viernes, 13 de octubre de 2006

Una casa de 180 metros cuadrados podrá parecer grande, pero no lo es tanto como para tener un perro. Al menos, eso es lo que pensaban mis padres y yo siempre estuve de acuerdo con ellos, incluso de adolescente. Plantas había muchas, pero mi hermana pedía un perro y yo votaba en contra. Así que, casi por unanimidad, no tuvimos animales. Perro; porque animales, a decir verdad, tuvimos dos: una tortuga y un jilguero. El jilguero lo tuvimos muy poco tiempo, porque se murió de repente. Una noche fría de invierno nos lo dejamos en el balcón y al día siguiente lo encontramos tieso en el suelo de la jaula. No se puede decir que sufriera mucho. Me refiero a mí; el jilguero, no sé. Lo de la tortuga fue diferente: su desaparición es un misterio que aún conmociona algunas de nuestras cenas familiares, y estoy convencido de que nunca sabremos las razones últimas por las que decidió abandonarnos. Cuando fue vista por última vez vestía caparazón verde, patas redondas a juego y cabeza plana como una bandeja. Desapareció en la playa de El Saler y quién sabe si no será la nuestra la bisabuela de esas otras que allí han nacido hace poco, después de doscientos años de esterilidad tortuguil. Durante un tiempo, su bañerita azul con palmera de plástico verde quedó ahí, en casa, como denuncia de nuestra incapacidad faunística; hasta que a los dos o tres días alguien la pisó y santas pascuas.

O sea, que parece claro que nunca hemos sido muy hábiles con esto de los animales. Es que no teníamos de quien aprender. La mía no ha sido una familia muy sensible a los encantos de la fauna. Sí: veíamos, todos juntos, El hombre y la Tierra, y alguna lagrimilla se nos escapó cuando Enrique y Ana cantaron Amigo Félix. Pero hasta ahí. Después de eso, lo más, lo más, mis abuelos, que tenían un canario que cantaba mucho y bien, con el único defecto de que cantaba mucho y bien a todas horas. Esta es una cosa desagradable de los animales: que son ellos mismos sin poder evitarlo. Siempre se dice que lo malo de los seres humanos es que disimulamos nuestros sentimientos y ahogamos nuestros impulsos naturales, pero yo digo que menos mal y que no hay nada más insoportable que un tipo simpático que es simpático constantemente, sin poder dejarlo ni un momento. Afortunadamente existen la hipocresía y el disimulo, que nos hacen humanos y nos permiten vivir en sociedad. Hay que huir de los tipos que son siempre ellos mismos, porque son tan cansinos como el perro que ladra a todo aquel que pasa por delante, da igual que sea obispo, serial killer o concejal de urbanismo. Aunque estos dos últimos tipos humanos sean difíciles de distinguir.

Los animales, pues, pasaban por mi casa sólo de visita y los tolerábamos si no había otro remedio. Agradecíamos, eso sí, que las visitas se dejaran el animal en casa. Pero un día un cachorrito se comió las plantas que mi madre tenía en el balcón y, a partir de ese momento, fuimos inflexibles: todo animal que quisiera entrar en casa tendría que hacerlo ya envasado y en filetes. En ocasiones especiales podía hacerlo a l'ast y con patatas, que fue algo que se puso muy de moda a principios de los ochenta. Pollos a l'ast y videoclubes dominaban entonces el paisaje urbano mientras, en casa, manteníamos nuestra numantina y zoofóbica reserva.

El paso del tiempo todo lo cambia, ya se sabe, y no hay más que ver qué diferentes somos ahora mis hermanos y yo. En mi casa no hay nada vivo, salvo yo mismo, que por no tener no tengo ni una mísera maceta. En casa de mi hermana hay siempre, como mínimo, tres perros de guardia, y en ocasiones ha llegado a tener más de una docena a la vez. Así que ha cumplido con creces uno de los sueños de su infancia. Eso es algo muy bonito y yo me alegro por ella y por eso tolero la presencia perruna en su casa. En la de mi hermano, hace menos de dos años, entró un perro por primera vez y porque mi cuñada quiso, y la única explicación que encuentro a este fenómeno es que -dicen- a este tipo de cosas (a los animales, no a las cuñadas) o se acostumbra uno desde pequeñito o no hay nada que hacer. Será por eso que yo cambio de acera cuando veo un perro y también por eso será que más de un paseo por el campo he tenido que interrumpir al oir unos ladridos sospechosos. Pero, a pesar de los malos tragos, aún agradezco a mis padres el condicionamiento en contra. Por eso me extrañó que mi hermano le cogiera tanto cariño (al perro, no a su mujer) y por eso, cuando me llamó anoche para decirme que el animal se les había muerto de repente, no pudo evitar llorar mientras me lo contaba. Yo estaba por ahí de cena comiendo pollo y por primera vez en mi vida me dio un vuelco el corazón al enterarme de que un animal se había muerto. No sé si es que este perro se las había arreglado para resquebrajar mi condicionamiento o es que las lágrimas de mi hermano me conmovieron incluso a través del móvil y del ambiente ruidoso y cargado de humo.

El caso es que esta mañana me he levantado pensando en todo esto y, antes incluso de tomarme el Cola-Cao, he tirado a la basura un sobrecito con semillas de cebollino que iba a plantar. Las había comprado para ponerlo en las ensaladas, pero he tenido miedo de cogerles cariño.


4 comentarios:

Anónimo dijo...

ME ENCANTA LEERTE

Anónimo dijo...

Pues yo conozco a un biólogo que tenía una colección de ESCARABAJOS!!!!!
Y a otra bióloga que cuando vió la susodicha colección exclamó: ¡¡¡SON PRECIOSOS!! ¡¡LOS ESCARABAJOS SON LOS ANIMALES MÁS BONITOS DEL MUNDO!!!
...
Y yo digo: ¡¡ESTÁN LOCOS ESTOS ROMANOS!!!

Angelet dijo...

Es lo que dijo el torero: "Hay gente pá tó"

Anónimo dijo...

Uhmmmmm... un/a admirador/a anonymous (además de varios confesados, claro)... cuánta emoción e intriga!