miércoles, 23 de diciembre de 2009

Horarios (2)
La otra opción es, decíamos, renunciar. Se trataría de decirse a uno mismo: "Mira, lo que has de hacer es quedarte solamente con lo de leer e ir a hacer deporte -por ejemplo-, y ya está: ya tienes tiempo para todo". Parece fácil, pero no lo es tanto. Lo complicado de renunciar está en arreglárselas para que la decisión no curse como fracaso. Porque si uno le dedica tiempo a preparar sus clases es porque quiere ser buen profesional; si a leer, es porque piensa que no puede rebajar su nivel cultural; si a cuidar su inglés, porque quiere ser competitivo, y así todo lo demás. Podréis decir que es algo pretencioso todo esto o que es un gran malentendido; que quién puñetas me obliga a leer a Proust o a ser competitivo. Podría estar de acuerdo, y más ahora que un amigo, que lo está pasando mal por una enfermedad muy dura, no hace más que decirme que me olvide de tonterías y aprenda a disfrutar de lo importante. Estoy de acuerdo en que lo peor que puede pasarle a uno es llegar al final y arrepentirse de lo que no hizo: en mi caso, salir más a pasear, disfrutar más de la lectura y cuidarme un poco el cuerpo y la salud. Si por algún extraño artificio me enterara de que de aquí a dos meses se me iba a acabar la vida, dejaría de preocuparme por el curriculum y los honores y me dedicaría a leer alguna cosa que me queda pendiente, a visitar algunos sitios y a tomar un poco más el sol. Es cierto, sí, pero también lo es que -afortundamente- no vivimos pensando que nos hemos de morir mañana, sino que tenemos toda la vida por delante y no es, por eso, cuestión de tumbarse a la bartola.

Todas y cada una de las cosas que todos y cada uno de los días quiero hacer me parecen imprescindibles. No me animo a pedir, como en el chiste, que me quede como estoy. Quiero más, lo confieso. En mi caso, no más dinero -¡por favor!- sino más prestigio. Me contaban, en mi educación religiosa, que la gente se perdía por dinero, por prestigio o por poder -mundo, demonio y carne de la religiosidad progre-, y que otros son los verdaderos valores de la vida. Y no digo yo que no, sino que a esos otros, a los buenis, sólo se acoge uno cuando ve que el final se acerca. Es aquello -que siempre me pareció trampa- de tomar los hábitos el día antes. Pero a todos aquellos que somos un poco ambiciosos nos parece que tampoco va a pasar nada si dedicamos un poquito más de tiempo a desviarnos por el camino equivocado.

Toda la vida, desde pequeñito, me han estado diciendo que yo era muy listo, muy estudiante y muy trabajador y, en mis cumpleaños, me regalaban libros de Los cinco y a mis primos balones de fútbol. Ahora, claro, lo que yo quiero es llevar vida y honores de listo y trabajador. Es lógico y además la culpa no es mía, ¿verdad? Por eso, lo que a mí me molaría es ser un intelectual respetado, de esos con una larga lista de publicaciones, que cobran por dar conferencias, que tienen plaza de profesor en alguna universidad y alguna teoría interesante sobre algo. Pero no de esos -atención- que hacen de tertulianos de radio, que para mí lo verdaderamente intelectual es tener la decencia de decir "sobre eso no sé nada". Ahora, por el contrario, mi curriculum es bastante vulgar -como el que tienen decenas de miles de personas sólo en mi comunidad autónoma- y tengo un trabajo tal cual. Porque me hacen sentir menos, me humillan las noticias del éxito de los demás -particularmente los que viajan y hablan inglés: no sé qué tiene el extranjero que siempre me parece más importante-. Ahora me veo en el trabajo y me siento del montón: lo que hago lo puede hacer cualquiera, y hasta mucho mejor que yo. No vale, me digo: ¿no era yo ése que tenía que hacer cosas tan importantes? Vale, sí, de acuerdo. Pero, ¿no os estoy diciendo que a mí lo que me pirra es el prestigio?

Por eso lo del horario. Por eso la obsesión de que todo tiempo ha de ser productivo: doctorado, inglés, cursos y cursillos, escribir, leer, estudiar. Y como vivimos en la época de cuidarse la salud, pues también hacer ejercicio, estiramientos, excursiones, yoga y meditación. Lo que no sea eso es perder el tiempo, pero la verdad es que me gustaría más, en el fondo, hacer un curso de cocina.
Pero ahí está ese combate sin tregua entre pereza y ambiciones. Ahora mismo, por ejemplo, tenía previsto estar en el gimnasio, pero aún llevo el pijama puesto. ¿Qué habré hecho al final del día? No sé, quizá leer un rato, mandar un par de correos electrónicos, perderme un rato en la red y después comer, dormir la siesta en el sofá, quizá terminar este post.





miércoles, 16 de diciembre de 2009

Horarios


Dijo la tele el otro día que Emilio Botín se levanta cada día a las seis de la mañana, hace ejercicio durante una hora y luego ya se pone a ganar dinero. Imagino que algo desayunará, entre una y otra actividad, agotadoras ambas amén de buenas para su salud. Yo nunca he sido tan constante ni tan madrugador como el señor banquero, y mejor me iría, pues se me pasan los días sin hacer con ellos nada de provecho. Es más -ya se ha dicho, me parece-: este no saber a qué dedico el tiempo me ha llevado a ser el inventor de la retroagenda, es decir, de la agenda en la que uno apunta lo que ha hecho, no lo que va a hacer, porque, a mí, lo que me resulta difícil de recordar es en qué demonios se me ha pasado la semana. Cuando los amigos me preguntan qué hago con mi tiempo libre -ya que tengo tanto- no sé qué decirles y eso me da mucha vergüenza. Un amigo de mi padre, que tuvo también mano en esto del dinero, me habló una vez de las excelencias de aprovechar bien el tiempo. Mi problema no es de ganas, como se ve, sino de organización. Pero yo, por mucho que lo intento, es que no consigo organizarme.


Vale que soy de esos que irán al infierno a causa de la pereza -bueno, tendrán que llevarnos porque, ¡qué pereza, bajar!-, pero no creo que en eso esté todo el problema. De hecho, que admire yo los madrugones del banquero y recuerde los consejos del amigo es señal de que me gustaría ser como ellos. Vamos, que no estoy orgulloso de este pecadillo mío y espero que el arrepentimiento me valga para que me manden solamente al purgatorio que, según he visto en el Google Hell, anda un poquito menos lejos y a lo mejor hasta iba por mi propio pie.

Mi problema -obsesión, quizá- es el horario. En diseñar el horario perfecto y seguirlo a rajatabla estriban mis esperanzas de triunfo en esta vida, porque quisiera hacer tantas cosas cada día que no acabo de encontrar la manera de encajarlas todas. Diréis que esto no casa bien con la pereza, pero es que ser coherente a todas horas también es una hartura, la verdad. Le doy vueltas a todo esto y barrunto si no estará la trampa en querer hacerlo todo cada día. A mí me gustaría, a saber, tener tiempo para ir a hacer deporte (pero pereza nivel cinco sobre cinco), para leer (pereza uno sobre cinco), para escribir cositas en este blog y otras más que no os enseño por pudor (pereza tres sobre cinco), para estudiar lo que sea (pereza dos sobre cinco), para preparar las clases de la tarde (pereza tres sobre cinco), para salir a pasear por el campo (pereza cuatro sobre cinco) y hasta para bajarme al bar del pueblo para hacerme un café y confraternizar con los paisanos (pereza dos sobre cinco). Ya se ve que es difícil ajustar tanto una jornada y que va directo al fracaso y al stress el que lo intente. Lo sensato sería optar por una de las dos vías que a continuación expongo: uno, repartir; dos, renunciar. Pero la imagen de Botín y otros prohombres exprimiendo su tiempo al máximo viene siempre a avergonzarme. Como en los dibujos animados, una figurita flota junto a mi oreja izquierda y otra junto a la derecha. Una me susurra: "Mírame a mí, que me levanto a las seis a caminar" y la otra: "Mírame después a mí, que trabajando me dan las tres de la mañana". A veces, encendidas por ellas las pasiones del alma, tomo la radical decisión de -a partir de mañana- acostarme más tarde o levantarme más temprano; pero dormir me gusta demasiado para ir reduciéndome la dosis. Y hablando de dormir: otras, después de haber perdido la mañana entera, me hago un café y, echado en el sofá, recuento las horas del día y me digo: "Ocho de dormir, siete de trabajar y sobran nueve. ¡La de cosas que se pueden hacer en nueve horas!" Sin embargo, hay algo que no entiendo: ¿cómo es que desaparecen de ese modo? ¿Dónde se meten?

La otra opción es renunciar. Pero éste es tema tan gordo que se queda pare el siguiente post, cosa que decido hacer ahora mismo porque se me han hecho ya las horas de dormir. Seguiremos informando.


Besos.

miércoles, 18 de noviembre de 2009

Bueno, pues vamos a ver qué tal se nos da hoy. Me refiero a entrar -que con este intento ya son tres- en cosas del sentimiento y los interiores del alma. A ver. Que si dice Sabina no sé qué en una canción; que si dice no sé qué un tipo en una película; y yo, que así es como soy, convencido de que todos tienen razón excepto yo. Mis motivos tengo, pues estoy seguro que, de haber pedido -y escuchado- consejo en momentos clave de mi vida, mejor me iría ahora, y no como voy pasando estas últimas jornadas, que me levanto y por no tener no tengo ganas ni de desayunar. También influye en esta concreta desgana que os digo el hecho de tener muchos gases estos días, y eso ahuyenta las ganas de comer y también a las personas. Me acuerdo yo de aquella película en que una hermana maldice a la otra y la pobre maldita se pasa tirándose pedos el metraje.

Ya véis: que iba a hablar de interiores del alma y me he deslizado hacia los del intestino. Se decía en tiempos del machismo que a un hombre se le conquista por el estómago: yo tendré suerte de que el mío no ahuyente a nadie. Ayer mismo... En fin, lo dejaremos aquí e intentaremos recuperar el rumbo. Los detalles escabrosos ya los puse en el Facebook, ingenio con el cual a veces he sido infiel a este blog de mis amores.

