In Extremis
Panorama de mis andanzas en la comarca de l’Alt Vinalopó. Y no es la menor que en Villena me haya hecho un análisis de sangre. Hay acciones que a las personas nos unen con lazos sólidos a los lugares que habitamos. Me perdonaréis si os digo que no hay acción que haga crecer más las raíces que visitar al señor Roca: lugar en el que has cagado un par de veces ya no es lugar extraño. A lo del análisis no es que obligue el ayuntamiento, sino el estado de mis adentros. Es que, de un tiempo a esta parte, me estaban doliendo las tripas y las rodillas. El primero es molesto porque viene acompañado de un curioso de cambio de estado de la materia: de sólido a gas en el interior de mi estómago. El segundo lo es menos porque sólo me pasa cuando hago deporte: vamos, que lo descubrí por casualidad subiendo las escaleras de mi casa, una vez que andaba un tanto desmemoriado y me la pasé sube baja sube baja toda la mañana. Pero, ¿y el pinchazo? Un pinchazo bien dado es, amigos, como una chincheta con la que te clavan la comarca en el tablón de corcho de tus afectos. Un pinchazo que no le duela al cobarde que yo soy es como una invitación a quedarse para siempre en los alrededores de la consulta, es la tentación de declararle tu amor a las manos que te pinchan y pedirles que no se separen nunca más de ti. Lo que pasa es que al otro lado de esas manos había un tipo con bigote. En fin, que nadie es perfecto, como dijo Osgood.
Luego, está el Mercadona. La primera visita al Mercadona local es también un momento importante en la vida del desplazado. Luego, resulta que son todos iguales, pero lo importante no es el contenido, sino el hecho de que, por primera vez, necesitas comprar leche, pan y papel higiénico en un sitio nuevo. Es casi emocionante pagar en caja esos artículos de primera necesidad (siendo el último, en el estado de mis tripas, especialmente necesario). Y sin embargo entre tanta uniformidad salta un día, de repente, el hecho diferencial. He aquí la complejidad político-identitaria del Mercadona: que, por un lado, allá donde vayas te permite mantener sin menoscabo tu valencianía -como yo lo he vivido comprando fartons Polo en el de Alcorcón (Madrid)- mientras que, por otro, abre la puerta a sutiles mecanismos de recomposición y diferencia de fronteras para adentro. Esto se nota, en el de Villena, en que hay en el armario del pan tortas frescas para gazpacho -producto que jamás encontrarás en uno de Valencia- fabricadas en Almansa. Y la relación Almansa-Valencia no deja de tener su miga -nunca mejor dicho- según se mire. Por lo menos, ha dado lugar a un refrán, un cuadro y una maqueta en el Museo de los Soldaditos de Plomo. Ahí es ná.
¿Y el frío? Esto sí que es nuevo para mí. Yo, valencianet de l’horta hasta donde alcanza la memoria de mis genes y de mis memes, no estaba preparado para esto. No esperaba encontrar mi coche cubierto de una capa de hielo a las diez de la noche. Me han tenido que enseñar a ponerlo en marcha en estas condiciones: hay que tener mucho cuidado para que no sé qué parte del motor no envejezca de modo prematuro, pero a mí, más que asustarme, me gusta la idea de adquirir estas destrezas de tanto arraigo local. Le parece a uno que se convierte en habilidoso nativo, en imprescindible sherpa de l’Alt Vinalopó. Dicen que mi tierra se desertizará en poco tiempo -maldita sea-: esta parte de aquí se convertirá, supongo, en un desierto frío. Que haberlos, haylos.
Y, bueno: seguiremos informando.