miércoles, 25 de enero de 2006

Hola. Llevo unos días preocupado porque me ha venido a la cabeza la idea de que debería hacerme yo un poquito más cultural y poner en mi blog algo de contenido más elevado y digno. La cultura es que es muy importante, ya se sabe, pero a mí lo que me pasa es que tengo una cultura muy basta, que sólo da de sí como para sacarse unos trescientos euros en el 50x15, más o menos. Y encima, ahora que ando preocupado por la educación cultural de mi blog, cogen y dicen que a América llegó un chino antes que Colón, cuando precisamente eso -la necesidad ontológica de la gesta colombina- era uno de los pilares básicos de mi frágil status cultural. Eso sí: mira que los chinos me parecían ya de antes un pueblo admirable, con tantas cosas bonitas como hacen, pero ahora que además han descubierto América, es que esto ya raya en la adoración, y aquí me tenéis dispuesto a contestar "Chang" en vez de "Colón" cuando me hagan la inevitable pregunta. Es que la cultura es eso, hombre, reconocer nuestras limitaciones y estar dispuesto a cambiar. Y como yo veo que tengo tantas limitaciones, pues me he dicho: "Vamos a explotar ese lado mío tan a propósito para la cultura".

Lo malo es que no me acaba de salir bien. Yo lo intento, de verdad, pero hacerse cultural comme il faut no es cosa fácil y no se tomó Zamora en una hora, que es un refrán, por cierto, muy apropiado para usarlo cuando se está en ambientes intelectuales. Es que la cultura para mí es como el mostrador de una pastelería exquisita pero desconocida, que no sabes qué pastel escoger y todos parecen perfectos para el postre de la comida del domingo, pero no te decides porque te parece que por coger uno te vas a perder otro mejor y sobre todo qué dirán los demás clientes si no estás atinado en la elección. Total, que al final, ante la duda, te vas a la calle, te compras un tigretón y te quedas tan a gusto. Y como estos problemas de indecisión son tan míos, pues vi que lo mejor era hacerme aconsejar y acompañar por mis amistades a algún acto cultural de esos que hay en diversos locales de la ciudad siempre que no caigan en fin de semana, que es cuando se vende más. Y que ir a un acto cultural siempre es de más nivel que pasar una hora leyendo a solas en la casa de cada uno.

La del alba sería cuando me dice mi amigo Quique que le ponen de largo un libro de poemas en una librería de la ciudad. Así que allá me voy dispuesto a mi bautismo de fuego cultural y por poco se convierte en mi extrema unción cultural. ¿Qué queréis que os diga? Para empezar, no quedaba una sola silla libre, y tuve que aguantar de pie todo el acto (cultural, se entiende), cuando todo el mundo sabe que un sine qua non cultural es sentarse con las piernas cruzadas y cogerse la barbilla con la mano. Y encima va el speaker o presentador propiamente dicho y dice que mi amigo es uno de los dos o tres mejores poetas de su generación. Yo miraba a mi amigo y pensaba: "¿Con esa pinta?". Un poeta como Dios manda es un poco más apañao, y mi amigo se parece a Bécquer lo que yo a Orlando Bloom. Claro que, para pintas, la del speaker, que yo lo miraba también y me preguntaba por qué los culturales tienen todos esa de reñidos con la maquinilla de afeitar. Y luego lo confundido que estaba yo, que en la charla, aunque era de poesía, nadie dijo nada de amor ni de flores, como yo esperaba. Amor y flores son lo más apropiado para iniciarse en la poesía, pero allí es que todo era que si el capitalismo esto y el capitalismo aquello, y encima un calor en la sala que yo no hacía más que mirar un par de botellitas de agua de esas con dibujitos de Jordi Labanda, que mi amigo el poeta y el speaker las tenían delante y ni las tocaban. Lo que a mí me apetecía de verdad era una cocacola, pero con el tonito que os digo que tomaba la conversación, a ver quién se pedía el refresco imperialista.