De mis amores -¡mira!- se trataba en principio, y ése es también el tema de las frases de Sabina y aquél de la película. Yo, que siempre he vivido solo y he corrido muchas millas persiguiendo fantasmas, me veo ahora como en la canción, que tengo a mi lado a la que más me quiere y el sentido común me dice que debería sentirme afortunado. "Déjate querer", me aconsejaron hace un tiempo y consideré, recordando el mucho miedo que he pasado en estos temas y la manera en que he convertido la evitación en estrategia, que no era el consejo nada malo y que sería bueno dejar, simplemente, que las cosas pasaran. Y vaya si han pasado -dos años-, y tengo a mi lado, ya os decía, a la mujer que más me quiere. Y me dice el sentido común que sería estúpido perderla.

Me dije, desde el principio, que eso del amor era cosa de adolescentes, y que las parejas maduras no funcionan por amor sino por sentido común. Que quizá no fuera tan malo eso que se hacía antes de arreglar los matrimonios prescindiendo del amor, que es algo que se marchita como las frutas y las flores y en cuya trampa caen los que han visto demasiadas películas y escuchado las canciones de la radio. Que, a lo mejor, los mejores matrimonios son los que aguantan y tiran p'alante en los momentos malos a pesar del divorcio exprés, a sabiendas de que el amor, me decía, es un invento de los trovadores -machistas donde los haya- que solamente ha servido para mantenerlas a ellas en casa a la espera del príncipe azul y a ellos saliendo por ahí a buscar princesas y acometer por ellas empresas ruinosas y valientes, la menos dañina de las cuales no ha sido, precisamente, la de escribir amorosos poemas y canciones.

Por eso, os decía, me pareció y me parece adecuado escuchar la voz del sentido común: porque recuerdo a todas las que quise antes y me parece que ninguna me quiso ni la mitad que ésta. Bueno, por no querer, la verdad es que la mayoría de ellas no quiso ni verme. Yo me pasaba el tiempo suspirando por ellas en mi cuarto y admiraba a los caballeros que, aunque engañados, al menos lo intentaban. Me venía a la cabeza otra canción y comprendía que merecido lo tenía por cobarde. Pero, mira por donde, un día levanté las barreras y me encontré con lo que os estoy contando: que llegó una que me quiere, y no sabe uno qué hacer en esta nueva situación. Que es como si el caballero que mata al dragón, con la espada sangrante aún en la mano, se preguntara qué hará a continuación y el resto de sus días, él, a quien, en el fondo, lo que le gustaba era irse por ahí con el caballo. Pero ya se acerca la princesa liberada y también -piensa el tipo- quizá no sea tan bueno eso de dormir a la intemperie, malcomer, jugarse la vida en cada lance y no poder hablar sino con el caballo, que será noble, sí, pero es ante todo bruto. O no. Quién sabe.

Au.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Habíamos empezado con la canción de Sabina y acabado maldiciendo las discomóviles, cuando ni por asomo era ése el objetivo de nuestro último post. Ya os dije que tengo mis sospechas sobre el motivo, y que barrunto que no es otro que el apuro que me da empezar a hablar de mis cosas personales y sentimentales. Para que os hagáis una idea: antes nos ponemos a hablar de política, cosa que siempre hemos evitado en este blog, no sea que mi madre nos obligue a lavarnos la boca con jabón. Pues el caso es que, meditando sobre el poco jugo que le habíamos sacado al texto, me vinieron a la cabeza unas palabras del protagonista de Alta fidelidad. Ya véis, en fin, que mis referencias culturales tampoco son nada del otro jueves. Lo que viene a decir el hombre, por medio de un elaborado discurso sobre el significado oculto de los diferentes tipos de bragas, es que uno madura cuando deja de perseguir sueños adolescentes y se da cuenta de que hay que elegir entre las posibilidades que tiene al alcance de la mano. Traducido a bragas, que al final hay que hacerse a la idea que la mujer ideal tiende a usarlas de algodón porque son más cómodas y baratas, mientras que la mujer que uno soñaba de adolescente las usaba siempre de lujo y de lujuria, y que eso, quitando Hollywood y ciertos niveles salariales, no es algo que suela pasar. Lo que no me parece admisible es que le parezca normal encontrárselas colgando de la mampara del baño. Eso sí que no, que una ética de mínimos digo yo que habrá que respetar.

No me tengo yo por muy maduro -lo digo en serio- si en esto consiste el serlo. Dicho en plata, en despertar de sueños. Recuerdo aquella vez que renuncié a un trabajo no mal pagado y toda mi familia, preocupada, quiso saber algo de mis planes de futuro. Pues bien, yo, hablando del tema un día con mi hermana, le dije -sin anestesia- que lo que yo quería era "ser escritor": y a fecha de hoy no se conoce que haya escrito algo más que alguna solicitud de beca, la mayoría -por cierto- graciosamente denegadas. Ella, más centrada, debió de pensar que mejor sería no alterar mi aparentemente delicado estado de salud mental, no fuera que, de rebote, en vez de escritor me diera luego por hacerme lector de manos, atleta olímpico, egiptólogo, predicador, bombero o vaya usted a saber. Imagino que ganas le darían de entrar en mi casa y hacer hoguera con los libros. Pero ya digo que es más sensata que yo y el ama.

Será que ser padre le hace a uno, en general, sensato. Ya, con el primero en brazos, la miraba yo y le veía algo nuevo y sorprendente, difícil de explicar pero evidente, y me parecía otra, ella que había sido siempre, como yo, hija y solamente hija. Me decía "Ahora hay alguien que le podrá decir mamá del mismo modo que se lo digo yo a la mía" y también "Ahora hay alguien para quien ella es la persona más importante del mundo". Y con ese primer nacimiento me hice yo la idea de que para mi familia se alzaba el telón de nuevo, que la muerte de mi abuelo había sido la última escena del primer acto y la llegada de mi sobrino la primera del siguiente.

Y a mí, a quien de pequeño todos auguraban los más altos destinos, me llaman para preguntarme si mi hermana los puede atender, pues ella se dedica a salvar vidas y a mí me basta con salvarme la semana. Puede que sí, que la sensatez sea un concepto fácilmente traducible a bragas, pues siempre he dicho que en ellas (en las mujeres, no en las bragas) hay por lo normal mucha más que en la mayoría de los hombres que he conocido, con quienes evito hablar porque el fútbol y los coches me tienen sin cuidado.

Y hablando de evitar hablar, ya veis: otro post entero sin acabar de arrancar a deciros lo que os quería yo decir. En fin.

Au.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Yo nunca he sido muy de Sabina, ya sabéis, pero eso no quita para saber que en una canción asegura haber querido más a la que más le quiso. Lo sé porque un amigo, que sí lo era, llevaba siempre sus canciones en el coche y al llegar la frasecita me decía, golpeándome con el codo: "Qué hijoputa, ¿eh?". Podría hablar algo más de las cosas que nos pasaron en ese coche -como una vez que por los pelos no nos arrolla un trailer por saltarnos un stop y nosotros cantando y sin verlo venir: pero juraríamos que la alemana que nos acompañaba, que era lega absoluta en castellano y llegó a verle al camionero los pelos de la nariz, se arrancó con un muy castizo Padrenuestro que estás en los Cielos- pero, decía, mejor será centrarnos en las palabras de la canción. Prometedme antes que no diréis a mi madre lo del camión, a mi novia lo de la alemana ni a la Guardia Civil lo del stop, que no sé yo si habrá prescrito.

Pues el tema es que nunca he sido un lince en eso que se llama inteligencia emocional y desde siempre he manejado con torpeza mis asuntos personales. Eso sí, preguntadme por los reyes de España y os los digo del principio al final y luego del final al principio, y hasta empezando por el medio. Puedo empezar diciendo "Segundo" y después seguir por "Carlos", y luego "Cuarto" y añadir "Felipe", y así hasta don Favila. ¿Véis? Ya me estaba yo liando. Es que si se me saca de la erudición me quedo sin discurso y por eso hablo siempre de todas estas cosas. Pero hablar de mis cosas es como bailar: que me da vergüenza. Cuando uno ha sido siempre el empollón de la familia, le parece que en la pista de baile está fuera de lugar. Es eso que dicen los psicólogos que se llama sobreobservación, o algo por el estilo: que te parece que todo el mundo te mira y te está juzgando. Recuerdo muy bien la primera vez que lo sentí: tendría unos trece años y acababa de subir al autobús. Pagué -no había entonces bonobuses- y al encarar el pasillo los vi a todos mirándome y juzgándome. No supe qué hacer allí en medio, expuesto ante todos esos desconocidos. Me hice pequeñito, y desde entonces.

Pensaba que el paso del tiempo me quitaría todo esos remilgos, pero ya ha pasado suficiente para comprobar que la edad no te cura los complejos. Claro que eso no quita para que me dé mucha rabia la gente que se empeña en sacarme a bailar en las verbenas, ésos que vienen hacia ti, que te has escondido en un rincón y te estiran de los brazos y te dicen ¡Venga!. ¿Les obligo yo a leer En busca del tiempo perdido o a estudiar Geografía de la población? No, ¿verdad? Entonces, ¿por qué me obligan a salir a bailar cuando está clarísimo que yo no quiero? ¡Qué falta de respeto, ponerte en el apuro!

Es que me enciendo. Dicen que en este país la gente sabe divertirse, pero yo nunca le he cogido el truco a meterme en un sitio en el que resulta imposible oír a la persona que está a tu lado. Vayas donde vayas, te plantan una de esas discomóviles y te dicen que eso es la fiesta. Yo -lo digo en serio- estoy convencido de que a más del cincuenta por cien de los asistentes no les gusta estar allí. Contad, si no, cuánta gente baila y cuánta se la pasa aferrado a su cubata. Mirad a ver cuántos novios y maridos bailan de verdad y cuántos intentar capear el temporal moviendo los pies adelante y atrás con la esperanza de que así nadie venga a estirarles del brazo y decirles ¡Venga!. Al final, no son tantos los que disfrutan bailando -sin tener que ingerir alcohol para que se les pase la vergüenza-. Y dicen que en este país sabemos divertirnos. "Niego la mayor", que dicen los tertulianos de la radio. Sostengo que las discomóviles han arrasado las fiestas de este país lo mismo que las redes de arrastre han esquilmado los fondos del Mediterráneo. No es que haya que volver a los Coros y Danzas de Sección Femenina, pero sospecho que con cada ancianito que se muere se va para siempre un poco de cultura de la fiesta y la diversión. Son a la fiesta, estas verbenas opulentas en vatios, lo que el McDonald's a la alimentación.

