sábado, 22 de julio de 2006

Fe de erratas

1/ Epiglotis, no epigastrio. No es para tanto, me parece, equivocarse al mencionar la parte del cuerpo que se les llenó de arena a Mortadelo y Filemón. Errare humanum est, caramba. Si yo fuera un tipo rencoroso, ahora mismo retaría a todos aquellos que me han escrito afeándome el error y les diría que el que esté libre de pecado que tire la primera piedra. Son ambas grandes frases y a mi me ayudan mucho porque yo ando equivocándome a todas horas y necesito secretarias y asesores para todas esas decisiones que la vida me pone delante, verbi gratia, Alicante por el interior o por la costa, o -la que ahora me atormenta- irme de viaje a Cáceres o a Groenlandia. Sé que algunos pensarán que es este un problema baladí, pero la verdad es que tienen toda la razón y, si me atrevo a mencionarlo, es porque sé que en estos momentos está dpm de vacaciones en la playa.

Digo que hace falta valor para hablar de esto porque sé que anda todo el mundo por ahí deseando que lleguen esos quince días de vacaciones y yo no sé qué hacer con mis dos meses. Algo tiene que funcionar mal dentro de esta cabeza que sueña con el tiempo libre cuando está ocupada y que se agobia cuando no tiene nada que hacer. Alguna vez os habré hablado de mi teoría de que soy un error de la cigüeña, que me dejó en fecha y lugar equivocados puesto que mi constitución genética me dice bien a las claras que yo, para lo que estoy dotado, es para vástago de familia rica: ninguna necesidad de ganarse la vida y todo el tiempo por delante para dedicarse a actividades varias. Pero todas muy dignas, como de aristócrata ilustrado. Por ejemplo: vivir ora en mi palacio urbano ora en una de mis fincas de campo, según el clima y el humor; recibir por correo cada nueva entrega de la Encyclopédie de Diderot y D'Alembert y también ser un maestro bailando el minué. Y alguna cosilla filantrópica de vez en cuando, que nunca queda feo. Pero aquí estoy, atrapado entre varias opciones y diversas actividades y sin hacer lo que me gustaría hacer.

2/ Elogio de las dictaduras. Para mi, lo realmente difícil es elegir. Hay elecciones que son un trauma y aquí es donde pagaría por un asesor fiable y extremadamente racional: le daría una fotocopia compulsada de mi DNI y lo mandaría por ahí a tomar decisiones en mi lugar mientras yo, tumbado a la orilla de la playa, esperaba noticias leyendo un libro y tomando el baño. Esto es claramente un caso de miedo a asumir responsabilidades, ya lo sé, y como ya está dicho haced el favor de no echármelo en cara. Ayer, por ejemplo, tuve que acudir a esa ominosa sesión en la que los nuevos funcionarios de educación elegimos el instituto en el que trabajaremos el próximo curso. De verdad que hubiera pagado un asesor. Hay amigos especialmente sensatos a los que suelo acudir en busca de consejo, pero por muy razonables que sean no me resuelven estas situaciones. Es más, cuanto más razonables son más me animan a tomar decisiones por mí mismo. Lógicamente, claro, pero en estos casos yo no deseo ningún consejo ajustado y racional, sino que algún insensato esté dispuesto a asumir la carga de la elección y sus consecuencias negativas si las hay, y me libre a mí de la angustia del momento. Por esto son buenas las dictaduras para gente como yo, porque ya se cuida el dictador de tomar decisiones en mi lugar. En una dictadura como las que a mí me gustan no hay, por ejemplo, heladerías con más de treinta sabores, que es que es un infierno elegir, sino heladerías con tres sabores (vainilla, chocolate y fresa) en las que la elección no es en absoluto ansiógena. Un coñazo, sí, pero tranquila, y ya se sabe que los aristócratas fetén preferimos el aburrimiento a la aventura. Que hay aventuras que acaban mal y, si no, que se lo digan al capitán Scott. A propósito de este personaje me dijo el otro día un amigo que no hay aventuras sino viajes mal preparados y, aunque la frase es buena, a mí no ha hecho sino ponerme más difícil la elección.

Si ayer me hubieran dicho "Qué prefieres, ¿Valencia o La Font de la Figuera?", pues me hubiera atrevido a elegir yo sólo y habría destacado al asesor en el otro frente, el de la heladería. Pero ayer es que tenía un listado de trescientos destinos y a esto sí que no hay derecho, hombre. Si lo expreso en pueblos y ciudades, pues la cifra es algo menor, pero no tanto.