Bueno, por fin se acaba el acto (cultural, ya digo) y se pone el chaval (mi amigo) a firmar libros y el speaker se sale a fumar (algo también muy cultural), así que yo aprovecho y me siento en la silla que queda libre. Y venga a acudir gente a pedir firmas y a hacer interesantes reflexiones anticapitalistas y yo os voy a confesar que viendo cómo se comían al chico a alabanzas todo lo que se me ocurrió pensar es que debería yo también escribir un libro de poemas a ver si así ligaba más. La puntilla a mi vacilante status cultural la dio uno de tantos aficionados a la lírica: justo detrás de dónde estábamos sentados el poeta y yo estaba la sección de deportes, de modo que nos servía de fondo un gran libro sobre el método Pilates con la foto en portada de una estupenda gimnasta en maillot haciendo una pirueta imposible a la vez que lucía una sonrisa aún más imposible. Y el aficionado y el poeta venga a la risa sobre lo superfluo de nuestra sociedad y lo malo que es el culto (el culto, fíjate) al cuerpo, y sin embargo yo pensando que en el gimnasio donde hago Pilates esa postura no me la han enseñado aún y que tengo que preguntar a la monitora que, por cierto, no está nada mal. Y claro, me sentí más cerca de la gimnasta que del poeta. Y eso que luego me tomé con él un bocadillo de tortilla de patata, pero ni aún así.

Pero no cedo en mis intentos, porque no dejo de tener en cuenta lo que se dice de Zamora. Ahora mismo vengo de una conferencia sobre un tema cualquiera, pero no estoy muy satisfecho porque he ido yo solo sin dejarme aconsejar y ha pasado lo que tenía que pasar: que era una conferencia de segunda clase. ¡No había canapés ni nada de beber! Y ya se sabe que
por la calidad de los canapés se saca la calidad de la conferencia. Y si no hay, pues ya me diréis cómo vas a saber si la conferencia es buena o mala. Estas cosas no deberían permitirlas, porque a los que intentamos hacernos culturales es que nos desaniman mucho. Lo que tendrían que hacer es establecer una escala de calidad. Vamos, algo así como la escala de Richter para los terremotos, pero con los actos culturales. Un 10 en la escala serían las conferencias con virutas de ibérico y camareras guapas, y un 0 serían las que no te dan ni las gracias por venir. Y también exigir unos requisitos para que no se cuele cualquiera, que no pase como en esta que os digo, que detrás de mí se ha sentado uno que no hacía más que sorber mocos y yo he aguantado todo lo que he podido, pero me he tenido que ir del asco que me daba.

Tengo que preguntarle a mi amigo el poeta si sorber mocos es cultural o simplemente una cochinada. Mientras tanto, os mando un beso y me vuelvo al ciberespacio, que allí no hay mocos y somos todos iguales.

