sábado, 20 de diciembre de 2008

Apatrullando el interior, año 2, nº 7


Hola. “El frío y la crisis han llegado a la galaxia.
Los valores y el mercurio viajan de la mano y han traído a este planeta los rigores de la estafa y del termómetro. Quién lo hubiera dicho, en este planeta gigante y gaseoso en el que vender humo no es delito sino industria nacional. Pero van quebrando las empresas saturninas a la vez que cae la nieve y las colas del INEM -proporcionales, como la nariz de Pinocho, a la magnitud de la mentira- son un poco más largas cada día”.

Pero hasta aquí puedo leer. Lo que seguía, en mi primera idea, era decir que en el zoo teníamos, por el paro, más visitantes que nunca: con eso hubiera hecho referencia a que vienen más alumnos a la escuela desde que ha llegado esta cosa de la crisis. Pero como el reírse de las desgracias ajenas nunca ha sido de buen gusto, sobre la marcha cambio de objetivo y decido contaros algunas cosas sobre el frío, que también es hoy tema de portada. Estoy en una casa -vamos allá- en la que tener nevera es gasto inútil, y con eso lo digo todo. La mantengo por costumbre y porque me gusta tener pescado congelado. Soy como el tipo del anuncio de Gas Natural, y tanto nos parecemos que hasta me he comprado unos calzoncillos largos como los que usaba Michael Landon en La casa de la pradera. Más aún: los compré para dormir y ahora me los pongo para ir a todas partes. No son de felpa, lo confieso -ni tienen ventanita en el culete-, sino de un tejido negro muy finito que se pega bien al cuerpo y que le dan a uno una imagen a lo Tom Cruise en Misión Imposible I y hasta II. Sólo con eso bastaría para venderlas como rosquillas, pero si estudia uno el envase se da cuenta de que el fabricante no confía en los espejos -y menos en la vanidosa imaginación del comprador- y se ha embarcado en toda una campaña para hacernos creer que es guay llevar sus calzoncillos. ¿En qué se le nota la intención? Pues en que en la caja no pone calzoncillo largo -carpetovetónica denominación- sino prenda térmica y viene impresa -la caja, no la prenda- con fotos de personas que lo pasan bien haciendo deporte. Y yo digo que bastaría con el frío para hacerles propaganda -como para darle un palo a Bonaparte-: tanto es el que hace aquí en Villena.

Me dijo una conocida madrileña que jamás había pasado tanto frío como en su primer invierno en Valencia, y que eso no era cosa del termómetro sino de la costumbre: la que teníamos los valencianos de no poner calefacción en casa. “Total, -decíamos- ¡para dos meses al año que hace frío!”. Y en esos dos meses casi coge mi amiga una pulmonía. Pues eso mismo deben de pensar aún los de Villena, pues, total, ¡para seis meses al año que hace frío! Pero el de aquí, como dijo alguien, llega a “estalactitar”, palabra imposible que a mí -ya veis- me gusta. Y así estoy, con dos estufas eléctricas que trabajando a pleno rendimiento no consiguen calentar la casa. Aunque no lleguen más que a mantener el frío a raya, estoy seguro de que bien las hubiera querido el bueno de Jonathan para la suya en la pradera.

Tendré, por cierto, que repasar mi ensoñación porque no recuerdo si también las tenía nuestro habitáculo en el zoo. No sabeis lo que refrescan las noches de saturno. Lo que sí recuerdo es que soñé que, indolentemente tumbado en el suelo, después de ingerir el rancho, me quedaba mirando a los saturninos pasear y me preguntaba si habrían venido para distraer la crisis y si llevarían, también ellos, calzoncillos largos. Y eso, señor fabricante de los mismos, sí que hubiera sido una propaganda chula: "Los llevaban los Ingalls y los llevan los marcianos".

Besos y abrazos.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Apatrullando el interior, año 2, nº 6


Hola. Os contaba en la segunda entrega de Apatrullando, año 2, que una vez me dio por imaginar que me encontraba secuestrado por extraterrestres y depositado en un zoo fabuloso y espacial en alguna galaxia muy lejana, que mis compañeros de trabajo habían corrido la misma suerte y que los naturalistas de aquel lugar nos habían montado un pequeño ecosistema terrícola para que nos sintiéramos como en casa. Lo recordáis, ¿verdad? Os decía también que el ecosistema más apropiado para mostrar tal cual es al Homo Sapiens sería -en mi opinión- la oficina, el taller o como quiera que se llame el lugar en que trabaje cada uno. Hasta aquí, nada nuevo. Pero -esto lo es- imaginé además que ellos, mal documentados, nos habían montado un espacio propio tan agradable y majo que ningún visitante de la Tierra que lo viera, si pudiera, lo tomaría nunca -ni jarto de vino- por taller, despacho u oficina. Reconozco que a veces me dejo arrastrar por la imaginación. ¡Oh, poderosa tú entre las potencias del intelecto: déjame libre por un instante para contar a esta buena gente cómo es de verdad -más o menos- el lugar en que trabajo!

Estamos en un espacio francamente rectangular, de tantos metros de ancho por tantos de largo, atravesado en sentido longitudinal por un pasillo -una ele paticorta- desde el cual se accede a diferentes habitaciones, la mayoría utilizadas como aulas y unas pocas como sala de profesores, despacho y biblioteca. Además, hay una garita de conserje que, por las cosas de la vida, no está junto a la puerta -como debiera- sino instalada lo más lejos de ella que se ha podido. Uno entra en nuestra escuela y se encuentra, sin más, en el principio de un largo pasillo de paredes ocres, tubos fluorescentes y puertas de color indefinido. Desde allí también se ve, al final, una especie de mampara de baño blanca que no es un baño -claro- sino la garita del conserje. Al llegar a ella tiene uno dos opciones: o girar a la derecha (primera), con lo que se encontraría con una pequeña prolongación del pasillo -el rabito corto de la ele- a la que se abren despacho de dirección y biblioteca, o girar a la izquierda (segunda), y entonces se daría un golpe contra un panel de madera blanca que alguien ha puesto ahí para separar nuestra escuela del colegio que hay debajo. Eso es porque estamos de prestado en el primer piso de un colegio de primaria.

La sala de profesores no es muy grande y la tenemos abarrotada de libros y papeles. Las estanterías ya no dan más de sí y la avalancha se nos come hasta la mesa. Tenemos también unas cortinas de tiras verticales que nos dan alegría y mucho alivio porque las ventanas de ese lado dan al oeste y el sol ahí golpea de lo lindo, y más cuanto que no hay nada delante que haga sombra: gentilmente, Villena se hace a un lado y nos ofrece buenas vistas de La Mancha. Las puestas de sol son, casi siempre, espectaculares. Por la noche queda encendida en el centro del pasillo una luz blanca muy potente: la de la máquina de chocolatinas. Ya os dije un día que no tenemos bar porque los cuatro gatos que somos no constituimos -se comprende- un mercado apetecible. Pero al final, como todo tiene su lado bueno, por la carencia uno termina llevando fruta para merendar. Junto a esta máquina hay otra de café, pero a nosotros, a los profes, nos han puesto una mejor y más pequeña de la que también -estoy seguro- os habré hablado antes.

Estos es, pues, mi espacio cotidiano. Otro día os diré -ya que insistís- cómo es la biblioteca y os contaré algunas cosas de mis compañeros. Pero dejo por el momento tan espinoso tema y os diré lo que, si volviese a vivir el sueño que os contaba, encontraría un visitante del zoo en el folleto informativo: “Contemple al Homo Sapiens en su entorno. Vea el lugar en que trabaja y vive. Vea cómo pierde el tiempo en una actividad tan incesante como improductiva. Acérquese a nuestra instalación y compruebe que no le falta detalle: su funcionario incompetente, su alumno maleducado, su máquina de fotocopias recién estropeada. Lunes cerrado”.

Pues eso.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Un post (fracasado) de amor.



Siendo el mío uno entre un millón
, ¿cómo iba yo a pensar que llamaría la atención -mi blog, tan humilde y poca cosa-, que alguien querría salir en él, que un día me hicieran un encargo? Pero ha ocurrido. Sí: me han hecho un encargo y yo tampoco lo entiendo. Pero -diréis conmigo-, ¿por qué? ¿Querrá, quien haya sido, hacerse famoso? Pero, alma cándida -responderemos juntos-: ¡con la poca gente que nos visita y menos aún nos deja comentarios! O ¿será que quiere, como el misterioso cliente de Mozart, hacerse (como mecenas, ya que no como artista) su hueco discreto en la Historia? ¡Pero, hombre de Dios! -le diremos-, ¿tú nos has leído bien? ¿Quién es el aprendiz de broker literario que te aconseja? Mira que a nosotros la literatura no nos sale, y que nos hace lo mismo que el amor en la canción aquella, cuando le yamas y echa a corré. Mira -terminaremos diciéndole- que hay sitios mejores en que pedir que te hagan un escrito. En fin, que no sé si será porque el mundo anda en crisis, pero el caso es que -ya digo- me hicieron un encargo el otro día y, como dijo aquel, en mi vida me he visto en tal aprieto.


Total, que me reclaman -nada menos- un post de amor. Estoy un poco nervioso porque eso del amor es un tema muy difícil de tratar y espantosamente imposible de definir, y me imagino estar yendo derechito a la catástrofe, pues ya han fracasado en el empeño muchos que eran mejores que yo. Pero, visto que no había manera de rechazar el trabajo, y buscando la manera de sobrevivir -o, cuando menos, de morir con dignidad-, fue mi primera intención recurrir al corta y pega que tan buenos resultados da a mis alumnos de la ESO. Pero hube de dejarlo porque no me parecía que mi cliente -la Jose, mi novia- fuera a creerse que sea mío aquello de quien lo probó lo sabe ni aquello otro de polvo serán, mas polvo enamorado; tampoco estaba seguro de que fuera a sentirse satisfecha si la llamaba llir entre cards o plena de seny; y mucho menos si me arrancaba con lo de me gustas cuando callas. Esta última -por cierto- es peligrosísima y muy buen poeta hay que ser para que la chica no se enfade. Aún así, estoy seguro de que al poeta original le valió una bofetada o cuanto menos una cara larga: ¡mira que hacer un poema para pedirle a su novia que se calle! ¡Estos artistas!


Como parecía que la cosa lo que pide es un poema -es lo suyo, ¿no?, tratándose de amor- y por seguir buscando ayuda, quise pedirle consejo a mi amigo Quique -estoy en sus listas de correo, vosotros no-, que es poeta laureado y sale en el Cervantes virtual, pero recordé que esta del soneto amoroso no es, precisamente, su especialidad, y que no sé yo, de todos modos, si iba ella a sentirse satisfecha si le hablaba de sus aortas azules y de los ciento cincuenta millones. ¿De qué? No lo sé, pero si fueran de euros podría, por lo menos, encargar el trabajo a un poeta pobre -que haberlos, haylos-, amoroso, inteligible y a la venta.


