viernes, 23 de mayo de 2008

Je suis apenas comencé a etúdier fransés. C’est una langue tres belle, y uno queda tres bien cuand la parle en público. En la intimidad, sin embargo, resulta hortera si no viene a cuento. Que sí, que sí. Además, je suis apenas comencé a notarme -este es el tema de hoy- que me estoy haciendo de derechas. C’est algo que me vengo notando aquí, en el costado, desde hace unos meses. Que sí, que sí.
No sé si alguien se habrá molestado por esta ocurrencia de haber relacionado ambas dolencias. Es cierto que la gente como yo, con amplísimos y contrastados conocimientos de Historia, tendemos a relacionar lo francés con el progresismo: véanse, si no, la Revolución -la Francesa, claro-, la gauche divine y los autobuses -de aquel tiempo en que- se iban a ver cine a Perpiñán. O Perpignan, como se dice en la langue que aujourd’hui je parle ya casi comme un nativo. No sé. No tengo motivos para relacionarlas y, si lo he hecho, es solamente porque han venido a hacerse patentes a un mismo tiempo, de modo que sólo la coincidencia temporal me ha llevado a sospechar de ello. Me dijo una vez un amigo que la que hay entre tabaco y cáncer es solamente estadística, a falta de pruebas de índole clínico. A lo mejor, pues, es por eso, por estadística y no por galicismo negativo. No me lo perdonaría nunca -ese posible arranque nacionalista-, y menos este año en que se cumplen doscientos del mil ochocientos ocho. Dios tenga en su gloria, por lo que a mí respecta, a Daoíz y Velarde, a Agustina de Aragón y al mariscal Suchet.
El caso es que llevo un tiempo dándole vueltas a la cuestión y comprobando hipótesis: ¿serán las lecturas?, ¿será la edad?, ¿serán los yogures de soja?. Estos últimos son, por otra parte, uno de los principales cambios de estos días de mi vida reciente. Ya os lo contaré. Volviendo a lo nuestro: a lo mejor es Sarkozy -quién sabe: hace casi un año, un conocido que vive en Bruselas, cuando yo le decía que en los institutos hace falta un poco de disciplina y ganas de trabajar, él se mostró de acuerdo y me dijo: “¡Ese es el mensaje de Sarkozy!”-, aunque la cosa me tiene perplejo: si casi no sigo las elecciones de aquí, ¿no se me habrán de dar -lógicamente- las ultrapirenaicas un higo? No sé, repito. Siempre puede tratarse de algo del metabolismo, pues el tiempo no pasa en balde y dicen que te haces conservador -y no de museos, precisamente- al engordar de la barriga. La explicación no me cuadra porque yo -aún- no la tengo. Por si acaso, me he apuntado al gimnasio -ya lo sabéis, queridos lectores- aunque tampoco creo que mi gimnasio pase por ser un think tank de esos, ni que se adquiera conciencia de clase haciendo abdominales. A favor de esta hipótesis evolutiva está el caso, sin embargo, de mi amigo Quique -de cuya amistad me gusta presumir-, que a sus cuarenta es cada vez más rojo y más canijo. Con perdón.
¿Qué será, será? Mis sospechas recaen en los medios de comunicación y en las lecturas, y no porque me hayan convencido, sino porque las ideas que se oyen en la radio y leen en libros y revistas no es que convenzan a nadie sino a quien ya lo está de antemano: funcionan, más bien, como la gota de agua en aquella tortura china. Oyes una y otra vez lo mismo, día tras día, y al principio piensas que menuda aberración está diciendo el tipo este, pero llega un día en que dices: “Mira, pues en esto -pero sólo en esto, por Dios bendito- estoy de acuerdo” y así, aunque ni lo sospechas y a pesar de las precauciones, has dejado abierta la puerta por la que se van colando, poco a poco, otras pequeñas convicciones. El daño ya está hecho, y no tardará en llegar el día -o la siguiente etapa, porque, como en la borrachera, esto tiene sus etapas- en que dudas de tus seguras convicciones de toda la vida. “La verdad es que nunca sometí a crítica aquella idea” y “A lo mejor tienen razón ellos, ¿por qué no?” son un par de ejemplos de lo que pasa. Como la malvada Volpe -zoppa da un piede- que separó a Pinocho de Geppetto, poquito a poco te incitan a marcharte de casa. Bien han hecho los dictadores en sospechar siempre de la gente que lee y de los periodistas extranjeros.

viernes, 9 de mayo de 2008

El músculo es así, 2

Así que, estos primeros días, al gimnasio voy, más que a levantar barras y mancuernas, a imaginar cosas. No es que me moleste, ni mucho menos, sino que estaba convencido de que las capacidades que allí se entrenaban eran otras. No es que me queje, sino que no acabo de ver a qué pata del taburete [ver capítulo anterior] corresponde la imaginación. Bueno, el caso es que esta vez -hay que reconocerlo- ya me coge entrenado y es todo más fácil: el entrenamiento fluye con naturalidad.