miércoles, 18 de enero de 2006

Hola a todos. A veces pienso que los humanos estamos en este planeta para servir de experimento y que nuestro lugar en la escala evolutiva está por debajo del de la informática. Por eso hay tantas cosas de las que hace un ordenador que nosotros también podemos hacer, pero siempre más despacio y con peores resultados. Por ejemplo, tú haces doble clik en un icono y pones en marcha un montón de acciones. Pues conmigo pasa algo parecido, pero mucho más limitado y sólo una vez al año: cada vez que llega el trece de enero a mí me viene a la cabeza la Pavana para una infanta difunta, que es una música maravillosa de Maurice Ravel. Esa fecha es un doble clik en mi cerebro. El trece de enero de hace veinte años mi padre murió mientras dormía. Yo había ido a su cama a darle un beso, y no al revés, es decir, él no había venido a la mía, porque yo ya era mayorcito para eso y a los dieciocho años odias que te traten como a un niño, y además porque en mi casa se hacía al revés: mi padre estaba tan malito que se acostaba antes que nosotros y mientras los hijos veían la película en la tele el padre se iba a la cama a dormir. O sea, que fui a decirle "Buenas noches, papá" y no sabía que esa iba a ser la última vez que lo veía. Bueno, al poco rato vi su cadáver en esa misma cama, pero no estoy seguro de que ver el cadáver sea lo mismo que ver la persona. Si eres creyente, es seguro que no. Pero yo no sé si en la ciberesfera puede uno ser creyente. Total, que le doy un beso, me voy a ver la tele y luego me meto en la cama y apago la luz. Yo soy muy marmota y me duermo no en cuanto apoyo la cabeza en la almohada, qué va, sino en cuanto apoyo el primer pie. Vamos, que ya llego dormido a la cama, como quien dice. Pero precisamente esa noche, yo no sé por qué, no me dormía, mira por dónde. Podría haber encendido la luz para leer algo, pero tampoco lo hice, seguramente por no despertar a mi hermano. Me quedé quieto y en silencio, escuchando, porque a veces es bueno pararse a escuchar el silencio. Es algo que hacemos pocas veces y sin embargo es muy bueno. Pues en eso estaba cuando me llega la voz de mi madre que grita mi nombre, primero muy bajito, como pidiendo permiso para romper el silencio, pero ganando fuerza poco a poco, como una marea cuando sube en los mares con mareas de verdad, no como en el Mediterráneo, que no se notan casi porque es un mar muy cerrado. La puerta de mi cuarto también estaba cerrada pero al final los gritos de mi madre alcanzaron mi cama del mismo modo que las mareas que digo acaban por mojarte los pies si no te apartas. Yo me llamo igual que se llamaba mi padre, así que al principio no estaba seguro de si me llamaba a mí o a él, pero por la forma en que mi madre gritaba comprendí que, me llamara o no, tenía que ir a ver qué estaba pasando. Así que me levanté y fui corriendo al cuarto de mis padres y allí fue donde vi a mi padre transformado en cadáver y a mi madre inclinada sobre él y a la vez gritando y por fin entendí que esos gritos no eran para que yo fuera sino para que él volviera, porque ella había terminado de dar un último repaso de limpieza y orden en la casa antes de irse a dormir y se encontró que en la cama ya no estaba su marido sino un cadáver con el rostro de su marido. Un rostro, por cierto, que sonreía, eso es algo que no puedo olvidar. Al ver esa imagen, qué queréis, me quedé paralizado en el umbral de la habitación. Es normal. Algo así no se ve todos los días. De la estupefacción me sacó mi madre. Mi madre me ha sacado muchas veces de situaciones apuradas y es por ella que creo sinceramente eso que dicen de que el sexo fuerte es el femenino. En ese momento ella se transformó en capitán de un barco que se hundía y se puso a dar instrucciones a todos. A mí me dijo que cogiera el cadáver por los pies y le ayudara a bajarlo al suelo. Ella lo cogió por los brazos y lo pusimos sobre la alfombra. Nunca hasta entonces había sostenido el peso de mi padre entre mis brazos. En cuanto estuvo en el suelo empezó a hacerle la respiración boca a boca y a mí me ordenó darle golpes en el corazón. Yo me puse a un lado y con las dos manos golpeaba donde suponía que está el corazón en un cuerpo humano -no creáis que no tuve mis dudas al respecto- y a la vez que golpeaba miraba a mi madre pasarle aire con toda su alma y, como se ve que mirándola me despistaba un poco de mi faena, ella de vez en cuando me gritaba "Dale más fuerte, no te importe que se rompa un hueso" y yo volvía a la carga. Pero no tenía ni tengo mucha fuerza y encima uno no puede golpear fuerte si no está de acuerdo con lo que hace. Y esto lo digo porque la primera vez que mi madre me dijo "Golpea más fuerte" yo pensé "Es inútil. ¿No te das cuenta de que ya está muerto?", pero seguí golpeando porque ella se merecía que siguiera haciéndolo. Tanto esfuerzo y tanta fe se merecen apoyo. Todo el apoyo del mundo. Para entonces, mis hermanos estaban asomados a la puerta del cuarto y miraban la escena. Tengo cierta propensión a evadirme de las situaciones y contemplarlas como si estuviera fuera de ellas, y en aquella ocasión me pareció ver que yo era allí el único que entendía lo esencial: que ya estaba muerto y que era inútil seguir golpeando. La verdad es que siempre que recuerdo ese pensamiento me siento avergonzado de mí mismo, porque mi padre, mi madre y mis hermanos se merecían que yo hubiera tenido fe en que podíamos traerlo de vuelta si nos esforzábamos un poco más. Sigo sinceramente creyendo que ya era inútil, pero lo que me duele es no haber sido capaz de entregarme a una causa perdida. O sea, que quizá fui yo el que no entendió lo esencial. Situaciones como esta, la verdad, miden el valor de las personas.

