miércoles, 10 de junio de 2009

De los tiempos del cole


Por todo lo alto celebrábamos la otra noche las bodas de plata del evento. Se cumplían veinticuatro años y también yo, como vosotros ahora, me preguntaba entonces si es que alguien había contado mal - y nadie se atrevía a decírselo, pobre- o es que todos habíamos suspendido matemáticas -y nadie se atrevía a decírnoslo, pobres-. Luego me dijeron que no, que ni había error de cuentas ni valía menos la plata de nuestro aniversario, sino que con aquella cena estábamos haciendo un ensayo general para el evento verdadero y matemáticamente exacto del año que viene por estas fechas. Son formas de hacer las cosas que a mí, la verdad, nunca se me ocurren. Por ejemplo: tengo formado un grupo de mi invención en el Facebook y se me acaba de pasar el primer aniversario. Os parecerá una tontería, pero lo cierto es que ya son más de treinta los que se me han apuntado, infelices a quienes había prometido celebrarlo a lo grande y ahora que la fecha ha pasado ya y no me he dado cuenta se van a quedar con un palmo de narices. Ahora, a ver cómo recupero mi credibilidad de padre del invento. Pero esta gente de la fiesta, sin embargo, ha tenido la brillante idea de planear esta especie de puesta a punto, este equivalente a la limpieza de válvulas y apriete de tornillos antes de la carrera -esta especie, en fin, de ITV del evento-, para que el año que viene brille todo en su esplendor y luzca nuestra plata como se merece. ¡Hay que ver cuánto han trabajado! Estaba todo tan bien montado, y tanta envidia me dieron que quise pedirles, allí mismo, la gestión de mi pequeño y particular aniversario. Pero uno siempre ha sido tímido y muy celoso de sus cosas, y eso de adolescente y también ahora.

Que uno no cambia tanto como parece. Creo que ya lo he dicho en otro post, incluida cita de canción famosa. Lo digo por aquello de haber sido adolescente y no haber cambiado mucho. Yo, la verdad, lo fui miedoso y escondido, y por eso conozco a pocos de los que fueron mis compañeros de entonces. Andaba por ahí cubata en mano -la otra noche, ¿eh?, y no en el cole- sin acabar de entrar en ninguna conversación y mirando las caras de la gente. Ya se ve, como digo, que no he cambiado tanto, porque eso mismo es lo que me pasaba en aquellos tiempos. La diferencia -que la hay, claro- está en que entonces me sentía expulsado de todo y ahora -la otra noche, moviéndome y mirando las caras de todos aquellos viejos desconocidos míos- sé que yo también formo parte y que algo tenemos en común. Aunque sea haber pasado muchas horas juntos.

Quien no celebra aniversarios es que no pertenece a ningún sitio ni tiene nada que contar. Puede uno decir, por ejemplo, “Recuerdo que hace veinte años” o “Esto antes no pasaba” y, mira, aunque solo sea eso, ya es una experiencia y al menos puede uno decir “yo también estaba”. Cualquier cosa podría dar pie a un aniversario y, para que se entienda, voy a poner un ejemplo. Las gafas. Yo siempre he llevado gafas. No recuerdo exactamente desde cuando, pero hace tantos años que una vez llegué a pensar que desde el útero materno. Son las cosas que uno piensa de pequeño, que ahora nos parecen tontas pero entonces nos llevaban de cabeza. Mi hermano, que los niños eran siempre niños y los adultos siempre adultos: vamos, que en el reparto de papeles en esta vida te tocaba niño y niño te quedabas. Ya veis. Gafas, llevaba las que me compraban mis padres, que eran de pasta -no mis padres, sino las gafas- negra y gorda. Pero a la edad en que uno empieza a mirarse al espejo quise decidir yo mismo y escogí unas, molonas, de esas metálicas aovadas como las que usan los guardias de tráfico en las pelis americanas, guardias de los que paran su coche delante del tuyo y no asoman la cabeza por la ventanilla para pedirte los papeles. Y a la vez que hacen eso, con una mano se levantan un poco el sombrero y con la otra pasan mucho de enseñarte los ojos, y te miran desde la parte de atrás de las gafas y les queda el gesto la mar de molón y de viril. Sería por eso por lo que escogí ese modelo y me fui tan contento al cole. Recuerdo el momento en que entré en el aula, tan emocionado con mis gafas que parecía que pasaban ante mis compañeros un cuarto de hora -como la nariz de Cyrano- antes que yo: pero uno dijo “No le van” y con eso el policía americano se caló el sombrero, se metió en su coche y se volvió avergonzado al cuartel. De siempre sospeché que no me quedaba bien la imagen de macho XXL, pero es que ya la primera vez que la intentaba así me hicieron saber que mejor sería dejarlo estar.

Mirad si da de sí acordarse de unas gafas. Pues eso, claro, no es nada comparado con acordarse de ciento treinta personas que una vez fueron compañeros de cole y, como dicen en el pueblo, quintos míos. Claro que acordarse, lo que se dice acordarse, no hubiera sido posible sin esas tarjetitas con el nombre y la cara de entonces que nos repartieron al entrar. Sin ellas, no hubiera podido decir tantas veces como dije en una sola noche “¡Hombre, cuánto me he acordado yo de ti, esteeee… [y, mirando de reojo la tarjeta] …, Pedro!”. Ya lo he dicho antes: cuánto trabajo entre pecho y espalda se han metido los organizadores. La mía llevaba la cara que yo tenía entonces, con unas gafas en las que ya no quedaba ni rastro de intención viril. Las que tengo en esa foto son gafas de aceptación. Quiero decir que eran gafas de empollón que asume su papel. A mí se me recuerda, como la otra noche pude comprobar, por mis apuntes. Más de uno, al parecer, aprobó exámenes gracias a ellos, obtenidos de tercera o cuarta fotocopia. Me lo iban diciendo y -de esto iba este post- me alegraba de verdad, no como pasaba años atrás, cuando prefería borrar de la memoria todo lo relacionado con aquellos años: porque supongo que veinticuatro son demasiados para seguir dándole vueltas a lo mismo y, al fin y al cabo, el aniversario también celebra que yo estuve allí.

Y por eso me alegro de haber ido y de haber podido hablar con el que dijo aquello sobre mis gafas y con las chicas a las que -como empollón que se precie- no me atrevía ni a mirar, y de haber visto que Laura, Nacho, Marce y Marián, a quienes gracias a Dios sigo viendo mucho, también estuvieron allí conmigo. Y a Herminia, que no vino porque ha sido madre, le mandamos un beso.