¿Veis lo que os decía? Se supone que a partir de la canción de Sabina tenía que hablar de cosas mías, de cosas emocionales, pero por el apuro me he ido deslizando hacia la diatriba y la cascarrabiería de vejete gruñón que se me está haciendo. A ver si a la próxima.

Au.

miércoles, 28 de octubre de 2009

¡Integración!


Aquél famoso "Vayamos todos, y yo el primero, por el camino constitucional" bien podría ser mi lema, poniendo -eso sí- integración donde el infame dijo constitución. Lo digo porque, la verdad, hay días en que uno es consciente de que avanza, poco a poco, por tal camino. Supongo que es lo que pasa con la integración cuando es voluntaria: que un buen día te levantas y te das cuenta de que ya eres de allá. O de aquí, como en mi caso.


Digo "mi caso" y no lo es, en realidad, porque yo sí que voy notando cada paso que doy. No: no es que os haya estado mintiendo en el párrafo anterior. Dejadme que os lo explique. Debéis saber, para empezar, que las formas de integración son dos, según voy comprobando: unas que podríamos llamar "informativas" y otras que podríamos llamar "de aspecto". Las primeras, lo que tienen, es que no son cosa de uno, y debe dejar, por tanto, que sean otros quienes las lleven a cabo. Pongamos un ejemplo, que para eso soy profesor y me gano la vida poniendo ejemplos y suspensos: es martes -en el mío-, día de mercado y me toca a mí comprar patatas y cebollas. Soy el único hombre de este lado del mostrador y casi, además, el único menor de cincuenta años. "I aquest xic, qui és?", y se forma discusión en torno al tema. Estas cosas pasan, al parecer, en cuanto se presenta cualquier novedad entre los puestos del mercado. Cuando llega el debate a cierto grado de intensidad, alguien decide que sería buena cosa preguntármelo directamente a mí. No me importa y además -como yo digo- si todo se ha de saber, ¿por qué retrasarlo? Y así creo que he puesto las semillas del árbol de la integración, y me voy acto seguido a por el pan, pensando que he hecho bien y que el dicho árbol -metáfora, que nada mejor se me ha ocurrido- ya irá creciendo a partir de esta semilla que acabo de sembrar. Pero entonces va la panadera y me pregunta "I tú, també eres mestre?", y me doy cuenta de que el árbol de la metáfora ya estaba creciendo mucho antes de mi -inútil, ahora veo- intervención. Y además, como me estoy liando con la metáfora, vamos a dejarla aquí abandonada hasta que aprenda a comportarse como es debido.


Volviendo a lo nuestro: pasado el pasmo -provocado por ese significativo "també"- le digo que sí y ella sentencia: "Així tot queda a casa". Me sonríe, y mientras me cobra yo la miro fijamente y pensando "¿Desde cuándo lo sabrá?". Luego dicen que en el Reino Unido están todos demasiado vigilados por las cámaras. ¡Que venga aquí la Thatcher y sabrá lo que son las tecnologías de la información y la comunicación!


Esta primera forma de integración -la que llamamos "informativa"-, tiene la peculiaridad de que se te viene encima de repente, y es cosa que se comprende cuando uno se la juega en bares, mercados y procesiones. Yo, por ejemplo, en el bar saludo al alcalde cuando entro y luego miro por si veo al suegro con su almuerzo.

Visto el carácter de esta primera forma, vayamos a establecer el propio de la segunda, la que -por hacerlo de alguna forma- llamaremos "de aspecto". Ciertos estudios publicados en Nature a mediados de los noventa llamaban la atención sobre la adopción de la boina como índice casi infalible de altos niveles de integración en la sociedad rural, pero imagino que deben estar ya haciendo encuestas por ahí, dado que cada vez se ven más chandales blancos y menos boinas per capita. No es que yo -cuidado- me vaya a poner una, sino que si traemos aquí el dato es porque la integración "de aspecto" va de eso, de la pinta que uno adquiere y de cómo va cambiando en el proceso. Uno se encuentra, un buen día, con un cesto de mimbre en el mercado y discutiendo de las ventajas del cesto sobre el carro, y de hay que ver qué malos están viniendo los melocotones esta temporada. O en el bar, un jueves a las diez, con un chatito de tinto y su inseparable bocadillo de morcillas. Y eso pasa. Y llegará el día -cerca debe de andar- en que preguntarán "¿Quién es la última?" y diré "Yo", y no será por confusión de sexos sino efecto inesperado de la integración. Que ya digo que eso es lo que tiene: que, como en la canción, uno no se da ni cuenta.

Por esto os lo digo: por que os suplico que me lo hagáis saber si un día, en la ciudad, me veis bajar al super en bata de guata, o entrar al bar con el mono de trabajo puesto. Que me lo hagáis saber si un día me sorprende que no esté en la barra del bar el alcalde discutiendo de sus cosas, o si os pregunto si se ha leído ya el pregón del día, que yo -despistado de mí- no me he dado cuenta. Que me detengáis si veis que me acerco a un desconocido con intención de preguntarle si su padre ya está mejor o a cuánto van a pagar este año las almendras.

Que ya os digo que la integración es como una enfermedad que te coge por dentro sin dar señales, pero que yo -no sé cómo- algo voy sospechando y me parece que es mío ese mono azul que veo en el armario. Espero que no lo sea, sin embargo, la bata floreada que hay al lado. Pero si en el momento más inesperado os hago llegar -por cualquier vía- el mensaje "Esta bata es mía", sabed que debéis coger el coche, venir hasta aquí y llevarme sin perder un minuto a la gran vía más cercana para que pueda respirar todo tipo de ruidos y escuchar todo el aire contaminado que mis ojos puedan soportar.


Nunca olvidéis esto, por favor.


PS. Y coged el paraguas si vais al campo a recoger, que veo por las nubes que esto tiene pinta de hoy querer llover. ¡Ridiela!

miércoles, 14 de octubre de 2009

El otro día fui a nadar a la piscina municipal del pueblo de al lado. Es que el mío no tiene. Piscina, digo, que municipio sí. Como hacía tanto tiempo que no le daba movimiento a la musculatura, pues vine a durar en el empeño poco más de un cuarto de hora. El resto del tiempo contratado lo pasé metido en el jacuzzi, pero la verdad es que no le cojo yo el chiste a eso del jacuzzi porque si me siento delante del chorrito, al poco la espalda ya me pica; y si me pongo lejos del chorrito, ¿para qué -digo yo- me meto en el jacuzzi? No sé, la verdad. Me gustaría que alguien me dijera para qué sirve. Al final, como el vaso -así dicen que se dice- era pequeñito y circular, y de tanto verme sumergido en caliente y con burbujas, se me metió en la cabeza que estaba dentro de alguna olla carnívora y tribal y que lo propio era salir cuanto antes del apuro. En los grabados antiguos sobre el tema, los caníbales a sus víctimas las pasan por la parrilla; pero en los mortadelos de mi infancia estas cosas se hacían en olla y con mucho caldo. De vez en cuando, el brujo de la tribu te probaba de sal mientras a los guerreros las tripas ya les iban haciendo ruido. Por eso digo que salí corriendo.

La imaginación me acompaña siempre que hago deporte, lo cual pasa pocas veces. La imagen, cuando nado, es siempre la misma: soy un joven y estupendo rey de aquellos tiempos en que se llevaban grandes pelucas blancas. Dentro de la piscina -claro- voy sin ella, que se mojaría y pesaría demasiado. Pero lo que ocurre es que, aunque soy un rey bondadoso y paternal, me hallo a mi pesar metido en una guerra de esas que a veces los reyes heredamos de nuestros antecesores. Y ya que estamos en ello, pues qué le vamos a hacer: será cosa de ganar. Pero no por ambición -ojo- sino por evitar a mi amado pueblo el perjuicio que suele seguirse -más en estos años de antaño- de la derrota militar.

Bueno, pues el caso es que nos hallamos en un cierto lance bélico en el cual mi ejército tiene que cruzar un río. Pero, claro, como en estos tiempos no es normal saber nadar, decidimos que lo mejor va a ser tender un puente hasta la otra orilla y que así pasen seguros, tranquilos y sin mojarse soldados, mulas, pertrechos y taberneras. Pero -¡ah, amigo!- ¿quién es el guapo que cruza a la otra orilla para tender la primera cuerda? ¿Eh? Ahí es cuando yo estoy haciendo ya el primer largo de piscina y, para darme ánimos y no irme -incauto de mí- a pasar la tarde en el jacuzzi, me imagino que salgo de entre mis tropas y anuncio que nos, el rey, nos quitaremos la peluca y con la ropa adecuada -cómoda para nadar, mas propia de nuestra dignidad real- nos lanzaremos a cruzar el río a nado. Eso, ya digo, me ayuda a hacer el primer largo.

Para el segundo me ayuda imaginar que el buen y joven rey que soy se imagina mientras nada lo que dirá la corte cuando la hazaña se conozca: cómo las damas se rendirán ante mí cuando vuelva a palacio. Para el tercero, imagino que imagino lo que dirá, entre admirado y fastidiado, el rey de los enemigos que seguramente es -como suele- un primo lejano de la familia de mi padre.

