miércoles, 18 de noviembre de 2009

Bueno, pues vamos a ver qué tal se nos da hoy. Me refiero a entrar -que con este intento ya son tres- en cosas del sentimiento y los interiores del alma. A ver. Que si dice Sabina no sé qué en una canción; que si dice no sé qué un tipo en una película; y yo, que así es como soy, convencido de que todos tienen razón excepto yo. Mis motivos tengo, pues estoy seguro que, de haber pedido -y escuchado- consejo en momentos clave de mi vida, mejor me iría ahora, y no como voy pasando estas últimas jornadas, que me levanto y por no tener no tengo ganas ni de desayunar. También influye en esta concreta desgana que os digo el hecho de tener muchos gases estos días, y eso ahuyenta las ganas de comer y también a las personas. Me acuerdo yo de aquella película en que una hermana maldice a la otra y la pobre maldita se pasa tirándose pedos el metraje.

Ya véis: que iba a hablar de interiores del alma y me he deslizado hacia los del intestino. Se decía en tiempos del machismo que a un hombre se le conquista por el estómago: yo tendré suerte de que el mío no ahuyente a nadie. Ayer mismo... En fin, lo dejaremos aquí e intentaremos recuperar el rumbo. Los detalles escabrosos ya los puse en el Facebook, ingenio con el cual a veces he sido infiel a este blog de mis amores.

De mis amores -¡mira!- se trataba en principio, y ése es también el tema de las frases de Sabina y aquél de la película. Yo, que siempre he vivido solo y he corrido muchas millas persiguiendo fantasmas, me veo ahora como en la canción, que tengo a mi lado a la que más me quiere y el sentido común me dice que debería sentirme afortunado. "Déjate querer", me aconsejaron hace un tiempo y consideré, recordando el mucho miedo que he pasado en estos temas y la manera en que he convertido la evitación en estrategia, que no era el consejo nada malo y que sería bueno dejar, simplemente, que las cosas pasaran. Y vaya si han pasado -dos años-, y tengo a mi lado, ya os decía, a la mujer que más me quiere. Y me dice el sentido común que sería estúpido perderla.

Me dije, desde el principio, que eso del amor era cosa de adolescentes, y que las parejas maduras no funcionan por amor sino por sentido común. Que quizá no fuera tan malo eso que se hacía antes de arreglar los matrimonios prescindiendo del amor, que es algo que se marchita como las frutas y las flores y en cuya trampa caen los que han visto demasiadas películas y escuchado las canciones de la radio. Que, a lo mejor, los mejores matrimonios son los que aguantan y tiran p'alante en los momentos malos a pesar del divorcio exprés, a sabiendas de que el amor, me decía, es un invento de los trovadores -machistas donde los haya- que solamente ha servido para mantenerlas a ellas en casa a la espera del príncipe azul y a ellos saliendo por ahí a buscar princesas y acometer por ellas empresas ruinosas y valientes, la menos dañina de las cuales no ha sido, precisamente, la de escribir amorosos poemas y canciones.

Por eso, os decía, me pareció y me parece adecuado escuchar la voz del sentido común: porque recuerdo a todas las que quise antes y me parece que ninguna me quiso ni la mitad que ésta. Bueno, por no querer, la verdad es que la mayoría de ellas no quiso ni verme. Yo me pasaba el tiempo suspirando por ellas en mi cuarto y admiraba a los caballeros que, aunque engañados, al menos lo intentaban. Me venía a la cabeza otra canción y comprendía que merecido lo tenía por cobarde. Pero, mira por donde, un día levanté las barreras y me encontré con lo que os estoy contando: que llegó una que me quiere, y no sabe uno qué hacer en esta nueva situación. Que es como si el caballero que mata al dragón, con la espada sangrante aún en la mano, se preguntara qué hará a continuación y el resto de sus días, él, a quien, en el fondo, lo que le gustaba era irse por ahí con el caballo. Pero ya se acerca la princesa liberada y también -piensa el tipo- quizá no sea tan bueno eso de dormir a la intemperie, malcomer, jugarse la vida en cada lance y no poder hablar sino con el caballo, que será noble, sí, pero es ante todo bruto. O no. Quién sabe.

