miércoles, 23 de diciembre de 2009

Horarios (2)
La otra opción es, decíamos, renunciar. Se trataría de decirse a uno mismo: "Mira, lo que has de hacer es quedarte solamente con lo de leer e ir a hacer deporte -por ejemplo-, y ya está: ya tienes tiempo para todo". Parece fácil, pero no lo es tanto. Lo complicado de renunciar está en arreglárselas para que la decisión no curse como fracaso. Porque si uno le dedica tiempo a preparar sus clases es porque quiere ser buen profesional; si a leer, es porque piensa que no puede rebajar su nivel cultural; si a cuidar su inglés, porque quiere ser competitivo, y así todo lo demás. Podréis decir que es algo pretencioso todo esto o que es un gran malentendido; que quién puñetas me obliga a leer a Proust o a ser competitivo. Podría estar de acuerdo, y más ahora que un amigo, que lo está pasando mal por una enfermedad muy dura, no hace más que decirme que me olvide de tonterías y aprenda a disfrutar de lo importante. Estoy de acuerdo en que lo peor que puede pasarle a uno es llegar al final y arrepentirse de lo que no hizo: en mi caso, salir más a pasear, disfrutar más de la lectura y cuidarme un poco el cuerpo y la salud. Si por algún extraño artificio me enterara de que de aquí a dos meses se me iba a acabar la vida, dejaría de preocuparme por el curriculum y los honores y me dedicaría a leer alguna cosa que me queda pendiente, a visitar algunos sitios y a tomar un poco más el sol. Es cierto, sí, pero también lo es que -afortundamente- no vivimos pensando que nos hemos de morir mañana, sino que tenemos toda la vida por delante y no es, por eso, cuestión de tumbarse a la bartola.

Todas y cada una de las cosas que todos y cada uno de los días quiero hacer me parecen imprescindibles. No me animo a pedir, como en el chiste, que me quede como estoy. Quiero más, lo confieso. En mi caso, no más dinero -¡por favor!- sino más prestigio. Me contaban, en mi educación religiosa, que la gente se perdía por dinero, por prestigio o por poder -mundo, demonio y carne de la religiosidad progre-, y que otros son los verdaderos valores de la vida. Y no digo yo que no, sino que a esos otros, a los buenis, sólo se acoge uno cuando ve que el final se acerca. Es aquello -que siempre me pareció trampa- de tomar los hábitos el día antes. Pero a todos aquellos que somos un poco ambiciosos nos parece que tampoco va a pasar nada si dedicamos un poquito más de tiempo a desviarnos por el camino equivocado.

Toda la vida, desde pequeñito, me han estado diciendo que yo era muy listo, muy estudiante y muy trabajador y, en mis cumpleaños, me regalaban libros de Los cinco y a mis primos balones de fútbol. Ahora, claro, lo que yo quiero es llevar vida y honores de listo y trabajador. Es lógico y además la culpa no es mía, ¿verdad? Por eso, lo que a mí me molaría es ser un intelectual respetado, de esos con una larga lista de publicaciones, que cobran por dar conferencias, que tienen plaza de profesor en alguna universidad y alguna teoría interesante sobre algo. Pero no de esos -atención- que hacen de tertulianos de radio, que para mí lo verdaderamente intelectual es tener la decencia de decir "sobre eso no sé nada". Ahora, por el contrario, mi curriculum es bastante vulgar -como el que tienen decenas de miles de personas sólo en mi comunidad autónoma- y tengo un trabajo tal cual. Porque me hacen sentir menos, me humillan las noticias del éxito de los demás -particularmente los que viajan y hablan inglés: no sé qué tiene el extranjero que siempre me parece más importante-. Ahora me veo en el trabajo y me siento del montón: lo que hago lo puede hacer cualquiera, y hasta mucho mejor que yo. No vale, me digo: ¿no era yo ése que tenía que hacer cosas tan importantes? Vale, sí, de acuerdo. Pero, ¿no os estoy diciendo que a mí lo que me pirra es el prestigio?

