domingo, 8 de julio de 2007

Cómo elegir postre.
Pues nada: al final me he dado de baja del gimnasio. Mi adorada monitora, mi sirenita deportiva, la diosa del body-pump, la otra tarde casi me atropella, la muy animal. Yo nunca les he pedido la luna, ni mucho menos, pero sí que, al pasar por mi lado con la bici, me reconozcan. ¡Qué menos! Pero es que, si no me aparto a tiempo, esta me arrolla. Tan lamentable incidente me hizo sospechar que, a lo mejor, si me atendía con tanta amabilidad no era por mi atractivo, sino porque la chica es buena profesional, y punto pelota. El borrarme, empero, no ha sido por venganza, sino consecuencia de un desengaño que empezó a fraguarse aquel día en que, justo antes de empezar la clase, vino a decir, como si tal cosa, no sé qué sobre su novio, entidad a cuya existencia yo -ingenuamente- nunca quise dar más crédito de lo debido. La verdad es que ya debería haber comprendido que estas chicas tan monas siempre tienen novio, pero este asunto es para mí como la química: la comprendo, pero no la asimilo. Y siempre tengo que empezar de cero. Así que este tipo de desengaños los asume uno con mucha naturalidad, porque al principio chocan, sí, pero tienen un no sé qué de dejà vu que facilita mucho su asimilación. Y por eso no se me nota en la cara. También ayuda el hecho de que el citado novio es al parecer mulato y uno, en su apreciación a la baja de las propias masculinidad y raza, se imagina que el mulato le ha de sacar ventaja en muchas cosas, tantas que obviamente no ha de haber comparación posible, pues ¿qué iba a tener yo que el mulato no tuviera? Es lugar común en nuestro imaginario colectivo que el mulato medio le saca mucha ventaja al europeo medio, tanta que lo que es normal para un mulato es grande para un europeo, de modo que -meditaba yo- si ella, cual antropóloga, tiene empíricamente comprobado el hecho, por ser novia de mulato seguramente le dará risa el europeo. Así que, ¿para qué seguir con el gimnasio y con las pesas? Al acabar la clase, y aplicando mi exitosísima técnica de disimulo, me despedí diciendo “Hasta mañana” y salí a la calle decidido a no volver más. Luego, en casa, intenté vengarme de ella mentalmente, imaginando que me echaba de menos, pero he de reconocer que nunca llegué a creerlo. Y el otro día, como iba diciendo, casi me atropella: al verla alejarse no vibraba en mi interior mi faceta de amante despechado, sino la de Mr. Scrooge, que se felicitaba del dinero ahorrado gracias a las penas del amor.

Me decía una amiga que mis temas obsesivos son dos: la dieta y la reforma de mi casa. No es que ella me psicoanalice -que podría-, sino que volvía yo a hacer lo de siempre: estábamos cenando por ahí y el camarero, al cantar los postres, y después de citar por sus apetitosos nombres todo tipo de tartas y helados, añadió y fruta del tiempo”; yo me quedé pensativo, intentando imaginar el aspecto de la tarta de chocolate (si sería de las que a mí me gustan o de las otras), y quise disimular un poco la glotonería, que es pecado -están los obispos como para pecar en público- diciendo “Debería comer fruta”. Ella, que me conoce, me dijo: “Entonces, la tarta, ¿de qué va a ser?” Yo, claro, la pedí de chocolate. No voy ahora a abundar en el tema, pero en estas ocasiones me pregunto, dado que el gran tesoro de la cocina valenciana es la bollería, y no la paella, cuándo dejarán los restaurantes de dar la lata con postres de imaginación o copia y se animarán a ofrecernos coca de llanda, escudellà o de molles. Abrir un panquemao en el restaurante podría ser una ceremonia tan solemne como la de abrir un melón, y yo haría al maestresala, cuando me dijera “Tenemos panquemao”, esa pregunta tan bonita y trascendente que se hace cuando se trata de melón: “¿Ha salido bueno?”. Es como preguntar si ha sido niño o niña, y a mí me emociona cuando, entre protestas de sinceridad, se aviene a confesar que, la verdad, ni fu ni fa.

