viernes, 27 de octubre de 2006

La primera palabra en muchas buenas historias es siempre "yo". Y a pesar de tanto egocentrismo el resultado no es nada malo, de donde se deduce que la calidad literaria y la calidad humana no tienen porqué ir de la mano. Y dándole vueltas a todo esto llegué a la conclusión de que este blog podrá ser de mala calidad literaria -y eso, según- pero lo cierto es que aquí hay una calidad humana que está fuera de toda duda. Pero, claro, como uno tiene la comezón del perfeccionismo, pues andaba preguntándome qué podría hacer yo para darle a nuestro querido blog un puesto digno en el electroparnaso global y, mira por donde, tuvo que ser este defecto -que yo no tengo- del egoísmo el que me puso sobre la pista: resulta que, después de casi cincuenta entregas, aún no nos hemos presentado como Dios manda. No es que vaya a pedir a dpm, MsNice, realice o patafos -por nombrar a los notables- que se desnuden aquí en las ondas, claro, porque con mucha razón me dirían que yo primero, que para eso soy el involuntario protagonista. No, claro que no: asumo mi responsabilidad y me dispongo a dar un primer paso para corregir este indisculpable error

La verdad es que alguna cosa ya se ha dicho, y la semana pasada estuve hablando de lo que no me gusta. Hombre, no deja de ser una presentación, sólo que en negativo y que puede dejar una mala imagen de uno. Tanto “no me gusta esto, no me gusta aquello” podría haceros pensar que soy un tipo maniático y caprichoso. Algo de eso hay, tampoco vamos a llamarnos a engaño. Pero, en fin, va a ser mejor que para no perderme siga de cerca a los clásicos y para ello he preparado el siguiente formulario literario clásico de presentación. Allá vamos:

1) origen geográfico-comarcal: Yo, señor, soy de Valencia [léase en modo apitxat].

2) origen socioeconómico: Yo nací entre las cortaduras del papel [esto no es cierto, pero la frase es que me gusta mucho]

3) nombre: Pues sepa Vuestra Merced ante todas cosas que a mí llaman Angelet.

4) edad y carácter (sinceramente): el otro día cumplí los treinta y nueve. Lo celebré de una forma un tanto extraña: me metí en una tienda de muebles y allí me concedí uno de los caprichos de mi vida. Estuve mirando saleros, estanterías de vanguardia y muebles que no sé para qué sirven y después me dirigí a la amable dependienta y le pregunté: “¿Me puede vender un libro?”. En fin, reconozco que es raro, sí, hablarle de usted a una dependienta, pero es que esa es una manía que tengo. “Es uno que tenéis en aquella estantería de allí, la de color caoba con apliques de metal”. Ella me dijo que, como no sabía si podía, tendría que hablarlo con el jefe. Ahí quedó claro que podría ser mona y buena gente incluso, pero que no era vendedora. Para eso hay que nacer. Conocí a una castañera -toda una señora y toda una vida de oficio- que sin dudarlo ni un momento me hubiera vendido el libro y de paso todos los demás de la estantería y al final la estantería misma, la cama y todos los complementos del dormitorio juvenil. Y más aún si se hubiera dado cuenta de que con aquello estaba yo dando salida a una de las ilusiones de mi vida, que era precisamente esa: entrar en una tienda de muebles a comprar uno de esos libros con los que decoran las estanterías. Muchas veces son falsos, pero en ocasiones son de verdad e incluso interesantes, de modo que cuando estás aburrido de ver mesitas de noche, todas iguales, te puedes entretener mirando libros. Pero aunque lo encuentres nunca intentas comprarlo por miedo a parecer raro. Pero yo ese día acababa de cumplir los treinta y nueve y me dije que ya está bien, oye, de tanto qué van a pensar. Tengo alumnos adolescentes que no saben qué hacer para que los guays de clase les den el placet y a mí ver eso me da mucha pena, cómo se esfuerzan los pobrecillos y ponen todo su empeño en humillarse y en llevarse las broncas y castigos que me toca repartir por aula y número de alumnos. Claro, que ya tendrán los que yo tengo, ya, como decía Shakespeare, y se darán cuenta de que lo que hay que hacer para reconciliarse con la vida es comprar libros en tiendas de muebles. La verdad es que aún no sé si los jefes de la chica me lo venderán o no, ni el libro me interesa tanto, pero a estas alturas ya os habréis dado cuenta de que el intríngulis de la cosa estaba en satisfacer el deseo. Que son cuatro días. Por cierto, no intentéis esto en el Ikea: allí, los libros de las estanterías están todos en sueco. ¡Será posible!

