viernes, 9 de mayo de 2008

El músculo es así, 2

Así que, estos primeros días, al gimnasio voy, más que a levantar barras y mancuernas, a imaginar cosas. No es que me moleste, ni mucho menos, sino que estaba convencido de que las capacidades que allí se entrenaban eran otras. No es que me queje, sino que no acabo de ver a qué pata del taburete [ver capítulo anterior] corresponde la imaginación. Bueno, el caso es que esta vez -hay que reconocerlo- ya me coge entrenado y es todo más fácil: el entrenamiento fluye con naturalidad.

- “¿Te gustan los caballos?”.
- “Pues”… (Por no saber, al principio, si aún mentir).
- “Bueno, pues imagina que te gustan. Imagina que tienes un caballo de carreras y lo guardas en una cuadra. A ti te gusta mucho montar a caballo, así que vas cada día a la cuadra. Imagina que llegas el primer día, lo sacas, lo montas y, ¡hala!, te das dos o tres vueltas por el hipódromo, tacatac, tacatac. Cuando terminas, lo dejas en su cuadra y te vas. ¿Me sigues?”.
- “Sí”.
- “Bueno, pues imagina que vas el segundo día, lo sacas, lo montas y, ¡hala!, te das dos o tres vueltas al hipódromo, tacatac, tacatac. Cuando terminas, lo dejas en su cuadra y te vas”.

Ya no necesito que me pregunte: antes le digo: “Sí”.

- “Bueno, pues ahora imagina que vas el tercer día”.

Ha llegado el momento de reivindicar el nombre de mi entrenador, pues todos estáis esperando, morbosamente y con ganas de reíros de él, que repita, en este tercer día del cuento, lo mismo que dijo al tratar del primero y del segundo, ¿verdad? Pues no: hay un cambio. Helo aquí:

- “Llegas, quieres sacarlo de la cuadra y el caballo te dice que tu tía,” -y hace con los brazos un gesto de rechazo que no creo yo que nunca haya hecho un caballo, pero que en el gimnasio, en el mercado y en la calle todos entenderíamos- “que él a correr ya no sale más. ¿Lo pillas?”

Ahora es cuando, en un ataque de modestia, debo reconocer que no, que no lo había pillado. Así que me esperé a que siguiera la historia.

- “Bueno, pues a ver si te lo explico. Imagina, en cambio, que tienes un caballo en una cuadra, y que a ti te gusta montar a caballo”.

Como es lo mismo que había estado imaginando hacía poco, me sirve aún el trabajo hecho.

- “Imagina que llegas el primer día, lo sacas, lo montas y, ¡hala!, te das dos o tres vueltas al hipódromo, tacatac, tacatac. Cuando terminas, lo llevas a la cuadra, lo cepillas así, así, por todo el cuerpo, luego le pones paja o avena o lo que coman los caballos y te vas. ¿Me sigues?”.

Empiezo, lo confieso, a ver la jugada.

- “Imagina ahora que vas el segundo día y”…

Os ahorro, queridos lectores, la narración y paso directamente al tercer día:

- … “y el caballo, en cuanto oye tus pisadas, ya se pone en pie y está esperándote para que lo saques a pasear. ¿Lo pillas ahora?”.
- “Sí” (y además es cierto).
- “Ese caballo, si tú lo tratas bien, te responde. En cambio, si lo maltratas, te deja tirado”.
- “¡A ver!”.
- “Pues el músculo es así”.

Para que luego digan que en el gimnasio no se aprende, lo cual es un prejuicio que contra ellos, por envidia, tienen los intelectuales. Los intelectuales, la verdad, es que no se enteran de nada, y prefieren leer Madame Bovary antes que lucir unos buenos abdominales y tener en sus pantalones un culito bien formado. No saben, sin embargo, que a la Bovary le aburría su marido, siempre trabajando o metido en casa, y por eso salía a buscarse la marcha por ahí. Gimnasios no buscó -para qué nos vamos a engañar-, pero sí gente con dinero y con glamour, que era lo que a ella le faltaba. A mí, lo que me falta son mis abdominales, de modo que es esta pequeña pena la que me tiene distraídas las neuronas y salva de ser un intelectual. A ver: tenerlos, lo que se dice tenerlos, sé que los tengo porque me duelen cuando me agacho y porque dicen los que saben que todas las personas los tenemos, que es como decir que nos vienen instalados de serie. Lo que quiero decir es que echo en falta verlos. Pero no los añoro como si añoras un amor perdido -porque ese, al menos, lo viste y lo tuviste- sino como cuando miras al cielo por las noches esperando que vuelva E.T. o buscas en el periódico un concejal de urbanismo puro, inmaculado y limpio, es decir, que lamento la falta de abdominales con la misma desesperanza con la que lamento que no existan determinados personajes de ficción: que no existan -pongamos por caso- los Reyes Magos de Oriente, a los que pediría un set de abdominales, un tren eléctrico y una casa con piscina.

Sabéis -alguna vez os lo habré dicho- que a menudo he soñado con tener un cuerpo musculoso -dentro de un orden-, de esos que se adivinan por debajo de la camiseta. Sin embargo, debajo de mis camisetas no sólo no se adivinan los músculos, sino que a menudo parece que no hay nadie. Por eso, aunque me burlo, me apunto a los gimnasios, a ver si desarrollamos un poquito los bíceps y los tríceps. Aunque me burlo, en casa, cuando nadie me ve, desempolvo la colchoneta y las mancuernas y me pongo a practicar; luego, si me preguntan, tiendo a negarlo o a decir que me obliga el médico para quitarme el resfriado. La tragedia es que tampoco me sirven para nada, tanto secreto y tanta precaución, porque jamás consigo pasar de la primera serie: enseguida me vienen a la cabeza tareas urgentes e inaplazables que me quedan por hacer, como escanear los tickets del Consum o clasificar las chinchetas por tamaños y colores. Para no sentirme mal, maldigo al cromosoma y me prometo decirle cuatro cosas el día en que le ponga la mano encima. Satisfecho, me pongo la merienda y enciendo la tele. Entonces, sale un chico guapo y musculado: me arrepiento -como Pedro- de mi falta de fe y me prometo que a partir de mañana… Y así. Pero, antes, me termino la merienda: al fin y al cabo, es una de las patas del famoso taburete. ¿O no?


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