Au.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Habíamos empezado con la canción de Sabina y acabado maldiciendo las discomóviles, cuando ni por asomo era ése el objetivo de nuestro último post. Ya os dije que tengo mis sospechas sobre el motivo, y que barrunto que no es otro que el apuro que me da empezar a hablar de mis cosas personales y sentimentales. Para que os hagáis una idea: antes nos ponemos a hablar de política, cosa que siempre hemos evitado en este blog, no sea que mi madre nos obligue a lavarnos la boca con jabón. Pues el caso es que, meditando sobre el poco jugo que le habíamos sacado al texto, me vinieron a la cabeza unas palabras del protagonista de Alta fidelidad. Ya véis, en fin, que mis referencias culturales tampoco son nada del otro jueves. Lo que viene a decir el hombre, por medio de un elaborado discurso sobre el significado oculto de los diferentes tipos de bragas, es que uno madura cuando deja de perseguir sueños adolescentes y se da cuenta de que hay que elegir entre las posibilidades que tiene al alcance de la mano. Traducido a bragas, que al final hay que hacerse a la idea que la mujer ideal tiende a usarlas de algodón porque son más cómodas y baratas, mientras que la mujer que uno soñaba de adolescente las usaba siempre de lujo y de lujuria, y que eso, quitando Hollywood y ciertos niveles salariales, no es algo que suela pasar. Lo que no me parece admisible es que le parezca normal encontrárselas colgando de la mampara del baño. Eso sí que no, que una ética de mínimos digo yo que habrá que respetar.

No me tengo yo por muy maduro -lo digo en serio- si en esto consiste el serlo. Dicho en plata, en despertar de sueños. Recuerdo aquella vez que renuncié a un trabajo no mal pagado y toda mi familia, preocupada, quiso saber algo de mis planes de futuro. Pues bien, yo, hablando del tema un día con mi hermana, le dije -sin anestesia- que lo que yo quería era "ser escritor": y a fecha de hoy no se conoce que haya escrito algo más que alguna solicitud de beca, la mayoría -por cierto- graciosamente denegadas. Ella, más centrada, debió de pensar que mejor sería no alterar mi aparentemente delicado estado de salud mental, no fuera que, de rebote, en vez de escritor me diera luego por hacerme lector de manos, atleta olímpico, egiptólogo, predicador, bombero o vaya usted a saber. Imagino que ganas le darían de entrar en mi casa y hacer hoguera con los libros. Pero ya digo que es más sensata que yo y el ama.

Será que ser padre le hace a uno, en general, sensato. Ya, con el primero en brazos, la miraba yo y le veía algo nuevo y sorprendente, difícil de explicar pero evidente, y me parecía otra, ella que había sido siempre, como yo, hija y solamente hija. Me decía "Ahora hay alguien que le podrá decir mamá del mismo modo que se lo digo yo a la mía" y también "Ahora hay alguien para quien ella es la persona más importante del mundo". Y con ese primer nacimiento me hice yo la idea de que para mi familia se alzaba el telón de nuevo, que la muerte de mi abuelo había sido la última escena del primer acto y la llegada de mi sobrino la primera del siguiente.

Y a mí, a quien de pequeño todos auguraban los más altos destinos, me llaman para preguntarme si mi hermana los puede atender, pues ella se dedica a salvar vidas y a mí me basta con salvarme la semana. Puede que sí, que la sensatez sea un concepto fácilmente traducible a bragas, pues siempre he dicho que en ellas (en las mujeres, no en las bragas) hay por lo normal mucha más que en la mayoría de los hombres que he conocido, con quienes evito hablar porque el fútbol y los coches me tienen sin cuidado.

Y hablando de evitar hablar, ya veis: otro post entero sin acabar de arrancar a deciros lo que os quería yo decir. En fin.

Au.

