sábado, 16 de febrero de 2008


He perdido muchos relojes en esta vida, como bien sabéis: perdí uno en las aguas del lado inglés del Canal de la Mancha, hubo dos o tres cuyas piezas fueron a confundirse con las de la lavadora de casa de mis padres y otro más que subió al cielo, en cuerpo y alma, mientras sacudía por el balcón la toalla de la playa. Cronometricidios suficientes para que, escarmentada, la familia dejara de regalarme relojes por mi cumpleaños y yo aprendiera a saber la hora de comer por las ansias del estómago y, por la angustiada cara de mi anfitrión, la de dar las gracias por la invitación y volverme a casa. Con estos y otros cuentos llegué a creer que yo era una de esas personas liberadas de convenciones sociales que no necesitan, para ser felices, saber en qué hora viven: y me burlaba de los que con la muñeca ceñida iban pendientes del reloj. Me quedaron, sin embargo, cierta mala costumbre de llegar tarde a todas partes y el tic de mirarme la muñeca cuando ando algo perdido, como recordando aquel chiste infantil que decía “son las piel y hueso”. Pero la realidad es tozuda y nos tiene pegados al horario y yo, en el fondo, siempre he querido ser como los demás.
A mí me mandaron a Inglaterra, con gran sacrificio presupuestario, a ver si se me pasaba la crisis que a eso de los dieciocho mandó al cuerno mi hasta entonces intachable expediente académico. Yo, de puro no salir, no estaba hecho al mundo y me bajé en el pueblecillo aquél con los mismos ojos de extravío con que Paco Martínez Soria llegara un fotograma a Madrid en autobús. Fue entonces cuando, por primera vez en mi vida, entendí una frase en inglés: las inolvidables palabras Have you cleaned your teeth? que gritaba la madre, de abajo arriba, a su hijo por la escalera enmoquetada. Inolvidable también, por cierto, típica vivienda inglesa con su piano de pared y su niña que cantaba London’s burning y coleccionaba síes en muchos idiomas. Pero es un reloj, decíamos, quien aquí nos tiene reunidos. Yace a poca profundidad, semienterrado quizá en lodo, tras haberse inadvertidamente desprendido de mi muñeca mientras me paseaba por el terreno dejado al descubierto por la marea baja. Es que aquella noche, agobiado, intentaba evadirme de las rarezas de mis otros compañeros españoles. A saber:
1. un punki madrileño, fan de un grupo llamado Panadería-Bollería Nuestra Señora del Carmen -como lo cuento: recuerdo al tipo, cresta mirando al suelo, escribiendo ese nombre en las aceras-;
2. una chica segoviana que encontraba gracioso saber decir “Egipto” mientras escupía, y enseñarlo;
3. unos chavales asturianos, en estancia golf + english, que intentaban convencerme de que el suyo era un deporte nada elitista y al alcance de todos los bolsillos;
4. y un montón de chicas que intentaban ligarse a uno de los golfistas, chaval muy guapo que las traía a todas locas y parecía acostumbrado a que las mujeres fueran siguiéndole como los discípulos a Nuestro Señor. No estoy en situación de explicar aquí los sentimientos contradictorios que me producen esta clase de tipos. El día en que nos íbamos, una chica del pueblo -rubia, alta, guapa- se abalanzó sobre él y le dio el beso más apasionado que he visto nunca. Luego se despegó, dio media vuelta y sin decir nada se marchó corriendo. El chaval tampoco habló, pero con la mirada parecía decirnos a los demás: "¿Qué pasa? El que es guapo, es guapo".
Me parece que estoy viendo aquel otro que salió despedido por el balcón: yo sacudía la toalla de la playa y él volaba y al tocar el suelo se abría hecho pedazos que salían despedidos en todas direcciones. Y todo ello sin hacer el menor ruido, con mucha parsimonia, como si estuviera dotado -criaturita- de cierto sentido innato de lo que debe ser una muerte digna. O quizá estoy exagerando: quién sabe. Parecería que son las vacaciones las que sientan mal a mis relojes; pero no: también los he perdido en plena temporada laboral. Esos, los que murieron en la lavadora porque me los quitaba y guardaba en los bolsillos, son los principales responsables de que mi tío se gastara en esta vida tanto dinero en regalármelos. Un buen día se dio por vencido: lo imagino en la relojería, habiendo escogido uno para mí -mi santo, mi cumpleaños, Reyes- y, en el momento de ir a pagarlo, detenerse y pensar: “No. Ya está bien".
Así me vi con la muñeca libre y, como os decía, haciendo uso de unos cuantos tópicos entre hippies y contestatarios, decidí venderme como persona liberada de la tiranía del reloj. Pero la verdad es que todo eso no me lo creía ni yo y en cuanto pude me hice esclavo del que vino incorporado con el móvil. Pero, mientras mi muñeca se mostrara despejada, podía por lo menos mantener el cuento.
Hoy, sin embargo, vuelvo a ceñirme esta especie de cinturón de castidad, esta especie de preservativo contra la pérdida de tiempo en forma de pulsera. El trabajo ha sido, el trabajo, quien me ha obligado: porque en este centro no te avisan con un timbre que la clase ha terminado y en el pasillo los compañeros me tenían que esperar. Hoy ha sido, hoy: rodeado voy de minutos y segundos, marcado por el tiempo, y una ligera presión en la muñeca me recuerda, como al césar sus esclavos, que soy mortal y que se me hace tarde.
Adiós: me voy corriendo.