3/ Elogio de la vida rural. Fatal estaba, pues, con mi lista, sentado en una sala grande del palau de congressos. Para mejorar el malestar, el aire acondicionado acosándome, dándome dolor de cuello y de cabeza. Algún día, desde este blog, encabezaré una cruzada contra el abuso del aire acondicionado, pero esa es otra historia. La de ahora es que estaba allí mirando nombres de pueblos e imaginándome en ellos: ¿habrá un buen horno?, ¿las chicas guapas tendrán todas novio?, ¿habrá cine en V.O.S.?, ¿de cuántos sabores serán las heladerías? Porque si no hay alicientes, pues para eso me quedo en Valencia. Lo que ocurre es que en Valencia no había más que cuatro opciones y no daba un duro por las mías de alcanzarlas. Así que había que decidirse por alguna otra localidad de la comunitat. Y en eso me asaltaba el demonio tentador de la vida rural: "Mira qué bonita debe ser la vida en este pequeño pueblo, rodeado de naturaleza y de gente noble y sencilla", "Mira qué vida tan a gusto vas a llevar, lejos de los coches, las prisas, los agobios y la contaminación", "Podrás dar paseos por la naturaleza, irás a pie a todas partes y respirarás aire puro", y otras tentaciones semejantes. Lo malo de los demonios buenos, quiero decir, de los que son buenos haciendo su trabajo, es que saben dónde golpear. Porque a mí, lo de la vida rural siempre me ha llamado. Eso de la retirada vida tiene su atractivo. Mis razonables consejeros ya me habían alertado contra el mito rural que nos ataca a los urbanitas: "Mira que a los dos meses ya no vas a saber dónde meterte", "Mira que todo eso son fantasías y cuánto mejor es estar cerca de casa", "Mira que el trasto de tu coche ya no aguanta más kilómetros y vas a tener que comprarte otro y encima pagar un alquiler". Esta última observación es de mi cuñada, que está por derecho propio en la nómina de personas sensatas, y con este ejemplo comprenderéis por qué. Yo, sabiendo que tienen razón y conociendo mi poca traça para las decisiones importantes, tenía miedo de sucumbir al mito en esos cruciales y ansiógenísimos segundos en que los miembros de la mesa me urgirían a tomar mi decisión y rugirían metiéndome prisa los de la cola detrás de mí, de modo que decidí inmunizarme contra el mito dándome autoinstrucciones mentales con frases como "¿Qué aire puro ni qué niño muerto, si los pueblos huelen a vaca?", "¿Qué gente noble, si los aldeanos son más brutos que un arao y además huelen a vaca?", "¿Qué paseos vas a dar, si se hace de noche enseguida y encima sólo con que ladre un perro en el camino ya te acojonas y das media vuelta? Y encima las noches de los pueblos, ¡también huelen a vaca!". Que conste que siento un gran respeto por las vacas, pero en ese momento, mientras el dolor de cabeza se cebaba en mí y aparentemente sólo en mí, y el cielo se oscurecía, un gran trueno estallaba encima de nuestras cabezas y un temblor de tierra abría el suelo, yo, ahogado por el trauma de tener que elegir, inclinaba mi cabeza y sentía por dentro la necesidad de exclamar dramáticamente: "¡Asesor, asesor! ¿Por qué me has abandonado? (¿De qué será el helado?)".

Al final, lo tomé de yoghourt de frutas del bosque. No es que sea mi favorito, pero es que me resulta difícil elegir. No sé si os lo había dicho ya.

sábado, 15 de julio de 2006

Scientific Informe Semanal

1/ Esta mañana he descubierto América. Pues, sí, y sin salir de casa, como quien dice. Tengo un amigo que odia la playa y que por esa razón va a dejar que su mujer se vaya sola a Formentera. A Formentera vale la pena ir siempre, aunque no te guste la playa y aunque playa sea todo lo que hay en Formentera. Incluso aunque no esté la mujer de mi amigo. Pues yo, que con él comparto muchas cosas excepto la que más me gustaría compartir, también le he tenido siempre a la playa un poco de repelús y la he pisado poco, la verdad. No es que el placer de la playa esté en pisarla, claro, sino que me molestan algunas cosas de ella y al final me paso los veranos en la piscina. En la piscina no se le mete a uno arena hasta en el epigastrio, que es donde se les metió a Mortadelo y Filemón en un episodio de La caja de los diez cerrojos. Pero esta mañana voy y le pido a mi hermano que me deje una sillita de playa que se ha comprado, una de esas de patas muy bajitas que se clavan en la arena y te quedas así como medio tumbado, medio sentado, y así, con la silla, la crema, el libro y la nevera cojo y me voy a la playa yo solito, me apalanco en un lugar tranquilo y, ¡oye!, la mar de a gusto. Claro, por otra parte. Total, que lo he pasado de fábula y me digo ahora que reflexiono: "Pues no está tan mal. Todo era cuestión de venir equipado". Y eso es lo que he descubierto. Ya veis. Tampoco estaría mal una sombrilla, aunque eso lo he descubierto al verme en el espejo, horas más tarde.

