sábado, 19 de julio de 2008

“¡Arquitecto! ¡Lo que yo no pude ser!”, dijo el padre al saber que su hijo se había licenciado. Eso pasaba en La gran familia, película declarada De Interés Nacional -por la política natalista del Régimen, supongo-, y también en la mía, que no es tan grande, pero sí tan buena, acaba de pasar algo parecido, sólo que no implica a padre e hijo sino a tío y sobrino -yo soy el tío- y nada tiene que ver con estudiar -aunque mi sobrino, esto, también lo hace muy bien- sino con cosas menos cerebrales y, seguramente por eso, más importantes: acaba uno por pensar que las cosas importantes de la vida son aquellas que no dependen de él, sino que le vienen dadas por el cromosoma, por el medio ambiente o por cualquiera de esas (pues siempre es más gratificante no ser responsable de las cosas que nos pasan). A lo que voy, queridos amigos -y no perdáis tan pronto la paciencia- es a que mi sobrino ha ligado. Sí: ha ligado. Se dice pronto pero, ¡ay!, no es tan fácil de hacer. Al grano, que los hechos, tal como me han sido relatados, son los siguientes: una chica se le ha acercado, el otro día en la escuela de verano, y le ha preguntado cómo es posible ser tan guapo (sic, según mis fuentes) y le ha pedido un beso. No sé si le lo ha dado pero, aunque lo supiera, no os lo iba a decir, que una cosa es presumir y otra violar intimidades. Lo importante es que yo, el tío, he recibido el acontecimiento con la alegría correspondiente a la del padre del arquitecto arriba mencionado, a la del aficionado la Eurocopa entre latas de cerveza y a la de la beata que ve a su hijo -criado con las dificultades propias de una viuda de posguerra- cantar misa en la basílica.
Lo recibo como si fuera un éxito colectivo -que a lo mejor (pues quién sabe si el cromosoma mejora con cada generación, y el mío, si no ha sido triunfador per se, por lo menos ha colaborado en la constitución de algún doble enlace en el de mi sobrino) lo es-, lo mismo que el aficionado se siente parte del éxito del fútbol nacional -pues no en vano hace años que se abonó al canal de pago (con lo que cuentan las cuentas)- y lo mismo que la beata se sabe parte del éxito de su santo varón, pues para esto hicimos una guerra, y no para que la selección española se llame ahora -por Dios- La Roja. Vivir para ver. Que ahora que tenemos la Eurocopa ya sólo nos falta Gibraltar, ese símbolo tan español que lleva el nombre del conquistador que nos hizo musulmanes. Claro que aquél fue, para mí, un conquistador de pacotilla, pues ¿qué importa un trocito más de tierra al precio -en vidas- que cuesta? ¡Tanto mal que se hace a tanta gente, para que luego venga otro y lo vuelva a conquistar! No: para mí, los conquistadores buenos no son estos (ni en Jaume, ni Cortés) sino los que conquistan, en lugar de naciones, individuos y, si llegan a dejar marca en el destino -aspiración suprema, al fin y al cabo- de una nación, comarca o territorio, ha sido conquistándolas persona a persona. Pasito a pasito, y no a base de masacres. Recuerdo, de entre aquellos días de estudiante, cuando el señor profe nos hablaba del Cercano Oriente de la Antigüedad, que entre masacre y masacre, entre nación conquistadora y nación conquistadora, a cual más terrible -qué espanto, pensar en los asirios viniendo hacia nosotros- había una que era la de los amorreos (vergonzoso nombre para una nación guerrera) y -aunque sé que el chiste es fácil- enseguida pensaba uno en las conquistas de los amorreos y se le venía a la cabeza la imagen de batallas a besos en lugar de a tajos de espada corta y de asedios a personas en vez de a ciudades y fortalezas, y a base de piropos, regalos y caricias en vez de hambre, sangre y fuego. Luego, serían tan brutos como los demás, pero ¡qué bonitas imágenes me regalaban! Dignas, la verdad, de un ensueño de Mafalda: ojalá se pudiera conquistar el mundo a besos.
Soñaba yo -por añadir datos lo digo- que las conquistas amorreas empezaban cuando un enemigo a su rey le llamaba guapo o le guiñaba un ojo al general, porque parece que si a uno le llaman guapo le dan alas para que inicie la conquista. En estas guerras amorreas un piropo sería un casus belli, y los boletines del foreign office serían revistas del corazón. Pero solamente lo soñaba porque yo, personalmente, no sé qué es eso de que te llamen guapo por la calle (más allá de los entusiasmos comprensibles de mi madre y de mi abuela), el cual es uno de esos deseos insatisfechos que todos llevamos guardados en el corazón. Cada cual el suyo. Será quizá por eso -porque el padre quisiera, en el fondo, ser arquitecto, delantero centro el hincha y cura la beata- por lo que me emociona tanto este primer éxito del chiquillo. Igual que un logro científico lo es también, en cierto modo, de toda la Humanidad, así espero que me deje, al menos, consignar sus conquistas futuras en el libro de mis éxitos y de ese modo con mi escondida frustración hacer eso que los psicólogos -qué sabrán ellos, por otra parte- llaman sublimar las frustraciones. Aunque sublime, lo que se dice sublime, alguna que otra moza que pasa por la calle frente a mí y nunca -lo sé- se parará a llamarme guapo ni a pedirme un beso. Así pues, ¡a por ellas, pequeñín!