martes, 6 de mayo de 2014

Serie SENSE NATI!, segunda época. Mambrú se fue al DC

MAMBRÚ SE FUE AL DC

Me he venido a Washington, como os decía, y eso que tampoco era yo, en principio, muy partidario. Lo malo es que la Jose suele tener razón, cosa que -por cierto- desanima bastante, y más si no encuentra uno el modo de decir que tenía planificado, para esos mismos días, un ir y venir de la cama al sofá, con sus paradas en la nevera, o explorar, si acaso, esas pocas heladerías recomendadas que aún no había probado en Cincinnati. Así que, a falta de sólidos argumentos en contra, he cogido el tren y aquí estoy.

Así es el mundo, estoy casi por decir: que lo importante en esta vida no son las convicciones, sino los argumentos en contra. Pero a mí no me salen o los que me salen no me los creo ni yo. Y así vamos. Podría haber dicho, por ejemplo, que se me ha metido en la cabeza, en esta segunda visita, que este es un país un tanto agresivo y muy machote. No me preguntéis por qué -¡no tengo argumentos!-, pero es la razón por la que no me atrevo a hacerle una foto a una casa ni a un coche, de miedo de que salga airado el propietario, ni mucho menos a un agente de la ley: le parece a uno que lo que en casa es insolencia o mala educación, aquí podría ser delito. Y bonicos son ellos.

Que se trata, como digo, de un país un tanto bélico, ya se nota en el DC, con tanto memorial de tanta war por la freedom, y que son los veteranos los mejores de entre nosotros, aunque alguno que otro, mendigando, ya se está viendo por ahí. Y si el de la guerra de Vietnam -sinceramente lo digo- alcanza a arrancarle a uno cierto sentimiento, la verdad es que el resto le deja con cierta sensación de "pero, hombre, ¿qué necesidad había?".

Es que llega uno a pensar que el DC es un Las Vegas a lo patriótico, o Las Vegas un DC del cachondeo, ambos un tanto exhibicionistas de la patria, de la guerra, de la juerga y del dinero. Y que las figuras king size de tías en pelotas que decoran, en Las Vegas, el casino ambiente Roma alguna relación deben de tener con las de los soldados en acción que se ven en los monumentos a la guerra. Ellas quizá son las novias de ellos, o ellos quizá los compradores del Playboy donde aparecen ellas. Me inclino más por la segunda, porque tienen ellas un no sé qué de implante mamario que, a decir verdad, no dan el tipo clásico y más que a las puertas del templo las veo a las del puticlub. Lo mismo que ellos y ellas, así todo el DC tiene ese gigantismo, esa monumentalidad siliconada que revienta los cánones de la gracia y le hace a uno -ya lo he dicho- exclamar: "Però, home... Açò és precís?".

Un cierto remanso de paz -que el DC también los tiene- vine a encontrarlo sin más guía que mi propio tacañismo, que quiso convencerme de que un albergue regentado por cuáqueros daría un toque exótico a la excursión. Y vaya si lo hizo, que hay que ver qué cara se le queda a uno cuando ve un albergue con sala de oración y biblioteca. Esta última, tan llena de títulos pacifistas que no las tenía yo todas conmigo que no fuera ilegal en el DC. La sala de oración, sin embargo -y ¡ay!-, cuadrada, blanca y vacía, a la que todos los huéspedes están invitados a meditar un ratito cada mañana, mejor sin desayunar, que con la tripa llena no se encuentra uno, tenía dentro, el día que yo fui, un solo cuáquero, varón, caucásico y en chancletas, no se sabe si sentado a dormir o simplemente tropezado en la butaca.

Roncador, además, y a conciencia. Y yo que, ya puestos, me había dicho "vamos a ver si medito un poco el desayuno", pues ya no me podía concentrar, con la tormenta y el estruendo, y quise preguntarle si podía meditar un poco más bajo, por favor, si es que su religión se lo permite. Pero ni caso. Digo yo que a tan profundo nivel de meditación se llega tras largos días de renuncia y ascetismo o tras largas noches de juerga y perdición. Término medio no hay.