Para el cuarto empieza a fallarme el apoyo imaginativo y me veo obligado a cambiar de escenario. Soy el mismo rey y estoy en la misma guerra, pero esta vez he caído prisionero -pero no por mi culpa, cuidado, sino por salvar heróicamente a un pobre soldado herido-. El caso es que me han metido en la bodega de un barco y allí me tienen de rehén, tan contentos de guardar semejante presa. Pero no contaban con que yo sé nadar -es algo que aprendí cuando, de pequeño, me mandó mi padre a vivir entre los cosacos: pero esa es otra historia-; por eso, mientras por la noche los marineros enemigos se emborrachan y el almirante traza sus planes, yo me descuelgo por el ojo de buey, aunque no sé si los barcos de aquella época tenían ojos de buey -duda por la cual pierdo el ritmo de la respiración en la piscina-, llego al agua sin hacer ruido y me alejo nadando del barco enemigo. ¡Me alegro tanto de dejarlos con un palmo de narices que la alegría me da para tres o cuatro largos más! Para el quinto me sirve la cara de sorpresa de los marineros de mi flota al verme aparecer. Para el sexto, la reunión con mis almirantes, ellos todavía boquiabiertos y yo enrollado en una manta y tomándome un ColaCao calentito, al tiempo que dirijo las maniobras para un ataque sorpresa. El séptimo lo saco adelante pensando de nuevo en las damas de la corte, pero al octavo se me viene de nuevo el jacuzzi a la cabeza y salgo del agua para siempre.

Pero como ya os digo que las burbujas me pican en la espalda -con razón desconfiaba Pepe Isbert de las fuentes con chorrito-, pues decido que ha llegado la hora de firmar la paz y me meto en la ducha, me visto, me voy al coche y me vuelvo al pueblo, imaginando que al llegar a casa tendré la cena hecha. ¡Cosas de la imaginación!

martes, 6 de octubre de 2009

Cosas diferentes

Hola a todos. El próximo post va a tener un par de cosas nuevas. Una, que vendrá en valencià porque es un escritillo de encargo para la revista de las fiestas del pueblo. Otra -ésto sí que es una excepción a los principios de Informe Semanal- que vendrá acompañado de una foto. En fin. Espero que os guste.

lunes, 20 de julio de 2009

Al final, con eso de la integración pasa lo que pasa: que puede que hasta le veas al pueblo las cosas buenas. El mío será pequeño, de acuerdo, pero hay que reconocerle que no tiene piscina, videoclub, gimnasio ni cine. Tanta escasez de oferta educativa tiene algo bueno, y es que no se siente uno culpable si se aburre, que es una situación realmente terrible. Siempre que me pasaba eso a mí -y no eran pocas veces- tenía que venir un adulto a decirte que, la verdad, era increíble que pasara, que él, o ella, de joven no se aburría jamás, porque siempre tenía algo que hacer o se encuentra, de vez en cuando, paseando por el campo. Hay que ir con cuidado con ello porque pasear por el campo los días que salen buenos podría ser bueno para la salud. El otro día -será por eso del aburrimiento- caía yo en la cuenta de que se llama Bill Gates (que significa puertas) el dueño de Windows (que significa ventanas). No sé yo si habrá alguna relación entre el software y la construcción, o es que en el subconsciente de este señor hay genes de concejal de urbanismo. Ya sé que esta reflexión no ayuda a nadie, pero son las cosas que pasan cuando no sabes qué hacer.

domingo, 5 de julio de 2009

A mí también, cuando era pequeño, me pasaba como a los hijos de mi vecina: que me gustaban mucho las películas de piratas. Yo veía las que podía cuando las ponían por la tele, pero ellos -los niños- acaban de darse, por lo visto, una sesión muy intensa de cine en DVD. Lo sospecho porque de un tiempo a esta parte todo es jugar a que el mayor es Jack Sparrow y el sofá es La Perla Negra. Será que mi imaginación no vuela tanto como la suya: el caso es que me lo cuentan y todo lo que se me ocurre es que el sofá no parece un barco, pero -mira- negro sí que lo van a dejar. Y ya no pienso en legendarias travesías por los mares porque hace tiempo que me cuesta ver el lado romántico de la piratería de cualquier clase. Por un lado, porque me parece que no está bien eso de ir por ahí robando a la gente y dándoles palizas -que eso y no otra cosa es lo que hacían-: que en el siglo XVII ellos eran las bandas de albano-kosovares que hoy se dedican a asaltar chalets y dar palizas a sus ocupantes. No es de extrañar que acabaran casi todos en la horca. Por otro lado -por si lo de antes no bastara para perderles la aficción- tampoco me gusta nada esa manía suya de atesorar bienes en forma de oro, moneda y joyas y enterrarlos por ahí. Siempre ha sido esa una actitud -la de restar liquidez al sistema- nefasta para el desarrollo económico. En el siglo XVII ellos serían los concejales de urbanismo y los cofres del tesoro esas bolsas de Mercadona llenas de biletes de quinientos que dicen que algunos de estos personajes entierran en sus casas.

Si es que toda la culpa es de la literatura y del cine. Escribió uno aquello de "Con cien cañones por banda", y quedó inaugurado este gran malentendido. Imaginad que de aquí a doscientos años los poetas escriben sobre concejales de urbanismo -"Con cien cohechos por banda"- y los héroes de los niños son jefes de bandas de asesinos. Ítem más: que juegan a bandas de concejales de urbanismo albano-kosovares.

Poco predicamento, pues, debería quedarle ya a la piratería. Pero los hijos de mi vecina acaban de ver, al parecer, toda la serie de los piratas del Caribe y no puedo evitar que piensen en clave romántica. Si os cuento todo esto es para explicar por qué me he puesto a escribirles un cuento de piratas. Veréis: a veces los niños y yo nos intercambiamos mensajes. Nos dejamos en la puerta de casa, cogidos con un trozo de celo, papeles con mensajes. Una vez, por ejemplo, les dejé uno en que les retaba a completar un cuento inacabado. Y lo hicieron, y no mal del todo. El otro día, al volver a casa al comienzo de mis vacaciones, les dejé uno que decía, más o menos, "Tened cuidado. He vuelto", y les dibujé además -sin saber lo que iba a desencadenar- una calavera con dos tibias cruzadas. Es que yo no lo sabía. Ahora, todas sus respuestas vienen firmadas por un tal Jack Sparrow y sus compinches, que me atormentan con que no me tienen miedo y con que su barco es mejor que el mío: total, porque -nueva imprudencia- les había escrito que mi barco, El calcetín volador, tenía freno, marcha atrás y aire acondicionado en todas las habitaciones.

En fin, que la cosa ha cogido vuelo y les he escrito el primer capítulo de un cuento de piratas. Esta vez, en lugar de cogerlo con celo en la puerta lo he deslizado por debajo. En espera de su contestación, voy preparando el segundo. Y -por esto el presente post- os los voy a enviar a vosotros también: así mato dos pájaros de un tiro.

Felices vacaciones.

miércoles, 10 de junio de 2009

De los tiempos del cole


Por todo lo alto celebrábamos la otra noche las bodas de plata del evento. Se cumplían veinticuatro años y también yo, como vosotros ahora, me preguntaba entonces si es que alguien había contado mal - y nadie se atrevía a decírselo, pobre- o es que todos habíamos suspendido matemáticas -y nadie se atrevía a decírnoslo, pobres-. Luego me dijeron que no, que ni había error de cuentas ni valía menos la plata de nuestro aniversario, sino que con aquella cena estábamos haciendo un ensayo general para el evento verdadero y matemáticamente exacto del año que viene por estas fechas. Son formas de hacer las cosas que a mí, la verdad, nunca se me ocurren. Por ejemplo: tengo formado un grupo de mi invención en el Facebook y se me acaba de pasar el primer aniversario. Os parecerá una tontería, pero lo cierto es que ya son más de treinta los que se me han apuntado, infelices a quienes había prometido celebrarlo a lo grande y ahora que la fecha ha pasado ya y no me he dado cuenta se van a quedar con un palmo de narices. Ahora, a ver cómo recupero mi credibilidad de padre del invento. Pero esta gente de la fiesta, sin embargo, ha tenido la brillante idea de planear esta especie de puesta a punto, este equivalente a la limpieza de válvulas y apriete de tornillos antes de la carrera -esta especie, en fin, de ITV del evento-, para que el año que viene brille todo en su esplendor y luzca nuestra plata como se merece. ¡Hay que ver cuánto han trabajado! Estaba todo tan bien montado, y tanta envidia me dieron que quise pedirles, allí mismo, la gestión de mi pequeño y particular aniversario. Pero uno siempre ha sido tímido y muy celoso de sus cosas, y eso de adolescente y también ahora.

Que uno no cambia tanto como parece. Creo que ya lo he dicho en otro post, incluida cita de canción famosa. Lo digo por aquello de haber sido adolescente y no haber cambiado mucho. Yo, la verdad, lo fui miedoso y escondido, y por eso conozco a pocos de los que fueron mis compañeros de entonces. Andaba por ahí cubata en mano -la otra noche, ¿eh?, y no en el cole- sin acabar de entrar en ninguna conversación y mirando las caras de la gente. Ya se ve, como digo, que no he cambiado tanto, porque eso mismo es lo que me pasaba en aquellos tiempos. La diferencia -que la hay, claro- está en que entonces me sentía expulsado de todo y ahora -la otra noche, moviéndome y mirando las caras de todos aquellos viejos desconocidos míos- sé que yo también formo parte y que algo tenemos en común. Aunque sea haber pasado muchas horas juntos.

