sábado, 20 de diciembre de 2008

Apatrullando el interior, año 2, nº 7


Hola. “El frío y la crisis han llegado a la galaxia.
Los valores y el mercurio viajan de la mano y han traído a este planeta los rigores de la estafa y del termómetro. Quién lo hubiera dicho, en este planeta gigante y gaseoso en el que vender humo no es delito sino industria nacional. Pero van quebrando las empresas saturninas a la vez que cae la nieve y las colas del INEM -proporcionales, como la nariz de Pinocho, a la magnitud de la mentira- son un poco más largas cada día”.

Pero hasta aquí puedo leer. Lo que seguía, en mi primera idea, era decir que en el zoo teníamos, por el paro, más visitantes que nunca: con eso hubiera hecho referencia a que vienen más alumnos a la escuela desde que ha llegado esta cosa de la crisis. Pero como el reírse de las desgracias ajenas nunca ha sido de buen gusto, sobre la marcha cambio de objetivo y decido contaros algunas cosas sobre el frío, que también es hoy tema de portada. Estoy en una casa -vamos allá- en la que tener nevera es gasto inútil, y con eso lo digo todo. La mantengo por costumbre y porque me gusta tener pescado congelado. Soy como el tipo del anuncio de Gas Natural, y tanto nos parecemos que hasta me he comprado unos calzoncillos largos como los que usaba Michael Landon en La casa de la pradera. Más aún: los compré para dormir y ahora me los pongo para ir a todas partes. No son de felpa, lo confieso -ni tienen ventanita en el culete-, sino de un tejido negro muy finito que se pega bien al cuerpo y que le dan a uno una imagen a lo Tom Cruise en Misión Imposible I y hasta II. Sólo con eso bastaría para venderlas como rosquillas, pero si estudia uno el envase se da cuenta de que el fabricante no confía en los espejos -y menos en la vanidosa imaginación del comprador- y se ha embarcado en toda una campaña para hacernos creer que es guay llevar sus calzoncillos. ¿En qué se le nota la intención? Pues en que en la caja no pone calzoncillo largo -carpetovetónica denominación- sino prenda térmica y viene impresa -la caja, no la prenda- con fotos de personas que lo pasan bien haciendo deporte. Y yo digo que bastaría con el frío para hacerles propaganda -como para darle un palo a Bonaparte-: tanto es el que hace aquí en Villena.

Me dijo una conocida madrileña que jamás había pasado tanto frío como en su primer invierno en Valencia, y que eso no era cosa del termómetro sino de la costumbre: la que teníamos los valencianos de no poner calefacción en casa. “Total, -decíamos- ¡para dos meses al año que hace frío!”. Y en esos dos meses casi coge mi amiga una pulmonía. Pues eso mismo deben de pensar aún los de Villena, pues, total, ¡para seis meses al año que hace frío! Pero el de aquí, como dijo alguien, llega a “estalactitar”, palabra imposible que a mí -ya veis- me gusta. Y así estoy, con dos estufas eléctricas que trabajando a pleno rendimiento no consiguen calentar la casa. Aunque no lleguen más que a mantener el frío a raya, estoy seguro de que bien las hubiera querido el bueno de Jonathan para la suya en la pradera.

Tendré, por cierto, que repasar mi ensoñación porque no recuerdo si también las tenía nuestro habitáculo en el zoo. No sabeis lo que refrescan las noches de saturno. Lo que sí recuerdo es que soñé que, indolentemente tumbado en el suelo, después de ingerir el rancho, me quedaba mirando a los saturninos pasear y me preguntaba si habrían venido para distraer la crisis y si llevarían, también ellos, calzoncillos largos. Y eso, señor fabricante de los mismos, sí que hubiera sido una propaganda chula: "Los llevaban los Ingalls y los llevan los marcianos".

