna vez ya hemos dicho que tampoco es muy avisado eso de rendirse a la sabiduría del oriente. Pero, oye, las cosas como son, y no molan diez minutos de via crucis ni la mitad que una clase de tai chi. ¿No?

jueves, 11 de febrero de 2010

A mí me educaron para ser un niño limpio y aseado. Me decían que había que bajar la tapa del váter después de usarlo, y dejar la bañera y las pilas limpias de pelos, que el que viniera detrás no tenía por qué ir dando los buenos días a mis restos corporales. Así lo he hecho siempre, convencido de que la limpieza era, ante todo, cuestión de convivencia. Pero últimamente he estado viendo la tele más de lo normal y he acabado por aficionarme a las series de policías. Ya me gustaron antes algunas series, y de pequeño tuve un cochecito de metal pintado como el de Starsky y Hutch. Agradezco al azar histórico no haber tenido, a la vez, edad de conducir uno de verdad, porque no puedo asegurar que no lo hubiera pintado así. Hubo otra, Hill Street Blues, que me gustaba mucho, creo que en parte porque la veíamos todos juntos en casa, con lo cual la serie adquiría ese carácter de objeto de intimidad familiar que tienen también los jarrones y las fotos de los abuelos. En ésa, el trabajo de policía era bastante sucio y peligroso -por las calles y callejones en los que se metían, pobres, y la gentuza con la que trataban-, y uno no deseaba por nada del mundo acabar siendo policía de Nueva York.

Pero en estas series que digo las cosas son muy diferentes. Los policías son todos un poco raros y se mueven en ambientes la mar de chic. Lo primero es que los casos ya no son de drogadictos, mafiosos ni putas, sino de asesinatos a veces fortuitos, a veces pasionales, en muchas ocasiones cometidos por personas, las pobres, que hasta entonces habían llevado vidas normales. A veces tenemos algún asesino en serie que lo que tiene, el hombre, es que está chalado. No sé cómo decirlo: como si fueran los casos misteriosos que presentaba Agatha Christie, raros de cojones, sí, pero siempre desconectados de los mundos de la marginación y la delincuencia habitual, como si se tratara de una edición moderna -por lo tecnológica- del los casos de guante blanco. Que el que mata es porque lo disfruta o porque se ha vuelto loco. Vamos, que marginación, poca; tiros, los justos; y mucho estilo y presentación. Esto último, por cierto, muy propio de las series de las úlitmas temporadas, que a veces las llamo yo series "con minutos musicales".

Explico también lo que decía antes, eso de que los polis son raros en estas series. Quiero decir que no los ves por ahí patrullando y pegando tiros y persiguiendo a los malos. No: suelen ir bien vestidos y son la mar de guapos y educados. Creo que hay uno que tiene, el tío, varios doctorados. No les basta con ser guapos y listos, no: siempre tienen alguna otra rareza. Hay una especie de vidente que siempre adivina lo que ha pasado; hay un experto en interpretar expresiones, de manera que más te vale llevar careta cuando estás delante de él; y luego están los del CSI, que son extraños híbridos entre personal de laboratorio y patrullero -estilizado- de las calles. Vamos, que al patrullero Renko lo hubieran expedientado por feo y mal vestido.

Pero no se trata de hacerme crítico de televisión, que no, sino contaros -¿para qué, si no es para hablar de moi, tenemos este blog?- que esta atención que vengo prestando a la tele me ha hecho cambiar mi sentido de la limpieza. No es que me haya hecho menos limpio, no, pues ¿cómo ser un cochino a la vista de los relucientes laboratorios del CSI? No, quiero decir que si antes era para mí, la limpieza, cosa de convivencia, ahora lo es de seguridad personal. Me explico: me paso el día viendo series de policías que juegan a que todos, al parecer, nos vamos dejando cosas por ahí, y luego vienen ellos y las meten en bolsitas de plástico. Yo, claro, me pregunto cada vez: ¿de verdad dejo a mis espaldas semejante rastro de porquería? ¡Qué vergüenza, si me viera mi familia! Y, luego, me suele dar por pensar: ¿vendrá alguien que sacará mi ADN del plato de galletas que me he comido, o del moquete que sin querer he dejado pegado debajo de la silla, o de las gotas de sudor frío que me han caído mientras miraba una página porno? Y me digo: "Dios mío de mi vida y de mi corazón: no dejes que se apoderen de mi huella, no sea que me clonen como a la oveja Dolly pues, ¿qué harán con mi clon? ¿Convertirlo en un asesino en serie? ¿Presentarlo a concejal de urbanismo?". Y tocado por una fiebre de limpieza como nunca la había sentido antes, movido por el miedo más que por la educación y el respeto al semejante, paso trapos empapados de lejía por todos los lugares en los que he estado.

Gracias a la tele, a CSI y a Bones, porque me han abierto los ojos a la conspiración multigubernamental que pretende suplantar mi personalidad. No, si... ¡se aprenderán de cosas con la tele!

Au.

jueves, 4 de febrero de 2010

Hablábamos, en uno de nuestros más celebrados post, de aquel monitor que comparaba el deporte con los taburetes y sobre ello disertábamos un rato, con la evidente intención de perder el tiempo y disimular la falta de ideas. Pues bien, dado que la situación es la misma, hemos pensado en volver al mismo tema -el deporte-, si bien no al mismo buen señor del otro día sino a otro del mismo gremio que acabamos de conocer. Porque si aquél había hecho de la frase "El músculo es así" divisa de su escudo y muletilla de su conversación, este otro, por el contrario, los hace de "Legalo quimono", con lo cual demuestra que, efectivamente y como dicen los que saben, el futuro está en Oriente, vivero mundial de emprendedores que antes lo fue de proverbial sabiduría. El mundo cambia, ya se sabe, y hasta se pone del revés, y ahora el sabio consejo nos llega de un prejubilado occidental mientras que la iniciativa empresarial y la crianza del parné vienen de allá. En sus tiempos, ellos nos daban lecciones de vida mientras nosotros andábamos a la greña destripándonos, como buenos hermanos, los unos a los otros a golpes de espada y crucifijo. Tal era la fama de aquellos hombres que aún en los tebeos de mi infancia los consejos eran siempre "viejos proverbios chinos". También los había, aunque menos, indios e indígenas de todo tipo, con lo cual parecía que lo sabio era, además, lo exótico.

Pero, en fin, llegó la modernidad y se acabaron los proverbios, que, como dijo Susanita, no sé qué ha pasado con estos chicos, que antes hacían porcelana y cosas lindas y ahora, míralos, todos ellos comunistas. No sé cómo sería en tiempos de Marco Polo, la verdad, pero está claro que ya la cosa había cambiado cuando Nixon quedó para tomar el té con Mao. Yo, por mi parte, me encontraba el otro día un ex compañero de colegio que fue casi una estrella del pop y ahora es maestro de yoga. Ya veis: del consumismo occidental a la sabiduría oriental en una sola vida. El mismo viaje, pero al revés, que parece haber hecho éste que me regalaba el quimono y me ponía delante, antes que nada, las tarifas del gimnasio. No sé: esperaba un recibimiento más espiritual y aromatizado con especias y bambú, y no un despacho y un menú. Diréis que no es culpa suya, sino de la corrupta sociedad occidental a la que ha venido a parar el pobre: sí, bueno, pero me acordaba entonces yo del otro, del sabio jubilado, levitando entre bancos de abdominales y armarios de barras y mancuernas, y diciéndome "El deporte es como un taburete", consigna que -estaréis conmigo- es tan enigmática como el más enigmático de los consejos que pueda dar uno de esos gurús milenarios y barbudos que salen en las películas de kung-fu.

Me lo dijo, lo del precio y el quimono, con el mismo acento y convicción con el que podía haberme ofrecido rollito de primavera, arroz tres delicias y pollo con almendras. Me recordó una vez que, andando cortos de dinero y sobrados de ganas de reír, intentábamos unos amigos que nos pusiera la buena mujer, a precio de menú, lo que no entraba, y poco faltó para que nos cortaran allí mismo la cabeza. Que tampoco es cosa de olvidar lo de los tormentos chinos, oye.

Pues eso, que dicen que por allá está el poder y que a nosotros lo que nos queda es la tradición, siempre que no haya pasado antes por aquí algún concejal de urbanismo que lo haya recalificado todo. Leía el otro día, a propósito de la crisis ésta que nos lleva, que a lo mejor la cosa no viene solamente de las trampas que los bancos nos han hecho jugando al Monopoly, sino de que los chinos llevan más de veinte años ganando dinero y ahorrando sin parar, y que por eso resulta ahora que hasta los americanos les deben tal cantidad de pasta que más vale que nos pongamos todos a aprender chino y practicar sumas y restas con yuanes o como se llame el dinero de esta gente. Nosotros, que nos lo gastamos todo en vicio y en multas de la SGAE, somos ahora por lo visto el pueblo decadente y por eso nos queda solamente la baza de la sabiduría, que es -a esa conclusión vamos llegando- el único lujo de los pobres.

¡Ampáranos, Confucio!