2/ Zoofobia en todos los frentes. Parece ser que el otro día, no muy lejos de aquí, una niña fue atacada por un pez. Digo que parece ser porque no me lo acabaré de creer hasta que el PSOE diga que el pez tenía carnet del PP o el PP diga que, dada la edad del pez, es obvio que nació en época del PSOE. Mientras tanto, la mera (¡qué a propósito!) mención del hecho ya ha servido para fastidiarme el complemento ideal de toda visita a la playa. Me refiero a la clásica remojadita en el agua, claro. Yo, ya de por sí, le tengo un cierto respeto a meterme en el mar, porque me asusta eso de no ver dónde piso. Quién sabe dónde apoyas la planta del pie y qué será eso que me acaba de rozar la pierna, por Dios. Y si encima se acaba de dar un episodio en las aguas territoriales de la comunidad autónoma, pues es que ya se me disparan las alertas al modo DEFCOM 2. El fastidio lo he notado más al darse la aludida circunstancia de la carencia de sombrilla: los poco equipados combatimos los calores del sol dándonos una chapuzadita de quant en quant, pero yo, en mi estado de acuática zoofobia, tan sólo a mis tobillos he permitido el solaz del líquido elemento.

Esto de la zoofobia tampoco es un gran descubrimiento, claro, porque ya sabéis que a mi los animales me dejan un poco frío. La otra noche estaba cenando con unos amigos de esos que no se pueden dejar al perro un ratito solo en casa, y vaya murga que nos dio, ladra que te ladra, aquel montón de materia orgánica cubierta de pelo. Así que lo de la playa no deja de ser una variante de lo mismo. Mi problema es que crecí con los dibujos animados de Heidi y en esa serie los prados de hierba de los Alpes eran mullidos como alfombras persas y, sobre todo, carentes de entomofauna, quícir, de bichos. Lo mismo que la carne de los jabalíes de Obélix no tiene grasa ni venas, sólo carne y nada más que carne. Será que los mass media han arruinado para siempre mi relación con la naturaleza, vale, pero yo lo que quiero es un mar que sea agua y sólo agua, prados con hierba y sólo hierba y melocotones sin piel ni hueso. Por eso, al final me paso el verano en la piscina y de postre tomo yoghourt de fresa.

Pero la culpa no es mía, sino de la sociedad de consumo. Besos.

lunes, 3 de julio de 2006

1/ Lo bueno en lo malo. Ya sabéis que este blog nunca hablo de cosas serias y que eso es porque me da terror que alguien pueda confundirlo con una creación cultural o cualquier atrocidad por el estilo. Por eso, como lo cultural es algo muy serio, no sé qué hacer cuando pasan cosas serias de verdad, como hoy en mi ciudad en la que han muerto más de cuarenta personas en el metro. Y también por eso, aunque parezca irrespetuoso, me he puesto a buscar algo bueno entre tanto escombro y me vais a perdonar que lo haya encontrado. En realidad, no lo he encontrado, sino que me ha llamado. Literalmente: a mediodía, mientras me comía un gazpacho en un bar de esos de menú a siete euros, ha sonado el teléfono y era mi madre que quería saber de mí, porque no podía estar tranquila si antes no me localizaba y comprobaba que estaba bien.

2/ La madre de cada uno. Eso me ha recordado un día, no hace mucho, en que yo intentaba irme de su casa y no podía porque se había empeñado en que me llevara algo de comer. Yo decía que no, gracias, que no me llevo una ración de paella, gracias, ni esas albóndigas que quedan de la cena, gracias, ni algo de fruta, gracias, ni nada de nada, de verdad, gracias, no me hace falta. Pero ella erre que erre y así, con tanto atacar ella y yo resisitir entré de repente como en trance y tuve la sensación de que veía la escena desde fuera, como si estuviera teniendo uno de esos viajes astrales en los que dicen que ves tu cuerpo desde fuera y tú te elevas, te elevas y viajas por el universo y llegas a Saturno, pegas una meadita y vuelves. A mí, una de esas experiencias me las contaba un día un tipo que yo creo que lo que le pasaba es que había abusado de las drogas, porque su viaje era de este calibre que os cuento. El mío, más modestamente, no llegó a salir de casa de mi madre. A decir verdad, no salió ni de la cocina, y por esa razón, porque en lugar de irme a visitar la galaxia ni siquiera salí de la propiedad inmobiliaria de mi madre, se podría hacer el chiste de que mi viaje, más que astral, fue un viaje catastral. Con perdón.

Y, mientras viajaba ese poquito, me di cuenta de que allí lo de menos era si yo necesitaba o no esas albóndigas, sino que ahí estaba ella para ofrecérmelo todo y que nunca pararía de ofrecérmelo todo, y que en todo ese universo que no necesito recorrer no hay ni nunca habrá nadie para quien yo valga tanto. Así que bendito ese día en que salí de su cocina con un paquete empezado de galletas maría y este día en que me ha buscado por toda la ciudad y no ha parado hasta interrumpirme un gazpacho que -todo hay que decirlo- estaba bastante bueno.

Supongo que a todos nos ha pasado esto alguna vez. No me refiero al viaje astral, sino a salir de casa de nuestra madre con un túper de comida. Y eso es lo grande: que siento que es ella quien me da un lugar en el mundo, que es de ella de quien nace mi dignidad fundamental, porque probablemente es ella la única persona en este mundo que me va a querer siempre porque sí, porque soy quien soy y sin pedir jamás explicaciones. En fin. He puesto una tela negra en mi balcón. E
n estos días de guerra de mensajes en los balcones de la ciudad, aún estaba virgen de declaraciones de principios.