Quien no celebra aniversarios es que no pertenece a ningún sitio ni tiene nada que contar. Puede uno decir, por ejemplo, “Recuerdo que hace veinte años” o “Esto antes no pasaba” y, mira, aunque solo sea eso, ya es una experiencia y al menos puede uno decir “yo también estaba”. Cualquier cosa podría dar pie a un aniversario y, para que se entienda, voy a poner un ejemplo. Las gafas. Yo siempre he llevado gafas. No recuerdo exactamente desde cuando, pero hace tantos años que una vez llegué a pensar que desde el útero materno. Son las cosas que uno piensa de pequeño, que ahora nos parecen tontas pero entonces nos llevaban de cabeza. Mi hermano, que los niños eran siempre niños y los adultos siempre adultos: vamos, que en el reparto de papeles en esta vida te tocaba niño y niño te quedabas. Ya veis. Gafas, llevaba las que me compraban mis padres, que eran de pasta -no mis padres, sino las gafas- negra y gorda. Pero a la edad en que uno empieza a mirarse al espejo quise decidir yo mismo y escogí unas, molonas, de esas metálicas aovadas como las que usan los guardias de tráfico en las pelis americanas, guardias de los que paran su coche delante del tuyo y no asoman la cabeza por la ventanilla para pedirte los papeles. Y a la vez que hacen eso, con una mano se levantan un poco el sombrero y con la otra pasan mucho de enseñarte los ojos, y te miran desde la parte de atrás de las gafas y les queda el gesto la mar de molón y de viril. Sería por eso por lo que escogí ese modelo y me fui tan contento al cole. Recuerdo el momento en que entré en el aula, tan emocionado con mis gafas que parecía que pasaban ante mis compañeros un cuarto de hora -como la nariz de Cyrano- antes que yo: pero uno dijo “No le van” y con eso el policía americano se caló el sombrero, se metió en su coche y se volvió avergonzado al cuartel. De siempre sospeché que no me quedaba bien la imagen de macho XXL, pero es que ya la primera vez que la intentaba así me hicieron saber que mejor sería dejarlo estar.

Mirad si da de sí acordarse de unas gafas. Pues eso, claro, no es nada comparado con acordarse de ciento treinta personas que una vez fueron compañeros de cole y, como dicen en el pueblo, quintos míos. Claro que acordarse, lo que se dice acordarse, no hubiera sido posible sin esas tarjetitas con el nombre y la cara de entonces que nos repartieron al entrar. Sin ellas, no hubiera podido decir tantas veces como dije en una sola noche “¡Hombre, cuánto me he acordado yo de ti, esteeee… [y, mirando de reojo la tarjeta] …, Pedro!”. Ya lo he dicho antes: cuánto trabajo entre pecho y espalda se han metido los organizadores. La mía llevaba la cara que yo tenía entonces, con unas gafas en las que ya no quedaba ni rastro de intención viril. Las que tengo en esa foto son gafas de aceptación. Quiero decir que eran gafas de empollón que asume su papel. A mí se me recuerda, como la otra noche pude comprobar, por mis apuntes. Más de uno, al parecer, aprobó exámenes gracias a ellos, obtenidos de tercera o cuarta fotocopia. Me lo iban diciendo y -de esto iba este post- me alegraba de verdad, no como pasaba años atrás, cuando prefería borrar de la memoria todo lo relacionado con aquellos años: porque supongo que veinticuatro son demasiados para seguir dándole vueltas a lo mismo y, al fin y al cabo, el aniversario también celebra que yo estuve allí.

Y por eso me alegro de haber ido y de haber podido hablar con el que dijo aquello sobre mis gafas y con las chicas a las que -como empollón que se precie- no me atrevía ni a mirar, y de haber visto que Laura, Nacho, Marce y Marián, a quienes gracias a Dios sigo viendo mucho, también estuvieron allí conmigo. Y a Herminia, que no vino porque ha sido madre, le mandamos un beso.

miércoles, 22 de abril de 2009

¡Inmersión!, 2: Livingston y Jacques Cousteau descubren que ya los tienen fichados, y hasta recogen un encargo que no venía a su nombre, pero no importa.


Ha sido interesante -¿verdad?- el mercadillo. Tranquilo: tiempo tendremos de volver, y hasta de comprar algún día alguna cosa. No te impacientes: recuerda que debes observar y comprender antes de intervenir. Recuerda las normas de adaptación y volvamos a bajar. ¿Llevas todo lo necesario? Pues, entonces: “¡Al pueblo, patos!

Vayamos hacia ese lado. Fíjate qué pronto llegamos al borde de la plataforma continental. Dicen que más allá del horizonte, en el piélago espumoso, se halla el pueblo de al lado. Que a veces, en días tranquilos, se oye el campanario, y todo. Pero volvamos sobre nuestros pasos -es un decir: recordad, lectores, que estamos buceando- y busquemos el otro extremo, que nosotros no somos colones y no queremos descubrir sino integrarnos. Mira qué pronto hemos llegado, de nuevo. Más allá dicen que hay otro pueblo. Busquemos por allí y busquemos por allá. ¡Qué pronto nos hemos familiarizado con las dimensiones del pueblo! ¡Y qué paz! ¡Y qué comercio!

Ellos también se familiarizan con nosotros. Mira cómo nos saludan todos por la calle. Responde tú también, no vayan a tenerte por maleducado u orgulloso y se vaya a enterar la madre de tu novia. Mira que aquí ya todos nos conocen. Observa cómo se acerca don Joaquín. Saluda, saluda, que nos ha dicho “Ieeeeeeee”, levantando la mano del manillar de la bicicleta. ¡Qué bueno, el bueno de don Joaquín! ¡Si podría haberse abierto la cabeza sólo por saludarnos!

Entremos ahora en este establecimiento. Se nota que lo es porque hay un letrerito encima de la puerta que, sin él, sería como la de cualquier casa. Aquí no es como en otros ecosistemas, que se anuncian los establecimientos con letreros luminosos. ¿Que si esto es el horno? Pues claro. ¿Qué esperabas? ¿Un escaparate? Entremos y saludemos al forner. Mira cómo nos recibe. “Què? La barreta?” . Dile que sí. Míralo qué majo: si ya sabe lo que queremos. ¿Qué pasa ahora? ¿Por qué te asustas? Tranquilo: es la señora Fina que viene a por el pan. Es maja, aunque habla demasiado. “Què? Que ja us envia la Jose pel pà? Que no vindrà ella?”. ¿Qué cómo lo sabe? Tú no te asustes y paga, paga, y salgamos antes de que vuelva a preguntar. “Adéu, senyora Fina”.

Será mejor que volvamos a la superficie, que ya llevamos un buen rato dando vueltas y nos puede dar un mal. Vayamos por allí, que el paso es más ancho y más seguro. Por aquí llegaremos enseguida. Observa aquél hombre de allá, cómo mueve los brazos. Puede que nos esté llamando: aquí nadie pasa desapercibido. Acerquémonos un poco, a ver qué dice. Nunca lo habíamos visto y, sin embargo, él se acerca a nosotros con muestras de total confianza. “¡José Luis!, ¡José Luis!” ¡Anda! ¡Si hasta sabe tu nombre! ¿Qué querrá? Lleva una camisa amarilla y unos pantalones azules, y es bajito. “¿Eso es normal?” “Lo de la camisa, no. Lo otro, sí”. Ya lo tenemos delante, y parece que quiere decirnos algo. “Que no em senties, o què?”. Ahora que vemos de cerca la camisa amarilla nos damos cuenta de que este señor es el cartero. “Que tinc uns paquets que han arribat, per a la Jose. Te’ls done a tu. Huitanta-quatre euros”. “És que no tinc diners” “Veges! Ja me’ls pagarà ella”. Sigámosle a la estafeta y salgamos a superficie, que no sé si con tanto peso…


miércoles, 15 de abril de 2009

¡Inmersión!, 1: Livingston y Jacques Cousteau se van de compras al mercado y descubren que los paraguas se venden como los chorizos y que las señoras van en bata (de guata).

Suele decirse que la vida de pueblo es la mar de tranquila. Que me lo digan a mí, que llevo seis meses de sobresalto en sobresalto. Mucho beatus ille, sí, y mucha poesía y tranquilidad, pero de los inconvenientes aquí no avisa nadie. Sí, que se llega enseguida a todas partes: pero es que no hay partes a las que ir. Diríase que venirse a vivir al pueblo es como hacer submarinismo, porque al urbanita también le hace falta un periodo de adaptación, con la diferencia de que el submarinista lo hace al salir y el urbanita al entrar. También se parece en que lo mejor que se puede hacer es observar sin intervenir: el submarinista no rompe los arrecifes de coral ni el urbanita -lo mejor que puede hacer- pregunta por qué todas las señoras del pueblo van en bata por la calle. Porque van en bata -de guata- a por el pan y a por la leche, y con ella salen los martes al mercado y barren las aceras los domingos. Claro que tampoco acabé de adaptarme nunca a la vida de Madrid, de lo cual se deduce que todo es relativo y que uno está hecho a la medida de lo conocido, o que es, como dicen que decía un escritor, de donde hizo el bachillerato. Tampoco me hacían falta Madrid ni citas literarias. La madre de mi novia, sin ir más lejos, se fue a vivir al campo porque no aguantaba más el stress de este pueblo de mil habitantes por el que pasan, a mucho estirar, dos coches por la calle en toda la mañana. El ejemplo -¿veis?- lo tenía cerca y no lo había visto. Ya digo que todo es relativo: comparada con esto, Valencia es como Manhattan pero, comparada con Manhattan, Valencia es como este pueblo. Ahora mismo están tirando la casa de al lado, que era de esas de planta baja, piso y desván, de fachada toda blanca, porque dicen que estaba muy vieja, no tenía remedio y lo mejor es hacer pisos. Eso es lo que se llama “hacerse galorromano”. Donde se demuestra que los de pueblo también son, cuando quieren, tan de pueblo como los de Madrid, que antes tenían Pasarela Cibeles y ahora tienen fashion week.


La inmersión en la vida rural será tranquila si respetas, como digo, las normas de adaptación. Di que todo está muy bueno. Convéncete de que el pueblo de al lado -¡faltaría!- es más feo y más roñoso. Apréndete los motes. Responde siempre a los saludos. Gírate cada vez que alguien en la calle grite tu nombre, porque seguramente te están llamando a ti. No dejes nada en el plato y sobre todo -sobre todo- no preguntes. Si así lo haces, no tendrás problemas y podrás explorar a gusto tu nuevo ecosistema.