Lo que pasa es que no como fruta, o muy poca, pero yo, aunque sé que eso es muy malo, contra ello no puedo luchar. En el fondo, es una cuestión económica, y con esto no me refiero a que sea cara o barata, sino que hablo de economía de un modo más completo. Digo economía y pienso en la delicada relación que hay entre esfuerzo y recompensa. A ver: uno hace el levísimo esfuerzo de abrir el envase de un tigretón y se encuentra con una excelente porquería que siempre es igual y encima le recuerda a la infancia feliz. Pero con la fruta se arma uno de paciencia y de cuchillo, se pringa las manos y, al final, se encuentra con que la manzana está harinosa, el melón es pepino y la pera por dentro está podrida. Y si consulta a sus mayores le confirmarán que, efectivamente, la fruta ya no sabe a nada y las de antes sí que estaban buenas, que tenías en casa melocotones de secano y -dirán- toda ella se llenaba de su aroma. Por eso hablaba yo de economía, porque a la naturaleza se le nota que le falla el marketing y no se ha enterado de que en estos tiempos, la gente como yo -que nos destetamos con el Superette y esperamos de las fresas que sepan a yogur de fresa- necesita comidas sin hueso ni pepitas y de carnes homogéneas de color y consistencia, sin nervios ni trocitos podridos, ni nada que nos recuerde que la naturaleza es lo que es, es decir, muy bonita para la foto pero a la hora de la verdad toda llena de irregularidades, bichitos y olores asquerosos.

Pero lo que mi amiga quizá no sepa -aunque seguramente sí- es que esta de la dieta es una obsesión íntimamente unida a la del culto al cuerpo, que en mi caso se manifiesta desde la adolescencia en un mirarme al espejo y decirme te haría falta algún músculo aquí y aquí (y me señalo todo el cuerpo) y además no estaría mal ser un poco guapo. Luego no sé qué ponerme y me parece que todo me queda mal. La cosa enlaza con lo de la fruta porque estoy seguro de que estos supermodelos que anuncian helados en realidad jamás los prueban, sino que comen mucha fruta y hacen ejercicio, y es casi seguro que no son expertos, como yo, en hornos y pastelerías ni se pasan el día delante del ordenador. Por aquí enlaza también con el gimnasio, y del gimnasio volvemos al mulato y a su novia, con lo que se demuestra que todas las obsesiones son la misma. Pero un buen día -por decir algo- te llaman por la mañana y te dicen que a un amigo, de sólo treinta y nueve años, le ha dado un infarto mientras dormía y el entierro es esta tarde. Será porque no hay complejo que sea más poderoso que el miedo a la muerte, pero de pronto empiezas a ver de otro modo los tigretones, las frutas y los gimnasios, y te preguntas si no habrá llegado la hora de dejar de lado las viejas obsesiones y sustituirlas por otras nuevas. Nunca he conocido a nadie más religioso que mi abuelo. El suyo era un cristianismo racional, sensato y cultivado -no como el de los obispos- y sin embargo, estando en cama, demenciado y a punto de morir, volvió en sí para decirme: “Tinc por” Yo le pregunté: “De què?”, y me contestó: “De morir-me”. No supe qué decirle entonces, aunque a los pocos días me di cuenta de que esa había sido su última lección. Tenía pendiente una cena con Bosly en casa de Patricia, y además hacía meses que quería contarle una anécdota del instituto que estaba relacionada con él. Entre quienes fuimos sus amigos ha sentado plaza, desde el martes, la sospecha de que hay que disfrutar la vida y hacer las cosas cuanto antes. Pero ante el postre, entre el carpe diem y el miedo a la muerte súbita, me siento paralizado por la duda: ¿fruta o pastel de chocolate?

1 comentario:

Anónimo dijo...

Me has hecho recordar la canción de Silvio "fábula de los tres hermanos", que acaba diciendo :"óyeme esto y díme, díme lo que piensas tú" (Vamos, que te busques la vida con las respuestas).Personalmente, yo elegiría fruta habitualmente y tarta de chocolate de vez en cuando, porque así además,la tarta sigue siendo algo especial. Elijas lo que elijas tú, vuelve sano de tu viaje, y no te olvides de llamarnos para contarnos cómo es esa isla.