domingo, 30 de marzo de 2008

Hola. Yo siempre he guardado mi vida amorosa en secreto porque, entre otras razones, resulta ser un secreto tan pequeñito que es muy fácil de guardar. La mía es a las vidas amorosas lo que el 600 al mundo del automóvil: mítica, pionera y al alcance de cualquiera. Mítica porque hay quien duda de que exista, pionera porque nunca he pasado de aprendiz y lo último porque se termina de contar en dos patadas. Por eso no voy pregonándola por ahí: porque no es para presumir. Ahora me llegan quejas de los lectores: que si estoy ocultándoles algo. Pues sí, lo reconozco. Pero no lo hago por maldad, no, sino por vergüenza, pues, ¿acaso no guardamos en secreto lo que nos avergüenza y presumimos de lo mejor que tenemos? Por eso yo no presumo de nada y hago mías las palabras del filósofo: “Sólo sé que no ligo nada”. Dicen que más vale callar y parecer tonto que abrir la boca y confirmarlo, y yo, que creo en el refranero, me apliqué pronto la enseñanza: más vale parecer que no te comes una rosca que contar tu vida amorosa y confirmarlo. Dejo que la imaginación vuele y se me atribuyan romances sin que tener yo que mentir.

Y así hemos ido funcionando desde los remotos y no añorados tiempos de la adolescencia, esa terrible enfermedad. Pero ahora soy mayor y me llegan estas quejas que me tienen pensativo, pues nunca como ahora tuve tanto auditorio ni encontré tanta expectación: nada menos que seis mensajes en el último post. Así que -me digo- quizá tenga una obligación moral con los suscriptores de mi blog y sea de justicia atender sus peticiones. Seamos pues valientes, rompamos el precinto y violemos -dicho sea con buenas intenciones- la amarga etiqueta del top secret. Sí, en efecto: algo hay.

¡Qué alivio! Ya me siento mucho mejor, pues no hay nada como confesar para sentir ligereza en el alma. Y ya se sabe que, una vez dado el primer paso, los demás ya vienen solos. Así que quizá sea sensato descansar y dejarnos ya por hoy de confesiones. Bajemos al bar a tomar unas cervezas para celebrarlo, que yo invito. Qué bueno es romper esos hábitos tan arraigados que parecen haber nacido con nosotros, lo mismo que el hígado o la nariz. Miradme a mí, que nunca había invitado a nada: sabed que yo no nací tacaño, sino que me hice con el tiempo. Intentadlo -cambiar de hábitos, quiero decir, y no nacer tacaños- y os sentiréis como nuevos.

Confidentes besos a todos. Ya me contaréis.

martes, 4 de marzo de 2008

Hola. La otra noche me hice pis en la cama y de eso quiero hablar, porque mira que pasan cosas en el mundo pero a mí, lo que me preocupa, es que la otra noche me hice pis en la cama. No sé qué vino primero, si el despertar o el sentir un pequeño e instantáneo alivio en salva sea la parte. Serían cuatro gotas, pero en el aturdimiento sentí una ola, un tsunami caliente que avanzaba a pasitos por mi piel y entonces, ya consciente, me levanté de un salto, lo maldije todo -lo maldito y lo bendito- y me arranqué el pijama que se me estaba quedando pegado a la piel. Os lo cuento porque imagino que no recordaréis estas sensaciones. Yo tampoco: hacía ya mucho tiempo y esto era territorio de la infancia. Recordaba, eso sí, una noche que me pasó lo mismo en casa de mis tíos: de pequeño, me gustaba quedarme a dormir en su casa. Bueno, pues que recuerdo muy bien cómo, a la mañana siguiente, mi tía les decía a todos que yo no había sido, qué va, que a quién se le ocurre semejante disparate, con lo mayor que ya es este niño. La verdad es que el meao estaba en mi cama, pero yo quedé convencido de que las protestas habían hecho efecto y que mi honor estaba a salvo. Bien que se reirían todos, luego, en la cocina. Pero eso es lo que pasa con los niños: que se creen lo que les interesa creer. Considerad, sino, los Reyes Magos de Oriente: pese a todas las evidencias y neones del cortinglés, los niños se lo creen porque quieren creer. Vamos, que creer es querer creer, y esto es algo que también nos pasa a los mayores. Pero el desarrollo de este asunto es demasiado complejo para mis capacidades de análisis.

