miércoles, 18 de enero de 2006

Hola a todos. A veces pienso que los humanos estamos en este planeta para servir de experimento y que nuestro lugar en la escala evolutiva está por debajo del de la informática. Por eso hay tantas cosas de las que hace un ordenador que nosotros también podemos hacer, pero siempre más despacio y con peores resultados. Por ejemplo, tú haces doble clik en un icono y pones en marcha un montón de acciones. Pues conmigo pasa algo parecido, pero mucho más limitado y sólo una vez al año: cada vez que llega el trece de enero a mí me viene a la cabeza la Pavana para una infanta difunta, que es una música maravillosa de Maurice Ravel. Esa fecha es un doble clik en mi cerebro. El trece de enero de hace veinte años mi padre murió mientras dormía. Yo había ido a su cama a darle un beso, y no al revés, es decir, él no había venido a la mía, porque yo ya era mayorcito para eso y a los dieciocho años odias que te traten como a un niño, y además porque en mi casa se hacía al revés: mi padre estaba tan malito que se acostaba antes que nosotros y mientras los hijos veían la película en la tele el padre se iba a la cama a dormir. O sea, que fui a decirle "Buenas noches, papá" y no sabía que esa iba a ser la última vez que lo veía. Bueno, al poco rato vi su cadáver en esa misma cama, pero no estoy seguro de que ver el cadáver sea lo mismo que ver la persona. Si eres creyente, es seguro que no. Pero yo no sé si en la ciberesfera puede uno ser creyente. Total, que le doy un beso, me voy a ver la tele y luego me meto en la cama y apago la luz. Yo soy muy marmota y me duermo no en cuanto apoyo la cabeza en la almohada, qué va, sino en cuanto apoyo el primer pie. Vamos, que ya llego dormido a la cama, como quien dice. Pero precisamente esa noche, yo no sé por qué, no me dormía, mira por dónde. Podría haber encendido la luz para leer algo, pero tampoco lo hice, seguramente por no despertar a mi hermano. Me quedé quieto y en silencio, escuchando, porque a veces es bueno pararse a escuchar el silencio. Es algo que hacemos pocas veces y sin embargo es muy bueno. Pues en eso estaba cuando me llega la voz de mi madre que grita mi nombre, primero muy bajito, como pidiendo permiso para romper el silencio, pero ganando fuerza poco a poco, como una marea cuando sube en los mares con mareas de verdad, no como en el Mediterráneo, que no se notan casi porque es un mar muy cerrado. La puerta de mi cuarto también estaba cerrada pero al final los gritos de mi madre alcanzaron mi cama del mismo modo que las mareas que digo acaban por mojarte los pies si no te apartas. Yo me llamo igual que se llamaba mi padre, así que al principio no estaba seguro de si me llamaba a mí o a él, pero por la forma en que mi madre gritaba comprendí que, me llamara o no, tenía que ir a ver qué estaba pasando. Así que me levanté y fui corriendo al cuarto de mis padres y allí fue donde vi a mi padre transformado en cadáver y a mi madre inclinada sobre él y a la vez gritando y por fin entendí que esos gritos no eran para que yo fuera sino para que él volviera, porque ella había terminado de dar un último repaso de limpieza y orden en la casa antes de irse a dormir y se encontró que en la cama ya no estaba su marido sino un cadáver con el rostro de su marido. Un rostro, por cierto, que sonreía, eso es algo que no puedo olvidar. Al ver esa imagen, qué queréis, me quedé paralizado en el umbral de la habitación. Es normal. Algo así no se ve todos los días. De la estupefacción me sacó mi madre. Mi madre me ha sacado muchas veces de situaciones apuradas y es por ella que creo sinceramente eso que dicen de que el sexo fuerte es el femenino. En ese momento ella se transformó en capitán de un barco que se hundía y se puso a dar instrucciones a todos. A mí me dijo que cogiera el cadáver por los pies y le ayudara a bajarlo al suelo. Ella lo cogió por los brazos y lo pusimos sobre la alfombra. Nunca hasta entonces había sostenido el peso de mi padre entre mis brazos. En cuanto estuvo en el suelo empezó a hacerle la respiración boca a boca y a mí me ordenó darle golpes en el corazón. Yo me puse a un lado y con las dos manos golpeaba donde suponía que está el corazón en un cuerpo humano -no creáis que no tuve mis dudas al respecto- y a la vez que golpeaba miraba a mi madre pasarle aire con toda su alma y, como se ve que mirándola me despistaba un poco de mi faena, ella de vez en cuando me gritaba "Dale más fuerte, no te importe que se rompa un hueso" y yo volvía a la carga. Pero no tenía ni tengo mucha fuerza y encima uno no puede golpear fuerte si no está de acuerdo con lo que hace. Y esto lo digo porque la primera vez que mi madre me dijo "Golpea más fuerte" yo pensé "Es inútil. ¿No te das cuenta de que ya está muerto?", pero seguí golpeando porque ella se merecía que siguiera haciéndolo. Tanto esfuerzo y tanta fe se merecen apoyo. Todo el apoyo del mundo. Para entonces, mis hermanos estaban asomados a la puerta del cuarto y miraban la escena. Tengo cierta propensión a evadirme de las situaciones y contemplarlas como si estuviera fuera de ellas, y en aquella ocasión me pareció ver que yo era allí el único que entendía lo esencial: que ya estaba muerto y que era inútil seguir golpeando. La verdad es que siempre que recuerdo ese pensamiento me siento avergonzado de mí mismo, porque mi padre, mi madre y mis hermanos se merecían que yo hubiera tenido fe en que podíamos traerlo de vuelta si nos esforzábamos un poco más. Sigo sinceramente creyendo que ya era inútil, pero lo que me duele es no haber sido capaz de entregarme a una causa perdida. O sea, que quizá fui yo el que no entendió lo esencial. Situaciones como esta, la verdad, miden el valor de las personas.

