miércoles, 16 de diciembre de 2009

Horarios


Dijo la tele el otro día que Emilio Botín se levanta cada día a las seis de la mañana, hace ejercicio durante una hora y luego ya se pone a ganar dinero. Imagino que algo desayunará, entre una y otra actividad, agotadoras ambas amén de buenas para su salud. Yo nunca he sido tan constante ni tan madrugador como el señor banquero, y mejor me iría, pues se me pasan los días sin hacer con ellos nada de provecho. Es más -ya se ha dicho, me parece-: este no saber a qué dedico el tiempo me ha llevado a ser el inventor de la retroagenda, es decir, de la agenda en la que uno apunta lo que ha hecho, no lo que va a hacer, porque, a mí, lo que me resulta difícil de recordar es en qué demonios se me ha pasado la semana. Cuando los amigos me preguntan qué hago con mi tiempo libre -ya que tengo tanto- no sé qué decirles y eso me da mucha vergüenza. Un amigo de mi padre, que tuvo también mano en esto del dinero, me habló una vez de las excelencias de aprovechar bien el tiempo. Mi problema no es de ganas, como se ve, sino de organización. Pero yo, por mucho que lo intento, es que no consigo organizarme.


Vale que soy de esos que irán al infierno a causa de la pereza -bueno, tendrán que llevarnos porque, ¡qué pereza, bajar!-, pero no creo que en eso esté todo el problema. De hecho, que admire yo los madrugones del banquero y recuerde los consejos del amigo es señal de que me gustaría ser como ellos. Vamos, que no estoy orgulloso de este pecadillo mío y espero que el arrepentimiento me valga para que me manden solamente al purgatorio que, según he visto en el Google Hell, anda un poquito menos lejos y a lo mejor hasta iba por mi propio pie.

Mi problema -obsesión, quizá- es el horario. En diseñar el horario perfecto y seguirlo a rajatabla estriban mis esperanzas de triunfo en esta vida, porque quisiera hacer tantas cosas cada día que no acabo de encontrar la manera de encajarlas todas. Diréis que esto no casa bien con la pereza, pero es que ser coherente a todas horas también es una hartura, la verdad. Le doy vueltas a todo esto y barrunto si no estará la trampa en querer hacerlo todo cada día. A mí me gustaría, a saber, tener tiempo para ir a hacer deporte (pero pereza nivel cinco sobre cinco), para leer (pereza uno sobre cinco), para escribir cositas en este blog y otras más que no os enseño por pudor (pereza tres sobre cinco), para estudiar lo que sea (pereza dos sobre cinco), para preparar las clases de la tarde (pereza tres sobre cinco), para salir a pasear por el campo (pereza cuatro sobre cinco) y hasta para bajarme al bar del pueblo para hacerme un café y confraternizar con los paisanos (pereza dos sobre cinco). Ya se ve que es difícil ajustar tanto una jornada y que va directo al fracaso y al stress el que lo intente. Lo sensato sería optar por una de las dos vías que a continuación expongo: uno, repartir; dos, renunciar. Pero la imagen de Botín y otros prohombres exprimiendo su tiempo al máximo viene siempre a avergonzarme. Como en los dibujos animados, una figurita flota junto a mi oreja izquierda y otra junto a la derecha. Una me susurra: "Mírame a mí, que me levanto a las seis a caminar" y la otra: "Mírame después a mí, que trabajando me dan las tres de la mañana". A veces, encendidas por ellas las pasiones del alma, tomo la radical decisión de -a partir de mañana- acostarme más tarde o levantarme más temprano; pero dormir me gusta demasiado para ir reduciéndome la dosis. Y hablando de dormir: otras, después de haber perdido la mañana entera, me hago un café y, echado en el sofá, recuento las horas del día y me digo: "Ocho de dormir, siete de trabajar y sobran nueve. ¡La de cosas que se pueden hacer en nueve horas!" Sin embargo, hay algo que no entiendo: ¿cómo es que desaparecen de ese modo? ¿Dónde se meten?

La otra opción es renunciar. Pero éste es tema tan gordo que se queda pare el siguiente post, cosa que decido hacer ahora mismo porque se me han hecho ya las horas de dormir. Seguiremos informando.


Besos.

No hay comentarios: