sábado, 26 de abril de 2008

El músculo es así, 1
Tú sabes qué es un taburete, ¿verdad?” Y yo digo “Sí, claro”, añadiendo lo de “claro” no por presumir, pues todo el mundo sabe qué es un taburete y es -imagino- la respuesta que de mí espera este señor. Estaba dispuesto, por amabilidad, a aparentar que desconozco todo lo que él esté dispuesto a explicarme, y tenía preparadas para ello varias caras de “No, no lo sabía” y algunas de “Qué interesante”, pero ante la mención al taburete -que, la verdad, me cogió desprevenido- opté, repuesto de la sorpresa, por sincerarme. Decidme: vosotros también sabéis qué es un taburete, ¿no es cierto?

No sé por qué será, pero la gente se empeña en explicarme a mí -con detalle, vocabulario y precisión- las cosas que sabe y que imagina que yo no. Vengo notando, desde que soy pequeño, esta manía de tomarse tan a pecho el explicarme a mí las cosas. No quisiera ofender, pero he llegado a la conclusión de que es porque tengo cara de listo -ya que no de guapo, el cielo me la dio de listo-: algunos, es cierto, ha aprovechado la cosa para decirme que “tú serás muy listo, pero la verdad es que”… (y se añade lo que sea, normalmente cosas hirientes como, por ejemplo: …“con cara de listo no se liga nada de nada”, y yo había de reconocer, en casos como este, que era cierto pero sabiendo que lo decían por envidia, porque ellos ligarían mucho pero -¡ja!- no se habían leído tres veces el Quijote, como yo, y eso sí que les picaba de veras), aunque la mayoría de las veces lo que hacen es empeñarse en demostrarme cuánto saben de algo de lo que yo no sé, como si ante la apabullante presencia de mi faz inteligente necesitaran justificar su nivel intelectual. El caso es que a mí nunca me ha hecho falta rodearme de seres inteligentes, y de siempre he escogido la charla que me divierte antes que la que me aburre.

En fin: heme aquí, una vez más, toreando una de esas conversaciones. “Pues mira:” -me dijo a continuación- “esto que dibujo aquí es un taburete”. Con un rotulador verde, un carioca de esos de la infancia, hace el asiento y las tres patas, “Porque un taburete tiene tres patas, ¿no?” “Sí, claro”, recibo el envite. “Y, ¿qué le pasa a un taburete si le quito una pata?” “Que se cae”. Primer recorte. “Muy bien. Pues mira” Y escribe -mientras yo lo miro desde la barrera- Entrenamiento junto a la primera pata, Alimentación junto a la segunda y Descanso junto a la tercera. Me mira, sin decir nada durante unos segundos. Como yo, aunque buen recortador conversacional, no soy de esos que aguantan una mirada, decido fijar mi atención en el taburete. Esto de no aguantar la mirada es -dicen, y estoy de acuerdo- un síntoma de debilidad. Las debilidades suele uno disfrazarlas de buena educación diciéndose, por ejemplo: “No es educado fijar la vista en la de los demás”, para poder así salir del paso un pelín menos avergonzado. Pero no es esta debilidad, de todos modos, de la que busco curarme en el gimnasio. “Esto que he dibujado son las tres patas del taburete. Se entiende, ¿verdad?”. Como veo que no es aún la hora de sacar a relucir las caras preparadas que traigo escondidas en el capote, vuelvo a un sencillo “Sí, claro”. “Y, ¿qué pasa si a este taburete le quitamos la pata que dice Entrenamiento?”. Por primera vez me reta: me mira de nuevo y entiendo que espera una respuesta. Pero, ¿qué toca ahora? ¿Acertar o errar adrede para que él se luzca? Creo que la respuesta es demasiado evidente para errar: se notaría que me equivoco adrede. “¿Qué se cae?”, aventuro a dejarle terreno. “¡Eso es! ¡Se cae!” Aplausos en el siete: esa era la faena que tocaba. “Si tú te alimentas bien y descansas lo que toca, pero no te entrenas, ¿crecerá ese músculo?”. Opto, nuevamente, por acertar, y eso que de músculos -lo confieso- no entiendo nada: “¿Que no crece?”. “Eso es”. Pienso en decir “Ahora lo entiendo” y provocar un cambio de tercio, pero este miura es más listo de lo que parece. Se me adelanta: “Y, ¿qué pasa si a este taburete le quitamos la pata que dice Alimentación?” Me parece que no tengo opción: le he dado demasiado terreno. Ahora toca seguir su juego. Hay que acertar. La respuesta, a estas alturas, es evidente: “Que se cae”, respondo sin poner siquiera la interrogación. No puedo esperar más: se ha crecido y es momento para cambiar de tercio. Espero de su parte un arranque final, quizá en forma de un “Eso es”, de un “Pues así, todo” o de alguna conclusión por el estilo, pero de nuevo me hace un falso: “Porque, si tú te entrenas y descansas lo que toca, pero no te alimentas bien, ¿crecerá ese músculo?”. Me obliga a seguir su juego y devuelvo la única respuesta posible: “No, no crecerá”. “Eso es”, me dice y me mira: me tiene enfilado, y no sé cómo ha pasado. Tiemblo al pensar que ahora podría intentar la envestida final, la fatídica tercera pregunta. “Será capaz” -pienso- “y eso que sólo le he preguntado si hay que desayunar mucho antes de venir al gimnasio”.

“Y, ¿qué pasa si a este taburete le quitamos la pata que dice Descanso?”. Lo hace, y quisiera echar a correr, pero vergüenza torera lo impide. El capote me da un respiro: “Que se cae”. “Eso es. Porque, si tú te entrenas y te alimentas bien, pero no descansas, ¿crecerá ese músculo?” Y le respondo -atención-: “No, no crecerá”. Ya no espero compasión: quien ha sido capaz de hacerme las tres preguntas -a Dios gracias, era taburete y no sillón-, es capaz de todo. Me tiene arrinconado. Me mira fijamente. Embiste y cierro los ojos y aprieto los dientes. “Pues el músculo es así”. Se detiene: el pitón apenas me ha rozado. ¿Eso es todo? Así parece. En el siete, pañolada, pero ya no hay vergüenza que valga: “Bueno, pues gracias. Ahora me tengo que ir”. Sólo había hecho un press-curl de través invertido y con mancuernas, o algo así, pero me escapé por el pasillo de las duchas, despacito primero -mientras él podía verme- pero en franca desbandada cuando me perdió de vista. Y es que el músculo es así.

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