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Yo nunca he sido muy de Sabina, ya sabéis, pero eso no quita para saber que en una canción asegura haber querido más a la que más le quiso. Lo sé porque un amigo, que sí lo era, llevaba siempre sus canciones en el coche y al llegar la frasecita me decía, golpeándome con el codo: "Qué hijoputa, ¿eh?". Podría hablar algo más de las cosas que nos pasaron en ese coche -como una vez que por los pelos no nos arrolla un trailer por saltarnos un stop y nosotros cantando y sin verlo venir: pero juraríamos que la alemana que nos acompañaba, que era lega absoluta en castellano y llegó a verle al camionero los pelos de la nariz, se arrancó con un muy castizo Padrenuestro que estás en los Cielos- pero, decía, mejor será centrarnos en las palabras de la canción. Prometedme antes que no diréis a mi madre lo del camión, a mi novia lo de la alemana ni a la Guardia Civil lo del stop, que no sé yo si habrá prescrito.

Pues el tema es que nunca he sido un lince en eso que se llama inteligencia emocional y desde siempre he manejado con torpeza mis asuntos personales. Eso sí, preguntadme por los reyes de España y os los digo del principio al final y luego del final al principio, y hasta empezando por el medio. Puedo empezar diciendo "Segundo" y después seguir por "Carlos", y luego "Cuarto" y añadir "Felipe", y así hasta don Favila. ¿Véis? Ya me estaba yo liando. Es que si se me saca de la erudición me quedo sin discurso y por eso hablo siempre de todas estas cosas. Pero hablar de mis cosas es como bailar: que me da vergüenza. Cuando uno ha sido siempre el empollón de la familia, le parece que en la pista de baile está fuera de lugar. Es eso que dicen los psicólogos que se llama sobreobservación, o algo por el estilo: que te parece que todo el mundo te mira y te está juzgando. Recuerdo muy bien la primera vez que lo sentí: tendría unos trece años y acababa de subir al autobús. Pagué -no había entonces bonobuses- y al encarar el pasillo los vi a todos mirándome y juzgándome. No supe qué hacer allí en medio, expuesto ante todos esos desconocidos. Me hice pequeñito, y desde entonces.

Pensaba que el paso del tiempo me quitaría todo esos remilgos, pero ya ha pasado suficiente para comprobar que la edad no te cura los complejos. Claro que eso no quita para que me dé mucha rabia la gente que se empeña en sacarme a bailar en las verbenas, ésos que vienen hacia ti, que te has escondido en un rincón y te estiran de los brazos y te dicen ¡Venga!. ¿Les obligo yo a leer En busca del tiempo perdido o a estudiar Geografía de la población? No, ¿verdad? Entonces, ¿por qué me obligan a salir a bailar cuando está clarísimo que yo no quiero? ¡Qué falta de respeto, ponerte en el apuro!

Es que me enciendo. Dicen que en este país la gente sabe divertirse, pero yo nunca le he cogido el truco a meterme en un sitio en el que resulta imposible oír a la persona que está a tu lado. Vayas donde vayas, te plantan una de esas discomóviles y te dicen que eso es la fiesta. Yo -lo digo en serio- estoy convencido de que a más del cincuenta por cien de los asistentes no les gusta estar allí. Contad, si no, cuánta gente baila y cuánta se la pasa aferrado a su cubata. Mirad a ver cuántos novios y maridos bailan de verdad y cuántos intentar capear el temporal moviendo los pies adelante y atrás con la esperanza de que así nadie venga a estirarles del brazo y decirles ¡Venga!. Al final, no son tantos los que disfrutan bailando -sin tener que ingerir alcohol para que se les pase la vergüenza-. Y dicen que en este país sabemos divertirnos. "Niego la mayor", que dicen los tertulianos de la radio. Sostengo que las discomóviles han arrasado las fiestas de este país lo mismo que las redes de arrastre han esquilmado los fondos del Mediterráneo. No es que haya que volver a los Coros y Danzas de Sección Femenina, pero sospecho que con cada ancianito que se muere se va para siempre un poco de cultura de la fiesta y la diversión. Son a la fiesta, estas verbenas opulentas en vatios, lo que el McDonald's a la alimentación.

¿Veis lo que os decía? Se supone que a partir de la canción de Sabina tenía que hablar de cosas mías, de cosas emocionales, pero por el apuro me he ido deslizando hacia la diatriba y la cascarrabiería de vejete gruñón que se me está haciendo. A ver si a la próxima.

Au.