jueves, 31 de enero de 2008

Geografía mítica del número, el chocolate y la tostada.

Aquí, te pides una tostada
y te ponen dos. Como lo digo. No sé por qué ocurre, pero es cierto: los alicantinos no saben contar tostadas. Todo lo demás -ovejitas, goles, submarinos- lo cuentan bien, pero con las tostadas se hacen un lío. Generosidad tostadil ésta que me tiene muy extrañado y más de un exceso involuntario me ha hecho cometer en las barras de los bares. Porque esto de vivir fuera hace que uno desayune, coma y cene por ahí más de lo que salud y bolsillo aconsejan. Bueno: el caso es que al final ya me he acostumbrado y he aprendido a pedir media tostada cuando lo que quiero es sólo una. Con el sueldo, la verdad sea dicha, no son tan generosos como con el pan. Será que el pan es un artículo de primera necesidad mientras que tener un sueldo, al paso que va el mundo, es ya casi un artículo de lujo. En fin, una pena.

Lo de las tostadas está la mar de extendido por estos pagos. Ya sé, ya sé: las hay en todas partes y no hay por qué ponerse así. Vale. De acuerdo. Sí. Pero lo que pasa es que aquí tienen su forma particular de manejar el negocio. Para empezar, las tostadas le tienen comido el terreno a los curasanes, cosa que yo, gran entendido en esto del bollerío comestible, no he podido dejar de notar desde el primer día. Ya era yo mayorcito el día en que por primera vez se me ocurrió pedir una tostada en la barra de un bar, y debo confesar que aquella primera vez no dejó huella en mi memoria: quizá por eso, desde entonces, tiendo más al curasán. Que la primera vez, para serlo de verdad, debe dejar huella: primer amor, primera cana, primer PAI. No hay bar por aquí -decía- que no tenga su tostadora. Siempre del mismo modelo: una especie de caja metálica grande como un horno, abierta por delante y con unas rejillas horizontales en las que se ponen los panecillos a calentar. Se acerca uno con unas pinzas (de esas metálicas de los bares finolis) y deposita la rebanada en la rejilla. Luego, según si uno es camarero o usuario de un self-service -que también disponen, todos, de la maquineta- sigue con su faena o se mira el periódico, pero un poco por encima nada más para que no se le queme el desayuno. Con el pan ya tostado, el proceso es similar al de cualquier tostada del mundo: que si aceite, que si mantequilla, que si tomate…Yo prefiero el tomate porque dicen que es transgénico y anticancerígeno.

Otra cosa notable es que en la ciudad de Alicante es imposible aparcar. Pero esta es otra historia porque yo, de lo que quería hablar es de Bocairent. ¿Habéis estado alguna vez en Bocairent? Pues os lo perdéis, porque no creo que haya pueblo que tenga mejor pinta que este desde una carretera. Sale del barranc d’Ontinyent y piensa uno que lo que tiene delante es un paisaje pintado, de tan pintoresco como es el pueblo, con todas sus casitas apretujás en torno a la torre de la iglesia, como si se agarraran a ella para no irse ladera abajo. Ché. Las casas de Bocairent no parecen construidas en una loma, sino que hayan salido en ella como frutos de la tierra. Y además todas iguales y de un color indeterminado que no acaba de saberse si es elección de un diseñador de pueblos rurales (un ocre muy sutil, evocador del campo) o de los vecinos, que ya no les apetece pasarse la vida limpiando las paredes de sus casas. Bocairent podría, con facilidad, formar parte de esas geografías míticas que tienen los territorios y las vidas de las personas. Está Macondo, está Celama, está Región, y ahora, para mí, está este pueblo en el que he encontrado la mejor chocolatería del mundo. Pues, ¿qué os habíais pensado? ¿Qué era cosa artística o cultural? No, señores. El chocolate a la taza que se sirve en la plaza de este pueblo es de los de “Merece la pena el desvío”. Y además el desvarío: que yo me he ido adrede a tomar tazas de chocolate. Luego, como para justificar la cosa, me he paseado por las calles del centro histórico o me he metido en la biblioteca: porque a nadie le gusta reconocer que el vicio le tiene comido por dentro. Soy de esos que, mientras relame la taza de chocolate, se dice a sí mismo: “Puedo dejarlo cuando quiera”. Y entonces se pide la segunda. Una vez, para introducir variedad en el menú, me pedí además una tostada y -como podéis imaginar- me trajeron dos. Sobrevivir a aquello no fue menor hazaña que la de Hillary, y no me refiero a escalar el Everest sino a soportar el caso Lewinsky. Ahora, en mi atlas sentimental, hay un espacio privilegiado para la chocolatería de la plaza de Bocairent. Este año no he asistido a la Tradicional Xocolatà de Sant Vicent, y lo siento porque el que hace Alfonso es bueno. Pero me lo he tomado aquí y -qué queréis- uno va echando raíces. Dulces raíces.

