viernes, 6 de junio de 2008

Por dentro y por fuera.
Yo, la verdad, soy como todos los demás. Quiero decir que no soy -salvo en el sentido en el que todos lo somos- una persona especial. Por fuera, normalito hasta el punto en que resulta más práctico, para hablar de mí a alguien que no me conozca, decir lo que no soy -y dejar que sean el tiempo y el roce los que se encarguen de darme a conocer-: no soy guapo, no soy fuerte, no soy rico y ni siquiera divertido. Me pregunto a veces por qué: por qué no soy especial, uno de esos en los que las mujeres se fijan y ante los cuales los hombres creen necesario aparentar más de lo que son. Uno, que tampoco es extrovertido, sueña con pasar dejando huella por mundanos salones y haciéndose hueco -para bien, en ambos casos- en las conversaciones de los demás. Pero ya, en el fondo y aunque lo diga, hace tiempo que no me quejo y me conformo con lo que soy y lo que no: son las cosas del cromosoma y ante eso no hay nada que hacer. Podría haber tenido un cromosoma más resultón, pero esto -qué le vamos a hacer- es lo que hay. Hubo un tiempo en que, al saber que el genoma es el mismo para todos, hombres y animales, y aprovechando el consuelo de esa maravillosa igualdad radical, me animaba a salir a la calle con la frente más alta, pero la idea -caprichos de la falta de autoestima- derivó, morbosamente, en hacerme más consciente de lo poco que me separaba, ¡ay!, de la mosca. Todo lo que me queda, atrapado en mis moléculas, es una fantasía en la que salgo a buscar el original de aquel primer cromosoma que, replicándose, replicándose, ha llegado hasta mis células y le digo, indignado, cuatro cositas bien dichas: “¿Qué te costaba, enano, poner un átomo más de esto por acá y uno menos de lo otro por allá? ¿Es que no tienes alma de artista?”.
Vamos a lo que sí tengo de especial. Lo malo -como era de esperar- es que hasta para ser especial soy bastante vulgar. Soy, por hablar en positivo, más resistente de lo que parezco, pues debéis saber que hice el Camino de Santiago, enterito, a pesar de las fuertes apuestas jugadas en mi contra. Pero, claro, también lo han hecho unas cuantas personas -y más-. He hecho un par de viajes, y los luzco en las conversaciones, pero la verdad es que nunca he salido de Europa, ni siquiera de los países en los que se puede ir con la VISA en el bolsillo. La última especialidad adquirida es, también, bastante común y poco glamourosa: parece ser que tengo intolerancia a la lactosa. ¡Con la de leche que he tomado yo en esta vida -tanta, que vacas ha habido, seguro, que han trabajado en exclusiva para mí-! Este hallazgo explicaría por qué, desde hace algunos años, el estómago es mi punto débil. No es novedad, para los que me conocéis, saber que me acompaña adonde voy, y bien que se hace de notar, pues no es humilde. No lo es, antes bien principesco, porque se anuncia con fanfarrias; musical porque estructura y da forma y sentido al tiempo que pasamos juntos; cultural porque allí sentado es donde más leo; e incluso diría que automóvil, porque funciona a base de explosiones (a dos y a cuatro tiempos).
Él tiene sentido del ritmo, yo no. Yo soy introvertido, él no. Considerad estas diferencias y os daréis cuenta de que, curiosamente, no se puede decir que yo, como organismo superior -y cómo le cuesta a mi modestia considerarme así- sea la suma de los órganos que me constituyen. Yo no bailo nunca, ni aún en la intimidad, pero mi estómago sabe distinguir perfectamente el adagietto del allegro molto. Mi corazón es incansable, pero yo soy un vago. El riñón me limpia la sangre, pero yo no limpio nunca. Mi cerebro es gris, pero yo también. Cada uno de los órganos que me constituyen, cada uno de esos proto-yoes, puede hacer lo que quiera y, a pesar de eso, salimos adelante. Soy como un estado federal en crisis que funciona por inercia.