Ya veis: tiendo a ensimismarme incluso en las situaciones más dramáticas. Ensimismado y golpeando con casi todas mis fuerzas sobre el pecho del cadáver de mi padre mientras mi madre le pasaba aire del suyo y a la vez era capaz de seguir repartiendo instrucciones. A mi hermana le dijo "Llama a los tíos" y en seguida pude oír la llamada, porque teníamos en la cocina un teléfono de esos de pared y quedaba muy cerca del cuarto de mis padres y oí a mi hermana que hablaba y lloraba a la vez, diciendo "Tíos, venid enseguida" y luego volvía al cuarto y mi madre le ordenaba que llamara a urgencias y mi hermano no se movía de la puerta mirándolo todo sin decir palabra, supongo que paralizado como me había quedado yo antes. Y así estuvimos, yo golpeando, ella respirando por su marido y por ella, y mis hermanos en el umbral de la puerta hasta que empezó a venir gente. No sé si llegaron primero mis tíos o el médico de urgencias. El golpear y el respirar se acabaron con la llegada del médico que le puso un par de inyecciones y nos dijo que ya era inútil, que ya estaba muerto y a mí me pareció tremendamente doloroso que fuera un desconocido a quién nunca he vuelto a ver ni podría reconocer si me lo encontrara en la calle el que tuviera valor para decir lo que yo estaba pensando desde el principio. Y al oir esas palabras que eran las mismas que las mías me sentí aún más fuera de la escena y más alejado de mis hermanos que estaban llorando y de mi madre y de mis tíos, que ahora que recuerdo sí habían llegado antes que el médico. Y entonces por segunda vez ayudé a cargar con el cadáver de mi padre, esta vez para volver a ponerlo en la cama y que mi madre y mi tía y luego mi abuela que llegó también en seguida se pusieran a arreglarlo, aunque el mejor adorno que tenía aquél cadáver era esa sonrisa que ya os digo que tenía y que no se la podía haber puesto nadie sino él mismo y que me hace pensar si no sería que mi padre por fin descansaba después de esa vida tan jodida que la enfermedad le había dado. Mi tío llamaba a la familia y en poco tiempo teníamos allí a mi otro tío, que vino de Madrid conduciendo a toda velocidad y que años después me contó que al oir sonar el teléfono aquella noche se había incorporado de un salto diciendo "¡Mi hermano! ¡Mi hermano!" y había cogido el coche y se había venido a Valencia, que es un sitio al que últimamente ya sólo venía a enterrar gente. Él se murió hace poco y en su entierro en Madrid me acordaba yo de todo esto. A lo largo de la noche la casa se fue llenando de gente y como yo era el mayor de entre los hijos varones me tocó el papel de anfitrión y enlace, y también me da vergüenza reconocer que no estuve a la altura y que mis tíos y mi abuelo tomaban decisiones más útiles y lógicas que las mías y así al final me limitaba a ir de aquí para allá como recadero de noticias intrascendentes y aprovechaba esos paseos para mirar de vez en cuando el cadáver con esa sonrisa que no puedo olvidar. Y en una de tantas idas y venidas, al pasar por delante de la puerta de nuestro cuarto vi a mi hermano pequeño que estaba sentado en su cama y mirando al suelo, y delante de él, sentada en la otra cama, estaba mi abuela que lo miraba a él, y ninguno de los dos hablaba, y supuse que mi hermano no era capaz de decir nada y que mi abuela se estaba dando cuenta de que qué le iba a decir a un chico de quince que acaba de ver el cadáver de su padre. Lo digo porque es una de las escenas que no puedo olvidar de aquella noche y porque me pareció mucho más noble mi hermano en su silencio que yo en mi ausencia, lo mismo que me pareció tremendamente noble que un amigo de mi padre, que era amigo del barrio desde que eran pequeños, se echara a llorar en cuanto se puso delante del cadáver y esa fue la primera vez que yo veía llorar a un hombre adulto y es un llanto que siempre he agradecido mucho porque me pareció uno de los homenajes más bonitos que se le dieron a mi padre. Y más sinceros. Porque yo, en mi ensimismamiento y en mi aislarme y salir de la escena, lo que hacía era irme a la habitación en la que teníamos el tocadiscos y me ponía los auriculares, me agachaba haciéndome un ovillo en un rincón y me ponía a escuchar la Pavana de Ravel, porque era un disco que mi padre me había regalado hacía una semana, por Reyes.

