miércoles, 22 de abril de 2009

¡Inmersión!, 2: Livingston y Jacques Cousteau descubren que ya los tienen fichados, y hasta recogen un encargo que no venía a su nombre, pero no importa.


Ha sido interesante -¿verdad?- el mercadillo. Tranquilo: tiempo tendremos de volver, y hasta de comprar algún día alguna cosa. No te impacientes: recuerda que debes observar y comprender antes de intervenir. Recuerda las normas de adaptación y volvamos a bajar. ¿Llevas todo lo necesario? Pues, entonces: “¡Al pueblo, patos!

Vayamos hacia ese lado. Fíjate qué pronto llegamos al borde de la plataforma continental. Dicen que más allá del horizonte, en el piélago espumoso, se halla el pueblo de al lado. Que a veces, en días tranquilos, se oye el campanario, y todo. Pero volvamos sobre nuestros pasos -es un decir: recordad, lectores, que estamos buceando- y busquemos el otro extremo, que nosotros no somos colones y no queremos descubrir sino integrarnos. Mira qué pronto hemos llegado, de nuevo. Más allá dicen que hay otro pueblo. Busquemos por allí y busquemos por allá. ¡Qué pronto nos hemos familiarizado con las dimensiones del pueblo! ¡Y qué paz! ¡Y qué comercio!

Ellos también se familiarizan con nosotros. Mira cómo nos saludan todos por la calle. Responde tú también, no vayan a tenerte por maleducado u orgulloso y se vaya a enterar la madre de tu novia. Mira que aquí ya todos nos conocen. Observa cómo se acerca don Joaquín. Saluda, saluda, que nos ha dicho “Ieeeeeeee”, levantando la mano del manillar de la bicicleta. ¡Qué bueno, el bueno de don Joaquín! ¡Si podría haberse abierto la cabeza sólo por saludarnos!

Entremos ahora en este establecimiento. Se nota que lo es porque hay un letrerito encima de la puerta que, sin él, sería como la de cualquier casa. Aquí no es como en otros ecosistemas, que se anuncian los establecimientos con letreros luminosos. ¿Que si esto es el horno? Pues claro. ¿Qué esperabas? ¿Un escaparate? Entremos y saludemos al forner. Mira cómo nos recibe. “Què? La barreta?” . Dile que sí. Míralo qué majo: si ya sabe lo que queremos. ¿Qué pasa ahora? ¿Por qué te asustas? Tranquilo: es la señora Fina que viene a por el pan. Es maja, aunque habla demasiado. “Què? Que ja us envia la Jose pel pà? Que no vindrà ella?”. ¿Qué cómo lo sabe? Tú no te asustes y paga, paga, y salgamos antes de que vuelva a preguntar. “Adéu, senyora Fina”.

Será mejor que volvamos a la superficie, que ya llevamos un buen rato dando vueltas y nos puede dar un mal. Vayamos por allí, que el paso es más ancho y más seguro. Por aquí llegaremos enseguida. Observa aquél hombre de allá, cómo mueve los brazos. Puede que nos esté llamando: aquí nadie pasa desapercibido. Acerquémonos un poco, a ver qué dice. Nunca lo habíamos visto y, sin embargo, él se acerca a nosotros con muestras de total confianza. “¡José Luis!, ¡José Luis!” ¡Anda! ¡Si hasta sabe tu nombre! ¿Qué querrá? Lleva una camisa amarilla y unos pantalones azules, y es bajito. “¿Eso es normal?” “Lo de la camisa, no. Lo otro, sí”. Ya lo tenemos delante, y parece que quiere decirnos algo. “Que no em senties, o què?”. Ahora que vemos de cerca la camisa amarilla nos damos cuenta de que este señor es el cartero. “Que tinc uns paquets que han arribat, per a la Jose. Te’ls done a tu. Huitanta-quatre euros”. “És que no tinc diners” “Veges! Ja me’ls pagarà ella”. Sigámosle a la estafeta y salgamos a superficie, que no sé si con tanto peso…


miércoles, 15 de abril de 2009

¡Inmersión!, 1: Livingston y Jacques Cousteau se van de compras al mercado y descubren que los paraguas se venden como los chorizos y que las señoras van en bata (de guata).