Tampoco pude, claro, comprobar si era de veras cuáquero o transeúnte como yo. Pero el bélico roncar del muchacho me hizo pensar, en todo caso, que a los cuáqueros más les vale abandonar el DC sin perder tiempo, no sea que por influencia ambiental dejen el worship y se me suban al warship, que es un juego de palabras para el que hace falta más inglés del que yo sé pero no me voy a poner ahora a comprobar si está bien, que ya está bien. Por ahora.

viernes, 2 de mayo de 2014

Serie Sense Nati!, segunda época. Karkaputt!

KARKAPUTT!

Se le ha roto el coche a la Jose. Pero roto, roto. Al desguace, vamos. Y la cosa es una tragedia, no porque se le haya cogido cariño, que no -ojo, que me refiero al coche-, sino porque en Cincinnati la vida sin coche no es vida. Puedes ir en autobús, pero eso ya dijimos en un post de la primera serie que es algo bastante duro. Si no tener coche es lo mismo que estar muerto, viajar en autobús es como ser un zombi: un muerto viviente o, mejor, un muerto viajante. Puede que suba uno limpio y repeinao, pero seguro que, al bajar, ya no es el mismo: los amigos te encuentran algo raro, la familia te pregunta si estás bien y tu madre sospecha que te drogas. Solamente vale la pena para desplazamientos largos, y con eso no quiero decir "lejos" sino "para mucho tiempo". Pongamos el día entero. Desayunas, te vas y ya si eso vuelves a cenar. El bus de Cincinnati es, en realidad, una manera asequible y popular de comprobar la teoría de la relatividad, pero al revés. En el experimento fetén, el astronauta que va al espacio no envejece, pero los que se quedan en la Tierra -salvo Jordi Hurtado, és clar-, sí; en el bus de Cinci, el que ha envejecido es el viajero. Y, oye, tampoco hay que quejarse de que salga la cosa así, pues, ¿qué esperabas, por un dólar setenta y cinco centavos? ¿El CSIC?

Pero no quiero insistir en el bus, que ya lo hice una vez, ni en el coche, que también, sino al hecho propiamente dicho de la muerte del vehículo automóvil, que fue repentina y en medio de la calle. Le dije yo a la Jose: "Escolta: que ix fum del motor". Com que jo no sé de mecànica, ni si el coche tenía este tipo de costumbres, por curarme en salud añadí: "Açò és normal?" Se ve que no, porque la Jose inmediatamente llamó a la grúa. Y así, sin más, quedó muerto y humeante en plena calle, lo cual es siempre triste, pero un poco menos si se trata de un barrio pijo, pues algo del glamour ambiental parece que se pega siempre.

Tampoco ha sido una sorpresa, todo hay que decirlo. Estaba achacoso, el pobre, y para poco trote. Que si un ruido por aquí, que si una pérdida por allá, que si resoplidos y dificultades para subir las escaleras, y cosas así. Ya nos lo dijeron, cuando lo adoptamos: durará lo que dure, que está muy machacao y se ve que los dueños anteriores le dieron lo suyo. Y todo era un ir y venir de la consulta: "¿Cómo lo ve?". "Pachuchillo. Si lo cuidáis bien...y no le exigís demasiado, al pobre".

¡Y cogemos y nos lo llevamos a Chicago! ¡Una bolsa de millas para ir y otras tantas -claro- para volver! Vale que despacito, para que no le subiera la tensión, pero ya en el viaje de ida nos dio un aviso: se le puso amarilla una luz, y es cosa sabida que cuando a un organismo se le pone algo amarillo, ¡prepárate para parar! ¡Pum! Es la lógica del semáforo. Y así, parando, parando, fue y volvió. ¡Hombre! Digo yo que tuvo con nosotros una segunda juventud. ¿Quién le hubiera dicho a él, cuando estaba allá en el dealer, que viajaría a Chicago, que surcaría los caminos de Kentucky y que se vería rocanrolear en Nashville? Todo un ejemplo para la tercera edad automovilística. Tenía que haberse consumido, roñoso y oxidado, en un miserable y oscuro rincón del parking, pero murió sobre el asfalto, con las ruedas puestas. ¡Amén!

Pero a mí me dejó sin cenar sushi, el muy... ¡Que a eso íbamos, cuando estiró el embrague! ¿No te podías haber esperado un par de horas, hombre?