Ya veis: tiendo a ensimismarme incluso en las situaciones más dramáticas. Ensimismado y golpeando con casi todas mis fuerzas sobre el pecho del cadáver de mi padre mientras mi madre le pasaba aire del suyo y a la vez era capaz de seguir repartiendo instrucciones. A mi hermana le dijo "Llama a los tíos" y en seguida pude oír la llamada, porque teníamos en la cocina un teléfono de esos de pared y quedaba muy cerca del cuarto de mis padres y oí a mi hermana que hablaba y lloraba a la vez, diciendo "Tíos, venid enseguida" y luego volvía al cuarto y mi madre le ordenaba que llamara a urgencias y mi hermano no se movía de la puerta mirándolo todo sin decir palabra, supongo que paralizado como me había quedado yo antes. Y así estuvimos, yo golpeando, ella respirando por su marido y por ella, y mis hermanos en el umbral de la puerta hasta que empezó a venir gente. No sé si llegaron primero mis tíos o el médico de urgencias. El golpear y el respirar se acabaron con la llegada del médico que le puso un par de inyecciones y nos dijo que ya era inútil, que ya estaba muerto y a mí me pareció tremendamente doloroso que fuera un desconocido a quién nunca he vuelto a ver ni podría reconocer si me lo encontrara en la calle el que tuviera valor para decir lo que yo estaba pensando desde el principio. Y al oir esas palabras que eran las mismas que las mías me sentí aún más fuera de la escena y más alejado de mis hermanos que estaban llorando y de mi madre y de mis tíos, que ahora que recuerdo sí habían llegado antes que el médico. Y entonces por segunda vez ayudé a cargar con el cadáver de mi padre, esta vez para volver a ponerlo en la cama y que mi madre y mi tía y luego mi abuela que llegó también en seguida se pusieran a arreglarlo, aunque el mejor adorno que tenía aquél cadáver era esa sonrisa que ya os digo que tenía y que no se la podía haber puesto nadie sino él mismo y que me hace pensar si no sería que mi padre por fin descansaba después de esa vida tan jodida que la enfermedad le había dado. Mi tío llamaba a la familia y en poco tiempo teníamos allí a mi otro tío, que vino de Madrid conduciendo a toda velocidad y que años después me contó que al oir sonar el teléfono aquella noche se había incorporado de un salto diciendo "¡Mi hermano! ¡Mi hermano!" y había cogido el coche y se había venido a Valencia, que es un sitio al que últimamente ya sólo venía a enterrar gente. Él se murió hace poco y en su entierro en Madrid me acordaba yo de todo esto. A lo largo de la noche la casa se fue llenando de gente y como yo era el mayor de entre los hijos varones me tocó el papel de anfitrión y enlace, y también me da vergüenza reconocer que no estuve a la altura y que mis tíos y mi abuelo tomaban decisiones más útiles y lógicas que las mías y así al final me limitaba a ir de aquí para allá como recadero de noticias intrascendentes y aprovechaba esos paseos para mirar de vez en cuando el cadáver con esa sonrisa que no puedo olvidar. Y en una de tantas idas y venidas, al pasar por delante de la puerta de nuestro cuarto vi a mi hermano pequeño que estaba sentado en su cama y mirando al suelo, y delante de él, sentada en la otra cama, estaba mi abuela que lo miraba a él, y ninguno de los dos hablaba, y supuse que mi hermano no era capaz de decir nada y que mi abuela se estaba dando cuenta de que qué le iba a decir a un chico de quince que acaba de ver el cadáver de su padre. Lo digo porque es una de las escenas que no puedo olvidar de aquella noche y porque me pareció mucho más noble mi hermano en su silencio que yo en mi ausencia, lo mismo que me pareció tremendamente noble que un amigo de mi padre, que era amigo del barrio desde que eran pequeños, se echara a llorar en cuanto se puso delante del cadáver y esa fue la primera vez que yo veía llorar a un hombre adulto y es un llanto que siempre he agradecido mucho porque me pareció uno de los homenajes más bonitos que se le dieron a mi padre. Y más sinceros. Porque yo, en mi ensimismamiento y en mi aislarme y salir de la escena, lo que hacía era irme a la habitación en la que teníamos el tocadiscos y me ponía los auriculares, me agachaba haciéndome un ovillo en un rincón y me ponía a escuchar la Pavana de Ravel, porque era un disco que mi padre me había regalado hacía una semana, por Reyes.