Mi primera recomendación es el mercadillo. Si bajas equipado con unos euros y una bolsa, verás los martes la plaça y los placeros, curioso ecosistema que te permitirá descubrir maravillas nunca vistas por nuestra asfáltica generación del Superette, la Nocilla y el Consum. Sígueme: nadaremos entre los puestos de frutas y verduras, curiosas estructuras -los puestos, no las frutas- metálicas de quita y pon, tras las cuales si tenemos suerte -si no se ha ido al bar, quiero decir- encontraremos alguien que nos haga un descuento con los kiwis. Pero, ¿qué es aquello que al girar la vista descubrimos, casi oculto tras la esquina de una casa? Parece una vanette polvorienta y vieja -quién sabe el tiempo que llevará allí parada-, llena de pilas de naranjas y sacos de patatas. Cuando nos acercamos descubrimos, inmóvil entre ellos, un paisano de avanzada edad que con la paciencia de un buda del campo, de un sufí local, parece pasar la mañana a la espera de un cliente. Inmóvil, la mirada fija -diríase que no respira- deja pasar el tiempo. Querrás sacar de tu bolsillo algunos euros y acercarte, a ver qué hace. Pero, ¡cuidado! -hazme caso-: en el mismo momento en que lo intentes no menos de tres señoras se te pondrán delante y no tendrás más remedio que esperar a que acaben de hablar y de comprar. Mejor será que nos dirijamos hacia esa otra y curiosa estructura, diríase mixta, que cierra el mercado por este lado. ¿A que nunca habías visto una charcutería con ruedas y volante? Es una furgoneta con un costado abatible que deja al descubierto el puesto y al charcutero, que desde allá arriba vende fiambres, queso, conservas y paraguas. Sí, paraguas, porque ni más ni menos que eso es lo que cuelga encima del mostrador, atadillo de color naranja vivo entre los chorizos y los salchichones. El mercado te rompe los esquemas: se adivina en la expresión de tu cara. Pero será mejor que compres algo, si no las de la bata se van a impacientar. ¿No? De acuerdo: será mejor que nos vayamos.

martes, 10 de marzo de 2009

(Resumen del post anterior: el autor, sabiendo que la hipótesis de la genialidad de su alumno no resiste el más ligero análisis, intenta reforzar sus nuevas convicciones).


Decíamos -en el capítulo anterior- que no es cosa nueva ni nada hay más fácil que falsear los datos de la Historia y en esos trances estábamos por si acaso maquillábamos la del descubrimiento del Bing-Bang, pequeña trampa con la cual pasaría nuestro alumno de víctima de la Ciencia a campeón y quién sabe si nosotros a mentores oficiales con derecho a cita -e hipertexto- en la Wikipedia. Si esto hiciéramos -que no digo yo que no- sería cosa de hacer como los especialistas en estas cosas, los cuales recomiendan, para empezar, buscarle al chaval los puntos débiles a fin de tapárselos mejor, pues a los ídolos, para que sigan siéndolo -como dejó escrito Flaubert- mejor es no tocarlos. O, como dijo el otro, que más vale callar y parecer tonto que abrir la boca y confirmarlo. Hagamos, pues, un dossier de vocación ultrasecreto que solamente nosotros habremos de manejar. Y, puesto que la iniciativa es mía, ofrezco gratis el primer informe.


Ocurrió hace pocos días y demuestra que ni él ni los demás protagonistas -léanse capítulos atrasados- venían de la ducha. Érase pues que se era que estaba yo el otro día -el jueves- poniendo en el tablón de anuncios de mi aula un papel con el siguiente rótulo: “Alumnos que tienen que hacer examen de recuperación de Sociales”. Debajo, la lista de sus eminencias. Como no es cuestión de dar las cosas por sabidas, dediqué un ratito a explicar que la gente que estaba en la lista (y solamente ella) era la que estaba suspendida y tenía, por tanto, que recuperar Sociales. ¿Podréis creer que después de mirar el tablón vinieron varios a preguntarme si estaban suspendidos o no, dado que no se habían encontrado en la lista? ¿Será necesario que a partir de ahora -para mi, sollozando, decía- debajo del rótulo añada una nota que diga: “Y si no estás en la lista de los suspendidos es que has aprobado”? Es que, como decía, es un gran error dar las cosas por sabidas. Claro que, por romper una lanza en su favor, podría haberse tratado de la situación de nervios que se vive en los colegios los días de examen. A los alumnos que han de presentarse a las pruebas de acceso a la universidad siempre les digo que hay que evitar, como sea, ponerse nervioso. Eso es algo muy malo de lo que nadie se salva. A mí, por ejemplo, cuando mi examen de selectivo se me olvidó -de puro nervio- pagar la comida de aquel día: vale que ayudó el hecho de que el bar tuviera dos puertas y la de salida no estuviera vigilada, pero juro que fue por error. Mirad si estaba nervioso que nunca más he vuelto a hacer pis cuatro veces en menos de una hora: ni siquiera cuando he estado a punto de confesarle a una chica que me gustaba y preguntarle si quería ser mi novia, porque las calabazas son una cosa que ya llegaron a ser cosa tan de hábito -mira por dónde- que ya las esperaba como el calambrazo los ratones del laboratorio. Y es que el hábito, ya digo, hace mucho.






martes, 3 de marzo de 2009

(Resumen del post anterior: el autor tiene un alumno brillante, aunque aún no sabe por qué será que brilla. Ante la primera página de su cuaderno -del brillante alumno-, el autor se halla sumido en la estupefacción).


No, sino contaros -me corresponde- por qué hoy, como os decía, es especial: pues porque hoy ha sido el día en que, al abrir la última puerta de este sepulcro encuadernado, he tenido la dicha de convertirme en el primer ser humano en tener noticia de la magna idea que renovará para siempre nuestra concepción de lo que somos, de dónde venimos y adónde vamos. Hoy -he de acordarme de añadirlo al calendario- me ha sido dada a conocer la nueva y genial Teoría del Bing-Bang.


[Aquí os dejo un momento para reflexionar, relajaros e incluso fumar si os atrevéis].


¿Qué decir? Quizá sea demasiado pronto para valorar la importancia del descubrimiento, pero sí podemos, al menos, ayudar a los futuros analistas con una temprana descripción de las circunstancias del mismo. Porque no me cabe duda de que en el futuro, lo mismo que a sir Isaac su teoría en el trance del manzano, pintarán a este genio en el de concebir la suya. ¿Dónde habrá sido? ¿En el laboratorio? ¿En contacto con la madre Naturaleza? ¿En la ducha, quizá? Intento deducirlo a partir del nombre -de la teoría-: su aparente simplicidad sugiere una mezcla de la vieja y periclitada Teoría del Big Bang con aquel juego -el ping-pong- que tanto gustaba a Forrest Gump. Aunque a mí su sonoro y vibrante nombre me sugiere, no sé por qué, antes que el tenis de mesa las máquinas aquellas de millón que tenían en los bares, aquellas en las que estirabas una palanca y una bola salía disparada a hacer “¡bing!” y “¡bong!” por todas partes, aquellas cuyo campaneo lograba imponerse por encima de las voces, del vapor de las cafeteras y del sonoro tintineo de vasos y botellas. Y entonces me pregunto si la teoría -es más, la Ciencia toda- no habrá nacido así, entre birras, cortaos y campanillas. ¿Y ésta -me digo- habrá de ser la imagen del futuro, la que adornará los engomados sellos de correos, los billetes de peseta, los libros ilustrados de los niños? ¿El genio acodao en la barra? ¿El banquete de los Nobel en el bareto de la esquina? ¿Qué será de nosotros si este es el ejemplo que les damos (a los niños, no a los genios)? Quisiera fosilizar otra imagen más edificante y pienso en el famoso castillo que tenemos en el pueblo -recinto medieval que nos adorna-: ¿no pudo ser que fraguaran sus ideas dando un paseo por la ronda amurallada, en un límpido atardecer, anonadado ante la magnitud inmensa del espacio? ¿No sería ésta una imagen digna de compartir con la de Colón arrodillado en las Antillas las paredes del museo universal? ¿No sería mejor? ¿Eh?


La cruda realidad se impone, sin embargo: el cuaderno, cuyas estancias sigo una por una descubriendo, con tantas faltas de ortografía, tantos errores de bulto y tan mala letra me viene a decir que no, que más cerca estamos del cubata que del foso del castillo, de varios cursos -mal asimilados- de Conocimiento del medio que de los Principia Mathematica; que no tengo por alumno un genio sino uno que, como todos nosotros, sabe lo que sabe por haberlo leído en la caja de los krispis y escuchado entre sueños en los documentales de La 2.


¿Y qué? ¿Acaso sería la primera vez que la Historia se deja maquillar? Dicen por ahí que la verdad no debería arruinar una bonita historia. Al fin y al cabo, aún no sabemos quién fue Jack el destripador, seguimos pensando que hubo guerras justas y que Godoy -pobre don Manuel- fue un político aprovechao. ¿Y no voy yo a convertir mi comprensible error en un hallazgo fenomenal? Diréis que no está bien mentir, pero yo respondo que es difícil
saber quién tiene razón. Yo -por hábito, precisamente- tiendo a no creerme nada. Hacedme caso.

Besos.

martes, 24 de febrero de 2009

Quizá todavía estéis enfadados conmigo. ¿Qué por qué? Por haberos obligado a leer un post -el anterior- en el que no decía nada. Sin embargo diríase, por la ausencia de quejas en el blog, que ya no os acordabais. Si lo llego a saber, a buenas horas me paso yo la semanita que he pasado dando vueltas en la cama y pensando “estarán enfadados conmigo, y tienen toda la razón”. Quizá sea -es una posibilidad- que os importe un pimiento lo que yo diga, pero prefiero pensar, por el mismo precio, que todo me lo perdonáis. Y entonces, agradecido, de un salto -es un tópico: a mí me cuesta horrores- me levanto de la cama y me pongo a escribiros el siguiente:


post

La ducha y la cultura, 2

Os contaba el otro día -renovadas amistades mías- que los humanos tenemos muchas ocurrencias en la ducha y que hay para eso una razón científica. Mis alumnos son humanos y por eso también se les ocurren cosas interesantes. A veces, claro, pero eso nos pasa a todos. Tengo uno, sin embargo -a eso quería yo llegar-, que para mí, a juzgar por las cosas que se le ocurren, que viene siempre a clase recién duchado, lo cual no sería destacable si empezáramos a las siete y cuarto de la mañana en lugar de hacerlo a la misma hora de la tarde. El chaval no es estudiante constante ni aplicado, qué va. Que no lo es lo sé por su letra, porque para descifrarla -que no leerla- debe uno aplicar las habilidades y desplegar los recursos combinados del maestro, el adivino, el inspector de policía y -hasta dónde hay que llegar- el farmacéutico. Si lo fuera -persona de hábitos, digo- tendría esa letra redondita y clara de aquellos cuadernillos de caligrafía que en mala hora se han dejado de emplear en los colegios. Claro que dicen, recuerdo ahora, que la letra de Leonardo era difícil de leer. Quién sabe si todo esto no será síntoma de genialidad y aquí estoy yo hablando mal de él, que desde que se supo aquello de los profesores de colegio del pequeño Einstein debe uno andar con los pies de plomo a la hora de calificar: que le suspendes a uno la segunda evaluación de Naturales y luego le dan el Nobel de Medicina. Y tú -hala- a quedar mal ante la Historia.