Y por eso es lo que os decía al principio: que siempre que llega el trece de enero yo pienso en la Pavana de Ravel y es una música que no puedo oír sin echarme a llorar de pena y de vergüenza. También es que yo tengo la lágrima fácil y lo mismo me hacen llorar mucho otras cosas, como por ejemplo la película Marcelino, pan y vino, cuando el niño muere en brazos de Cristo. Pero para lágrimas de verdad, las del final de ¡Qué bello es vivir!, cuando todo Bedford Falls se presenta en casa del bueno de Georges Bailey para llevarle dinero. Al final suena una campanita que significa que Clarence, el ángel, se ha ganado las alas. Yo no creo en los ángeles ni en el cielo, pero sí creo que mi padre será un ángel y estará en el cielo y la prueba es esa sonrisa que es todo lo que se llevó de este mundo a la tumba y es mucho más de lo que nos llevaremos la mayoría. Pero que esto no os preocupe, por favor: ya os dije una vez que soy de natural contradictorio.

Besos y hasta la próxima.

miércoles, 11 de enero de 2006

Ya sé que mi PC me va a matar cuando se entere de que yo lo he dicho, pero es que no quiero que os vayáis y se me quede la idea en el teclado. Es cierto que esto del mundo virtual es el último grito y que es de lo más juvenil pasearse por este cibermundo con toda naturalidad y como si tal y sin darle importancia, lo admito, y no seré yo, blogger adictísimo, quien lo niegue, pero la verdad es que hay que reconocer que nada como trabajar en un instisusto para rejuvenecer el espíritu. Tiene la ventaja de que, así como quien no quiere la cosa, te vas enterando a cada momento y sin esfuerzo de lo último en moda, música y tecnología. Vamos, que un instisusto es como una tarifa plana de lo que se cuece por el mundo de las tendencias culturales y está más actualizado que el ABC Cultural y el Babelia. Hoy, por ejemplo, mis corresponsales me han enseñado cómo desencajarle la rodilla al prójimo con un movimiento de pierna tan simple que es que ni te despeinas, he sabido que hay unos aparatos que se llaman mp4 (para vergüenza de mi orgullo de ciberempollón) y me enterado de la existencia de un "compositor" llamado Chivi que tiene canciones con títulos tan edificantes como Me cago en esos putos rumanos y Negros de mierda. O sea, que llegas por la mañana y de la impresión se te quitan las legañas y se te limpian las orejas. El desodorante te abandona, la gomina se reblandece, el cuerpo se te pone alerta y ya estás todo el día hecho un chaval. La verdad es que trabajar en un instisusto rejuvenece más que hacer un régimen a base de Font Vella y ampollas de Revital.

