domingo, 24 de agosto de 2008

Dos
Yo, aunque no lo parezca, soy muy ambicioso. Lo que ocurre -lo que os hace levantar la ceja e impide creerme- es que soy un pequeño ambicioso, vergonzante y poquita cosa, a quien le faltan las cualidades necesarias para ser uno de los grandes. Mi ambicioncita estaría condenada a la pena y al fracaso si no fuera porque es en sus pretensiones tan humilde como quien la persigue. Me explico: no es el poder; tampoco el dinero. La mía es el prestigio. El prestigio intelectual: sólo eso. No se trata de ser el más listo ni de pasar a la Historia como la figura cultural de mi tiempo. Tan solo pido alguna forma de reconocimiento social: no sé, un homenaje, una biografía o una placa en las calles de mi pueblo. Lleva toda la vida, esta ambición, gobernando mis asuntos y, como si fuera el perro del refrán, por ella ni hago ni dejo de hacer pues lo mismo me empuja que me retiene, mandándome hacer unas y deshacer otras, de forma que ni estas ni aquellas veces consigo ni descanso. Tan compañeros somos que sé reconocerla aunque se disfrace -pues adopta formas distintas con los años- y me acompañe al cole, a la universidad o a los trabajos más humillantes. De niño se conformaba con tenerme por el primero de la clase y a ratos -con permiso de Marcelino- lo conseguía. Después, de adolescente se hizo romántica y quiso verme gran prosista. Poeta no, pues estaba segura de que todos los adolescentes alguna vez habían hecho versos y no iba ser ella como las demás. De cualquier modo -pues es cruz de mi ambición tenerme a medias con la pereza-, todas las prosas que escribí caben en una servilleta de papel. Más adelante, curada de adolescencias, se vino a la universidad y quiso para mí, para empezar, las mejores notas y las más grandes alabanzas para convertirme enseguida, recién licenciado, en el más brillante de los jóvenes profesores. Pero, en eso, los dominicales de los periódicos pusieron de moda la restauración (lo mismo que a veces ponen de moda los hoteles pequeños o las playas de Cantabria) y Pepa, Sole, Mariano y Rosa quisieron intentarlo. A mi ambición también le pasa que es muy veleta, como se puede ver, y aún hoy me pregunto qué vientos la pusieron a girar.
Pero entonces no quise comprobarlos y viajé a Florencia. Y nada más llegar, a la primera ragazza que se me puso a tiro pregunté: “Comme sei?”. Me corrigió, ofendida: “Comme stai!”, se rió y me dejó plantado. Aparte de este chasco -inicial y definitivo- el resto del tiempo lo pasé en visitar escuelas de restauración. En el país del arte, pensaba, habrán de ser las mejores del mundo. Y si molaba ser restaurador, ¿acaso no me correspondía -a mí- ser alumno de la mejor de todas? Allá se fueran los otros a Madrid, que yo, a Florencia. “Pero” -estaréis pensando- “y ¿por qué no Roma?”. Porque Roma es mucho más grande que mi ambición y mucho más pequeña que mi miedo. Florencia me pareció una ciudad acogedora. Se dirá que es amor de nativo, pero juro que no me pareció tan distinta de la mía. No tenemos ninguna de sus postales -lo reconozco-, y sé que la más pequeña de sus iglesias sería la joya entre las nuestras, pero era el cielo lo que yo miraba, paseando; el cielo tal como mi abuelo me enseñó a mirar cuando me llevaba cogido de la mano y me hacía levantar la vista: un cielo que no es solamente una distancia hueca sino un fondo vivo, una presencia tensa y vibrante, un ser transparente, luminoso y gigantesco que nacía a nuestros pies, se colaba entre las casas, desaparecía tras ellas y luego se elevaba, dejándonos allá abajo, inmóviles, y que luego se inclinaba para mirarnos -figuritas de la maqueta que él mismo, desplegándose, disponía. Lo mirábamos con el respeto con el que se mira a un creador, pues Valencia era, decía, creación suya. Y luego me llevaba a merendar. No por los edificios ni las estatuas, sino porque volví a encontrar allí esa presencia, ese ser vivo por encima de las calles, en Florencia me sentía como en casa. El de Roma sería -imaginaba- más sucio, más exigente, un cielo competitivo que no daría tregua a gente como yo.
Y mientras el conserje me explicaba -no mucho más que lo que pone en el folleto-, yo seguía con la vista a los estudiantes que pasaban junto a mí y les atribuía misteriosos conocimientos que sólo se adquirirían en los talleres de aquel palacio florentino. Los veía circular por el pasillo e imaginaba que llevaban entre manos no el tarro de vidrio lleno de aguarrás -maloliente, prosaico, sucio- que en realidad llevaban sino quién sabe qué objeto artístico exquisito salvado de la muerte, qué realidad tangible entre sus manos -y no las diapositivas proyectadas en la pared en que consistía todo el arte que yo había visto hasta el momento. Imaginaba que sólo por eso -por tocar- sabían cosas que en los libros no se pueden encontrar y que yo sería pronto uno de ellos, miembro de aquella escogida sociedad. Fue este un sueño descortés con el conserje al que no escuchaba, pero delicioso para mi ambición, pues con él se sintió plenamente satisfecha. Menudo festín de prestigio para ella: formarme yo en el extranjero, con lo que eso viste. El encanto no está en los estudios en sí mismos, sino en el volver a casa -digamos por Navidad- a pasar unos días de descanso, y en que la madre de uno lo vaya contando a las amigas. Siempre ha tenido un encanto especial, para mí, eso de formarse en el extranjero. Con gusto hubiera sido inglés si con ello hubiera podido ir a una de sus universidades, de esas góticas con club de remo, uniformes para la cena y tutor que te recibe en el despacho. Información llegué a pedir, no creáis, y pasar muchas horas leyendo los folletos. Por llegar, llegué incluso a pedirme una traducción jurada de mis notas y un aval bancario diciendo que podría, en un momento dado, mantenerme en una de ellas sin recurrir a actos delictivos. Luego, claro, no estuve en ninguna. Pero, en fin: si no era eso, tampoco estaba mal hacerse restaurador en Italia. Y seguí recorriendo palazzos y academias.

