lunes, 25 de junio de 2007

Síndrome de Estocolmo.
Dos adorables mesecitos, dos, que ya me miran y me dicen “papaíto”, tendiendo sus tiernas y rosadas manitas hacia mí. Me refiero a mis vacaciones, claro, que ya están ahí, a la vuelta de la semana. Y como es cierto eso que dicen, que estas criaturitas al llegar te cambian la vida de arriba abajo, pues aquí me tenéis todo agobiao pensando a qué voy a dedicar el tiempo y notando ya los primeros síntomas de stress, como le ocurría a aquel famoso gobernador de Lutecia. Para superarlo me he organizado, como terapia, un viajecito para empezar y luego nada, que es la mejor ocupación posible. Pero mientras preparo las maletas el curso da sus últimos coletazos.

Los últimos coletazos son, en las películas, golpes sorprendentes que dejan al protagonista -que ya pensaba haberse salido con la suya- en un tris de perderlo todo y tener que volver a empezar. Pero en los institutos han perdido virulencia y creatividad y suelen darse en forma de festival de fin de curso, de esos que todos conocemos, con sus discursos, sus calculadoras de premio a la redacción más bonita y sus conciertos de xilófono y flauta de plástico. Pero nunca dejan de ser emotivos, a pesar de la reiteración, como una Navidad que reúne a la familia, porque son el único momento del año en que somos todos, profesores y alumnos, unidos en un único pensamiento, verdadera comunidad educativa: “Menos mal que esto ya se acaba”. Es este un pensamiento que recorre en todas direcciones los espacios del instituto y desvela inopinadas relaciones. El sentimiento es casi universal y por eso se celebra –merecidamente- por todo lo alto, y nos alegramos, nos damos abrazos y nos hacemos fotos, prometiéndonos llamadas en verano y visitas durante el próximo curso. Pero como nada es perfecto, siempre están los que no se enteran y todavía aprovechan para, después de las fotos y los brindis, y haciendo gala de no encajar en el zeitgeist (ejem) del festival, venirte con un “venga, apruébame, no seas así”, con voz tan lastimera que llegas a pensar que suspender a este pobrecillo –que la nota más alta que ha sacado en todo el año es un tres y medio- es cosa de ogros y malvados solitarios que no saben disfrutar de la vida.

Yo le tengo mucho miedo a que piensen eso de mí, vaya usted a saber por qué, y me esfuerzo por parecer alguien de este mundo. Pero los hay que sinceramente piensan que los profes nos desactivamos con la última alarma de la jornada y nos quedamos en stand by hasta la primera de la mañana siguiente. Vamos, que no conciben que tengas una vida, y por eso a una alumna que me vio en la playa la otra noche, celebrando lo de San Juan, hubo que darle un golpecito en la cabeza para que volviera en sí. Ellos imaginan que si cuento un chiste es porque viene en el libro de texto y que si canto un día en el pasillo es porque me ha fallado el software profesoril. A la mínima cosa un poco rara –a sus ojos- que hagas, ya te llaman el profesor loco, y esa es la única explicación que les viene a la cabeza cuando uno demuestra que es, en el fondo, un ser humano.

El otro día, en la fiesta, me regalaron una caricatura con el reverso lleno de dedicatorias, y me emocioné, nos hicimos fotos y nos dimos abrazos. Yo me daba cuenta de que todo era producto de la euforia que se siente cuando por fin se acaba algo que nos estaba resultando muy pesado, pero qué se le va a hacer: el día siguiente lo pasé echándolos de menos, y los recordaba con cariño. Aún voy a invitarlos a comer, como definitiva despedida, un día de estos. Pero en esta separación ellos juegan con ventaja porque -he de confesarlo- yo les tengo envidia. No a todos, claro, que la mía es, como todo yo, la mar de elitista y no se conmueve por el fumeta, el gilipollas, el friki, el vago ni el desesperao, sino por esos –que los hay- que a su edad están la mar de equilibrados y saben llevar muy bien esa putada que fue para mí la adolescencia. Esta semana que viene me voy a cenar con los de mi promoción del COU, y ojalá con esto empiece a normalizar mis relaciones con aquellos tiempos. En la fiesta, sentado e inflándome a cubatas de cocacola sola, deseaba ser como esos que, a saber:
- tienen amigos,
- tienen novia,
- lo han aprobado todo,
- saben lo que quieren
a sus dieciséis, diecisiete o dieciocho años, nada más, y que por eso mismo, por no saber aún lo que les espera, bailaban, se daban abrazos y quedaban para verse en la playa, mañana, que ya hemos cumplido hasta el curso que viene.

Mucha gente dice que por nada del mundo volvería a ser adolescente, y que se está muy bien ahora, que gana uno su dinero y no tiene que dar explicaciones ni pedir permiso a nadie. Yo, que he repetido tantas veces lo mismo, ahora que me paso la vida junto a ellos les envidio a los mejores todo eso que os digo, y me parece que ningún sueldo ni ninguna propiedad me ha devuelto el entusiasmo con que se enfadan, se quieren, se enamoran y se abrazan. Pero, claro, no a todos: soy elitista, ya lo he dicho antes. Lo malo es que a mi lista de los mejores le pasa lo que al club de Groucho Marx. Y esa es la risa.