Como es un mundo extraño la poesía para mí, y si no es copiando no soy nadie, al final deseché la idea del soneto y busqué algo más prosaico. Eso, en realidad, tampoco ayuda a quien no tiene talento y aquí sigo, solo ante el peligro. No hago más que darle vueltas al pliego de condiciones -debo incluir en el escrito: guapa (que lo es), lista (más que yo), simpàtica (sus amistades lo prueban), atractiva (sí señor, en invierno y en verano), treballadora (infatigable: me canso sólo de ver su horario)- a ver si jugando con las palabras -decidida (a veces impulsiva), valenta (a veces temeraria), graciosa (con las palabras y los gestos), cuina molt bé (¿estaba esto en la lista?: tendré que repasarla)-, poniéndolas en este orden y luego en aquel otro -amable (siempre), pràctica (a veces implacable), enèrgica (explosiva, más bien; ¿de dónde saca la energía?)- resulta que ellas mismas me dan la solución. Pero no hay manera ni talento y las musas, como en la otra canción y siempre, han pasao de mí. No me asusta, lo confieso, reconocerme incapaz de escribir algo que esté a la altura -pues la suya es mucha y uno tiene sus limitaciones-, sino que crea que no tengo nada que decirle y nos llevemos por eso un disgusto ella y otro yo, pues es cierto que la vull molt, pero también que es tufa perque no sóc molt romàntic. Pero, cuando más nervioso estoy por eso, voy, repaso la lista y encuentro que ella no s’enfada mai y entonces doy las gracias porque no tengo que inventar y esto, como todo lo demás que hay en la lista, es rigurosamente cierto.
Doy fe.

sábado, 8 de noviembre de 2008

Apatrullando el interior, año 2, nº 5

H
ola. Esto es lo que os diría si, por aburrimiento, volviese a imaginar ese zoo fabuloso y espacial del que os hablé en la segunda entrega del Apatrullando, año 2:

“Nostálgicos saludos a la Tierra. ¿Cómo va eso? ¿Se está arreglando lo del cambio climático? ¿Quién ha ganado? ¿Obama o McCain? Es que aquí no se coge la tele terrícola. Aunque, total, como tampoco nos han puesto una, ¿para qué preocuparse? Atrapados en el ecosistema casi terrestre y chiquitín que nos han montado aquí, lo suyo es adaptarse -dejarse de nostalgias- a esta etapa nueva y extraña de la vida. Digo casi porque, aunque en general se parece bastante a la Tierra de verdad, hay una extraña planta en el centro que la veo yo muy rara y me da muy mala espina. No sé si es algo típico de los parques zoológicos de esta galaxia o es que el servicio de documentación ha metido la pata o el tentáculo o lo que sea que meta este tipo de seres. Tampoco es eso lo que más me preocupa. Es de suponer que la convivencia sea lo más difícil de llevar pues -imagino que esa era la intención- la muestra reunida es de lo más variado: la gente muy distinta se lleva muy bien o se lleva muy mal. Espero que la idea no sea que nos devoremos los unos a los otros como si esto fuera una pecera y nosotros peces de colores. Imagino que no, pues parece ser que pagan entrada para vernos. Somos, más que un catálogo, todo un espectáculo: entre nosotros gente que está de vuelta de , nudistas, masones y curanderos; músicos, paracaidistas y novatos; entusiastas, currantes y ateos militantes; vagos, deportistas y frailes exclaustrados, y todo esto tras una ojeada primera y somera. Tiempo tendré -me temo- para afinar y completar la lista”.

Me pregunto qué papel tendrían en el sueño -de seguir con él- las autoridades educativas. ¿Habrá en las galaxias una Conselleria d’Educació? ¿Cómo podría incluirla en este cuento? Como hasta en el espacio sideral ha de haber autoridades, podría hacer que conselleiros e inspectores fueran autoridades de nuestro zoo. Así, por ejemplo, los rótulos indicadores podrían estar en tres idiomas, pues se les habría metido en la cabeza -o lo que les sirva para pensar- que lo más importante, aquí y en la constelación de Orión, es dominar tres lenguas diferentes y que los niños, o lo que sea que nos visite, puedan entenderse con sus amiguitos de todos los rincones del universo. El otro día, sin ir más lejos, comunicaba la Conselleria -la nuestra, la terrícola- que tenía a bien cambiar la estructura y contenidos de determinados exámenes de acceso que se preparan en escuelas como la nuestra. No es que no puedan hacerlo (que para eso mandan), pero no se comprende que cambien estas cosas una vez el curso ha comenzado y los alumnos están matriculados, el material comprado y los horarios hechos:

“El otro día, a eso de las nueve (hora española) las autoridades de esta institución enviaron un mensaje. La comunicación interna -aprovecho para contároslo- se hace por telepatía trilingüe, un sistema puntero y de gran innovación que a este zoo lo ha puesto, como siempre, a la vanguardia del universo y en boca de todos los habitantes de la galaxia. Estamos todos muy orgullosos de estar, por fin, en los mapas estelares, aunque a nosotros, por ahora, los mensajes nos los tengan que traducir. Decía el mensaje -volviendo al tema- que a partir de ese momento debían los bichos u habitantes de cada ecosistema repartirse el espacio de cierta manera concreta, con indicaciones muy precisas de tamaños de habitáculo, distancia entre ellos, animales por cada uno y otras cosas así. Lo malo es que ya nos habíamos, motu proprio, organizado el cotarro y repartido el sitio, pensando más -todo hay que decirlo- en nuestra comodidad que en el servicio al usuario. Ahora no sabemos si desobedecer o deshacer, pues tampoco cómo se las gastan los guardianes de este sitio. Mientras tanto, y por si acaso, nos vigilamos mutuamente y defendemos nuestro espacio”.

Y esto es lo que os diría. Muchos recuerdos y a ver si un día os explico qué significa el “¡Acho pó!”, villenerísima expresión. Au.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Tres.
Bush, Gorbachov y yo vinimos a llegar a Madrid al mismo tiempo, y la ciudad se llenó de policías, periodistas y soldados. Son esas casualidades que tiene la Historia. Los periódicos extranjeros enseñaban, con dibujos y con fotos, el lugar en que se reunían rusos y americanos con árabes e israelíes, pero lo callaban todo al respecto del palacete -antigua sede de la Presidencia del Gobierno-, a sólo unos metros del palacio grande, en el que a mí me enseñaban a ser restaurador. Son las injusticias del periodismo y así se generan los enigmas de la Historia.

Venían personajes importantes y por las calles circulaban las tanquetas. Veía uno policía en todas partes y no sabía si era por miedo a nosotros, los de fuera, o a que los invitados se pegaran entre ellos. En cualquier caso -justo es reconocerlo-, nada como el ejército en las calles para dar relevancia a un día que hubiera sido, si no, uno más del calendario. Eso, y los curiosos que se juntan en la calle por si sale un personaje grande y le pueden saludar. Pero todo personaje histórico que se precie sabe cuándo es el momento de dejarse ver y cuándo el de pasar deprisa por delante de su público y detrás de los cristales tintados de su coche, y esta de Madrid vino a ser una de esas ocasiones: Bush y Gorbachov, reunidos en palacio, podrían no saber si llegarían a un acuerdo, pero sí que saldrían por la puerta de atrás, de tapadillo, rodando rápido por las calles de Madrid. Y nosotros, los de fuera -infelices-, esperábamos verlos pasar, quizá andando por la plaza. Nos entreteníamos la espera buscando a los tiradores que seguramente andarían escondidos por todos los tejados. Cuando alguien descubría uno, lo señalaba y lo añadíamos a la cuenta, y considerábamos con admiración tanto despliegue de hombres y de armas. Quizá, si hubiéramos estado más acostumbrados a presenciar acontecimientos históricos, podríamos haber imaginado que se trataba, ante todo, de seguridad y no de encuentros amistosos, y así no nos hubiera sorprendido que todo quedara en cuatro o cinco coches negros con ventanillas de vidrio tintado que pasaron, rapidito, por delante. Pero a nosotros los curiosos todo eso nos da igual. Lo mismo es: nos parecía haberlos visto y ya con eso nos volvíamos satisfechos a lo nuestro.

Por todas partes encontraba maravillas: un actor secundario de la tele, un edificio que salía en los billetes; gente, en el metro, que bajaba en su estación sin levantar la vista del libro que leía, ¡sin equivocarse! -al bajar, no al leer-; gente que corría por las calles, señoras en mercedes conducido por un chofer, cuartetos de cuerda en las esquinas, hindúes con turbante, tapas de bacalao... Una Constantinopla, en fin, de misterios y prodigios. Y ya nunca me acordaba de Florencia ni falta que me hacía, sólo de pensar que, de haberme quedado en casa, en Valencia, nunca habría podido ser testigo de tantos hechos ni espectador de tantas cosas. Feliz por saber que había hecho lo correcto, volvía a la academia, entraba en el taller, y ya está. No hace falta nada más para olvidar una ilusión: basta una nueva para dejar de luchar por la anterior.

viernes, 31 de octubre de 2008

Apatrullando el interior, año 2, nº 4.

Pongamos que, al final, hayamos sido nosotros -mis compañeros de trabajo y yo- los abducidos para integrar ese zoo intergaláctico del que os hablaba el otro día. Iba a resultar entonces que los visitantes se iban a quedar decepcionados, si es que venían a vernos atraídos por la fama de follonero que en toda la galaxia debe de tener el homo sapiens. Por el momento, creedlo, reina la paz entre nosotros. Cierto que frágil, después de un rifirrafe que tuvimos al principio -al vernos irremediablemente secuestrados-, pero paz al fin y al cabo. Podría ser -quién sabe- una de esas paces duraderas a pesar de su fragilidad, lo mismo que hay malas saludes de las que se dice que son de hierro, aunque me temo que esta no habrá de durar mucho.

No seré yo quien la rompa, pues bastante tengo con haber sido abducido y verme aquí tan lejos, separado de los míos y sirviendo de entretenimiento a familias de marcianos; pero temo mucho que el mismo desacuerdo del principio vuelva pronto a plantearse. El tema es gordo. Imaginad que, en el culmen de la discusión, en un arranque de furor incontenible, el líder del desvalido grupo humano que así se ve atrapado llegó a decirnos que, de seguir así las cosas, nos obligaría a cumplir nuestro horario de trabajo. “Entonces será el llorar y el rechinar de dientes” parecía profetizar su voz, y nos vimos todos sufriendo las penas del infierno. ¡Cumplir nuestro horario de trabajo! ¡El Señor nos asista! Y por lo abierto de los ojos espantados, lo erizado del vellumen y el clamor de las gargantas (“No, hombre, tampoco hay que ponerse así”) se supo que la tribu cumpliría desde entonces el mandato.


Es que vosotros no sabéis el susto. Imaginad estar ahí afuera, expuestos a la mirada de los visitantes -tan extraños a sus ojos como ellos a los nuestros- todas las horas que nos toca. Supongo que esta pequeña trampita que hacemos los humanos funciona porque la dirección del zoo no pone mucho empeño en vigilar. Aunque quizá -barrunto yo, científicos ellos- es eso lo que del homo sapiens quieren, esa capacidad de escaqueo que, imagino, debe de ser el principal secreto de su éxito evolutivo. Porque los de la jaula de al lado -venusianos, por la pinta-, que los veo yo desde la nuestra, digo, por ejemplo, se pasan el día entero ahí expuestos a la mirada de los curiosos, desde que abre el zoo hasta que cierra. Encomiable será, no digo yo que no, pero menudo rollo. Y no creáis que por eso reciben más comida que nosotros, qué va. Esa es otra razón por la que empiezo a pensar que el escaqueo y el follón es lo que esperan de nosotros los que fueron a la Tierra a la caza de ejemplares. Porque si es eso lo que buscan, hay que reconocer que han acertado, y no sé si ha sido cuestión de suerte o es que tenían un buen guía, porque nosotros, la verdad, somos unos ejemplares muy poco ejemplares, y así seremos mientras no nos digan nada los de arriba. Así parece que vamos a estar: ahora sales tú y luego salgo yo, que, total, para cuatro marcianos de mierda que nos visitan, tampoco nos vamos a agobiar. Lo malo -de ahí el follón- que parecería que no todos salimos las mismas horas. Pero eso es otra historia.

