miércoles, 1 de octubre de 2008

Toda la vida -a partir del momento en que era razonable hacerlo- me han estado preguntando si ya tenía novia. Quisiera hacer hincapié en ese ya que hace aún más malvada la pregunta, pues añade impaciencia a la curiosidad. Esta es -obsérvese- una de esas cuya respuesta es un no. Hay gente -devoradora, como la Esfinge, de incautos- que suele hacer este tipo de preguntas. Está uno tan contento con, digamos, su coche nuevo, pero el preguntador malvado llega y formula la siguiente: “¿Tiene servofrenos hidráulicos asistidos por ordenador?” O tienes doce años y has montado, por primera vez en la vida, tú solo, el belén de tu casa, y entonces: “¿Se encienden las luces en el portal?”. O: “¿El riachuelo es de agua verdadera?”. Dos veces no: el río no es de agua, sino un trozo arrugao de albal y no, no se queda uno bien con semejantes preguntas, pues el no es una respuesta que deja muy mal cuerpo, mientras que el sí ensancha el pecho y respira uno mejor. El malvado suele rematar la faena con un “Pues el mío -coche, belén, río- sí”, y por eso es, creo yo, por lo que existe este tipo de preguntador: porque necesita responder síes una y otra vez y, para asegurárselos, se hace él mismo las preguntas. Es cierto que no haría falta obligar a alguien, primero, a confesar un no, pero es que no sería malvado si no lo hiciera. En el asunto este de las novias, además, queda uno escaldado preguntándose si lo del mal cuerpo es causa o consecuencia. Pero ahora no es momento para desfacer complejos.

Así que lo bueno de tener novia es sentirse homologado, lo mismo que si fueras un diploma extranjero o un tubo de PVC. Homologado, sí, lo que significa ser del montón y como todos los demás, sin anomalías y apto para encajar en cualquier lugar. Es bueno ser como todos los demás, precisamente porque es malo y difícil de llevar que te señalen donde vayas al llegar con las miradas y en ellas leas la impertinencia de un “¿Por qué será?” que viste a tu persona de sospecha. En cambio homologado -reconocido, etiquetado- eres de fiar y nadie se pregunta ya por ti. Ser normal cierra para siempre todo interrogante y garantiza intimidad, con la cual ya puede uno, al abrigo de preguntas, limpio o sucio, normal o no, entregarse confiado a sus rarezas, que de estúpidas ocupaciones pasan a ser simpáticas peculiaridades.

Únicamente -eso sí- las preguntas de la madre van cargadas de buenas intenciones, porque madre sólo hay una y sabe bien que no es bueno -como en su día barruntara el Creador- que el hombre esté solo. Siempre se ha dicho que la vida del soltero es dorada y a la sal porque hace lo que le da la gana y gasta su dinero en lo que quiere, pero ella sabe que eso es un tópico, pues hay cosas que no está bien hacerlas solo y esas se las pierde. Pongamos un ejemplo inmaculado: uno quiere un día hacer una excursión a un pueblecito, llevarse un bocata y comer allí a la sombra de los pinos, pero no puede hacerlo porque así -como queda dicho- no tiene la cosa chiste. Tiene que dedicarse antes a buscar familiares y amigos -o (en su defecto, con eso basta) conocidos- que quieran ir con él, por si alguno pica. Por eso las agendas de los solteros están llenas de números de teléfono: no porque sean listados de rubias de buen ver (que están esperando a que uno las llame para amistad y lo que surja), sino que las usan -a las agendas, no a las rubias- para buscar ayuda, a ver si alguien se digna a acompañarlos al campo o de paseo; y es también por eso que los solteros desarrollan capacidad discursiva: para convencer a los amigos -y no a las rubias- de que salgan con ellos a pasear. Pero en la misma medida en que el soltero se hace vendedor de ideas y proyectos, los amigos -que, para delicia de sus madres, andan ya casados y con hijos y tienen una vida muy hecha y complicada- se vuelven directores de casting y tan solo te responden, en el mejor de los casos, con un escueto ya te llamaremos. Es que necesitan que el plan se les proponga con quince días de antelación. Pero uno no siempre tiene tan organizadas sus actividades, con lo cual, el soltero, o contrata secretaria -rubia, si puede ser-, o se queda en casa, o se anima a irse solo por ahí, a la sombra de los pinos.


Y, sin embargo, ahora que conozco la respuesta, ahora que podría dar el sí que borrara la frustración de tantos noes acumulados con los años, ahora -¿lo podréis creer?- ya nadie me hace la pregunta. La Esfinge está callada y aún más cruel, sabiendo que me tiene a la que salta y que me quedo, como el vecino aquel de Burgos, pensando: “¡Dios qué buena respuesta, si hubiese buena pregunta!”.
Hala, pues.

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