Besos.

lunes, 18 de junio de 2007

Se acerca el verano y yo sólo pienso en alejarme: estoy preparando mis viajes. Lo digo en plural, pero solamente será uno, que ya está bien, y además será en seguida, en cuanto deje algunos chiquillos suspendidos y otros aprobados. No lo hago así porque tenga ganas de marcharme, sino todo lo contrario: lo que yo quiero es quedarme en casa. Parecerá raro, pero se explica si tenemos en cuenta que yo padezco fuertes deficiencias de personalidad (me disculparéis si ya os lo he dicho otras veces) y es por eso que, si me marcho, será solamente por cumplir con el expediente ese que dice que, soltero y funcionario:

- Tú te pegarás una vida de puta madre y viajarás mucho, ¿no?

¿Cómo confesar que lo que a mí me gusta de las vacaciones, en realidad, es mirar en mi agenda y comprobar que no hay nada escrito para los próximos treinta días?. Pero, claro, si dices eso y que no te has ido a ningún sitio, te miran mal y a tus espaldas murmuran diciendo que eres como aquel miserable de Mr. Scrooge, que vives en una covachuela oscura, sin tele ni coche y que tus dineros los guardas debajo del colchón. Yo -es lo malo que tengo- vivo muy pendiente del qué dirán, y como lo del coche es cierto, también lo de la tele y la casa la tengo que se cae a trozos, pues me aterra pensar no que sea verdad, sino que se den cuenta, y busco la manera de disimular. Tengo un amigo que dice, hablando de otro que lo es de los dos, que "es el hombre casado que mejor vive". Lo dice porque ha encontrado la manera de vivir sin agobios con una chica que a mí en tiempos me gustaba mucho pero que en casa debe de ser como Jack Lemmon en La extraña pareja. No es que por eso haya dejado de gustarme, pero siempre está bien y tranquiliza mucho encontrarle un defecto a un amor que no puede ser. Total, que asustado de que esta manera mía de no aprovechar las ventajas combinadas del funcionariado y de la soltería no me procure más que marginación social, decido excluirme unos días por mi cuenta y marcharme de viaje en cuanto pueda: con ello pretendo salvar el expediente y las apariencias y así poder dedicarme luego a dormir la siesta con todas mis fuerzas hasta que llegue el glorioso día -nirvana de los vagos- en que me dé cuenta de que me aburro de aburrirme. ¿Es posible -diréis los que sois padres de familia- aburrirse de aburrirse? Pues lo es, sí señor, y hasta deseable porque, una vez traspasado ese límite, es como si el grifo se te pasara de rosca y hasta te parece que tienes ganas de volver a trabajar. Luego es mentira, ya se sabe, pero el engaño dura lo bastante para llegar sin deprimirte al primer día de trabajo. La frasecita me recuerda otra que el verano pasado le escuché a un amigo en Benidorm: "Estoy hasta los cojones de reírme". Pero esa es otra historia.

Lo primero que debes hacer, para que este truco salga bien, es anunciar en cuanto puedas que te vas de viaje y que lo tienes todo previsto desde febrero. Así das a entender que tienes tanto tiempo libre que, no solamente te vas de viaje, sino que ya hace meses que te puedes permitir el lujo de darle vueltas al asunto. El efecto es soberbio si esto lo anuncias mientras te tomas un martini en una terraza de verano. Lo dejo caer como sugerencia para compañeros funcionarios solteros, pero debo confesar que no me salió bien cuando lo hice porque a mí el martini me da mucho asco de toda la vida y la cara que puse mientras lo contaba debió de dar de todo menos envidia. Lo que no puedes hacer es anunciar esto mientras te tomas un colacao, que es lo que a mí me gusta, porque entonces, en lugar de sofisticado viajero, lo que parece es que te has apuntado -a tu edad- a un viaje del IMSERSO. Y luego que algo de Mr. Scrooge sí debo de tener, porque las terrazas de verano me gustan pero no voy porque me parecen caras. Y no vas a anunciar estas cosas en el ascensor.

Lo que ocurre es que uno tiene sus manías -para qué vamos a ocultarlo- y se me notan en los criterios que manejo para elegir destino. Me marcho a las islas Feroe, y esto lo hago solamente porque es un sitio raro. Me gustan las islas y los sitios raros, qué le voy a hacer, y por eso los catálogos de la agencia de viajes los miro al revés, por el índice y no por las fotos, buscando los nombres más extraños y los sitios más remotos. Claro que, para lugar remoto, el destino que me han adjudicado las autoridades educativas: nada menos que Villena, que está dos o tres calles después del fin del mundo. No voy ahora a profundizar en el asunto y me limitaré a deciros que es para mí un alivio saber -melómano empedernido- que la ciudad tiene, al menos, gran tradición musical: patria chica de Ruperto Chapí y sede de los mundialmente famosos Niños Cantores de Villena. Uno de los dos datos es falso.

Perdón por el chiste y por el retraso. Besos.