¡Menudo rollo os estoy metiendo! Si ya de normal tengo tendencia a acampar en Úbeda, ni os cuento ahora que no se me ocurre nada y tengo unos cuantos folios que rellenar. Os contaba lo del alumno éste que siempre me sorprende, no sé si por efecto de esa hipotética ducha vespertina o del fecundo vuelo de la neurona genial y solitaria: el caso es que me sorprende y ya me pasa que ante la primera página de su cuaderno me siento como Howard Carter a punto de echar la puerta abajo, para descubrir -eso sí- que la mayoría de las veces su higiénica inventiva se ha entretenido en combinaciones imposibles de bes y de uves, de tildes, de haches y de jotas; toda una demostración, en fin, de una innata creatividad combinatoria que no seré yo -faltaría- quien malogre diciendo que no son más que simples -y abundantes- faltas de ortografía. ¿Y si resulta que ante mis ojos está revolucionando la escritura y liberándola de las insufribles cadenas del código académico? ¿Y si de mayor le dan el Nobel de Ortografía? A mí no me pillan, no.

Pero otras veces si consigo -como Carter, y hoy ha sido- dominar el espíritu y no entrar al saqueo sino templar los nervios y tomar el té; si consigo estar sereno en la puerta del cuaderno; si consigo, en fin, dominar el ansia de arramblar con los tesoros que allí encuentro y ofrecerlos -¡mercader!- al mejor postor, entonces, y sólo entonces, puedo ver -y ya digo que hoy ha sido- que todo aquel montón, todo aquel cuerno de la abundancia de datos imposibles -que los belgas colonizaron Siberia, que el Estrecho de Gibraltar está en las Canarias, que Alicante está en Madrid- se ordena y ante mis ojos toma forma: no era mera aglomeración, no, sino ofrenda, voto, tesoro y equipaje para el último viaje neuronal, alimento para el tránsito del cerebro quién sabe si a la última frontera de la genialidad o al abismo profundo de la ignorancia, a la fosa oscura del silencio y el no saber. No me corresponde a mí decirlo.

martes, 17 de febrero de 2009

¡La de tiempo que llevo sin contaros nada! No es que esté tan ocupado que no pueda atenderos, sino que si uno se relaja acaba por perder el hábito. Y yo, la verdad, es que tengo tendencia a relajarme muchísimo y a todas horas, especialmente los días laborables a partir de las cuatro y sábados y domingos todo el día. Y si a eso le añadís que hábito, lo que se dice hábito, tampoco es que lo tuviera muy desarrollado…, pues pasa lo que pasa. Y sin embargo, mirad por dónde, se me ocurren en la ducha montones de cosas que deciros y de eso, de la ducha, sí que lo tengo -el hábito-. Será que me lo inculcaron de pequeño, porque lo que es ahora, de mayor, no hay manera de creármelos nuevos que no consistan en merendar o en dormir la siesta un poco más. Es cierto, pues, lo que se ha publicado por ahí: que no soy hombre de hábitos. Y si el de la ducha lo tengo -como los de lavarme los dientes y sonarme los mocos- será porque si no hombre quizá fuese alguna vez niño de hábitos, que no es lo mismo que haber sido monaguillo sino educado con esmero y dedicación, cosa que agradezco emocionado a mis padres y abuelos.

Todo esto del hábito y la ducha no lo traigo como excusa -que podría-, sino por dar pie a lo que os iba hoy a comentar. Dicen que hay una razón física que explica por qué se nos ocurren tantas cosas en la ducha: tiene que ver con el oxígeno, me parece. Por cierto que a mí, que soy hombre de letras -que no de hábitos, ya digo-, me ha dado por leer y escuchar divulgación científica. Se decía en tiempos de mi abuelo -ha llovido- “Bachiller en Artes, burro en todas partes”, y ya os conté que mi amiga Marián se ríe de mí porque sólo sirvo para jugar al Trivial. Reconozco que durante mucho tiempo he compartido con los artistas -solamente- cierto aristocrático desprecio por la Ciencia y por eso hoy puedo decir -con Isabel, otra buena amiga- que mi cultura en estos temas “es muy basta”. Así que, iluminado -y por tanto avergonzado- he decidido aprender algunas cosillas básicas y dejar para siempre a un lado el horror al número y el desprecio por el átomo. Por eso sabía -porque lo escuché en la radio- lo del oxígeno y la ducha. Parece ser que el agua pulverizada de la ducha arrastra consigo las impurezas del aire y entonces al oxígeno -que son como unas bolitas, azules o rojas según el libro que uno mire- le salen como unas manitas que le permiten nadar más deprisa por la corriente de la sangre -que se mueve por una especie de red de túneles que tenemos por dentro los humanos- y llega enseguida a las neuronas, que estaban las tías -¡comodonas!- ahí todas descansando y las bolitas de oxígeno, con sus manitas, les dan pellizquitos para que espabilen y es así como se nos ocurren las ideas. ¡Qué cosa tan maravillosa es la Ciencia!

Ya voy, ya. Os parecerá que alargo mucho el prólogo -¿verdad?- y que no entro en materia. Para qué nos vamos a engañar: lo estoy haciendo adrede. Quería cumplir con este post y guardarme las ideas para el próximo, pero llevamos juntos demasiado tiempo y en el fondo os quiero -¡a todos!- y ahora me arrepiento de engañaros. Voy a contaros cosas que se les ocurren a mis alumnos -de lo que se deduce que a veces se duchan-, cosas tan maravillosas como la nueva localización del Peñón de Gibraltar, el nombre del río que pasa por Sevilla y la teoría del origen del Universo. Vamos allá.

Pero, ¡anda!, se me acaba el tiempo. Bueno, pues lo siento mucho, pero pronto escribiré -en el próximo post- lo que os tengo prometido.

Besos y abrazos.

martes, 10 de febrero de 2009

Llevo unos días enganchadísimo a una página web que se llama LibraryThing, así como suena, es decir en inglés y sin espacio entre ambos términos, que no sé por qué en Internet escriben las cosas de forma tan rara. No me refiero al inglés, que conste, sino a lo otro, a lo de la falta de separación. También es una cosa rara que esté yo enganchado a algo que no sea comer chocolate o dormir la siesta en el sofá pero, mira, las cosas son así. Todo porque mi amiga Manuela me mandó un mensaje diciéndome “Mira esta página que te gustará”. Ella es que sabe mucho de libros y de Internet: es muy lista y ahora que ya tenemos una edad le ha dado por sacar la empollona que llevaba dentro. De joven era más viva la virgen y se daba sus buenas fiestas y alegrías, y ahora se las sigue dando pero sabiendo encarnar cierta insólita combinación de bibliotecaria y punky que creo yo que debe de ser -otra- en su gremio cosa rara. Las bibliotecarias visten de negro y son tristes y viejas secas en las historietas de Mortadelo y Filemón, y recuerdo bien que en ¡Qué bello es vivir! -cuánto me gusta esa película- la desgracia que le pasa a Mary, la esposa del bueno de Georges Bailey, es que de no haber nacido su esposo se hubiera quedado en bibliotecaria. Triste y seca, claro, y con gafas. Así que no podía uno evitar la idea de que éste de las bibliotecarias debía de ser un gremio tremendamente aburrido, pero ahora, vistas las peripecias de Manuela y los viajes de Jesús -ya os hablaré de esto- no hago más que estar atento a la cartelera para ver cuándo hace Spielberg una película de bibliotecarios. Quizá pasada la moda de los superhéroes de cómic llegue la trilogía que cambie para siempre su imagen, lo mismo que Indiana Jones la de los pobres y esforzados arqueólogos en paro. A saber.

A lo que iba era que Manuela me dijo aquello del Library… y ahora me encuentro enganchadísimo. Escuchad, escuchad atentamente mi triste historia y aprended de ella. Lo primero fue pensar que era ésa, como mucho, una bonita manera de perder el tiempo, y lo segundo estar ya introduciendo datos. Lo tercero, darme cuenta de que, como no vivo en mi casa, no tenía a mano mi propia biblioteca ni, por tanto, libros que añadir. Lo cuarto, ponerme a leer los libros que encontraba por aquí sólo para poder ponerlos en la lista. Llegué, en mi delirio, a viajar a casa sólo para copiar en un papel los ISBN de los libros de mi propiedad. Y así, poco a poco -imperceptiblemente como podéis ver- fui cayendo en el abismo. Cuando los amigos me amonestaban les decía yo “no, yo puedo controlarlo”, y también “puedo dejarlo cuando quiera”. Y así hubiera podido ser de no haber descubierto un día las bibliotecas de los otros socios. Y, Dios mío, qué títulos vi y qué autores encontré. Un fatídico ser nacido en la pantalla vino a sentarse a mi lado, me guiñó un ojo y, señalándola, me dijo “¿No te gustaría tener una lista como estas? ¿No te gustaría ser un dios de la lectura?”. Y añadió el maldito: “¿Eh?”. Entonces fue -avisaos- cuando empecé a mentir. Empecé a buscar títulos y autores que nunca he leído ni pienso leer para añadirlos a mi lista ficticia y mentirosa. Fausto, La divina comedia, Don Quijote; Shakespeare, Milton, Ana Rosa Quintana: todos ellos brillan como diamantes en mi lista pero, ¡ay!, falsos como duros de seis pesetas si os acercáis a comprobarlos. He tocado fondo, sí, y vivo en el engaño. Ya me obsesiona tanto mi lista que he vendido lo que poseía para pagar la conexión ADSL e, hipnotizado por la luz de la pantalla, paso las horas ampliando mi ficción o -en su defecto- enganchado a Hospital Central y a Mira quien baila. Luzco mi página de LibraryThing como el hidalgo lucía en su barba las migas de un pan que no podía permitirse porque yo -igual que él no había comido- en realidad, ya no tengo en mi casa más libro que la guía de teléfonos de la provincia de Alicante.