Saludos interestelares y enjaulados.

miércoles, 22 de octubre de 2008


Antes de tener yo mi propia novia, solía observar con mezcla de envidia y equilibrio la relación que mantenían mis amigos con las suyas y -lo confieso- cierto aderezo de superioridad, pues me veía incapaz de cometer los mismos errores -aunque algunos de ellos gruesos, ahora llamémosles torpezas, por no herir- que les veía cometer a ellos y que ellas venían después a confirmarme, enamoradas, indignadas y siempre alegres de encontrar, rara avis, un hombre -yo- que aún inequívocamente siéndolo prefería tomarse con ellas un café a pasar la tarde leyendo el Marca; un hombre que, por el contrario, sabría llevarles una flor, soltarles un piropo y ponerse guapo para salir con ellas; que les dejaría conducir, que las acompañaría a ver películas de amor y que nunca les obligaría -como uno que yo sé- a ponerse al día en capítulos de Los Simpson, cine iraní y españolas de los ochenta. Imaginaba en mí virtudes noviazguiles y tesoros de comportamiento cuya magnitud -de haberse sabido, de no haber tenido yo la delicadeza de disimular- hubiera hecho temblar parejas y puesto en entredicho relaciones.

“¡Cómo nos desconocemos!”, que dijo el otro. Porque es hacerse con una novia y -como si fueran hombres pancarta que tropiezan contigo en las aceras, expuestos sobre sí cada uno en letras grandes, como si fueran el cobrador del frac que a tu espalda va anunciándolos en voz alta- tus defectos, oye, como agentes de la Guardia Civil que te dan el alto en el camino, van restando cada día puntos de tu recién estrenado carné de novio. Y no es lo más humillante descubrir que los tienes, sino que son los mismos que los de todo el mundo, que el diamante en bruto que creías ser tenía más de bruto que de diamante; que yo también olvido aniversarios y salgo de casa sin peinar; que tampoco digo piropos, me afeito los pelos de la nariz ni me gusta ir a comprar ropa; que no abandono raudo y veloz cuanto esté haciendo si ella me llama y me dice que -cariño- estoy malita. ¿Queréis más? Que nunca digo claramente lo que quiero -ni lo que pienso, y ella lo debe adivinar-, que no me implico en sus proyectos, que me enfado por detalles sin importancia, que a veces añoro los tiempos en que, lo confieso, también yo iba al cine a ver películas iraníes. Y ahora -ya veréis cuando se entere- estoy escribiendo esto en vez de poemas de amor. Pero es que yo no sé escribir poemas de amor ni de ninguna otra cuestión, ni nunca -este es el defecto, quizá- pensé que fuera a hacerme falta. No acierto con los regalos, detesto ir a las bodas, en las fiestas nunca bailo, y hablo despacio y encima me repito. Así pues, ¿con qué cara me presento ahora ante ellos -mis amigos- y les digo “Muchachos: perdonadme. Erais personas estupendas, no teníais tantos defectos ni yo tantas virtudes. Haced el favor de acogerme de nuevo en vuestras vidas”?

viernes, 17 de octubre de 2008

Apatrullando el interior, año 2, nº 3

Este año nos han comprado una cafetera de las que van con cápsulas y la han puesto en la sala de profesores, ese lugar cuya puerta jamás crucé de alumno, reverente como el griego medio -y clásico- que no pasa de las del oráculo de Delfos y asustado de verme cerca como asustados debieron de sentirse -es de suponer- los pastorcillos de Fátima, el ranchero de Roswell y testigos variados de demás epifanías. Ahora que soy profe y he catado ya bastantes salas nuestras, puedo decir que esto de la cafetera es una gran idea, porque la sala se vuelve, con el olorcillo del café, algo más acogedora. Ya digo que he visto otras y he salido indemne: estuve en una, por poner un ejemplo, tan grande que tenía sofás en los que podía uno simular que atendía a la reunión y hasta, si se ponía en la posición adecuada y contando con la solidaridad del compañero, cerrar los ojos por un rato. ¡Qué magníficos compañeros aquellos! Y ¡qué reuniones! Otra en la que estuve había sido cocina, y allí estaban aún las pilas como testimonio. Pero al menos quedaba también la nevera. Recuerdo otra igualmente pequeña pero que tenía, pared con pared, el bar estupendo que llevaban Manolo y Charo, que sería un bar de instituto, sí, pero podría hacerle sombra a cualquier otro más famoso que queráis decirme. Aún recuerdo las patatas rellenas. En fin. Lo malo -por volver a lo que iba- de esta sala nuestra, la de ahora, es que además de pequeña no tiene intimidad, sofá ni bar, y el que quiere comer algo o se lo trae de casa o le echa una moneda a la máquina del Kit-Kat. Tiene de bueno esta carencia que, si uno es responsable, se trae algo de fruta y come bien. Pero cuando el hambre aprieta a las nueve de la noche, y aún queda hora y media de trabajo, un kiwi es un placer tan breve e insatisfactorio como una eyaculación precoz. Yo me llevo, por eso, el bocadillo de jamón y al volver a casa ya ni ceno.

Intimidad ya digo que tampoco tiene, porque en la escuela de adultos nadie le tiene miedo al profe y todos entran y salen de ella -de la sala- con tanta alegría que hemos tenido que decir que no se entra, que es el lugar que tenemos para descansar y comernos el bocadillo con un poco de tranquilidad. Pero entran igual: meten alegremente el cuerpo y dicen “¡Achoo!”, expresión popular sobre cuyo significado en castellano tengo ciertas dudas, pues me parece que tanto podría significar un “Buenos días” medianamente formal, utilizable en gran variedad de situaciones -saludar a un conocido por la calle, solicitar al profesor una revisión de examen- como un agrio “Mal rayo te parta”, utilizable, asimismo, en gran variedad de situaciones -saludar a un conocido por la calle, solicitar al profesor una revisión de examen-. No he pasado -y nunca pasaré- en este pueblo el tiempo suficiente, pues me temo que el correcto empleo del “¡Acho!” es una de esas habilidades socioculturales que se adquieren desde -y sólo desde- la primera infancia y cuyos principios básicos se encuentran disueltos en la leche de los biberones, cosidos a las sábanas de la cuna y prendidos en los besos que nos daban las abuelas. Es la misma inaprensible habilidad que permite al esquimal -dicen por ahí- distinguir decenas de tonos de blanco; la misma, al fin y al cabo, que permite al valenciano distinguir entre una mascletà “bien, pasable”, y otra solamente “desllavassà”. Y no preguntéis.

sábado, 11 de octubre de 2008

Apatrullando el interior, año 2, nº 2.

Imaginad, amigos, que bajan -o suben: depende de su posición inicial respecto al plano de la eclíptica- los extraterrestres a la Tierra y se llevan algunos ejemplares de ser humano con la sana intención de exponerlos a la curiosidad general en su planeta, lo mismo que los exploradores van por los continentes del mundo capturando animales para ponerlos el zoo. A mi me pasa que entonces me da por pensar: ¿cuál será la mejor manera de organizar la exposición? ¿Por orden alfabético de todos los habitantes de las galaxias? ¿Os lo habéis planteado alguna vez? Yo sí, y hasta me gustaría que me nombrasen comisario de semejante exposición -pues las dietas por desplazamiento deben de ser de aúpa- si no fuera porque se corre el riesgo de verse uno también entre rejas. ¡Hombre!, ya sé que yo -estaréis pensando-, quizá no dé la talla como representante del género humano, pero quién sabe los cánones de belleza que se usan por esas constelaciones del Señor.

Volviendo a lo que iba: que tengo mi propuesta. Está claro que en jaulas no, porque es un modo tan arcaico que ya las han quitado hasta en Valencia. Es cierto que salen más baratas y que debe de ser tentador reducir el presupuesto, y más ahora que la crisis ya alcanza a la banca universal y seguro que los marcianos también miran el sestercio. En realidad, lo que ahora se lleva es el diorama, especie de maqueta de ferrocarril pero sin tren en la que el bicho, si no es muy exigente, podría llegar a encontrarse como en casa. Diréis que no me he calentado mucho la cabeza si esta es toda mi propuesta, pero a eso yo os contesto diciendo que no es esa mi propuesta -listillos- y que, como dice mi amigo Javi, calentar toda mi cabeza es cosa de mucho gasto y además es imposible. No: mi idea viene ahora y consiste en escoger entre los muchos posibles el hábitat más representativo del Homo Sapiens, en proponerle al Sr. Marciano las mejores ideas para montar el numerito. ¿Naturaleza en estado virgen? No, por Dios, que está toda llena de bichos y menuda imagen que íbamos a dar, todos llenos de picaduras, ronchas y moratones. Además, que como no se sabe qué especie extraña podría tocarnos de vecino, digo yo que será cosa de ir lo más arreglados que sea posible. Sigamos: ¿el antiguo y noble campo de labranza? Todavía, si se tratara de un zoo historicista o retrospectivo, porque de eso -de campos de labranza- cada vez hay menos y además que tiene el problema, oye, de que como entre los Sapiens de la muestra haya ido a parar un concejal de urbanismo en menos de cuatro días ya les ha recalificado el diorama y hasta el parking y el bar en el que las familias venusianas se toman el café. ¿Cuál es, al fin, mi propuesta? La que sigue a los dos puntos: yo creo que la oficina -o donde quiera que trabaje- es el hábitat natural del Homo Sapiens, el lugar en el que un Cousteau de los mares estelares lo encontraría en toda su rica diversidad y complemento ideal del parque de atracciones a la vez que diversión favorita de los niños de Saturno.

Otra cuestión para la que se hace necesaria la asesoría de un nativo es la adecuada selección de ejemplares, pues hay que tener en cuenta que para un extraterrestre debemos parecer todos iguales y le será difícil captar las sutiles diferencias entre un funcionario y un autónomo, entre un jefe y un empleado, y entre el bar del la empresa y el muelle de descarga. Necesitan, está claro, un malinche que les guíe, pues ¿qué pasaría -por ejemplo- si en la muestra sólo entran funcionarios? ¿Qué pasaría si por una de esas casualidades aparecen en Villena y se llevan -si por una segunda y aún mayor casualidad nos coge dentro- a todo el personal del lugar donde trabajo?