Besos a todos.

lunes, 21 de enero de 2008

Vidal’s Surprise Party
Llaman Vidal a un buen amigo a quien yo me acerqué al principio porque me gustaba una amiga suya y aunque nada hubo -a vosotros, fieles lectores, no os extrañará- al final entre ella y yo, quedamos nosotros amigos hasta hoy. Me llamó el otro día su mujer para invitarme a la fiesta sorpresa de su cuarenta cumpleaños. Es este Vidal persona muy dotada para la vida, es decir, que nunca se ha dejado enredar, como yo, por fantasías ni malos análisis de la realidad. Al contrario: lo tengo por azote de sueños, espejo de consejeros y epítome de sensatez, y tan alto lo tengo así considerado que he llegado a pensar en la conveniencia para mi salud mental y guía en este mundo de imponerme la rutina de una charla semanal con él. ¡Cuántas tonterías y absurdos cambios de rumbo no hubiera podido ahorrarme de haberme tomado más cafés con él! Pero a lo hecho, pecho, que dice el refrán.
No faltó de nada, como era de esperar: cuando uno cumple cuarenta ya no se conforma con una fiesta de ganchitos al queso y fanta de naranja, y ahí estuvo al quite la organización, con sus platitos de jamón, sus empanadas, sus croquetitas y sus buenos vinos de la tierra. Que ya no somos críos, qué caramba. Llegué a la casa a tiempo, eché un vistazo a la sala del banquete, ponderé la calidad de la cena -que había de servirse fría, finger food, cubata en mano y ambiente de ese estilo- e inmediatamente vi el peligro: solicité la retirada de toda silla o asiento, pues ya se sabe que una silla vacía es más peligrosa para una fiesta que para un árbol un concejal de urbanismo. Pero no me hicieron ningún caso y así como se dice a veces que en el pecado está la penitencia, así las sillas potenciaron el efecto de nuestros años e hicieron de ellos a la vez motor y freno de la fiesta: antes del segundo cubata ya éramos varios los desaparecidos en las fauces insaciables de esos monstruos de lujuria que son los sofás a partir de las doce de la noche.
Liberado al fin, volví a casa con ganas de haber aprovechado la ocasión para una charla serena y personal con él: me hubiera gustado que me pasara el escáner y me dijera cómo están para mi las cosas, pero era su fiesta de cumpleaños y no iba a ser yo quien lo hurtara a los demás Tiene el hombre, ya digo, una capacidad de evaluación y diagnóstico que es una envidia vieja que yo le tengo. Porque, por mucho que haga cuarenta años que frecuente el trato conmigo mismo, yo no sería capaz de ofreceros un retrato ajustado sobre mí. ¡Con deciros que me parece dificilísimo rellenar uno de esos test de personalidad que salen de vez en cuando en el SuperPop! Lo cierto es que para las cosas de la vida soy como la madrastra de Blancanieves, que necesitaba que las verdades se las dijera un espejito. Hay opiniones que te tienen que llegar de fuera: que si te sienta mejor el pelo p’atrás o con flequillo, que si el pantalón ajustado o haciendo bolsas en el culo, y otras de este tipo. No puedo ir solo a comprarme una camisa porque nada más llegar a casa ya estoy queriendo devolverla, pues ¿cómo es posible que en la tienda me hubiera gustado tanto, con lo mal que me sienta?
Para las más profundas opiniones -aseguran nueve de cada diez dentistas- son necesarios años de sabiduría, experiencia y, a ser posible, trato con el paciente. Pero hay gente por ahí que, con sólo un par de encuentros, se lanza ya a leerte la cartilla. A mí me está pasando que hay quien, en un par de tête a tête, parece haberme calado a fondo. Es cierto, por decirlo todo, que yo me dejo radiografiar a gusto y espero el veredicto con la ansiedad de quien espera que le expliquen el final de 2001, una odisea del espacio y por qué es tan importante Ciudadano Kane. En una de esas, total, me han dicho que he perdido demasiado tiempo en mi vida y que podría haber hecho mucho más de lo que he hecho. Ítem más: que lo que pasa es que no tengo objetivo ni rumbo y que me paso la vida lamiéndome las heridas en vez de poner manos a la obra. Tate. Es una opinión difícil de digerir porque, en el fondo, todo eso ya lo sabía. Las verdades que duelen son como invitados molestos: llaman a la puerta y tú, sospechando que son ellos, ordenas al mayordomo decir que no estás porque has salido a visitar a un amigo que está enfermo. A mí siempre me han dicho que era yo el listo de la familia y tenía que hacer grandes cosas. Me dijo una vez mi padre “Tú puedes ser un número uno”, que fue su forma de decirme “Espero mucho de ti”. Podrá parecer tonta esa idea de “Ser un número uno”, incluso podría argumentarse -yo lo he intentado repetidamente, como para expulsar de mi conciencia este recuerdo- que se parece demasiado a esa tan americana de “Ser un triunfador” y “Ser un perdedor”, pero hay que reconocer que calan a fondo las cosas que te dice un padre moribundo: no se van por más que las sometas a crítica con agua caliente y jabonosa. Se agarran por dentro a las paredes de tu pensamiento y llenan zonas que intentas cuidadosamente no pisar, por si te saltan a la cara. Pero de vez en cuando llegan estos exploradores temerarios, te echan un vistazo, te trazan el mapa y te avisan de que tienes por ahí una habitación cerrada. Yo ya sabía que soy como los protagonistas de Casa tomada, que prefieren abandonar antes que enfrentarse con la realidad.
Lo pensaba yo el otro día, volviendo a casa con la tripa llena de cocacolas, canapés y bocadillos, pero sin haber comentado nada de todo esto con mi amigo. Si es que no aprendo, caramba.