Esta es mi triste historia, pues. Estad atentos al exemplum y aprended lo que podría pasaros de atender las sugerencias de una bibliotecaria desalmada.

viernes, 23 de enero de 2009

Aceituneros de Jaén
(y de La Canyada)


He ido a la cosecha de la aceituna. ¿Dónde va uno un sábado a las ocho de la mañana -con el frío que hace en la comarca en esta época- en vez de quedarse en cama calentito? Pues a la recogida de la aceituna, tarea noble donde las haya. Imagino que esto que os acabo de decir habrá levantado en vosotros más de un interrogante. A saber: ¿qué te impulsó a tamaña insensatez, sabiendo lo que te cuesta levantarte por las mañanas? Otrosí: siendo como eres criatura del asfalto, ¿cómo vas a saber tú de dónde salen las aceitunas?

Bien. Comencemos por contestar la última pregunta. Es cierto que soy criatura de asfalto, y lo digo con orgullo. La ciudad, al fin y al cabo -perdonaréis la digresión- es una antigua y venerable forma de vida sin la cual nunca se hubieran dado algunos de los mayores logros de la Humanidad como, por ejemplo, el ascensor, el PGOU y las porteras. Ya en remotos tiempos se decía “el aire de la ciudad nos hace libres”. Lo malo -lo reconozco, sí- es que en las de ahora pierde uno la noción de lo que es natural y puede llegar a creer que el mundo era así desde el principio, lo cual no es bueno. Yo, ignorante de todo en nuestro piso en la Gran Vía, de pequeño leía el Génesis buscando con ansia el día exacto -¿el quinto?, ¿el sexto?- en que Nuestro Señor creara de la nada el bonobús, el atasco o el semáforo. Y, claro, no lo encontraba y la duda me tomaba por asalto. Pues, con tanta parábola sobre ovejas y corderos, tanta historia de sembrados y barbechos, con un libro sagrado -digámoslo de una vez- tan agrícola y ganadero, ¿cómo iba yo a captar la idea? Y por eso encuentro bien que se lleven a los niños a que sepan lo que son las vacas y lo mal que huelen de normal. A los de mi generación no nos llevaron porque no se llevaba, y así nos pasa como a mi amigo Javier, que la primera vez que vio pipas de girasol aún en la planta se preguntaba cuál era la variedad que las daba con sal. A los de Valencia -a los de mi generación en particular- nos parece que el campo es un lugar mítico cuya memoria perdura en los recuerdos de nuestros abuelos, que paseando por la Gran Vía solían pararse de repente y, apoyando la mano en nuestro hombro infantil, decir con voz solemne: “Todo esto era huerta”, frase que ya es para mí -y para tantos otros como yo- componente esencial de nuestra tradición ciudadana, al mismo nivel que aquellas otras de “Xé, tú, de categoria” y “Senyor pirotècnic: pot escomençar la mascletà”. Tanto me gusta esta última que por poder decirla desde el balcón del Ayuntamiento, un diecinueve de marzo a las dos de la tarde, aceptaría ser Fallera Mayor si Rita me lo pidiera. Que no creo, la verdad. Volviendo a lo del campo: que por eso ahora -porque a este respecto somos unos ignorantes- somos nosotros los que alquilamos casas rurales y pagamos por vivir donde la gente del campo ya no quiere vivir porque prefiere casas como las nuestras.

La primera de vuestras preguntas también tiene respuesta fácil, aunque más delicada. ¿Que por qué me levantaba un sábado -y un domingo- tan temprano y me iba al campo a trabajar? Pues porque las aceitunas en cuestión, así como los árboles de las que las hicimos caer, son propiedad del padre de mi novia y, claro, una vez que has comido en su mesa más de un domingo lo mínimo que puedes hacer es decir que sí -que estarás encantado y además te apetece mucho- echar una manita en el campo si hace falta. ¿Qué, si no? Debería haberlo pensado el primer día que me dieron de comer. Ya sabéis, de todos modos, que aquel primer bocado que me dieron era de coca de almendras -gimnosperma que, ahora que caigo, supongo que cualquier día y si Dios no lo remedia me llevaran a recoger- y a eso quién va a decir que no. Y así, a causa de mi mala cabeza y de la gula, me vi un sábado subido en la furgona con la cuadrilla -suegro y dos cuñados-, el bocadillo y los trastos de matar. Bien pronto he dicho que sí y cuánta razón tenía -me decía yo, arrepentido- aquel otro amigo de mi suegro el día en que, tras haber comido y a punto de levantarme para ayudar a las señoras, me agarró del brazo y me dijo, solemne: “No t’alces, que mil·límetre que es perd no es recupera mai”. Santo varón. Que hay que venderse más caro, caramba.

¿Qué decía ahora? ¿Que no sabéis cómo se recoge la aceituna? Otro día os lo contaré. Ahora, por el momento, bastará con saber que ya nunca más serán lo mismo para mí y que abro las latas de La Española con el mismo respeto y reverencia con que un friki el envase de un muñeco articulado de Star Wars, un concejal de urbanismo el primer folio de un nuevo P.A.I. y yo mismo la primera edición de Astérix y Cleopatra en castellano. Amén.

POST-SCRIPTUM PARA MI AMIGO JAVIER. No, mi suegro no cultiva la variedad que las da rellenas de anchoa.

lunes, 12 de enero de 2009

Apatrullando el interior, año 2, nº 8


Hola. Han pasado las vacaciones de Navidad y, como en los anuncios, vuelvo al cole con alegría. Debo el sentimiento a la feliz circunstancia de haber estado en la nieve y no haberme roto las piernas. Mis rodillas -alabado sea el Señor- siguen intactas. ¿Qué por qué tenía miedo? Parece mentira que a estas alturas me hagáis aún esta pregunta: pues porque uno es miedoso de por sí y además -esto, creo, no podíais saberlo y por eso os la perdono- porque hace algo más de un año que me duelen las rodillas cuando hago deporte. No es que sean cosas de la edad, sino que -me lo dijo el doctor- tengo en ellas un defecto de nacimiento que sólo se manifiesta cuando hago deporte y por eso ha sido tan difícil detectarlo.

Vuelvo a una Villena en la que hace un frío tan espantoso que he visto nevar por segunda o tercera vez en mi vida: lo que no he visto en cinco días en el Pirineo aragonés. Menos mal que me gustó Jaca: alta concentración de librerías y pastelerías para una ciudad de ese tamaño. Para mí, un paraíso. Y ahora, para volver al ritmo cotidiano, he aquí una nueva entrega de ese sueño sidero-espacial que me viene de vez en cuando. Esto es lo que os diría si, por aburrimiento, volviese a imaginar ese zoo fabuloso y espacial del que os hablé en la segunda entrega del Apatrullando, año 2:

“Hay de todo en esta jaula. Yo no sé si en las de las otras especies siderales aquí reunidas hay tanta variedad como en la nuestra. Yo, desde luego, si fuera uno de los bichos que nos visita en este zoo, tendría muy claro cuál es mi favorita. Entre nosotros, el selecto grupo de terrícolas que habitamos este sitio, hay de todo. Tanta variedad en tan poca muestra es señal de que la selección ha sido hecha con tino, estudio y mucho savoir faire, que es algo que por qué -digo yo- no iban a tenerlo los marcianos. Ojalá pudierais vernos: somos pocos pero raros. ¿Cómo es posible tan alto grado de diferenciación? El tema me preocupa y entretiene y he pensado: “¿Y si fuera cosa del azar?”. Podría ser que nos hubiesen recogido sólo porque estábamos allí, en el sitio equivocado en el momento equivocado, i prou, como si la recogida hubiera sido hecha por unos funcionarios a punto de la pausa del almuerzo. Pero me niego a admitirlo basándome en el hecho incontestable de que los extraterrestres siempre son en las películas unos tipos inteligentes, meticulosos y tirando a verde oscuro, aunque en las últimas producciones se lleva más el gris marengo. Buenos o malos, no se sabe -¿habrá concejales de urbanismo en otros planetas?-, pero siempre meticulosos e inteligentes hasta la obsesión -y la megacefalia, respectivamente- así que es de suponer que lo que hay detrás de mi secuestro sea nada más -y nada menos- que mucho saber de seres vivos y galaxias y mucho proyecto y elaboración. No, proclamo: estoy orgulloso de representar a mi especie en este foro y me niego a admitir, por ello, que hayamos sido abducidos al tuntún”.

“Podría ser también que no lo seamos tanto como creo -raros-, sino que lo estemos debido a alguna clase de estrés postraumático. Tampoco me gusta esta idea, sin embargo, porque es cosa sabida que estas abducciones son cosa de limpieza y probidad, un proceso escrupuloso que casi siempre empieza con ese rayo azul o verde que a las astronaves -estrellas de mar que vienen del espacio- les sale normalmente del ombligo: llega la luz al suelo y los humanos -como aquellos de la tercera fase- acudimos a ella como las polillas a la luz de las bombillas. No recuerdo el proceso con detalle, pero creo que a los bichos nos metían en un tarro con un algodón empapado en alcohol de setenta grados y viajábamos en la bodega tres -o cuatro, según- hasta el planeta, sistema o nebulosa de destino. Observaba el otro día un compañero que en ello se echa de ver que eran principiantes los que nos abdujeron, porque visto el proceso hubiera sido más lógico ir a buscar ejemplares, antes que a la puerta de un colegio, a la de una discoteca porque allí acuden los humanos más fácilmente a las luces de colores y ya vienen de por sí empapados en alcohol. Insisto yo, de todos modos, en que algo tendremos cuando nos han seleccionado. En fin: ya se verá y sigamos adelante”.

Y esto es todo por hoy.