Mirad si es esto cierto que el lunes por la mañana, cuando el despertador me llamó, yo le respondí con esos clásicos infantiles que dicen "cinco minutos más, por favor, mamá" y "yo no quiero ir al cole". No lloré porque llorar en una cama en la que has dormido solo resulta un poco patético y no vas a empezar el día dándote pena a ti mismo. Tampoco me servía de nada (por eso mismo, porque no había nadie cerca) simular que tenía fiebre, pero os prometo que lo pensé. Es que ir al cole siempre ha sido un trauma, hay que reconocerlo, y eso está impreso en la huella genética de la humanidad lo mismo que la ley del más fuerte y el sabor de la nocilla blanca. Aunque, a decir verdad, al empollón que yo era lo que en el fondo le molestaba era tener que madrugar. Yo, si el cole hubiera empezado a las diez, hubiera ido tan a gusto. Una vez allí, como era el más listo y encima les caía bien a los chicos malos, pues me sentía como en casa. A mí los brutos del cole me protegían. Siempre había uno cerca de mí para advertir a posibles agresores: "A este ni lo toquéis". Pero no como Al Capone con sus guardaespaldas, sino como si yo fuera un objeto delicado de Casa Tifus, entiéndaseme bien. O sea, que ya desde pequeño tuve la experiencia de sentirme hombre-objeto. Pero yo sigo siendo humilde y buena persona porque en el momento crucial de la pubertad (¡qué palabra tan fea!) empecé a sentirme hombre-objeto-feo y eso es algo que siempre le ha venido mal a la soberbia. Pero luego vi en la tele un reportaje sobre el kitsch y descubrí que podía intelectualizar los traumas y darle a lo mío un toque snob la mar de resultón.

Total, que se han terminado las fiestas de Navidad y Año Nuevo, se han ido los Reyes Magos, no me he repuesto del empacho de turrón y resulta que ya estoy obligado a bajarme de mi blog a horas fijas para insertarme en la implacable realidad.
¡Cómo pasa el tiempo! ¡Si ni siquiera he terminado de contaros mi viaje a Madrid!: los niños, los faraones, mis amigos, el frío, mi prima (que ya no me habla), mi otro primo, que es artista...¡qué de cosas! Es que no hay nada como ir de vez en cuando a la capital.

Aunque, bien mirado, ahora que tengo un software que ves el planeta entero a vista de pájaro, no sé yo si volveré a irme tan lejos. A partir de ahora me propongo salir poco, todo lo más a la panadería. Y eso, porque aún no se puede descargar la barra de pan, que si no...El día que inventen el GoogleSandwich, me sé de muchos como yo que tendrán tentaciones de retirarse definitivamente de este mundo analógico y cruel.

Hala, un beso.

miércoles, 4 de enero de 2006

Hola a todos. Pasado mañana llegan los Reyes Magos y yo no me la juego: voy a portarme todo lo bien que pueda. Vamos, como que me voy a ir a la cama ahora en seguida y ya no me levanto hasta el viernes. Que no se diga. Yo soy muy respetuoso con las normas, y más si me estoy jugando los regalos. Recuerdo que cuando era pequeñito mis padres insistían sobre todo en este precepto de irse pronto a dormir. El de portarse bien, así en general, ya se daba por supuesto y valía para todo el año, pero este de acostarse pronto cobraba en estos días un nuevo valor: resulta que si llegaban los Reyes y te pillaban por ahí, despierto, te quedabas sin regalos. Esto ya asustaba per se, hay que reconocerlo, pero lo que iba a contaros es que yo, además, tenía un estímulo extra. Lo cuento, sí, pero con la condición de que después no os riais de mí. Pues eso: que yo estaba encantado con los regalos de los Reyes, pero tenía un miedo atroz a encontrarme con ellos. ¡Imaginad! Yo me hacía mis cuentas: si lo del Niño Jesús pasó hace unos 1970 años (cuando yo era pequeñito, se entiende), y encima para entonces Melchor, Gaspar y Baltasar eran ya unos abueletes (al menos en el belén de mi casa), eso significaba que cada uno de ellos tenía ¡más de dos mil años de edad! ¡Dios mío de mi vida y de mi corazón! ¡Dos mil tacos! Y, ¿qué aspecto tiene uno al cumplir los dos mil?, me preguntaba. Y hay que tener en cuenta que entonces las cremas antiarrugas no eran tan eficaces como hoy, y tampoco creo que pudiesen congelarse como hizo Walt Disney. ¿Leísteis en el post de la semana pasada lo que pienso sobre las momias de Egipto? Pues eso es lo que yo imaginaba que me iba a encontrar si me quedaba despierto: tres momias vivitas y coleando paseándose por el pasillo de mi casa. ¡A buenas horas me iba a quedar yo despierto! Me metía en la cama antes de que me lo mandaran y me escondía por entero debajo de las sábanas para no dar ocasión a que mi mirada se cruzara con la suya. En mis pesadillas, Baltasar giraba su cabeza y me dirigía una mirada luminosa que surgía como un rayo del interior de las cuencas resecas de sus ojos de momia. Seguramente la imagen la saqué de algún capítulo de Mazinger Z, pero la verdad es que para mí la noche de Reyes tenía un puntito zombi de lo más chungo.

