lunes, 30 de julio de 2007

¡Saga!
(Uno)

"Nos fuimos, llenos de esperanza y valor, en una brumosa mañana". Algo de verdad hay en la primera frase de esta famosísima saga. Que nos fuimos, es indudable (pues no estuvimos aquí), como también lo es que la mañana era brumosa. Es raro que lo fuera, en estas latitudes y en verano, pero es que era muy pero que muy temprano. Ahora, valor, lo que se dice valor, no teníamos demasiado, y ha llegado el momento de abriros nuestro corazón: en estos últimos tiempos le hemos cogido miedo al avión. Sí, ya se sabe que es el medio de transporte más seguro, estadísticamente hablando, pero eso nunca nos ha parecido un consuelo, porque una estadística podrá ser muy informativa, sí, pero cariñosa, lo que se dice cariñosa, no suele serlo: no sabe encontrar las palabras adecuadas ni darte la mano cuando el avión acelera para despegar. Justo entonces se nos llenan de sudor las palmas de las manos, y aún está por nacer la estadística que te dé un apretón o un besito. Así que valor no teníamos mucho, ya digo, y lo único que nos quedaba a mano era la esperanza -de que el avión no se cayera. Llegó el día en que nos encontramos en un aeropuerto extranjero, sin avión y sin maleta, y con eso ya entramos de lleno en nuestra historia.

Todo es culpa nuestra, en el fondo -y no de la estadística-, porque tenemos la mala costumbre de viajar sin reloj. De haber sabido que estábamos llegando tarde, quizá hubiéramos podido pensar alguna estrategia. Pero no fue hasta el momento mismo de poner pie en tierra cuando supimos que llevábamos dos horas de retraso. Eso es un fastidio para el que llega a su destino, pero para el viajero en tránsito es simplemente una putada. Entonces, ¿quién nos culpará de haber obrado mal? Nosotros, que ya teníamos bastante con
mirar por la ventanilla para ver si las alas se desprendían o no del fuselaje -que no sé qué hubiera sido del vuelo sin nuestra constante vigilancia-, ¿qué podíamos hacer en ese caso sino entregarnos voluntariamente al pánico? Así que todo fue llegar a tierra, ver la hora y echar a correr. Porque no podíamos contar con un retraso del avión noruego, por supuesto. A nosotros es que Noruega nos ha gustado mucho, por las mujeres y por la riqueza. Que se ve mucho poderío por las calles y uno se siente bajito, moreno y pobre.

Ya
estamos poniéndonos en posición de coger carrerilla cuando descubrimos un simpático cartelito que nos viene a decir -más o menos: "¿Has facturado tu equipaje al destino final [ese era nuestro caso] y crees que ahora puedes saltarte el rollo de recoger tus maletas en la cinta esa que da vueltas? [pues sí] Pues vete olvidando [no, no, por favor]. A la cinta, como todos". Ya digo que la traducción no es exactamente así, pero esto quizá os dé una idea más exacta del tono y del aprieto en que nos puso. ¿Qué hacer? ¿Ignorar el cartel y correr para coger el siguiente vuelo? ¿Resignarnos a perderlo e ir a buscar nuestra maleta? Pánico y parálisis. Pepito Fantasías, ilustre miembro de la expedición y experto en autoengaños, supo romper el nudo: "Lo mejor sería ignorar el cartel este que tanto nos fastidia y convencernos de que lo que dice no va con nosotros". Y así nos encontramos, diez minutos después, como ya se dijo, en Oslo, por la tarde, sin avión y sin maleta.

Para que no sufráis más, os diremos que nos dieron billete para otro avión que salía luego. "Por supuesto, el retraso no ha sido culpa suya". Cuánto nos gusta lo nórdico, ché. En un viaje anterior no cogimos un tren porque no nos dio la gana y aún así ellos nos devolvieron el dinero, sin preguntar ni nada. Casi nos hace sentir mal, y todo, tanta bondad. Recuperar la maleta era otro cantar, porque del modo que se ha puesto la seguridad en los aeropuertos, cualquiera va pasando de sala en sala, alegremente y haciendo lo que no toca cuando no toca. Pero en este punto la expedición se salvó gracias a mí. Más concretamente, a la más que probada efectividad de mis famosos cara y tono de voz de "ayúdeme, por favor, que tengo un problema del que no sabría salir sin su ayuda". Para que funcione, es menester escoger con tino el destinatario del mensaje. A mí me funciona a la perfección en ventanillas y mostradores de todo tipo siempre que en ellos trabaje una mujer ya mayor, mejor aún si tiene pinta de abuelita bondadosa. Se trata, obviamente, de explotar su lado protector y maternal. Entonces la probabilidad de éxito roza el cien por cien. En cualquier caso, procuro no usarlo con varones con pinta de estar deseando tomarse una cerveza ni con mujeres jóvenes y guapas -¡ay!-, de esas que ponen cara de "por ahí llega otro pesao". Total, que gracias a la colaboración de hasta tres bondadosas quasi-jubiladas noruegas, que nos ayudaron a pasar en sentido contrario todo tipo de controles y barreras, al poco rato estábamos tan a gusto tomándonos un café y esperando el avión.

