martes, 17 de febrero de 2009

¡La de tiempo que llevo sin contaros nada! No es que esté tan ocupado que no pueda atenderos, sino que si uno se relaja acaba por perder el hábito. Y yo, la verdad, es que tengo tendencia a relajarme muchísimo y a todas horas, especialmente los días laborables a partir de las cuatro y sábados y domingos todo el día. Y si a eso le añadís que hábito, lo que se dice hábito, tampoco es que lo tuviera muy desarrollado…, pues pasa lo que pasa. Y sin embargo, mirad por dónde, se me ocurren en la ducha montones de cosas que deciros y de eso, de la ducha, sí que lo tengo -el hábito-. Será que me lo inculcaron de pequeño, porque lo que es ahora, de mayor, no hay manera de creármelos nuevos que no consistan en merendar o en dormir la siesta un poco más. Es cierto, pues, lo que se ha publicado por ahí: que no soy hombre de hábitos. Y si el de la ducha lo tengo -como los de lavarme los dientes y sonarme los mocos- será porque si no hombre quizá fuese alguna vez niño de hábitos, que no es lo mismo que haber sido monaguillo sino educado con esmero y dedicación, cosa que agradezco emocionado a mis padres y abuelos.

Todo esto del hábito y la ducha no lo traigo como excusa -que podría-, sino por dar pie a lo que os iba hoy a comentar. Dicen que hay una razón física que explica por qué se nos ocurren tantas cosas en la ducha: tiene que ver con el oxígeno, me parece. Por cierto que a mí, que soy hombre de letras -que no de hábitos, ya digo-, me ha dado por leer y escuchar divulgación científica. Se decía en tiempos de mi abuelo -ha llovido- “Bachiller en Artes, burro en todas partes”, y ya os conté que mi amiga Marián se ríe de mí porque sólo sirvo para jugar al Trivial. Reconozco que durante mucho tiempo he compartido con los artistas -solamente- cierto aristocrático desprecio por la Ciencia y por eso hoy puedo decir -con Isabel, otra buena amiga- que mi cultura en estos temas “es muy basta”. Así que, iluminado -y por tanto avergonzado- he decidido aprender algunas cosillas básicas y dejar para siempre a un lado el horror al número y el desprecio por el átomo. Por eso sabía -porque lo escuché en la radio- lo del oxígeno y la ducha. Parece ser que el agua pulverizada de la ducha arrastra consigo las impurezas del aire y entonces al oxígeno -que son como unas bolitas, azules o rojas según el libro que uno mire- le salen como unas manitas que le permiten nadar más deprisa por la corriente de la sangre -que se mueve por una especie de red de túneles que tenemos por dentro los humanos- y llega enseguida a las neuronas, que estaban las tías -¡comodonas!- ahí todas descansando y las bolitas de oxígeno, con sus manitas, les dan pellizquitos para que espabilen y es así como se nos ocurren las ideas. ¡Qué cosa tan maravillosa es la Ciencia!

Ya voy, ya. Os parecerá que alargo mucho el prólogo -¿verdad?- y que no entro en materia. Para qué nos vamos a engañar: lo estoy haciendo adrede. Quería cumplir con este post y guardarme las ideas para el próximo, pero llevamos juntos demasiado tiempo y en el fondo os quiero -¡a todos!- y ahora me arrepiento de engañaros. Voy a contaros cosas que se les ocurren a mis alumnos -de lo que se deduce que a veces se duchan-, cosas tan maravillosas como la nueva localización del Peñón de Gibraltar, el nombre del río que pasa por Sevilla y la teoría del origen del Universo. Vamos allá.

Pero, ¡anda!, se me acaba el tiempo. Bueno, pues lo siento mucho, pero pronto escribiré -en el próximo post- lo que os tengo prometido.

Besos y abrazos.

No hay comentarios: