¡La de tiempo que llevo sin contaros nada! No es que esté tan ocupado que no pueda atenderos, sino que si uno se relaja acaba por perder el hábito. Y yo, la verdad, es que tengo tendencia a relajarme muchísimo y a todas horas, especialmente los días laborables a partir de las cuatro y sábados y domingos todo el día. Y si a eso le añadís que hábito, lo que se dice hábito, tampoco es que lo tuviera muy desarrollado…, pues pasa lo que pasa. Y sin embargo, mirad por dónde, se me ocurren en la ducha montones de cosas que deciros y de eso, de la ducha, sí que lo tengo -el hábito-. Será que me lo inculcaron de pequeño, porque lo que es ahora, de mayor, no hay manera de creármelos nuevos que no consistan en merendar o en dormir la siesta un poco más. Es cierto, pues, lo que se ha publicado por ahí: que no soy hombre de hábitos. Y si el de la ducha lo tengo -como los de lavarme los dientes y sonarme los mocos- será porque si no hombre quizá fuese alguna vez niño de hábitos, que no es lo mismo que haber sido monaguillo sino educado con esmero y dedicación, cosa que agradezco emocionado a mis padres y abuelos.
Todo esto del hábito y la ducha no lo traigo como excusa -que podría-, sino por dar pie a lo que os iba hoy a comentar. Dicen que hay una razón física que explica por qué se nos ocurren tantas cosas en la ducha: tiene que ver con el oxígeno, me parece. Por cierto que a mí, que soy hombre de letras -que no de hábitos, ya digo-, me ha dado por leer y escuchar divulgación científica. Se decía en tiempos de mi abuelo -ha llovido- “Bachiller en Artes, burro en todas partes”, y ya os conté que mi amiga Marián se ríe de mí porque sólo sirvo para jugar al Trivial. Reconozco que durante mucho tiempo he compartido con los artistas -solamente- cierto aristocrático desprecio por la Ciencia y por eso hoy puedo decir -con Isabel, otra buena amiga- que mi cultura en estos temas “es muy basta”. Así que, iluminado -y por tanto avergonzado- he decidido aprender algunas cosillas básicas y dejar para siempre a un lado el horror al número y el desprecio por el átomo. Por eso sabía -porque lo escuché en la radio- lo del oxígeno y la ducha. Parece ser que el agua pulverizada de la ducha arrastra consigo las impurezas del aire y entonces al oxígeno -que son como unas bolitas, azules o rojas según el libro que uno mire- le salen como unas manitas que le permiten nadar más deprisa por la corriente de la sangre -que se mueve por una especie de red de túneles que tenemos por dentro los humanos- y llega enseguida a las neuronas, que estaban las tías -¡comodonas!- ahí todas descansando y las bolitas de oxígeno, con sus manitas, les dan pellizquitos para que espabilen y es así como se nos ocurren las ideas. ¡Qué cosa tan maravillosa es la Ciencia!
Ya voy, ya. Os parecerá que alargo mucho el prólogo -¿verdad?- y que no entro en materia. Para qué nos vamos a engañar: lo estoy haciendo adrede. Quería cumplir con este post y guardarme las ideas para el próximo, pero llevamos juntos demasiado tiempo y en el fondo os quiero -¡a todos!- y ahora me arrepiento de engañaros. Voy a contaros cosas que se les ocurren a mis alumnos -de lo que se deduce que a veces se duchan-, cosas tan maravillosas como la nueva localización del Peñón de Gibraltar, el nombre del río que pasa por Sevilla y la teoría del origen del Universo. Vamos allá.
Pero, ¡anda!, se me acaba el tiempo. Bueno, pues lo siento mucho, pero pronto escribiré -en el próximo post- lo que os tengo prometido.
Besos y abrazos.
Todo esto del hábito y la ducha no lo traigo como excusa -que podría-, sino por dar pie a lo que os iba hoy a comentar. Dicen que hay una razón física que explica por qué se nos ocurren tantas cosas en la ducha: tiene que ver con el oxígeno, me parece. Por cierto que a mí, que soy hombre de letras -que no de hábitos, ya digo-, me ha dado por leer y escuchar divulgación científica. Se decía en tiempos de mi abuelo -ha llovido- “Bachiller en Artes, burro en todas partes”, y ya os conté que mi amiga Marián se ríe de mí porque sólo sirvo para jugar al Trivial. Reconozco que durante mucho tiempo he compartido con los artistas -solamente- cierto aristocrático desprecio por la Ciencia y por eso hoy puedo decir -con Isabel, otra buena amiga- que mi cultura en estos temas “es muy basta”. Así que, iluminado -y por tanto avergonzado- he decidido aprender algunas cosillas básicas y dejar para siempre a un lado el horror al número y el desprecio por el átomo. Por eso sabía -porque lo escuché en la radio- lo del oxígeno y la ducha. Parece ser que el agua pulverizada de la ducha arrastra consigo las impurezas del aire y entonces al oxígeno -que son como unas bolitas, azules o rojas según el libro que uno mire- le salen como unas manitas que le permiten nadar más deprisa por la corriente de la sangre -que se mueve por una especie de red de túneles que tenemos por dentro los humanos- y llega enseguida a las neuronas, que estaban las tías -¡comodonas!- ahí todas descansando y las bolitas de oxígeno, con sus manitas, les dan pellizquitos para que espabilen y es así como se nos ocurren las ideas. ¡Qué cosa tan maravillosa es la Ciencia!
Ya voy, ya. Os parecerá que alargo mucho el prólogo -¿verdad?- y que no entro en materia. Para qué nos vamos a engañar: lo estoy haciendo adrede. Quería cumplir con este post y guardarme las ideas para el próximo, pero llevamos juntos demasiado tiempo y en el fondo os quiero -¡a todos!- y ahora me arrepiento de engañaros. Voy a contaros cosas que se les ocurren a mis alumnos -de lo que se deduce que a veces se duchan-, cosas tan maravillosas como la nueva localización del Peñón de Gibraltar, el nombre del río que pasa por Sevilla y la teoría del origen del Universo. Vamos allá.
Pero, ¡anda!, se me acaba el tiempo. Bueno, pues lo siento mucho, pero pronto escribiré -en el próximo post- lo que os tengo prometido.
Besos y abrazos.
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