Creo que ya se ha dicho que si las suecas tienen fama, en España, de rubias y de guapas, eso es porque Alfredo Landa nunca estuvo en Noruega. Sólo un paseíto por el aeropuerto ya le da a uno pistas para darse cuenta de ello, todas tan lindas y tan altas. Y encima hablan inglés. Una de ellas, que servía cafés y tartas -de las tartas habremos de hablar largo y tendido-, nos atendió con una amabilidad que seguramente se hubiera ahorrado de haber sabido que por eso no se iba a quitar de encima en toda la tarde a Pepito Fantasías. Aprovechando que en todos los cafés noruegos ofrecen, además de café au lait y cappuccino, nada menos que cortado (así, tal cual y en castellano), ya no se despegó del taburete, explicándole a la sufrida camarera que esa era una palabra española, y que significaba esto y aquello, y que se hacía así y asá, y que patatín y patatán. Ella aguantaba impertérrita la sonrisa -nobleza vikinga obliga- y nosotros, desde nuestra mesa, no podíamos dejar de pensar en aquel otro viaje en el que un compañero intentaba explicarle a un turco borracho, en una discoteca de Estambul, qué es una falla. "Monumento" -y ponía las manos así- "que se cae" -y las movía así. Aún no sabemos porqué el turco no lo estranguló allí mismo.

En fin, que al final salimos de Oslo volando enteros, sanos y salvos, rumbo a la siguiente etapa del viaje. Pero eso es otra historia. Besos.




martes, 17 de julio de 2007

Hola. Los del equipo de Informe Semanal estamos de viaje. Pero no es porque nos guste, no, sino porque estamos recopilando datos para nuevos programas. Mientras tanto, besos de todos para todos.

domingo, 8 de julio de 2007

Cómo elegir postre.
Pues nada: al final me he dado de baja del gimnasio. Mi adorada monitora, mi sirenita deportiva, la diosa del body-pump, la otra tarde casi me atropella, la muy animal. Yo nunca les he pedido la luna, ni mucho menos, pero sí que, al pasar por mi lado con la bici, me reconozcan. ¡Qué menos! Pero es que, si no me aparto a tiempo, esta me arrolla. Tan lamentable incidente me hizo sospechar que, a lo mejor, si me atendía con tanta amabilidad no era por mi atractivo, sino porque la chica es buena profesional, y punto pelota. El borrarme, empero, no ha sido por venganza, sino consecuencia de un desengaño que empezó a fraguarse aquel día en que, justo antes de empezar la clase, vino a decir, como si tal cosa, no sé qué sobre su novio, entidad a cuya existencia yo -ingenuamente- nunca quise dar más crédito de lo debido. La verdad es que ya debería haber comprendido que estas chicas tan monas siempre tienen novio, pero este asunto es para mí como la química: la comprendo, pero no la asimilo. Y siempre tengo que empezar de cero. Así que este tipo de desengaños los asume uno con mucha naturalidad, porque al principio chocan, sí, pero tienen un no sé qué de dejà vu que facilita mucho su asimilación. Y por eso no se me nota en la cara. También ayuda el hecho de que el citado novio es al parecer mulato y uno, en su apreciación a la baja de las propias masculinidad y raza, se imagina que el mulato le ha de sacar ventaja en muchas cosas, tantas que obviamente no ha de haber comparación posible, pues ¿qué iba a tener yo que el mulato no tuviera? Es lugar común en nuestro imaginario colectivo que el mulato medio le saca mucha ventaja al europeo medio, tanta que lo que es normal para un mulato es grande para un europeo, de modo que -meditaba yo- si ella, cual antropóloga, tiene empíricamente comprobado el hecho, por ser novia de mulato seguramente le dará risa el europeo. Así que, ¿para qué seguir con el gimnasio y con las pesas? Al acabar la clase, y aplicando mi exitosísima técnica de disimulo, me despedí diciendo “Hasta mañana” y salí a la calle decidido a no volver más. Luego, en casa, intenté vengarme de ella mentalmente, imaginando que me echaba de menos, pero he de reconocer que nunca llegué a creerlo. Y el otro día, como iba diciendo, casi me atropella: al verla alejarse no vibraba en mi interior mi faceta de amante despechado, sino la de Mr. Scrooge, que se felicitaba del dinero ahorrado gracias a las penas del amor.

Me decía una amiga que mis temas obsesivos son dos: la dieta y la reforma de mi casa. No es que ella me psicoanalice -que podría-, sino que volvía yo a hacer lo de siempre: estábamos cenando por ahí y el camarero, al cantar los postres, y después de citar por sus apetitosos nombres todo tipo de tartas y helados, añadió y fruta del tiempo”; yo me quedé pensativo, intentando imaginar el aspecto de la tarta de chocolate (si sería de las que a mí me gustan o de las otras), y quise disimular un poco la glotonería, que es pecado -están los obispos como para pecar en público- diciendo “Debería comer fruta”. Ella, que me conoce, me dijo: “Entonces, la tarta, ¿de qué va a ser?” Yo, claro, la pedí de chocolate. No voy ahora a abundar en el tema, pero en estas ocasiones me pregunto, dado que el gran tesoro de la cocina valenciana es la bollería, y no la paella, cuándo dejarán los restaurantes de dar la lata con postres de imaginación o copia y se animarán a ofrecernos coca de llanda, escudellà o de molles. Abrir un panquemao en el restaurante podría ser una ceremonia tan solemne como la de abrir un melón, y yo haría al maestresala, cuando me dijera “Tenemos panquemao”, esa pregunta tan bonita y trascendente que se hace cuando se trata de melón: “¿Ha salido bueno?”. Es como preguntar si ha sido niño o niña, y a mí me emociona cuando, entre protestas de sinceridad, se aviene a confesar que, la verdad, ni fu ni fa.

Lo que pasa es que no como fruta, o muy poca, pero yo, aunque sé que eso es muy malo, contra ello no puedo luchar. En el fondo, es una cuestión económica, y con esto no me refiero a que sea cara o barata, sino que hablo de economía de un modo más completo. Digo economía y pienso en la delicada relación que hay entre esfuerzo y recompensa. A ver: uno hace el levísimo esfuerzo de abrir el envase de un tigretón y se encuentra con una excelente porquería que siempre es igual y encima le recuerda a la infancia feliz. Pero con la fruta se arma uno de paciencia y de cuchillo, se pringa las manos y, al final, se encuentra con que la manzana está harinosa, el melón es pepino y la pera por dentro está podrida. Y si consulta a sus mayores le confirmarán que, efectivamente, la fruta ya no sabe a nada y las de antes sí que estaban buenas, que tenías en casa melocotones de secano y -dirán- toda ella se llenaba de su aroma. Por eso hablaba yo de economía, porque a la naturaleza se le nota que le falla el marketing y no se ha enterado de que en estos tiempos, la gente como yo -que nos destetamos con el Superette y esperamos de las fresas que sepan a yogur de fresa- necesita comidas sin hueso ni pepitas y de carnes homogéneas de color y consistencia, sin nervios ni trocitos podridos, ni nada que nos recuerde que la naturaleza es lo que es, es decir, muy bonita para la foto pero a la hora de la verdad toda llena de irregularidades, bichitos y olores asquerosos.

Pero lo que mi amiga quizá no sepa -aunque seguramente sí- es que esta de la dieta es una obsesión íntimamente unida a la del culto al cuerpo, que en mi caso se manifiesta desde la adolescencia en un mirarme al espejo y decirme te haría falta algún músculo aquí y aquí (y me señalo todo el cuerpo) y además no estaría mal ser un poco guapo. Luego no sé qué ponerme y me parece que todo me queda mal. La cosa enlaza con lo de la fruta porque estoy seguro de que estos supermodelos que anuncian helados en realidad jamás los prueban, sino que comen mucha fruta y hacen ejercicio, y es casi seguro que no son expertos, como yo, en hornos y pastelerías ni se pasan el día delante del ordenador. Por aquí enlaza también con el gimnasio, y del gimnasio volvemos al mulato y a su novia, con lo que se demuestra que todas las obsesiones son la misma. Pero un buen día -por decir algo- te llaman por la mañana y te dicen que a un amigo, de sólo treinta y nueve años, le ha dado un infarto mientras dormía y el entierro es esta tarde. Será porque no hay complejo que sea más poderoso que el miedo a la muerte, pero de pronto empiezas a ver de otro modo los tigretones, las frutas y los gimnasios, y te preguntas si no habrá llegado la hora de dejar de lado las viejas obsesiones y sustituirlas por otras nuevas. Nunca he conocido a nadie más religioso que mi abuelo. El suyo era un cristianismo racional, sensato y cultivado -no como el de los obispos- y sin embargo, estando en cama, demenciado y a punto de morir, volvió en sí para decirme: “Tinc por” Yo le pregunté: “De què?”, y me contestó: “De morir-me”. No supe qué decirle entonces, aunque a los pocos días me di cuenta de que esa había sido su última lección. Tenía pendiente una cena con Bosly en casa de Patricia, y además hacía meses que quería contarle una anécdota del instituto que estaba relacionada con él. Entre quienes fuimos sus amigos ha sentado plaza, desde el martes, la sospecha de que hay que disfrutar la vida y hacer las cosas cuanto antes. Pero ante el postre, entre el carpe diem y el miedo a la muerte súbita, me siento paralizado por la duda: ¿fruta o pastel de chocolate?