5) otros datos, a ser posibles, positivos: pues, por seguir con las cosas buenas, os comento ahora que he robado poco, y cuando eso ha pasado siempre se ha tratado de libros. Robar es robar, pero los libros son como las gallinas del Lute y el pan de los hambrientos, que parece que robarlos es por necesidad y uno no es tan culpable. Es asombroso que haya podido hacerlo yo, porque, aunque diestro, tengo dos manos zurdas y de ellas se me han escapado siempre las cosas más preciosas. Calzo un cuarenta y tres y he cometido algunos errores importantes. La verdad es que no soy el de la foto que sale en la parte de arriba de este blog. El de la foto ni siquiera es amigo mío. No nos parecemos porque yo no nunca miro así a la gente, tan fijamente y con tanta dignidad. Me miro mucho en los espejos y consumo chocolate como un poseso. Me gustaría ir a Samarcanda, Tombuctú y Vladivostok, pero eso resultaría demasiado caro, cansado y peligroso. Vivo en la mejor ciudad del mundo, que lo es porque está cerca.

Espero haberme presentado bien. Y si necesitáis más datos, pues para eso están los comments y el tiempo. “¿Será por tiempo?”, como dicen en una película muy mala para verla pero muy buena para dormirla.

viernes, 13 de octubre de 2006

Una casa de 180 metros cuadrados podrá parecer grande, pero no lo es tanto como para tener un perro. Al menos, eso es lo que pensaban mis padres y yo siempre estuve de acuerdo con ellos, incluso de adolescente. Plantas había muchas, pero mi hermana pedía un perro y yo votaba en contra. Así que, casi por unanimidad, no tuvimos animales. Perro; porque animales, a decir verdad, tuvimos dos: una tortuga y un jilguero. El jilguero lo tuvimos muy poco tiempo, porque se murió de repente. Una noche fría de invierno nos lo dejamos en el balcón y al día siguiente lo encontramos tieso en el suelo de la jaula. No se puede decir que sufriera mucho. Me refiero a mí; el jilguero, no sé. Lo de la tortuga fue diferente: su desaparición es un misterio que aún conmociona algunas de nuestras cenas familiares, y estoy convencido de que nunca sabremos las razones últimas por las que decidió abandonarnos. Cuando fue vista por última vez vestía caparazón verde, patas redondas a juego y cabeza plana como una bandeja. Desapareció en la playa de El Saler y quién sabe si no será la nuestra la bisabuela de esas otras que allí han nacido hace poco, después de doscientos años de esterilidad tortuguil. Durante un tiempo, su bañerita azul con palmera de plástico verde quedó ahí, en casa, como denuncia de nuestra incapacidad faunística; hasta que a los dos o tres días alguien la pisó y santas pascuas.

O sea, que parece claro que nunca hemos sido muy hábiles con esto de los animales. Es que no teníamos de quien aprender. La mía no ha sido una familia muy sensible a los encantos de la fauna. Sí: veíamos, todos juntos, El hombre y la Tierra, y alguna lagrimilla se nos escapó cuando Enrique y Ana cantaron Amigo Félix. Pero hasta ahí. Después de eso, lo más, lo más, mis abuelos, que tenían un canario que cantaba mucho y bien, con el único defecto de que cantaba mucho y bien a todas horas. Esta es una cosa desagradable de los animales: que son ellos mismos sin poder evitarlo. Siempre se dice que lo malo de los seres humanos es que disimulamos nuestros sentimientos y ahogamos nuestros impulsos naturales, pero yo digo que menos mal y que no hay nada más insoportable que un tipo simpático que es simpático constantemente, sin poder dejarlo ni un momento. Afortunadamente existen la hipocresía y el disimulo, que nos hacen humanos y nos permiten vivir en sociedad. Hay que huir de los tipos que son siempre ellos mismos, porque son tan cansinos como el perro que ladra a todo aquel que pasa por delante, da igual que sea obispo, serial killer o concejal de urbanismo. Aunque estos dos últimos tipos humanos sean difíciles de distinguir.

Los animales, pues, pasaban por mi casa sólo de visita y los tolerábamos si no había otro remedio. Agradecíamos, eso sí, que las visitas se dejaran el animal en casa. Pero un día un cachorrito se comió las plantas que mi madre tenía en el balcón y, a partir de ese momento, fuimos inflexibles: todo animal que quisiera entrar en casa tendría que hacerlo ya envasado y en filetes. En ocasiones especiales podía hacerlo a l'ast y con patatas, que fue algo que se puso muy de moda a principios de los ochenta. Pollos a l'ast y videoclubes dominaban entonces el paisaje urbano mientras, en casa, manteníamos nuestra numantina y zoofóbica reserva.