No es, pues, asunto baladí. Seguiré informando cuando se me ocurran más cosas. Au.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Toda la vida -a partir del momento en que era razonable hacerlo- me han estado preguntando si ya tenía novia. Quisiera hacer hincapié en ese ya que hace aún más malvada la pregunta, pues añade impaciencia a la curiosidad. Esta es -obsérvese- una de esas cuya respuesta es un no. Hay gente -devoradora, como la Esfinge, de incautos- que suele hacer este tipo de preguntas. Está uno tan contento con, digamos, su coche nuevo, pero el preguntador malvado llega y formula la siguiente: “¿Tiene servofrenos hidráulicos asistidos por ordenador?” O tienes doce años y has montado, por primera vez en la vida, tú solo, el belén de tu casa, y entonces: “¿Se encienden las luces en el portal?”. O: “¿El riachuelo es de agua verdadera?”. Dos veces no: el río no es de agua, sino un trozo arrugao de albal y no, no se queda uno bien con semejantes preguntas, pues el no es una respuesta que deja muy mal cuerpo, mientras que el sí ensancha el pecho y respira uno mejor. El malvado suele rematar la faena con un “Pues el mío -coche, belén, río- sí”, y por eso es, creo yo, por lo que existe este tipo de preguntador: porque necesita responder síes una y otra vez y, para asegurárselos, se hace él mismo las preguntas. Es cierto que no haría falta obligar a alguien, primero, a confesar un no, pero es que no sería malvado si no lo hiciera. En el asunto este de las novias, además, queda uno escaldado preguntándose si lo del mal cuerpo es causa o consecuencia. Pero ahora no es momento para desfacer complejos.

Así que lo bueno de tener novia es sentirse homologado, lo mismo que si fueras un diploma extranjero o un tubo de PVC. Homologado, sí, lo que significa ser del montón y como todos los demás, sin anomalías y apto para encajar en cualquier lugar. Es bueno ser como todos los demás, precisamente porque es malo y difícil de llevar que te señalen donde vayas al llegar con las miradas y en ellas leas la impertinencia de un “¿Por qué será?” que viste a tu persona de sospecha. En cambio homologado -reconocido, etiquetado- eres de fiar y nadie se pregunta ya por ti. Ser normal cierra para siempre todo interrogante y garantiza intimidad, con la cual ya puede uno, al abrigo de preguntas, limpio o sucio, normal o no, entregarse confiado a sus rarezas, que de estúpidas ocupaciones pasan a ser simpáticas peculiaridades.

Únicamente -eso sí- las preguntas de la madre van cargadas de buenas intenciones, porque madre sólo hay una y sabe bien que no es bueno -como en su día barruntara el Creador- que el hombre esté solo. Siempre se ha dicho que la vida del soltero es dorada y a la sal porque hace lo que le da la gana y gasta su dinero en lo que quiere, pero ella sabe que eso es un tópico, pues hay cosas que no está bien hacerlas solo y esas se las pierde. Pongamos un ejemplo inmaculado: uno quiere un día hacer una excursión a un pueblecito, llevarse un bocata y comer allí a la sombra de los pinos, pero no puede hacerlo porque así -como queda dicho- no tiene la cosa chiste. Tiene que dedicarse antes a buscar familiares y amigos -o (en su defecto, con eso basta) conocidos- que quieran ir con él, por si alguno pica. Por eso las agendas de los solteros están llenas de números de teléfono: no porque sean listados de rubias de buen ver (que están esperando a que uno las llame para amistad y lo que surja), sino que las usan -a las agendas, no a las rubias- para buscar ayuda, a ver si alguien se digna a acompañarlos al campo o de paseo; y es también por eso que los solteros desarrollan capacidad discursiva: para convencer a los amigos -y no a las rubias- de que salgan con ellos a pasear. Pero en la misma medida en que el soltero se hace vendedor de ideas y proyectos, los amigos -que, para delicia de sus madres, andan ya casados y con hijos y tienen una vida muy hecha y complicada- se vuelven directores de casting y tan solo te responden, en el mejor de los casos, con un escueto ya te llamaremos. Es que necesitan que el plan se les proponga con quince días de antelación. Pero uno no siempre tiene tan organizadas sus actividades, con lo cual, el soltero, o contrata secretaria -rubia, si puede ser-, o se queda en casa, o se anima a irse solo por ahí, a la sombra de los pinos.


Y, sin embargo, ahora que conozco la respuesta, ahora que podría dar el sí que borrara la frustración de tantos noes acumulados con los años, ahora -¿lo podréis creer?- ya nadie me hace la pregunta. La Esfinge está callada y aún más cruel, sabiendo que me tiene a la que salta y que me quedo, como el vecino aquel de Burgos, pensando: “¡Dios qué buena respuesta, si hubiese buena pregunta!”.
Hala, pues.

lunes, 15 de septiembre de 2008

Lo bueno de tener novia es que las suelen dar con madre. Que esto sea bueno podrá sorprender a más de uno de esos que se dejan llevar por los tópicos y no tienen en cuenta que las suegras, lo mismo que las madres -y aún las novias, si me apuráis- presentan varias y muy diferentes facetas, y es por esa única razón por la que se puede decir, sin caer en vil adulación, que son como diamantes. No vengo para afear a nadie su conducta, pues entiendo bien -por eso de las facetas que decía- que cada una se relaciona con el mundo a su manera. Lo que pasa es que esta de la que yo hablo ha manifestado -por ahora- la de repostera digna de alabanzas, y en su paso por este mundo va por ahí dejando bandejas de magdalenas y almendrados, cuando no fuentes de pan de Calatrava y mantecados; y no como extraño don que nos hace a los mortales y que nunca sabes cuándo volverá a conceder, sino constante e infatigablemente, como dejándose llevar por un profundo sentido del deber. Que se lo digan, si no, a su nieta, para cuyo bautizo -ya hablaremos- la producción de pastas ha marcado un hito hasta la fecha inasumible y puesto en ridículo la del Mercadona, de calidad -digámoslo también, y aun siendo industrial- por lo general más que aceptable. Podrá argumentarse, por mala fe, que al fin y al cabo no sabe ya qué hacer con tanto aceite y tanta almendra, abundantes y buenos en esta tierra, de modo que la única razón que explica este afán repostero es la necesidad de dar salida a la producción y que darme gusto a mí sería -si hubiese otras- la última de todas. A eso respondo que no sería idea descabellada si yo fuera como todos, de esos que se comen una pasta, lo agradecen, y luego fuese, y no hubo nada. Pero, a mí, el campo semántico de la palabra goloso me queda pequeño, aún forzándolo a su máxima extensión y hasta hacerlo tocarse, por todos lados, con los de la obsesión, la incontinencia y la manía. A mí el azúcar me arranca de mis centros y me tiene prisionero. Creo que se me nota que gozo tanto con un buen dulce que de piedra debería ser un corazón para no ponerme delante una bandeja bien surtida, y también que el halago y el agradecimiento implícitos en la forma en que engullo, impaciente, una tras otra pasta son la mejor recompensa para las horas de trabajo en la cocina. Respondo además que bien podría haberse llevado a la cooperativa el ingente caudal de almendra y aceite implicado en mi deleite, y buen dinerito que hubiera producido. Así pues, ¿cómo esperabais que no me alegrara de tener novia, si tengo al padre partiendo almendras en el corral y a la madre en la cocina haciendo pastas?

¿Dije antes sentido del deber? ¿Habló alguien, malintencionadamente, del aprovechamiento de recursos? No: nada de eso es suficiente. No: lo que me tiene admirado de esta suegra es el espíritu de investigación, ese approach etnológico con el que recopila las recetas de las abuelas del lugar. Nada podría causarme más admiración a mí -licenciado en Historia que sigue preguntándose con los años para qué sirven las Ciencias Sociales-, que descubrir que los resultados del estudio y la investigación pueden hacerse corpóreos en forma de bollos y magdalenas, de meriendas ricas y desayunos empachantes, y poder demostrar así al mundo la utilidad de todo aquello que no sea dedicar el tiempo a ganar dinero, a curar enfermedades o a diseñar motores y lejías. Podría decirse que estos mantecados me han abierto los ojos además del apetito, y ya pienso en reorientar mi vida y doctorarme, ya no en abstrusos conceptos historiográficos, sino en la muy digna historia y evolución de las masas. A ver: no me refiero al proletariado -que suele, horreur, encontrar aceptables las tartas envasadas del supermercado- ni a muchedumbres o conjuntos numerosos de personas, sino a las mezclas de harina y manteca al horno, ordinariamente con relleno. Ya tengo, incluso, tema para una primera investigación. No tiene calle en este pueblo -ni la tendrá si no deshago yo el entuerto- la tía Quica, inventora de unos sabrosos y fáciles de preparar palitos de anchoa, amén de otras tantas recetas populares que se le atribuyen y ni se sabe cuántas más quizá perdidas para siempre. Sí la tienen -la calle, no la receta- Sorolla y Blasco Ibáñez, tipos que serían -no digo yo que no- muy buenos en lo suyo, pero que han hecho menos por mejorar la vida de sus prójimos que aquella otra con sus experimentos de cocina. Es lo que tiene el mundo: que a quien nos hace la comida no le damos nunca las gracias, y se las damos a otros que si pudieran no nos saludarían por la calle. Nuestra estima por unos y otros, pienso a veces, podría medirse con el espiritismo: si funcionase la patraña esa de hablar con los espíritus de los muertos, ¿qué preferirías? ¿Que Velázquez os explicara qué cuadro está pintando en Las Meninas o que la tía Quica os diera las recetas que seguramente se llevó a la tumba? Ya tengo tema y he descubierto mi misión: ¿existió realmente la tía Quica? ¿O es un ser mitológico? Mientras tanto, existiese o no, ya podéis ir enviando firmas para la solicitud de una calle a su nombre.

Recuerdos a todos.