Suele decirse que la vida de pueblo es la mar de tranquila. Que me lo digan a mí, que llevo seis meses de sobresalto en sobresalto. Mucho beatus ille, sí, y mucha poesía y tranquilidad, pero de los inconvenientes aquí no avisa nadie. Sí, que se llega enseguida a todas partes: pero es que no hay partes a las que ir. Diríase que venirse a vivir al pueblo es como hacer submarinismo, porque al urbanita también le hace falta un periodo de adaptación, con la diferencia de que el submarinista lo hace al salir y el urbanita al entrar. También se parece en que lo mejor que se puede hacer es observar sin intervenir: el submarinista no rompe los arrecifes de coral ni el urbanita -lo mejor que puede hacer- pregunta por qué todas las señoras del pueblo van en bata por la calle. Porque van en bata -de guata- a por el pan y a por la leche, y con ella salen los martes al mercado y barren las aceras los domingos. Claro que tampoco acabé de adaptarme nunca a la vida de Madrid, de lo cual se deduce que todo es relativo y que uno está hecho a la medida de lo conocido, o que es, como dicen que decía un escritor, de donde hizo el bachillerato. Tampoco me hacían falta Madrid ni citas literarias. La madre de mi novia, sin ir más lejos, se fue a vivir al campo porque no aguantaba más el stress de este pueblo de mil habitantes por el que pasan, a mucho estirar, dos coches por la calle en toda la mañana. El ejemplo -¿veis?- lo tenía cerca y no lo había visto. Ya digo que todo es relativo: comparada con esto, Valencia es como Manhattan pero, comparada con Manhattan, Valencia es como este pueblo. Ahora mismo están tirando la casa de al lado, que era de esas de planta baja, piso y desván, de fachada toda blanca, porque dicen que estaba muy vieja, no tenía remedio y lo mejor es hacer pisos. Eso es lo que se llama “hacerse galorromano”. Donde se demuestra que los de pueblo también son, cuando quieren, tan de pueblo como los de Madrid, que antes tenían Pasarela Cibeles y ahora tienen fashion week.


La inmersión en la vida rural será tranquila si respetas, como digo, las normas de adaptación. Di que todo está muy bueno. Convéncete de que el pueblo de al lado -¡faltaría!- es más feo y más roñoso. Apréndete los motes. Responde siempre a los saludos. Gírate cada vez que alguien en la calle grite tu nombre, porque seguramente te están llamando a ti. No dejes nada en el plato y sobre todo -sobre todo- no preguntes. Si así lo haces, no tendrás problemas y podrás explorar a gusto tu nuevo ecosistema.

Mi primera recomendación es el mercadillo. Si bajas equipado con unos euros y una bolsa, verás los martes la plaça y los placeros, curioso ecosistema que te permitirá descubrir maravillas nunca vistas por nuestra asfáltica generación del Superette, la Nocilla y el Consum. Sígueme: nadaremos entre los puestos de frutas y verduras, curiosas estructuras -los puestos, no las frutas- metálicas de quita y pon, tras las cuales si tenemos suerte -si no se ha ido al bar, quiero decir- encontraremos alguien que nos haga un descuento con los kiwis. Pero, ¿qué es aquello que al girar la vista descubrimos, casi oculto tras la esquina de una casa? Parece una vanette polvorienta y vieja -quién sabe el tiempo que llevará allí parada-, llena de pilas de naranjas y sacos de patatas. Cuando nos acercamos descubrimos, inmóvil entre ellos, un paisano de avanzada edad que con la paciencia de un buda del campo, de un sufí local, parece pasar la mañana a la espera de un cliente. Inmóvil, la mirada fija -diríase que no respira- deja pasar el tiempo. Querrás sacar de tu bolsillo algunos euros y acercarte, a ver qué hace. Pero, ¡cuidado! -hazme caso-: en el mismo momento en que lo intentes no menos de tres señoras se te pondrán delante y no tendrás más remedio que esperar a que acaben de hablar y de comprar. Mejor será que nos dirijamos hacia esa otra y curiosa estructura, diríase mixta, que cierra el mercado por este lado. ¿A que nunca habías visto una charcutería con ruedas y volante? Es una furgoneta con un costado abatible que deja al descubierto el puesto y al charcutero, que desde allá arriba vende fiambres, queso, conservas y paraguas. Sí, paraguas, porque ni más ni menos que eso es lo que cuelga encima del mostrador, atadillo de color naranja vivo entre los chorizos y los salchichones. El mercado te rompe los esquemas: se adivina en la expresión de tu cara. Pero será mejor que compres algo, si no las de la bata se van a impacientar. ¿No? De acuerdo: será mejor que nos vayamos.