Pero no es por eso que ahora que soy mayor no salgo de fiesta la noche del cinco de enero, no. Yo ya soy mayor y no tengo miedo de esas cosas. ¡Por favor! Para mí estas fiestas es que son muy de quedarse en casa con un colacao calentito con galletas y viendo en la tele los dibujos animados. Me parece muy malvado eso de cogerse una cogorza en Navidad o irse a tomar el sol a Cancún. Bueno, vale que me ido un par de días a Madrid, pero eso ha sido para reencontrarme con la familia y los amigos. O sea, que entra dentro del espíritu navideño más fetén.
La Navidad es mejor si uno sigue las tradiciones a rajatabla y durante unos días cree de verdad en la Armonía Universal y en que tó er mundo é güeno. Lo que yo recomiendo es, allá por el veinte de diciembre, darse una sesión de ¡Qué bello es vivir! para ponerse en situación y tirar p'alante hasta el día de Reyes. Ver esta película es como ir a la peluquería antes de una boda: para llegar a la fiesta arregladito.

La excepción es la Nochevieja, claro. Pero este año es que estuve un poquito lento de reflejos y se me vino la fiesta encima y yo con estos pelos. Total, como os podéis imaginar, que me aburrí de lo lindo. Estuve arrastrándome de bar en bar con un par de amigos tan colgados como yo y a eso de las cinco de la mañana estábamos haciendo globitos de los condones que llevábamos preparados por si, para variar, empezábamos bien un año. Nosotros es que con los condones sabemos hacer todo tipo de trucos y manualidades. ¡A ver! ¡No vamos a dejar que se estropeen dentro de su funda! Eso sería tirar el dinero. Lo que me indigna es que caduquen tan pronto: que te compras uno y tienes que usarlo antes de tres años. No hay derecho, hombre. Que hay que ser un casanova para no perder la inversión. Es lo que yo les digo siempre: "Para la próxima Nochevieja en vez de condones compramos chicles, que por lo menos se pueden comer". Y no me repliquéis con lo que estáis pensando, por favor, que aún podrían oíros Sus Majestades y ya la hemos cagao.

Hoy he visto en un periódico las formas de celebrar la Nochevieja que tienen por ahí en muchos pueblos de España y he pensado que voy a tomar nota para contárselo a mis amigos, a ver si a la próxima va la vencida y nos lo pasamos bien. Yo, por mí, me quedaría con un pueblo en que hacen una carrera en calzoncillos y de ahí se van a la verbena y a la juerga. Seguro que me dirán que cómo quiero que triunfemos si las mozas del pueblo nos ven en calzoncillos, pero yo he pensado en decirles que tenemos todo un año por delante para ir al gimnasio y apuntarnos a eso del body building. Yo ya me estoy animando y creo que voy a presentar un PAI para la zona del estómago, a ver si me la recalifican y me edifico en ella la famosa pastilla de chocolate.

Pues eso es todo por ahora. Os deseo que los Reyes os traigan todo lo que habéis pedido. Y pensad que este año es muy bueno, porque Reyes cae en viernes y tenemos todo el fin de semana para jugar con los juguetes. ¡Qué rollo, esos años en que cae en martes y al día siguiente hay que ir al cole!