domingo, 24 de agosto de 2008

Dos
Yo, aunque no lo parezca, soy muy ambicioso. Lo que ocurre -lo que os hace levantar la ceja e impide creerme- es que soy un pequeño ambicioso, vergonzante y poquita cosa, a quien le faltan las cualidades necesarias para ser uno de los grandes. Mi ambicioncita estaría condenada a la pena y al fracaso si no fuera porque es en sus pretensiones tan humilde como quien la persigue. Me explico: no es el poder; tampoco el dinero. La mía es el prestigio. El prestigio intelectual: sólo eso. No se trata de ser el más listo ni de pasar a la Historia como la figura cultural de mi tiempo. Tan solo pido alguna forma de reconocimiento social: no sé, un homenaje, una biografía o una placa en las calles de mi pueblo. Lleva toda la vida, esta ambición, gobernando mis asuntos y, como si fuera el perro del refrán, por ella ni hago ni dejo de hacer pues lo mismo me empuja que me retiene, mandándome hacer unas y deshacer otras, de forma que ni estas ni aquellas veces consigo ni descanso. Tan compañeros somos que sé reconocerla aunque se disfrace -pues adopta formas distintas con los años- y me acompañe al cole, a la universidad o a los trabajos más humillantes. De niño se conformaba con tenerme por el primero de la clase y a ratos -con permiso de Marcelino- lo conseguía. Después, de adolescente se hizo romántica y quiso verme gran prosista. Poeta no, pues estaba segura de que todos los adolescentes alguna vez habían hecho versos y no iba ser ella como las demás. De cualquier modo -pues es cruz de mi ambición tenerme a medias con la pereza-, todas las prosas que escribí caben en una servilleta de papel. Más adelante, curada de adolescencias, se vino a la universidad y quiso para mí, para empezar, las mejores notas y las más grandes alabanzas para convertirme enseguida, recién licenciado, en el más brillante de los jóvenes profesores. Pero, en eso, los dominicales de los periódicos pusieron de moda la restauración (lo mismo que a veces ponen de moda los hoteles pequeños o las playas de Cantabria) y Pepa, Sole, Mariano y Rosa quisieron intentarlo. A mi ambición también le pasa que es muy veleta, como se puede ver, y aún hoy me pregunto qué vientos la pusieron a girar.
Pero entonces no quise comprobarlos y viajé a Florencia. Y nada más llegar, a la primera ragazza que se me puso a tiro pregunté: “Comme sei?”. Me corrigió, ofendida: “Comme stai!”, se rió y me dejó plantado. Aparte de este chasco -inicial y definitivo- el resto del tiempo lo pasé en visitar escuelas de restauración. En el país del arte, pensaba, habrán de ser las mejores del mundo. Y si molaba ser restaurador, ¿acaso no me correspondía -a mí- ser alumno de la mejor de todas? Allá se fueran los otros a Madrid, que yo, a Florencia. “Pero” -estaréis pensando- “y ¿por qué no Roma?”. Porque Roma es mucho más grande que mi ambición y mucho más pequeña que mi miedo. Florencia me pareció una ciudad acogedora. Se dirá que es amor de nativo, pero juro que no me pareció tan distinta de la mía. No tenemos ninguna de sus postales -lo reconozco-, y sé que la más pequeña de sus iglesias sería la joya entre las nuestras, pero era el cielo lo que yo miraba, paseando; el cielo tal como mi abuelo me enseñó a mirar cuando me llevaba cogido de la mano y me hacía levantar la vista: un cielo que no es solamente una distancia hueca sino un fondo vivo, una presencia tensa y vibrante, un ser transparente, luminoso y gigantesco que nacía a nuestros pies, se colaba entre las casas, desaparecía tras ellas y luego se elevaba, dejándonos allá abajo, inmóviles, y que luego se inclinaba para mirarnos -figuritas de la maqueta que él mismo, desplegándose, disponía. Lo mirábamos con el respeto con el que se mira a un creador, pues Valencia era, decía, creación suya. Y luego me llevaba a merendar. No por los edificios ni las estatuas, sino porque volví a encontrar allí esa presencia, ese ser vivo por encima de las calles, en Florencia me sentía como en casa. El de Roma sería -imaginaba- más sucio, más exigente, un cielo competitivo que no daría tregua a gente como yo.
Y mientras el conserje me explicaba -no mucho más que lo que pone en el folleto-, yo seguía con la vista a los estudiantes que pasaban junto a mí y les atribuía misteriosos conocimientos que sólo se adquirirían en los talleres de aquel palacio florentino. Los veía circular por el pasillo e imaginaba que llevaban entre manos no el tarro de vidrio lleno de aguarrás -maloliente, prosaico, sucio- que en realidad llevaban sino quién sabe qué objeto artístico exquisito salvado de la muerte, qué realidad tangible entre sus manos -y no las diapositivas proyectadas en la pared en que consistía todo el arte que yo había visto hasta el momento. Imaginaba que sólo por eso -por tocar- sabían cosas que en los libros no se pueden encontrar y que yo sería pronto uno de ellos, miembro de aquella escogida sociedad. Fue este un sueño descortés con el conserje al que no escuchaba, pero delicioso para mi ambición, pues con él se sintió plenamente satisfecha. Menudo festín de prestigio para ella: formarme yo en el extranjero, con lo que eso viste. El encanto no está en los estudios en sí mismos, sino en el volver a casa -digamos por Navidad- a pasar unos días de descanso, y en que la madre de uno lo vaya contando a las amigas. Siempre ha tenido un encanto especial, para mí, eso de formarse en el extranjero. Con gusto hubiera sido inglés si con ello hubiera podido ir a una de sus universidades, de esas góticas con club de remo, uniformes para la cena y tutor que te recibe en el despacho. Información llegué a pedir, no creáis, y pasar muchas horas leyendo los folletos. Por llegar, llegué incluso a pedirme una traducción jurada de mis notas y un aval bancario diciendo que podría, en un momento dado, mantenerme en una de ellas sin recurrir a actos delictivos. Luego, claro, no estuve en ninguna. Pero, en fin: si no era eso, tampoco estaba mal hacerse restaurador en Italia. Y seguí recorriendo palazzos y academias.

sábado, 9 de agosto de 2008

Uno
Pasé muchos años pensando que sólo los soberbios llevaban gafas de sol, pues alguien que te habla con ellas puestas está diciendo que no te considera digno su trato y que si lo hace es porque lo necesita o, si acaso, por concederte su gracia, pero no tanta que merezcas el alzamiento de la muralla que levanta con sus cristales entre tus ojos y los suyos. Aunque más tarde comprobé que, además, también sirven para protegerse la vista, semejante idea me vino de ver cómo mis compañeros de bachillerato las utilizaban para reconocerse entre sí del mismo modo en que dos espías se exigen la contraseña antes de intercambiarse los secretos. No era raro verlos conversar sin quitárselas, y era claro que las gafas de sol -siempre que fueran de la marca adecuada- eran como la etiqueta del pantalón y la de la camisa: la cuota que se exige para pertenecer al club. Era por la impresión de aquel sitio y de aquella gente -aunque no de todos, pues también había quien protestaba, diciéndome: “Yo he visto llevar gafas de sol a las doce de la noche”- por lo que me negué a tener unas de esas: por no parecerme a ellos. Pero el sol parecía más intenso cada verano y acabé por convencerme de que no era culpa de las gafas, sino del uso que se hace de ellas: y quise ser de los que las llevan. Por eso, años después, yo también tenía unas y caminaba, sonriendo, por la calle con Vicente mientras Pepa, con las suyas puestas, ya nos esperaba sentada en la terraza del bar al que todos debíamos acudir. No apartaba su vista de nosotros y pensé que eran nuestras gafas las que le habían hecho gracia, pero no porque andando el uno junto al otro, vestidos iguales y de figura parecida, con las gafas pareciéramos una caricatura de los tipos que después todos, gracias al cine, identificaríamos como hombres de negro, sino porque, siendo él y yo dos notorios empollones, temí que -teniendo aún en la cabeza la conexión entre gafas de sol y pijos del cole- ella nos encontrara tan ridículos como quien, desconociendo las costumbres de un grupo al que no pertenece, pero del que se muere por formar parte, se presenta en la fiesta vestido de traje y corbata cuando todos los demás -que por naturaleza pertenecen al grupo- llevan vaqueros y camisa suelta, sin corbata. Ella nos estaba esperando, así que, al fin y al cabo, nada tenía de raro que nos mirara; pero es una de las características del complejo de empollón creerse inútil para las cosas mundanas -saber vestir, contar chistes, bailar- y sufrir por ello tanto como por el miedo al ridículo si alguna vez intenta cambiar de hábitos. Todo eso y también que ella me gustara hicieron que ya antes de llegar me las quitara, las guardara en un bolsillo y no volviera a ponérmelas en todo el día.
Vino Cristina, vino Mariano, vinieron Mar y otro Vicente, Cristóbal y Vidal. En la ficción de ser aún estudiantes, acogiéndonos a la idea de que los cursos terminan en septiembre y el verano, aunque uno lo haya aprobado todo, forma parte del curso académico, nos juntábamos en las terrazas a tomar café como si no estuviera cerca, esperando a recibirnos -con los brazos cerrados- el mercado laboral. Nos daba miedo y preferíamos no mirarlo a la cara: éramos como soldados que se entrenan para ir a la guerra, pero que en el campamento de instrucción, por mucho que sepan lo que les espera, viven, sonríen y bromean como si el momento de entrar en combate fuera una amenaza que nunca se hará realidad. Todos sabíamos que Pepa quería ser restauradora de arte, y el Vicente que había llegado conmigo sería, andando el tiempo, profesor de la universidad. En aquel momento -seguramente- ya daba los primeros pasos en esa dirección. Los demás, no se sabía: pero no se hablaba de ello y pedíamos café.

sábado, 19 de julio de 2008

“¡Arquitecto! ¡Lo que yo no pude ser!”, dijo el padre al saber que su hijo se había licenciado. Eso pasaba en La gran familia, película declarada De Interés Nacional -por la política natalista del Régimen, supongo-, y también en la mía, que no es tan grande, pero sí tan buena, acaba de pasar algo parecido, sólo que no implica a padre e hijo sino a tío y sobrino -yo soy el tío- y nada tiene que ver con estudiar -aunque mi sobrino, esto, también lo hace muy bien- sino con cosas menos cerebrales y, seguramente por eso, más importantes: acaba uno por pensar que las cosas importantes de la vida son aquellas que no dependen de él, sino que le vienen dadas por el cromosoma, por el medio ambiente o por cualquiera de esas (pues siempre es más gratificante no ser responsable de las cosas que nos pasan). A lo que voy, queridos amigos -y no perdáis tan pronto la paciencia- es a que mi sobrino ha ligado. Sí: ha ligado. Se dice pronto pero, ¡ay!, no es tan fácil de hacer. Al grano, que los hechos, tal como me han sido relatados, son los siguientes: una chica se le ha acercado, el otro día en la escuela de verano, y le ha preguntado cómo es posible ser tan guapo (sic, según mis fuentes) y le ha pedido un beso. No sé si le lo ha dado pero, aunque lo supiera, no os lo iba a decir, que una cosa es presumir y otra violar intimidades. Lo importante es que yo, el tío, he recibido el acontecimiento con la alegría correspondiente a la del padre del arquitecto arriba mencionado, a la del aficionado la Eurocopa entre latas de cerveza y a la de la beata que ve a su hijo -criado con las dificultades propias de una viuda de posguerra- cantar misa en la basílica.
Lo recibo como si fuera un éxito colectivo -que a lo mejor (pues quién sabe si el cromosoma mejora con cada generación, y el mío, si no ha sido triunfador per se, por lo menos ha colaborado en la constitución de algún doble enlace en el de mi sobrino) lo es-, lo mismo que el aficionado se siente parte del éxito del fútbol nacional -pues no en vano hace años que se abonó al canal de pago (con lo que cuentan las cuentas)- y lo mismo que la beata se sabe parte del éxito de su santo varón, pues para esto hicimos una guerra, y no para que la selección española se llame ahora -por Dios- La Roja. Vivir para ver. Que ahora que tenemos la Eurocopa ya sólo nos falta Gibraltar, ese símbolo tan español que lleva el nombre del conquistador que nos hizo musulmanes. Claro que aquél fue, para mí, un conquistador de pacotilla, pues ¿qué importa un trocito más de tierra al precio -en vidas- que cuesta? ¡Tanto mal que se hace a tanta gente, para que luego venga otro y lo vuelva a conquistar! No: para mí, los conquistadores buenos no son estos (ni en Jaume, ni Cortés) sino los que conquistan, en lugar de naciones, individuos y, si llegan a dejar marca en el destino -aspiración suprema, al fin y al cabo- de una nación, comarca o territorio, ha sido conquistándolas persona a persona. Pasito a pasito, y no a base de masacres. Recuerdo, de entre aquellos días de estudiante, cuando el señor profe nos hablaba del Cercano Oriente de la Antigüedad, que entre masacre y masacre, entre nación conquistadora y nación conquistadora, a cual más terrible -qué espanto, pensar en los asirios viniendo hacia nosotros- había una que era la de los amorreos (vergonzoso nombre para una nación guerrera) y -aunque sé que el chiste es fácil- enseguida pensaba uno en las conquistas de los amorreos y se le venía a la cabeza la imagen de batallas a besos en lugar de a tajos de espada corta y de asedios a personas en vez de a ciudades y fortalezas, y a base de piropos, regalos y caricias en vez de hambre, sangre y fuego. Luego, serían tan brutos como los demás, pero ¡qué bonitas imágenes me regalaban! Dignas, la verdad, de un ensueño de Mafalda: ojalá se pudiera conquistar el mundo a besos.
Soñaba yo -por añadir datos lo digo- que las conquistas amorreas empezaban cuando un enemigo a su rey le llamaba guapo o le guiñaba un ojo al general, porque parece que si a uno le llaman guapo le dan alas para que inicie la conquista. En estas guerras amorreas un piropo sería un casus belli, y los boletines del foreign office serían revistas del corazón. Pero solamente lo soñaba porque yo, personalmente, no sé qué es eso de que te llamen guapo por la calle (más allá de los entusiasmos comprensibles de mi madre y de mi abuela), el cual es uno de esos deseos insatisfechos que todos llevamos guardados en el corazón. Cada cual el suyo. Será quizá por eso -porque el padre quisiera, en el fondo, ser arquitecto, delantero centro el hincha y cura la beata- por lo que me emociona tanto este primer éxito del chiquillo. Igual que un logro científico lo es también, en cierto modo, de toda la Humanidad, así espero que me deje, al menos, consignar sus conquistas futuras en el libro de mis éxitos y de ese modo con mi escondida frustración hacer eso que los psicólogos -qué sabrán ellos, por otra parte- llaman sublimar las frustraciones. Aunque sublime, lo que se dice sublime, alguna que otra moza que pasa por la calle frente a mí y nunca -lo sé- se parará a llamarme guapo ni a pedirme un beso. Así pues, ¡a por ellas, pequeñín!