Por eso lo del horario. Por eso la obsesión de que todo tiempo ha de ser productivo: doctorado, inglés, cursos y cursillos, escribir, leer, estudiar. Y como vivimos en la época de cuidarse la salud, pues también hacer ejercicio, estiramientos, excursiones, yoga y meditación. Lo que no sea eso es perder el tiempo, pero la verdad es que me gustaría más, en el fondo, hacer un curso de cocina.
Pero ahí está ese combate sin tregua entre pereza y ambiciones. Ahora mismo, por ejemplo, tenía previsto estar en el gimnasio, pero aún llevo el pijama puesto. ¿Qué habré hecho al final del día? No sé, quizá leer un rato, mandar un par de correos electrónicos, perderme un rato en la red y después comer, dormir la siesta en el sofá, quizá terminar este post.





miércoles, 16 de diciembre de 2009

Horarios


Dijo la tele el otro día que Emilio Botín se levanta cada día a las seis de la mañana, hace ejercicio durante una hora y luego ya se pone a ganar dinero. Imagino que algo desayunará, entre una y otra actividad, agotadoras ambas amén de buenas para su salud. Yo nunca he sido tan constante ni tan madrugador como el señor banquero, y mejor me iría, pues se me pasan los días sin hacer con ellos nada de provecho. Es más -ya se ha dicho, me parece-: este no saber a qué dedico el tiempo me ha llevado a ser el inventor de la retroagenda, es decir, de la agenda en la que uno apunta lo que ha hecho, no lo que va a hacer, porque, a mí, lo que me resulta difícil de recordar es en qué demonios se me ha pasado la semana. Cuando los amigos me preguntan qué hago con mi tiempo libre -ya que tengo tanto- no sé qué decirles y eso me da mucha vergüenza. Un amigo de mi padre, que tuvo también mano en esto del dinero, me habló una vez de las excelencias de aprovechar bien el tiempo. Mi problema no es de ganas, como se ve, sino de organización. Pero yo, por mucho que lo intento, es que no consigo organizarme.


Vale que soy de esos que irán al infierno a causa de la pereza -bueno, tendrán que llevarnos porque, ¡qué pereza, bajar!-, pero no creo que en eso esté todo el problema. De hecho, que admire yo los madrugones del banquero y recuerde los consejos del amigo es señal de que me gustaría ser como ellos. Vamos, que no estoy orgulloso de este pecadillo mío y espero que el arrepentimiento me valga para que me manden solamente al purgatorio que, según he visto en el Google Hell, anda un poquito menos lejos y a lo mejor hasta iba por mi propio pie.

Mi problema -obsesión, quizá- es el horario. En diseñar el horario perfecto y seguirlo a rajatabla estriban mis esperanzas de triunfo en esta vida, porque quisiera hacer tantas cosas cada día que no acabo de encontrar la manera de encajarlas todas. Diréis que esto no casa bien con la pereza, pero es que ser coherente a todas horas también es una hartura, la verdad. Le doy vueltas a todo esto y barrunto si no estará la trampa en querer hacerlo todo cada día. A mí me gustaría, a saber, tener tiempo para ir a hacer deporte (pero pereza nivel cinco sobre cinco), para leer (pereza uno sobre cinco), para escribir cositas en este blog y otras más que no os enseño por pudor (pereza tres sobre cinco), para estudiar lo que sea (pereza dos sobre cinco), para preparar las clases de la tarde (pereza tres sobre cinco), para salir a pasear por el campo (pereza cuatro sobre cinco) y hasta para bajarme al bar del pueblo para hacerme un café y confraternizar con los paisanos (pereza dos sobre cinco). Ya se ve que es difícil ajustar tanto una jornada y que va directo al fracaso y al stress el que lo intente. Lo sensato sería optar por una de las dos vías que a continuación expongo: uno, repartir; dos, renunciar. Pero la imagen de Botín y otros prohombres exprimiendo su tiempo al máximo viene siempre a avergonzarme. Como en los dibujos animados, una figurita flota junto a mi oreja izquierda y otra junto a la derecha. Una me susurra: "Mírame a mí, que me levanto a las seis a caminar" y la otra: "Mírame después a mí, que trabajando me dan las tres de la mañana". A veces, encendidas por ellas las pasiones del alma, tomo la radical decisión de -a partir de mañana- acostarme más tarde o levantarme más temprano; pero dormir me gusta demasiado para ir reduciéndome la dosis. Y hablando de dormir: otras, después de haber perdido la mañana entera, me hago un café y, echado en el sofá, recuento las horas del día y me digo: "Ocho de dormir, siete de trabajar y sobran nueve. ¡La de cosas que se pueden hacer en nueve horas!" Sin embargo, hay algo que no entiendo: ¿cómo es que desaparecen de ese modo? ¿Dónde se meten?

La otra opción es renunciar. Pero éste es tema tan gordo que se queda pare el siguiente post, cosa que decido hacer ahora mismo porque se me han hecho ya las horas de dormir. Seguiremos informando.


Besos.