El paso del tiempo todo lo cambia, ya se sabe, y no hay más que ver qué diferentes somos ahora mis hermanos y yo. En mi casa no hay nada vivo, salvo yo mismo, que por no tener no tengo ni una mísera maceta. En casa de mi hermana hay siempre, como mínimo, tres perros de guardia, y en ocasiones ha llegado a tener más de una docena a la vez. Así que ha cumplido con creces uno de los sueños de su infancia. Eso es algo muy bonito y yo me alegro por ella y por eso tolero la presencia perruna en su casa. En la de mi hermano, hace menos de dos años, entró un perro por primera vez y porque mi cuñada quiso, y la única explicación que encuentro a este fenómeno es que -dicen- a este tipo de cosas (a los animales, no a las cuñadas) o se acostumbra uno desde pequeñito o no hay nada que hacer. Será por eso que yo cambio de acera cuando veo un perro y también por eso será que más de un paseo por el campo he tenido que interrumpir al oir unos ladridos sospechosos. Pero, a pesar de los malos tragos, aún agradezco a mis padres el condicionamiento en contra. Por eso me extrañó que mi hermano le cogiera tanto cariño (al perro, no a su mujer) y por eso, cuando me llamó anoche para decirme que el animal se les había muerto de repente, no pudo evitar llorar mientras me lo contaba. Yo estaba por ahí de cena comiendo pollo y por primera vez en mi vida me dio un vuelco el corazón al enterarme de que un animal se había muerto. No sé si es que este perro se las había arreglado para resquebrajar mi condicionamiento o es que las lágrimas de mi hermano me conmovieron incluso a través del móvil y del ambiente ruidoso y cargado de humo.

El caso es que esta mañana me he levantado pensando en todo esto y, antes incluso de tomarme el Cola-Cao, he tirado a la basura un sobrecito con semillas de cebollino que iba a plantar. Las había comprado para ponerlo en las ensaladas, pero he tenido miedo de cogerles cariño.


viernes, 6 de octubre de 2006

Yo siempre había dicho que el mío no sería uno de esos blogs en los que el bloggero se despacha a gusto con lo que le gusta y lo que no le gusta y nos pone así la cabeza con sus opiniones sobre todas las cosas de este mundo. ¡Como si a los que leemos nos interesara saberlo! Me dan pena, estos tipos que no tienen nadie que les escuche y por eso se confiesan en el ciberespacio. Afortunadamente, allí hay tanto de todo que lo que se sube se pierde inmediatamente en la inmensidad, como al final de En busca del arca perdida. La abundancia, por tanto, no siempre es mala, porque nos salva de todos estos opinadores compulsivos. La verdad es que publicar en la red es lo mismo que no publicar porque, a fuerza de subir tantas cosas, nadie les presta la más mínima atención. Es lo que yo, estos últimos días, estoy sufriendo en mis propias letras. Ya casi nadie me pone comentarios en el blog: uno breve de realice, y gracias. Estamos sin noticias de dpm ni de MSNice. ¡Perdón!: que está patafos. Él, al menos, tiene la intermitente virtud de la constancia.

Total, que me dije: si ellos no cumplen, ¿por qué tendría que hacerlo yo?. Además, de entrada, ya sabíais que no soy de esos que mantienen sus convicciones a rajatabla. De modo que, tras haber considerado cuidadosamente todo lo anterior, tengo el placer de comunicaros que yo también voy a lanzar al ciberespacio mis opiniones sobre las cuestiones más candentes de la actualidad, y me voy a quedar tan pancho. Total, como no las lee nadie, pues tampoco arriesgo.

Tengo que decir, para empezar, que no me gusta la gente que habla en el cine. ¡La odio! Una vez me enfadé con unas viejas porque no paraban de hablar durante la proyección de Lost in translation. Les dije cuántas son dos y dos y ellas erre que erre se defendieron diciendo que, total, en ese momento los personajes estaban cantando. Como si las canciones no fueran película. Además -aclaré-, no cantaban: estaban de juerga en un karaoke y ése era un momento de gran importancia argumental . Aquí confieso (¡total!) que lo que me cabreó de verdad fue que, refiriéndose a la chica, a Scarlett Johanson (que Dios guarde), dijo una de las viejas: “Ella no vale nada”. Ahí logró sacarme de mis casillas, ya digo que lo confieso. Y de mi butaca, porque me puse en pie y todo.