sábado, 9 de agosto de 2008

Uno
Pasé muchos años pensando que sólo los soberbios llevaban gafas de sol, pues alguien que te habla con ellas puestas está diciendo que no te considera digno su trato y que si lo hace es porque lo necesita o, si acaso, por concederte su gracia, pero no tanta que merezcas el alzamiento de la muralla que levanta con sus cristales entre tus ojos y los suyos. Aunque más tarde comprobé que, además, también sirven para protegerse la vista, semejante idea me vino de ver cómo mis compañeros de bachillerato las utilizaban para reconocerse entre sí del mismo modo en que dos espías se exigen la contraseña antes de intercambiarse los secretos. No era raro verlos conversar sin quitárselas, y era claro que las gafas de sol -siempre que fueran de la marca adecuada- eran como la etiqueta del pantalón y la de la camisa: la cuota que se exige para pertenecer al club. Era por la impresión de aquel sitio y de aquella gente -aunque no de todos, pues también había quien protestaba, diciéndome: “Yo he visto llevar gafas de sol a las doce de la noche”- por lo que me negué a tener unas de esas: por no parecerme a ellos. Pero el sol parecía más intenso cada verano y acabé por convencerme de que no era culpa de las gafas, sino del uso que se hace de ellas: y quise ser de los que las llevan. Por eso, años después, yo también tenía unas y caminaba, sonriendo, por la calle con Vicente mientras Pepa, con las suyas puestas, ya nos esperaba sentada en la terraza del bar al que todos debíamos acudir. No apartaba su vista de nosotros y pensé que eran nuestras gafas las que le habían hecho gracia, pero no porque andando el uno junto al otro, vestidos iguales y de figura parecida, con las gafas pareciéramos una caricatura de los tipos que después todos, gracias al cine, identificaríamos como hombres de negro, sino porque, siendo él y yo dos notorios empollones, temí que -teniendo aún en la cabeza la conexión entre gafas de sol y pijos del cole- ella nos encontrara tan ridículos como quien, desconociendo las costumbres de un grupo al que no pertenece, pero del que se muere por formar parte, se presenta en la fiesta vestido de traje y corbata cuando todos los demás -que por naturaleza pertenecen al grupo- llevan vaqueros y camisa suelta, sin corbata. Ella nos estaba esperando, así que, al fin y al cabo, nada tenía de raro que nos mirara; pero es una de las características del complejo de empollón creerse inútil para las cosas mundanas -saber vestir, contar chistes, bailar- y sufrir por ello tanto como por el miedo al ridículo si alguna vez intenta cambiar de hábitos. Todo eso y también que ella me gustara hicieron que ya antes de llegar me las quitara, las guardara en un bolsillo y no volviera a ponérmelas en todo el día.
Vino Cristina, vino Mariano, vinieron Mar y otro Vicente, Cristóbal y Vidal. En la ficción de ser aún estudiantes, acogiéndonos a la idea de que los cursos terminan en septiembre y el verano, aunque uno lo haya aprobado todo, forma parte del curso académico, nos juntábamos en las terrazas a tomar café como si no estuviera cerca, esperando a recibirnos -con los brazos cerrados- el mercado laboral. Nos daba miedo y preferíamos no mirarlo a la cara: éramos como soldados que se entrenan para ir a la guerra, pero que en el campamento de instrucción, por mucho que sepan lo que les espera, viven, sonríen y bromean como si el momento de entrar en combate fuera una amenaza que nunca se hará realidad. Todos sabíamos que Pepa quería ser restauradora de arte, y el Vicente que había llegado conmigo sería, andando el tiempo, profesor de la universidad. En aquel momento -seguramente- ya daba los primeros pasos en esa dirección. Los demás, no se sabía: pero no se hablaba de ello y pedíamos café.