viernes, 6 de junio de 2008

Por dentro y por fuera.
Yo, la verdad, soy como todos los demás. Quiero decir que no soy -salvo en el sentido en el que todos lo somos- una persona especial. Por fuera, normalito hasta el punto en que resulta más práctico, para hablar de mí a alguien que no me conozca, decir lo que no soy -y dejar que sean el tiempo y el roce los que se encarguen de darme a conocer-: no soy guapo, no soy fuerte, no soy rico y ni siquiera divertido. Me pregunto a veces por qué: por qué no soy especial, uno de esos en los que las mujeres se fijan y ante los cuales los hombres creen necesario aparentar más de lo que son. Uno, que tampoco es extrovertido, sueña con pasar dejando huella por mundanos salones y haciéndose hueco -para bien, en ambos casos- en las conversaciones de los demás. Pero ya, en el fondo y aunque lo diga, hace tiempo que no me quejo y me conformo con lo que soy y lo que no: son las cosas del cromosoma y ante eso no hay nada que hacer. Podría haber tenido un cromosoma más resultón, pero esto -qué le vamos a hacer- es lo que hay. Hubo un tiempo en que, al saber que el genoma es el mismo para todos, hombres y animales, y aprovechando el consuelo de esa maravillosa igualdad radical, me animaba a salir a la calle con la frente más alta, pero la idea -caprichos de la falta de autoestima- derivó, morbosamente, en hacerme más consciente de lo poco que me separaba, ¡ay!, de la mosca. Todo lo que me queda, atrapado en mis moléculas, es una fantasía en la que salgo a buscar el original de aquel primer cromosoma que, replicándose, replicándose, ha llegado hasta mis células y le digo, indignado, cuatro cositas bien dichas: “¿Qué te costaba, enano, poner un átomo más de esto por acá y uno menos de lo otro por allá? ¿Es que no tienes alma de artista?”.
Vamos a lo que sí tengo de especial. Lo malo -como era de esperar- es que hasta para ser especial soy bastante vulgar. Soy, por hablar en positivo, más resistente de lo que parezco, pues debéis saber que hice el Camino de Santiago, enterito, a pesar de las fuertes apuestas jugadas en mi contra. Pero, claro, también lo han hecho unas cuantas personas -y más-. He hecho un par de viajes, y los luzco en las conversaciones, pero la verdad es que nunca he salido de Europa, ni siquiera de los países en los que se puede ir con la VISA en el bolsillo. La última especialidad adquirida es, también, bastante común y poco glamourosa: parece ser que tengo intolerancia a la lactosa. ¡Con la de leche que he tomado yo en esta vida -tanta, que vacas ha habido, seguro, que han trabajado en exclusiva para mí-! Este hallazgo explicaría por qué, desde hace algunos años, el estómago es mi punto débil. No es novedad, para los que me conocéis, saber que me acompaña adonde voy, y bien que se hace de notar, pues no es humilde. No lo es, antes bien principesco, porque se anuncia con fanfarrias; musical porque estructura y da forma y sentido al tiempo que pasamos juntos; cultural porque allí sentado es donde más leo; e incluso diría que automóvil, porque funciona a base de explosiones (a dos y a cuatro tiempos).
Él tiene sentido del ritmo, yo no. Yo soy introvertido, él no. Considerad estas diferencias y os daréis cuenta de que, curiosamente, no se puede decir que yo, como organismo superior -y cómo le cuesta a mi modestia considerarme así- sea la suma de los órganos que me constituyen. Yo no bailo nunca, ni aún en la intimidad, pero mi estómago sabe distinguir perfectamente el adagietto del allegro molto. Mi corazón es incansable, pero yo soy un vago. El riñón me limpia la sangre, pero yo no limpio nunca. Mi cerebro es gris, pero yo también. Cada uno de los órganos que me constituyen, cada uno de esos proto-yoes, puede hacer lo que quiera y, a pesar de eso, salimos adelante. Soy como un estado federal en crisis que funciona por inercia.

viernes, 23 de mayo de 2008

Je suis apenas comencé a etúdier fransés. C’est una langue tres belle, y uno queda tres bien cuand la parle en público. En la intimidad, sin embargo, resulta hortera si no viene a cuento. Que sí, que sí. Además, je suis apenas comencé a notarme -este es el tema de hoy- que me estoy haciendo de derechas. C’est algo que me vengo notando aquí, en el costado, desde hace unos meses. Que sí, que sí.
No sé si alguien se habrá molestado por esta ocurrencia de haber relacionado ambas dolencias. Es cierto que la gente como yo, con amplísimos y contrastados conocimientos de Historia, tendemos a relacionar lo francés con el progresismo: véanse, si no, la Revolución -la Francesa, claro-, la gauche divine y los autobuses -de aquel tiempo en que- se iban a ver cine a Perpiñán. O Perpignan, como se dice en la langue que aujourd’hui je parle ya casi comme un nativo. No sé. No tengo motivos para relacionarlas y, si lo he hecho, es solamente porque han venido a hacerse patentes a un mismo tiempo, de modo que sólo la coincidencia temporal me ha llevado a sospechar de ello. Me dijo una vez un amigo que la que hay entre tabaco y cáncer es solamente estadística, a falta de pruebas de índole clínico. A lo mejor, pues, es por eso, por estadística y no por galicismo negativo. No me lo perdonaría nunca -ese posible arranque nacionalista-, y menos este año en que se cumplen doscientos del mil ochocientos ocho. Dios tenga en su gloria, por lo que a mí respecta, a Daoíz y Velarde, a Agustina de Aragón y al mariscal Suchet.
El caso es que llevo un tiempo dándole vueltas a la cuestión y comprobando hipótesis: ¿serán las lecturas?, ¿será la edad?, ¿serán los yogures de soja?. Estos últimos son, por otra parte, uno de los principales cambios de estos días de mi vida reciente. Ya os lo contaré. Volviendo a lo nuestro: a lo mejor es Sarkozy -quién sabe: hace casi un año, un conocido que vive en Bruselas, cuando yo le decía que en los institutos hace falta un poco de disciplina y ganas de trabajar, él se mostró de acuerdo y me dijo: “¡Ese es el mensaje de Sarkozy!”-, aunque la cosa me tiene perplejo: si casi no sigo las elecciones de aquí, ¿no se me habrán de dar -lógicamente- las ultrapirenaicas un higo? No sé, repito. Siempre puede tratarse de algo del metabolismo, pues el tiempo no pasa en balde y dicen que te haces conservador -y no de museos, precisamente- al engordar de la barriga. La explicación no me cuadra porque yo -aún- no la tengo. Por si acaso, me he apuntado al gimnasio -ya lo sabéis, queridos lectores- aunque tampoco creo que mi gimnasio pase por ser un think tank de esos, ni que se adquiera conciencia de clase haciendo abdominales. A favor de esta hipótesis evolutiva está el caso, sin embargo, de mi amigo Quique -de cuya amistad me gusta presumir-, que a sus cuarenta es cada vez más rojo y más canijo. Con perdón.
¿Qué será, será? Mis sospechas recaen en los medios de comunicación y en las lecturas, y no porque me hayan convencido, sino porque las ideas que se oyen en la radio y leen en libros y revistas no es que convenzan a nadie sino a quien ya lo está de antemano: funcionan, más bien, como la gota de agua en aquella tortura china. Oyes una y otra vez lo mismo, día tras día, y al principio piensas que menuda aberración está diciendo el tipo este, pero llega un día en que dices: “Mira, pues en esto -pero sólo en esto, por Dios bendito- estoy de acuerdo” y así, aunque ni lo sospechas y a pesar de las precauciones, has dejado abierta la puerta por la que se van colando, poco a poco, otras pequeñas convicciones. El daño ya está hecho, y no tardará en llegar el día -o la siguiente etapa, porque, como en la borrachera, esto tiene sus etapas- en que dudas de tus seguras convicciones de toda la vida. “La verdad es que nunca sometí a crítica aquella idea” y “A lo mejor tienen razón ellos, ¿por qué no?” son un par de ejemplos de lo que pasa. Como la malvada Volpe -zoppa da un piede- que separó a Pinocho de Geppetto, poquito a poco te incitan a marcharte de casa. Bien han hecho los dictadores en sospechar siempre de la gente que lee y de los periodistas extranjeros.

viernes, 9 de mayo de 2008

El músculo es así, 2

Así que, estos primeros días, al gimnasio voy, más que a levantar barras y mancuernas, a imaginar cosas. No es que me moleste, ni mucho menos, sino que estaba convencido de que las capacidades que allí se entrenaban eran otras. No es que me queje, sino que no acabo de ver a qué pata del taburete [ver capítulo anterior] corresponde la imaginación. Bueno, el caso es que esta vez -hay que reconocerlo- ya me coge entrenado y es todo más fácil: el entrenamiento fluye con naturalidad.

- “¿Te gustan los caballos?”.
- “Pues”… (Por no saber, al principio, si aún mentir).
- “Bueno, pues imagina que te gustan. Imagina que tienes un caballo de carreras y lo guardas en una cuadra. A ti te gusta mucho montar a caballo, así que vas cada día a la cuadra. Imagina que llegas el primer día, lo sacas, lo montas y, ¡hala!, te das dos o tres vueltas por el hipódromo, tacatac, tacatac. Cuando terminas, lo dejas en su cuadra y te vas. ¿Me sigues?”.
- “Sí”.
- “Bueno, pues imagina que vas el segundo día, lo sacas, lo montas y, ¡hala!, te das dos o tres vueltas al hipódromo, tacatac, tacatac. Cuando terminas, lo dejas en su cuadra y te vas”.

Ya no necesito que me pregunte: antes le digo: “Sí”.