Y por eso es lo que os decía al principio: que siempre que llega el trece de enero yo pienso en la Pavana de Ravel y es una música que no puedo oír sin echarme a llorar de pena y de vergüenza. También es que yo tengo la lágrima fácil y lo mismo me hacen llorar mucho otras cosas, como por ejemplo la película Marcelino, pan y vino, cuando el niño muere en brazos de Cristo. Pero para lágrimas de verdad, las del final de ¡Qué bello es vivir!, cuando todo Bedford Falls se presenta en casa del bueno de Georges Bailey para llevarle dinero. Al final suena una campanita que significa que Clarence, el ángel, se ha ganado las alas. Yo no creo en los ángeles ni en el cielo, pero sí creo que mi padre será un ángel y estará en el cielo y la prueba es esa sonrisa que es todo lo que se llevó de este mundo a la tumba y es mucho más de lo que nos llevaremos la mayoría. Pero que esto no os preocupe, por favor: ya os dije una vez que soy de natural contradictorio.

Besos y hasta la próxima.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Bien. Te confesaré que me has hecho llorar a mí.

Anónimo dijo...

esos gritos no eran para que yo fuera sino para que él volviera

Anónimo dijo...

Sentimental. Cursi.

Anónimo dijo...

Patafos, normalmente ejerces de censor vehemente, hablas con un deje de superioridad moral, intelectual o vete tu a saber qué, (que leyendo entre líneas tus comentarios, no se bien en base a qué te crees superior a nadie), pero en esta ocasión, creo sinceramente que has desaprovechado una magnifica ocasión para quedarte calladito (a veces es estupendo no decir nada). Hubiese sido mucho más digno por tu parte.