martes, 24 de febrero de 2009

Quizá todavía estéis enfadados conmigo. ¿Qué por qué? Por haberos obligado a leer un post -el anterior- en el que no decía nada. Sin embargo diríase, por la ausencia de quejas en el blog, que ya no os acordabais. Si lo llego a saber, a buenas horas me paso yo la semanita que he pasado dando vueltas en la cama y pensando “estarán enfadados conmigo, y tienen toda la razón”. Quizá sea -es una posibilidad- que os importe un pimiento lo que yo diga, pero prefiero pensar, por el mismo precio, que todo me lo perdonáis. Y entonces, agradecido, de un salto -es un tópico: a mí me cuesta horrores- me levanto de la cama y me pongo a escribiros el siguiente:


post

La ducha y la cultura, 2

Os contaba el otro día -renovadas amistades mías- que los humanos tenemos muchas ocurrencias en la ducha y que hay para eso una razón científica. Mis alumnos son humanos y por eso también se les ocurren cosas interesantes. A veces, claro, pero eso nos pasa a todos. Tengo uno, sin embargo -a eso quería yo llegar-, que para mí, a juzgar por las cosas que se le ocurren, que viene siempre a clase recién duchado, lo cual no sería destacable si empezáramos a las siete y cuarto de la mañana en lugar de hacerlo a la misma hora de la tarde. El chaval no es estudiante constante ni aplicado, qué va. Que no lo es lo sé por su letra, porque para descifrarla -que no leerla- debe uno aplicar las habilidades y desplegar los recursos combinados del maestro, el adivino, el inspector de policía y -hasta dónde hay que llegar- el farmacéutico. Si lo fuera -persona de hábitos, digo- tendría esa letra redondita y clara de aquellos cuadernillos de caligrafía que en mala hora se han dejado de emplear en los colegios. Claro que dicen, recuerdo ahora, que la letra de Leonardo era difícil de leer. Quién sabe si todo esto no será síntoma de genialidad y aquí estoy yo hablando mal de él, que desde que se supo aquello de los profesores de colegio del pequeño Einstein debe uno andar con los pies de plomo a la hora de calificar: que le suspendes a uno la segunda evaluación de Naturales y luego le dan el Nobel de Medicina. Y tú -hala- a quedar mal ante la Historia.

¡Menudo rollo os estoy metiendo! Si ya de normal tengo tendencia a acampar en Úbeda, ni os cuento ahora que no se me ocurre nada y tengo unos cuantos folios que rellenar. Os contaba lo del alumno éste que siempre me sorprende, no sé si por efecto de esa hipotética ducha vespertina o del fecundo vuelo de la neurona genial y solitaria: el caso es que me sorprende y ya me pasa que ante la primera página de su cuaderno me siento como Howard Carter a punto de echar la puerta abajo, para descubrir -eso sí- que la mayoría de las veces su higiénica inventiva se ha entretenido en combinaciones imposibles de bes y de uves, de tildes, de haches y de jotas; toda una demostración, en fin, de una innata creatividad combinatoria que no seré yo -faltaría- quien malogre diciendo que no son más que simples -y abundantes- faltas de ortografía. ¿Y si resulta que ante mis ojos está revolucionando la escritura y liberándola de las insufribles cadenas del código académico? ¿Y si de mayor le dan el Nobel de Ortografía? A mí no me pillan, no.

Pero otras veces si consigo -como Carter, y hoy ha sido- dominar el espíritu y no entrar al saqueo sino templar los nervios y tomar el té; si consigo estar sereno en la puerta del cuaderno; si consigo, en fin, dominar el ansia de arramblar con los tesoros que allí encuentro y ofrecerlos -¡mercader!- al mejor postor, entonces, y sólo entonces, puedo ver -y ya digo que hoy ha sido- que todo aquel montón, todo aquel cuerno de la abundancia de datos imposibles -que los belgas colonizaron Siberia, que el Estrecho de Gibraltar está en las Canarias, que Alicante está en Madrid- se ordena y ante mis ojos toma forma: no era mera aglomeración, no, sino ofrenda, voto, tesoro y equipaje para el último viaje neuronal, alimento para el tránsito del cerebro quién sabe si a la última frontera de la genialidad o al abismo profundo de la ignorancia, a la fosa oscura del silencio y el no saber. No me corresponde a mí decirlo.

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