- “Bueno, pues ahora imagina que vas el tercer día”.

Ha llegado el momento de reivindicar el nombre de mi entrenador, pues todos estáis esperando, morbosamente y con ganas de reíros de él, que repita, en este tercer día del cuento, lo mismo que dijo al tratar del primero y del segundo, ¿verdad? Pues no: hay un cambio. Helo aquí:

- “Llegas, quieres sacarlo de la cuadra y el caballo te dice que tu tía,” -y hace con los brazos un gesto de rechazo que no creo yo que nunca haya hecho un caballo, pero que en el gimnasio, en el mercado y en la calle todos entenderíamos- “que él a correr ya no sale más. ¿Lo pillas?”

Ahora es cuando, en un ataque de modestia, debo reconocer que no, que no lo había pillado. Así que me esperé a que siguiera la historia.

- “Bueno, pues a ver si te lo explico. Imagina, en cambio, que tienes un caballo en una cuadra, y que a ti te gusta montar a caballo”.

Como es lo mismo que había estado imaginando hacía poco, me sirve aún el trabajo hecho.

- “Imagina que llegas el primer día, lo sacas, lo montas y, ¡hala!, te das dos o tres vueltas al hipódromo, tacatac, tacatac. Cuando terminas, lo llevas a la cuadra, lo cepillas así, así, por todo el cuerpo, luego le pones paja o avena o lo que coman los caballos y te vas. ¿Me sigues?”.

Empiezo, lo confieso, a ver la jugada.

- “Imagina ahora que vas el segundo día y”…

Os ahorro, queridos lectores, la narración y paso directamente al tercer día:

- … “y el caballo, en cuanto oye tus pisadas, ya se pone en pie y está esperándote para que lo saques a pasear. ¿Lo pillas ahora?”.
- “Sí” (y además es cierto).
- “Ese caballo, si tú lo tratas bien, te responde. En cambio, si lo maltratas, te deja tirado”.
- “¡A ver!”.
- “Pues el músculo es así”.

Para que luego digan que en el gimnasio no se aprende, lo cual es un prejuicio que contra ellos, por envidia, tienen los intelectuales. Los intelectuales, la verdad, es que no se enteran de nada, y prefieren leer Madame Bovary antes que lucir unos buenos abdominales y tener en sus pantalones un culito bien formado. No saben, sin embargo, que a la Bovary le aburría su marido, siempre trabajando o metido en casa, y por eso salía a buscarse la marcha por ahí. Gimnasios no buscó -para qué nos vamos a engañar-, pero sí gente con dinero y con glamour, que era lo que a ella le faltaba. A mí, lo que me falta son mis abdominales, de modo que es esta pequeña pena la que me tiene distraídas las neuronas y salva de ser un intelectual. A ver: tenerlos, lo que se dice tenerlos, sé que los tengo porque me duelen cuando me agacho y porque dicen los que saben que todas las personas los tenemos, que es como decir que nos vienen instalados de serie. Lo que quiero decir es que echo en falta verlos. Pero no los añoro como si añoras un amor perdido -porque ese, al menos, lo viste y lo tuviste- sino como cuando miras al cielo por las noches esperando que vuelva E.T. o buscas en el periódico un concejal de urbanismo puro, inmaculado y limpio, es decir, que lamento la falta de abdominales con la misma desesperanza con la que lamento que no existan determinados personajes de ficción: que no existan -pongamos por caso- los Reyes Magos de Oriente, a los que pediría un set de abdominales, un tren eléctrico y una casa con piscina.

Sabéis -alguna vez os lo habré dicho- que a menudo he soñado con tener un cuerpo musculoso -dentro de un orden-, de esos que se adivinan por debajo de la camiseta. Sin embargo, debajo de mis camisetas no sólo no se adivinan los músculos, sino que a menudo parece que no hay nadie. Por eso, aunque me burlo, me apunto a los gimnasios, a ver si desarrollamos un poquito los bíceps y los tríceps. Aunque me burlo, en casa, cuando nadie me ve, desempolvo la colchoneta y las mancuernas y me pongo a practicar; luego, si me preguntan, tiendo a negarlo o a decir que me obliga el médico para quitarme el resfriado. La tragedia es que tampoco me sirven para nada, tanto secreto y tanta precaución, porque jamás consigo pasar de la primera serie: enseguida me vienen a la cabeza tareas urgentes e inaplazables que me quedan por hacer, como escanear los tickets del Consum o clasificar las chinchetas por tamaños y colores. Para no sentirme mal, maldigo al cromosoma y me prometo decirle cuatro cosas el día en que le ponga la mano encima. Satisfecho, me pongo la merienda y enciendo la tele. Entonces, sale un chico guapo y musculado: me arrepiento -como Pedro- de mi falta de fe y me prometo que a partir de mañana… Y así. Pero, antes, me termino la merienda: al fin y al cabo, es una de las patas del famoso taburete. ¿O no?


sábado, 26 de abril de 2008

El músculo es así, 1
Tú sabes qué es un taburete, ¿verdad?” Y yo digo “Sí, claro”, añadiendo lo de “claro” no por presumir, pues todo el mundo sabe qué es un taburete y es -imagino- la respuesta que de mí espera este señor. Estaba dispuesto, por amabilidad, a aparentar que desconozco todo lo que él esté dispuesto a explicarme, y tenía preparadas para ello varias caras de “No, no lo sabía” y algunas de “Qué interesante”, pero ante la mención al taburete -que, la verdad, me cogió desprevenido- opté, repuesto de la sorpresa, por sincerarme. Decidme: vosotros también sabéis qué es un taburete, ¿no es cierto?

No sé por qué será, pero la gente se empeña en explicarme a mí -con detalle, vocabulario y precisión- las cosas que sabe y que imagina que yo no. Vengo notando, desde que soy pequeño, esta manía de tomarse tan a pecho el explicarme a mí las cosas. No quisiera ofender, pero he llegado a la conclusión de que es porque tengo cara de listo -ya que no de guapo, el cielo me la dio de listo-: algunos, es cierto, ha aprovechado la cosa para decirme que “tú serás muy listo, pero la verdad es que”… (y se añade lo que sea, normalmente cosas hirientes como, por ejemplo: …“con cara de listo no se liga nada de nada”, y yo había de reconocer, en casos como este, que era cierto pero sabiendo que lo decían por envidia, porque ellos ligarían mucho pero -¡ja!- no se habían leído tres veces el Quijote, como yo, y eso sí que les picaba de veras), aunque la mayoría de las veces lo que hacen es empeñarse en demostrarme cuánto saben de algo de lo que yo no sé, como si ante la apabullante presencia de mi faz inteligente necesitaran justificar su nivel intelectual. El caso es que a mí nunca me ha hecho falta rodearme de seres inteligentes, y de siempre he escogido la charla que me divierte antes que la que me aburre.

En fin: heme aquí, una vez más, toreando una de esas conversaciones. “Pues mira:” -me dijo a continuación- “esto que dibujo aquí es un taburete”. Con un rotulador verde, un carioca de esos de la infancia, hace el asiento y las tres patas, “Porque un taburete tiene tres patas, ¿no?” “Sí, claro”, recibo el envite. “Y, ¿qué le pasa a un taburete si le quito una pata?” “Que se cae”. Primer recorte. “Muy bien. Pues mira” Y escribe -mientras yo lo miro desde la barrera- Entrenamiento junto a la primera pata, Alimentación junto a la segunda y Descanso junto a la tercera. Me mira, sin decir nada durante unos segundos. Como yo, aunque buen recortador conversacional, no soy de esos que aguantan una mirada, decido fijar mi atención en el taburete. Esto de no aguantar la mirada es -dicen, y estoy de acuerdo- un síntoma de debilidad. Las debilidades suele uno disfrazarlas de buena educación diciéndose, por ejemplo: “No es educado fijar la vista en la de los demás”, para poder así salir del paso un pelín menos avergonzado. Pero no es esta debilidad, de todos modos, de la que busco curarme en el gimnasio. “Esto que he dibujado son las tres patas del taburete. Se entiende, ¿verdad?”. Como veo que no es aún la hora de sacar a relucir las caras preparadas que traigo escondidas en el capote, vuelvo a un sencillo “Sí, claro”. “Y, ¿qué pasa si a este taburete le quitamos la pata que dice Entrenamiento?”. Por primera vez me reta: me mira de nuevo y entiendo que espera una respuesta. Pero, ¿qué toca ahora? ¿Acertar o errar adrede para que él se luzca? Creo que la respuesta es demasiado evidente para errar: se notaría que me equivoco adrede. “¿Qué se cae?”, aventuro a dejarle terreno. “¡Eso es! ¡Se cae!” Aplausos en el siete: esa era la faena que tocaba. “Si tú te alimentas bien y descansas lo que toca, pero no te entrenas, ¿crecerá ese músculo?”. Opto, nuevamente, por acertar, y eso que de músculos -lo confieso- no entiendo nada: “¿Que no crece?”. “Eso es”. Pienso en decir “Ahora lo entiendo” y provocar un cambio de tercio, pero este miura es más listo de lo que parece. Se me adelanta: “Y, ¿qué pasa si a este taburete le quitamos la pata que dice Alimentación?” Me parece que no tengo opción: le he dado demasiado terreno. Ahora toca seguir su juego. Hay que acertar. La respuesta, a estas alturas, es evidente: “Que se cae”, respondo sin poner siquiera la interrogación. No puedo esperar más: se ha crecido y es momento para cambiar de tercio. Espero de su parte un arranque final, quizá en forma de un “Eso es”, de un “Pues así, todo” o de alguna conclusión por el estilo, pero de nuevo me hace un falso: “Porque, si tú te entrenas y descansas lo que toca, pero no te alimentas bien, ¿crecerá ese músculo?”. Me obliga a seguir su juego y devuelvo la única respuesta posible: “No, no crecerá”. “Eso es”, me dice y me mira: me tiene enfilado, y no sé cómo ha pasado. Tiemblo al pensar que ahora podría intentar la envestida final, la fatídica tercera pregunta. “Será capaz” -pienso- “y eso que sólo le he preguntado si hay que desayunar mucho antes de venir al gimnasio”.

“Y, ¿qué pasa si a este taburete le quitamos la pata que dice Descanso?”. Lo hace, y quisiera echar a correr, pero vergüenza torera lo impide. El capote me da un respiro: “Que se cae”. “Eso es. Porque, si tú te entrenas y te alimentas bien, pero no descansas, ¿crecerá ese músculo?” Y le respondo -atención-: “No, no crecerá”. Ya no espero compasión: quien ha sido capaz de hacerme las tres preguntas -a Dios gracias, era taburete y no sillón-, es capaz de todo. Me tiene arrinconado. Me mira fijamente. Embiste y cierro los ojos y aprieto los dientes. “Pues el músculo es así”. Se detiene: el pitón apenas me ha rozado. ¿Eso es todo? Así parece. En el siete, pañolada, pero ya no hay vergüenza que valga: “Bueno, pues gracias. Ahora me tengo que ir”. Sólo había hecho un press-curl de través invertido y con mancuernas, o algo así, pero me escapé por el pasillo de las duchas, despacito primero -mientras él podía verme- pero en franca desbandada cuando me perdió de vista. Y es que el músculo es así.

lunes, 14 de abril de 2008

Últimas noticias.
Sí:” -me veo obligado a reconocer- “ando metido, como dicen los rumores, en amores hace tiempo”. Uno se hace cargo, también, del impacto emocional de la noticia, pues son muchos los años dedicados al cultivo del arte delicado y tenaz de la soltería. No añadiré que vocacional, pues a esto de la soltería se llega, las más de las veces, igual que se llega a ser subsecretario técnico o auditor: por las vueltas que da la vida. Claro que es algo que resulta menos gravoso para tus semejantes y hasta se puede llevar con dignidad. Pero un día vas y te dejas querer -así de simple- y, oye, descubres sorprendido que los resultados son la mar de buenos. Ahí está el truco, tan a la vista el tío que uno no lo ve. Y eso era todo. Pero si no lo ves, entonces ocurre que la soltería se te pone delante tan inevitablemente como Roma a los Tom-Tom de la Antigüedad, cuando todos los caminos llevaban a ella y entonces para qué iba nadie a comprarse el aparatito. Y es que no es bueno adelantarse uno a su tiempo, por mucho que los críticos de arte vengan dándole tanta importancia. Uno -decíamos- no lo ve y por eso toma caminos inadecuados como, por ejemplo, comprarse calzoncillos de Spiderman y coleccionar figuritas de Star Wars, lo cual conduce derechito a Roma y de por vida. O no se peina, no hace deporte ni se tiñe las canas, y estas cosas -lo juro- también llevan.

Los mismos que dijeron en su día que era un montaje lo de los americanos en la Luna, y que Hitler sigue vivo en el Brasil, dirán ahora que todo esto me lo invento. Ya digo que comprendo lo fuerte del impacto emocional, pues hay noticias que al más pintado le hielan la sangre y dejan marcado de por vida, como a mí, por ejemplo, la de aquel telediario en que dijeron que el gran Goscinny había muerto. No fue la de Franco ni la de Chanquete, sino ésta, la muerte que dividió mi infancia en un antes y un después y hasta creo que me puso en el camino hacia la ciudad eterna de los frikis del tebeo. Nunca lo olvidaré: me pilló con los cubiertos en la mano y el mundo se detuvo el tiempo justo para que se me enfriaran los fideos. Una vez me quedé sin ir al cine por no comerme una tortilla de gambas, pero no tiene nada que ver con esto.

Ya veis que no lo desmiento. No voy a meterme ahora, a estas alturas de la vida, en una guerra de comunicados. Las cosas, como son. Tentaciones he tenido, lo confieso, de venderme la exclusiva; y tanta más cuanto más sube el crudo de referencia, que esta vida que ahora llevo me tiene aborrecido ya del coche. Es que, en el campo, no se puede vivir sin él. Las Bucólicas son ahora una marca de aceite de motor y los perros pastores conducen furgonetas. Me mandaron de joven a Inglaterra y allí veía con asombro a las viejas conduciendo Vespas, viejas como mi abuela que hablaban en inglés y en lugar de hacer paellas hacían caballitos con la moto. Esto último es, como podréis comprender, exagerado; pero era cierto mi asombro al verlas pasar, veloces, con el pelo recogido en el pañuelo. Entonces pensaba que lo de ellas era británica extravagancia y lo de mi abuela puro valencianismo, y ahora sé que no hay valencianismo puro y que era, lo de ellas, nada más que necesidad: que en el campo -ya digo- no eres nadie sin vehículo. Tanto es así que el agujero en la capa de ozono -lo tengo claro- es ante todo un subproducto rural, lo mismo que las pastas de almendra y la fabada litoral. Y con esto, y sin querer, ya estoy dando algunas pistas sobre mi nueva situación.

Sí, señor: me integro poco a poco en el mundo rural porque lo son también los amores arriba mencionados, lo cual no significa que me vaya revolcando por el heno ni que haya de acompañarla por las tardes a poner las ovejas en su corral. No: que estamos muy equivocados, los de la ciudad, y nos creemos que aún es como en La ciudad no es para mí. Los tontos somos nosotros y es ella la que viene a buscarme con su coche, que es mejor que el mío. Digo esto porque hay que andarse con pies de plomo, que aquí, quien más, quien menos, guarda su escopeta de perdigones debajo de la almohada y a ver quién es el guapo que se burla de mi pueblo. Por eso, por precaución, lo dejo para la próxima.

Campestres besos y abrazos para todos.

lunes, 7 de abril de 2008

Hola a todos. He vuelto a apuntarme a un gimnasio. Sí: soy reincidente. Recordaréis el último intento por la lata que os di con la monitora. Ahora no lo he hecho por la monitora, sino por la barriguita que había empezado a verme: a uno le gustaría estar un poco presentable y que las mozas le silben al pasar. Luego decimos que no, que es por salud; pero se sabe que no es cierto. Además, que aunque nunca he sido un mister, por lo menos mis épocas he tenido de sentirme un poquito más en forma y bajarme al río a echar unos kilómetros. Nunca os conté lo de mis paseos en bici, los fines de semana, con mi amigo Javier: quedábamos los sábados o los domingos, metíamos la bici en el tren y nos bajábamos en algún lugar bonito. Estaba la mar de bien aquello, porque hacías ejercicio y conocías bares, sitios y gentes. ¿Cómo iba, si no, a saber por dónde paran Cortitxelles y El Brosquil? Luego, cuando Javi se puso a ser padre, hubo que dejarlo. Después estuve probando el Pilates en un gimnasio pijo, que me gustó mucho, bastante más que aquél otro -el de la hermosa monitora- al que me apunté después. Pero es que éste la tenía a ella. No me apunté por eso, la verdad, pero no importa. Lo que importa es que el asunto terminó, como ya sabéis, en huida, decepción e intento de atropello. Pero ahora, en este forzado exilio, y tras casi un año sin mover un solo músculo, pensé que quizá sería bueno volver a los deportes. Es notable -reparad en ello- el surgimiento de esta idea en quien, como yo, siente un respetuoso desprecio por toda actividad deportiva y cree que levantarse temprano es, ya de por sí, un esfuerzo considerable que debería puntuar en las oposiciones, desgravar en Hacienda y valer lo mismo que la asistencia devota y regular a los lunes de San Nicolás. Total, que aunque no se sabe si movido por la fe o por un inesperado ataque de vigorexia, decidí el otro día desempolvar el chándal, engrasar las articulaciones y reactivar mi decadente musculatura.
Decidí coger la bici y subido en ella bajarme a hacer la compra al Mercadona. “Total” –pensé- “son sólo siete kilómetros de aquí a Villena y, ¿acaso no eran muchos más los que devorábamos nosotros, añorado Javi, en los dorados días de nuestras excursiones?”
Dicho y hecho, y qué contento con la cara al sol y la compra en la mochila, y moviendo mi bici entre los árboles. Mas, ¡qué insensata alegría al partir y qué vergüenza, sin embargo, al regresar! Lucía un sol hermoso, soplaba un viento amable y sólo lamentaba no tener a mano una cesta de mimbre, un sombrerito de paja y una camisa blanca, cuello mao. Para colmo, el aire el huerto orea y ofrece mil olores al sentido. Volaba la imaginación y me hacía creer que vivía en el mundo alegre de ora el Padre Abraham y los Pitufos, ora Heidi y su abuelito, y el contento de la vida rural y sencilla me hacía cantar a plena voz, bien “Abuelito, dime tú”, bien “Hi-ho, hi-ho, en bici a por el pan”. Pero -¡ay!- el desengaño ya me andaba esperando por ahí.
¿Habéis oído hablar de los falsos llanos? Pues lo es, no os quepa la menor duda, el que hay entre Villena y Biar; y más que un Judas, el imbécil. Ya podría haberlo sospechado, yo, de haberme fijado en que, al ir, todo era un moverse la bici sola sin que yo tuviera más que dar unas pocas pedaladas, y más por el qué dirán que por verdadera necesidad. En otras palabras: que todo era cuesta abajo, y no sé por qué no me di cuenta. Sí, cualquiera hubiera dicho "Ya verás, ya verás la vuelta, tó p'arriba", pero yo no hacía más que felicitarme y "Ché, que aún estoy en forma". Y qué vergüenza, ya digo, solamente hora y media después. Qué cruel, la realidad, dejándose caer como un chaparrón sobre mis luminosas fantasías: ¡mira tú que obligarme a llegar al pueblo así, sudando a chorros -más que el otro amigo Nacho por los montes- y arrastrando la bici, el pan y los garbanzos! Y qué dolor de piernas, qué manera de tener agujetas y qué tentación de enviar para siempre al desván la bici, el mimbre y los Pitufos.
Hay otras maneras de despertar a la realidad, pero, como decía el anuncio, están en esta. No cayó la vergüenza en saco roto, y al otro día ya estaba yo buscando gimnasios por el pueblo.
Seguiremos informando y tomando vitaminas. Besos.

domingo, 30 de marzo de 2008

Hola. Yo siempre he guardado mi vida amorosa en secreto porque, entre otras razones, resulta ser un secreto tan pequeñito que es muy fácil de guardar. La mía es a las vidas amorosas lo que el 600 al mundo del automóvil: mítica, pionera y al alcance de cualquiera. Mítica porque hay quien duda de que exista, pionera porque nunca he pasado de aprendiz y lo último porque se termina de contar en dos patadas. Por eso no voy pregonándola por ahí: porque no es para presumir. Ahora me llegan quejas de los lectores: que si estoy ocultándoles algo. Pues sí, lo reconozco. Pero no lo hago por maldad, no, sino por vergüenza, pues, ¿acaso no guardamos en secreto lo que nos avergüenza y presumimos de lo mejor que tenemos? Por eso yo no presumo de nada y hago mías las palabras del filósofo: “Sólo sé que no ligo nada”. Dicen que más vale callar y parecer tonto que abrir la boca y confirmarlo, y yo, que creo en el refranero, me apliqué pronto la enseñanza: más vale parecer que no te comes una rosca que contar tu vida amorosa y confirmarlo. Dejo que la imaginación vuele y se me atribuyan romances sin que tener yo que mentir.

Y así hemos ido funcionando desde los remotos y no añorados tiempos de la adolescencia, esa terrible enfermedad. Pero ahora soy mayor y me llegan estas quejas que me tienen pensativo, pues nunca como ahora tuve tanto auditorio ni encontré tanta expectación: nada menos que seis mensajes en el último post. Así que -me digo- quizá tenga una obligación moral con los suscriptores de mi blog y sea de justicia atender sus peticiones. Seamos pues valientes, rompamos el precinto y violemos -dicho sea con buenas intenciones- la amarga etiqueta del top secret. Sí, en efecto: algo hay.

¡Qué alivio! Ya me siento mucho mejor, pues no hay nada como confesar para sentir ligereza en el alma. Y ya se sabe que, una vez dado el primer paso, los demás ya vienen solos. Así que quizá sea sensato descansar y dejarnos ya por hoy de confesiones. Bajemos al bar a tomar unas cervezas para celebrarlo, que yo invito. Qué bueno es romper esos hábitos tan arraigados que parecen haber nacido con nosotros, lo mismo que el hígado o la nariz. Miradme a mí, que nunca había invitado a nada: sabed que yo no nací tacaño, sino que me hice con el tiempo. Intentadlo -cambiar de hábitos, quiero decir, y no nacer tacaños- y os sentiréis como nuevos.

Confidentes besos a todos. Ya me contaréis.