Besos y abrazos.

sábado, 13 de diciembre de 2008

Apatrullando el interior, año 2, nº 6


Hola. Os contaba en la segunda entrega de Apatrullando, año 2, que una vez me dio por imaginar que me encontraba secuestrado por extraterrestres y depositado en un zoo fabuloso y espacial en alguna galaxia muy lejana, que mis compañeros de trabajo habían corrido la misma suerte y que los naturalistas de aquel lugar nos habían montado un pequeño ecosistema terrícola para que nos sintiéramos como en casa. Lo recordáis, ¿verdad? Os decía también que el ecosistema más apropiado para mostrar tal cual es al Homo Sapiens sería -en mi opinión- la oficina, el taller o como quiera que se llame el lugar en que trabaje cada uno. Hasta aquí, nada nuevo. Pero -esto lo es- imaginé además que ellos, mal documentados, nos habían montado un espacio propio tan agradable y majo que ningún visitante de la Tierra que lo viera, si pudiera, lo tomaría nunca -ni jarto de vino- por taller, despacho u oficina. Reconozco que a veces me dejo arrastrar por la imaginación. ¡Oh, poderosa tú entre las potencias del intelecto: déjame libre por un instante para contar a esta buena gente cómo es de verdad -más o menos- el lugar en que trabajo!

Estamos en un espacio francamente rectangular, de tantos metros de ancho por tantos de largo, atravesado en sentido longitudinal por un pasillo -una ele paticorta- desde el cual se accede a diferentes habitaciones, la mayoría utilizadas como aulas y unas pocas como sala de profesores, despacho y biblioteca. Además, hay una garita de conserje que, por las cosas de la vida, no está junto a la puerta -como debiera- sino instalada lo más lejos de ella que se ha podido. Uno entra en nuestra escuela y se encuentra, sin más, en el principio de un largo pasillo de paredes ocres, tubos fluorescentes y puertas de color indefinido. Desde allí también se ve, al final, una especie de mampara de baño blanca que no es un baño -claro- sino la garita del conserje. Al llegar a ella tiene uno dos opciones: o girar a la derecha (primera), con lo que se encontraría con una pequeña prolongación del pasillo -el rabito corto de la ele- a la que se abren despacho de dirección y biblioteca, o girar a la izquierda (segunda), y entonces se daría un golpe contra un panel de madera blanca que alguien ha puesto ahí para separar nuestra escuela del colegio que hay debajo. Eso es porque estamos de prestado en el primer piso de un colegio de primaria.

La sala de profesores no es muy grande y la tenemos abarrotada de libros y papeles. Las estanterías ya no dan más de sí y la avalancha se nos come hasta la mesa. Tenemos también unas cortinas de tiras verticales que nos dan alegría y mucho alivio porque las ventanas de ese lado dan al oeste y el sol ahí golpea de lo lindo, y más cuanto que no hay nada delante que haga sombra: gentilmente, Villena se hace a un lado y nos ofrece buenas vistas de La Mancha. Las puestas de sol son, casi siempre, espectaculares. Por la noche queda encendida en el centro del pasillo una luz blanca muy potente: la de la máquina de chocolatinas. Ya os dije un día que no tenemos bar porque los cuatro gatos que somos no constituimos -se comprende- un mercado apetecible. Pero al final, como todo tiene su lado bueno, por la carencia uno termina llevando fruta para merendar. Junto a esta máquina hay otra de café, pero a nosotros, a los profes, nos han puesto una mejor y más pequeña de la que también -estoy seguro- os habré hablado antes.

Estos es, pues, mi espacio cotidiano. Otro día os diré -ya que insistís- cómo es la biblioteca y os contaré algunas cosas de mis compañeros. Pero dejo por el momento tan espinoso tema y os diré lo que, si volviese a vivir el sueño que os contaba, encontraría un visitante del zoo en el folleto informativo: “Contemple al Homo Sapiens en su entorno. Vea el lugar en que trabaja y vive. Vea cómo pierde el tiempo en una actividad tan incesante como improductiva. Acérquese a nuestra instalación y compruebe que no le falta detalle: su funcionario incompetente, su alumno maleducado, su máquina de fotocopias recién estropeada. Lunes cerrado”.

Pues eso.