- “¿Te gustan los caballos?”.
- “Pues”… (Por no saber, al principio, si aún mentir).
- “Bueno, pues imagina que te gustan. Imagina que tienes un caballo de carreras y lo guardas en una cuadra. A ti te gusta mucho montar a caballo, así que vas cada día a la cuadra. Imagina que llegas el primer día, lo sacas, lo montas y, ¡hala!, te das dos o tres vueltas por el hipódromo, tacatac, tacatac. Cuando terminas, lo dejas en su cuadra y te vas. ¿Me sigues?”.
- “Sí”.
- “Bueno, pues imagina que vas el segundo día, lo sacas, lo montas y, ¡hala!, te das dos o tres vueltas al hipódromo, tacatac, tacatac. Cuando terminas, lo dejas en su cuadra y te vas”.

Ya no necesito que me pregunte: antes le digo: “Sí”.

- “Bueno, pues ahora imagina que vas el tercer día”.

Ha llegado el momento de reivindicar el nombre de mi entrenador, pues todos estáis esperando, morbosamente y con ganas de reíros de él, que repita, en este tercer día del cuento, lo mismo que dijo al tratar del primero y del segundo, ¿verdad? Pues no: hay un cambio. Helo aquí:

- “Llegas, quieres sacarlo de la cuadra y el caballo te dice que tu tía,” -y hace con los brazos un gesto de rechazo que no creo yo que nunca haya hecho un caballo, pero que en el gimnasio, en el mercado y en la calle todos entenderíamos- “que él a correr ya no sale más. ¿Lo pillas?”

Ahora es cuando, en un ataque de modestia, debo reconocer que no, que no lo había pillado. Así que me esperé a que siguiera la historia.

- “Bueno, pues a ver si te lo explico. Imagina, en cambio, que tienes un caballo en una cuadra, y que a ti te gusta montar a caballo”.

Como es lo mismo que había estado imaginando hacía poco, me sirve aún el trabajo hecho.

- “Imagina que llegas el primer día, lo sacas, lo montas y, ¡hala!, te das dos o tres vueltas al hipódromo, tacatac, tacatac. Cuando terminas, lo llevas a la cuadra, lo cepillas así, así, por todo el cuerpo, luego le pones paja o avena o lo que coman los caballos y te vas. ¿Me sigues?”.

Empiezo, lo confieso, a ver la jugada.

- “Imagina ahora que vas el segundo día y”…

Os ahorro, queridos lectores, la narración y paso directamente al tercer día:

- … “y el caballo, en cuanto oye tus pisadas, ya se pone en pie y está esperándote para que lo saques a pasear. ¿Lo pillas ahora?”.
- “Sí” (y además es cierto).
- “Ese caballo, si tú lo tratas bien, te responde. En cambio, si lo maltratas, te deja tirado”.
- “¡A ver!”.
- “Pues el músculo es así”.

Para que luego digan que en el gimnasio no se aprende, lo cual es un prejuicio que contra ellos, por envidia, tienen los intelectuales. Los intelectuales, la verdad, es que no se enteran de nada, y prefieren leer Madame Bovary antes que lucir unos buenos abdominales y tener en sus pantalones un culito bien formado. No saben, sin embargo, que a la Bovary le aburría su marido, siempre trabajando o metido en casa, y por eso salía a buscarse la marcha por ahí. Gimnasios no buscó -para qué nos vamos a engañar-, pero sí gente con dinero y con glamour, que era lo que a ella le faltaba. A mí, lo que me falta son mis abdominales, de modo que es esta pequeña pena la que me tiene distraídas las neuronas y salva de ser un intelectual. A ver: tenerlos, lo que se dice tenerlos, sé que los tengo porque me duelen cuando me agacho y porque dicen los que saben que todas las personas los tenemos, que es como decir que nos vienen instalados de serie. Lo que quiero decir es que echo en falta verlos. Pero no los añoro como si añoras un amor perdido -porque ese, al menos, lo viste y lo tuviste- sino como cuando miras al cielo por las noches esperando que vuelva E.T. o buscas en el periódico un concejal de urbanismo puro, inmaculado y limpio, es decir, que lamento la falta de abdominales con la misma desesperanza con la que lamento que no existan determinados personajes de ficción: que no existan -pongamos por caso- los Reyes Magos de Oriente, a los que pediría un set de abdominales, un tren eléctrico y una casa con piscina.

Sabéis -alguna vez os lo habré dicho- que a menudo he soñado con tener un cuerpo musculoso -dentro de un orden-, de esos que se adivinan por debajo de la camiseta. Sin embargo, debajo de mis camisetas no sólo no se adivinan los músculos, sino que a menudo parece que no hay nadie. Por eso, aunque me burlo, me apunto a los gimnasios, a ver si desarrollamos un poquito los bíceps y los tríceps. Aunque me burlo, en casa, cuando nadie me ve, desempolvo la colchoneta y las mancuernas y me pongo a practicar; luego, si me preguntan, tiendo a negarlo o a decir que me obliga el médico para quitarme el resfriado. La tragedia es que tampoco me sirven para nada, tanto secreto y tanta precaución, porque jamás consigo pasar de la primera serie: enseguida me vienen a la cabeza tareas urgentes e inaplazables que me quedan por hacer, como escanear los tickets del Consum o clasificar las chinchetas por tamaños y colores. Para no sentirme mal, maldigo al cromosoma y me prometo decirle cuatro cosas el día en que le ponga la mano encima. Satisfecho, me pongo la merienda y enciendo la tele. Entonces, sale un chico guapo y musculado: me arrepiento -como Pedro- de mi falta de fe y me prometo que a partir de mañana… Y así. Pero, antes, me termino la merienda: al fin y al cabo, es una de las patas del famoso taburete. ¿O no?