No termina aquí el asunto de la orina desmadrada, que no se arregla, no, con lavarse las intimidades, sino que me tiene muy preocupado por temor a que la orina se me escape por la misma razón que a otros amigos se les desmadran las analíticas -porque me estoy enterando de que a los amigos les está, de un tiempo a esta parte, subiendo mucho el colesterol. Y a mí, lo que me pasa, es que llevo una temporada en que no termino nunca de mear, lo cual es una gran molestia higiénica y social. Es, ni más ni menos, el universal fenómeno de la última gota, pero en unos términos en que ya compromete mi dignidad personal. Llevo, ya digo, una buena temporada notando que mis últimas se comportan de modo bastante desleal, quiero decir que se me quedan escondidas y salen cuando ya no las espero. Vamos, que me organizan emboscadas y me pillan siempre desprevenido. Lo mismo que los peores bandoleros no esperan al viajero en los recodos del camino, donde podría estar alerta y prevenido, sino que lo atacan cuando, a la vista del refugio, ya se piensa a salvo, las mías tienen la costumbre de asomar en el momento en que, creyendo el trámite acabado, vuelvo a meter en el calzoncillo mi cosita. Son las mías, pues, gotas bandoleras, traicioneras y currojimenescas.

Total, que me voy a contárselo al médico, a decirle que mis últimas, señor, me están dando mala vida. Es la primera vez que voy al urólogo. Quiero decir por decisión propia, porque ya estuve una vez, de pequeñito, para que me operaran de fimosis. Hay que ver la faena que da mi cosita para lo poco que la pongo a trabajar. En cada revisión médica del colegio -que no fueron pocas- les decían a mis padres que no debían estar tan preocupados porque su niño fuera miope y cabezón, que en el fondo era normal y casos similares se habían conocido pero que -por otra parte- yo venía a ser como uno de esos perros chinos que tienen demasiada piel para la cantidad de cuerpo, con la diferencia de que a ellos les sobra por todo el cuerpo y hasta les queda gracioso, mientras que a mí sólo me sobraba en la colita, y que eso, gracia, tenía más bien poca. Al final hicieron caso y me trataron, aunque no voy a ponerme ahora a desarrollar el tema.

Pues eso, que me fui a contárselo al urólogo. Un señor, por cierto, muy serio y reputado. Uno muy bueno, -me dije- para que acabe de una vez con esta guerrilla urinaria. A mí me dio buena impresión y además me pareció muy majo, el hombre: muy amable sin dejar por eso de irradiar sabiduría y seriedad. Uno se esos médicos a los que uno confía sus más vergonzosas intimidades, incluso esta de las gotitas. Por todo eso -aquella confortable combinación de confianza y seriedad- estuve a punto de meter la pata. Es que me extrañó tanto que se pusiera a hacer dibujitos mientras yo le contaba mis cosas, que estuve a punto de decirle: “¿No le da vergüenza, doctor, a su edad, ponerse a dibujar pollas en un papel?”. Menos mal que recordé a tiempo que se trataba de un urólogo y que el dibujo serviría -seguramente- para explicarme el diagnóstico. Pero yo, claro, es que no me lo esperaba y no podía apartar la vista del dibujo, que me resultaba -la falta de costumbre- extrañamente obsceno. Con aquel croquis me contó una historia de caminos, canales y puertos que para él podría ser, a falta de más análisis, la explicación de la falta de seguridad ciudadana en los circuitos de mi orina. Ahora me faltan algunas pruebecillas más, a ver si se trata de algo llamado divertículo uretral. Esto significa, en román paladino, que cuentas en la red de distribución con una especie de embalse -natural y redundante- que queda fuera de control y se llena y vacía a voluntad. Por eso pasa que la última se me viene encima cuando quiere. Ya veremos en qué queda todo esto. Por el momento, a las pruebas os remito.