No me gustan las momias, ni las criptas ni las catacumbas. Si me pierdo en Roma, no me busquéis en las de Priscilla ni en ninguna otra, por mucha pintura paleocristiana que contengan. ¡Qué asco, los cráneos y las calaveras! ¡Qué asco, los tejidos incorruptos! Una vez, en la universidad, pasé una clase entera de Civilización Egipcia con los ojos cerrados porque el profe tuvo la macabra ocurrencia de poner diapositivas de momias. “Cuando acabe, me avisas”, le pedí a un compañero. Me avisó cuando le dio la gana, pero eso es otra historia.

No me gusta la gente que grita para hablar, pero tampoco me gusta la gente que cuchichea en las bibliotecas. En las bibliotecas hay que estar callado, pero, puestos a hablar, prefiero que se hable en tono normal: el cuchicheo se te mete en la cabeza y no puedes prestar atención a nada más. Ya veis que mis manías son muy sonoras. Me horroriza el ruido, en resumen, y me dicen que eso es una desgracia para un valenciano. En la primavera valenciana se sufre más por el ruido que por los niveles de polen en el aire. Parece que si no disfrutas de una mascletà eres menos de la tierra. Pero no me hago problema de eso y si quiero me constituyo, yo solo y en menos que canta un gallo, en nacionalidad histórica. Lo que no sé es si ponérmelo en el preámbulo o en el articulado.

No me gustan los suelos de terrazo, pero en mi casa los suelos son de terrazo. O sea, no me gusta el suelo de mi casa. Por eso no lo barro con cariño. No me gustan los insectos. A decir verdad, no me gustan los animales y tampoco, en consecuencia, los documentales de La 2. Tampoco los punkis, porque con cada uno viene adosado un mínimo de dos perros pulgosos. Siempre: debe de ser que lo pone en la Declaración de los derechos punkis del hombre. No me gusta el aire acondicionado. No me gustan las personas que no devuelven el saludo, ni me gusta sentarme en asientos que conservan el calor del que ha estado sentado antes que yo. Es como si me sentara en el culo de un desconocido. No me gusta que los domingos por la tarde sólo haya fútbol en la radio. No me gusta la cerveza. Odio ducharme con agua fría. Me espanta chocar una mano sudada y tampoco me gusta que me den la mano floja. No me gustan las salas de espera en las que no hay nada interesante para leer. Prohibiría los cajeros automáticos que sólo dan billetes de cincuenta euros. Desprecio profundamente a la gente que es lenta en el uso del cajero automático, sobre todo a los que se leen el resguardo allí mismo. Reinstauraría la pena de muerte para los conductores que se arriman por detrás en la autopista para que te agobies y te quites del medio. Aunque, la verdad, a veces las circunstancias me conceden una satisfacción y ya se matan ellos solos. Tampoco me gustan los que dejan el coche en segunda fila y frenado, y eso que yo lo hice una vez, pero por descuido. Que no salga de aquí.

No me gustan los chicles de menta.

No me gusta que me apriete la ropa. Por eso llevo la camisa por fuera, por mucho que me cueste más de un disgusto con mi mamá. También por eso mi vestuario ideal son unas chanclas, un bañador y una camiseta. Sobre todo odio los zapatos que me aprietan los dedos. Mis dedos tienen que poder moverse libremente en el interior del zapato. En el mundo no debería haber Nesquik, pero el Cola-Cao debería ser obligatorio en todas las casas decentes. No me gustan los tebeos de superhéroes. No me gusta The sandman. Para eso, prefiero Los pitufos. No me gusta la gente que se queda parada en cuanto pone los pies en el vagón del metro. ¡Como si no tuviese que entrar nadie más! Tampoco me gustan las viejas que en el autobús se abren paso a base de empujones en los riñones, ni las que se te quedan mirando fijamente a la cara. Cuando lo hacen, yo las desafío y las miro también hasta que se rinden. Aunque a veces hay algunas que no se rinden. A esas las odio en secreto. No soporto las endivias, aunque lleven roquefort.

No me gusta mancharme las manos de grasa comiendo chuletas, y por eso no las como. Pero no me importa machármelas comiendo calçots.

Y sobre todo, sobre todo, odio que a los anuncios les llamen consejos.

Votadme.