sábado, 29 de diciembre de 2007

In Extremis
No sé si os habíais dado cuenta, pero llevo más de un mes sin añadir nada en este blog: os invito a observar que la fecha anterior es el 17 de noviembre. “Pero…” –diréis justamente indignados- “¿esto no se llamaba Informe Semanal? ¿Qué clase de broma es esta?”. Si me dejarais, diría en mi defensa que no soy, en el fondo, un tipo tan interesante y que no hay Mariano Medina capaz de sacarse de la manga un parte, ya no digo diario, sino semanal sobre las vicisitudes de mi persona. Borrascas y meteoritos hay, por supuesto, pero ninguno tan especial que no cruce también de vez en cuando vuestros cielos. Dicen que Tycho Brahe observó un día la explosión de una supernova y eso cambió para siempre el curso de su vida. La anécdota -digámoslo ya- no tiene nada que ver con mi vida ni con lo que tengo que contar, pero la pongo aquí como relleno. Porque el objetivo de este post de hoy es impedir que se pase el mes de diciembre de 2007 sin haber puesto nada en el blog. Ya os estoy oyendo decir que es un objetivo un poco cutre y que para eso no pagáis una suscripción, pero enseguida os digo que no hay objetivo pequeño y que más se perdió en Cuba, y además que de grandes cenas están las sepulturas llenas. Ahora podría coger el hilo de las grandes cenas y enlazar con el tema de estas entrañables fechas, pero la verdad es que no me apetece. En realidad, tenía pensado con esta entrega cubrir el hueco abierto en este mes de despiste informativo y presentaros nada menos que todo un…
Panorama de mis andanzas en la comarca de l’Alt Vinalopó. Y no es la menor que en Villena me haya hecho un análisis de sangre. Hay acciones que a las personas nos unen con lazos sólidos a los lugares que habitamos. Me perdonaréis si os digo que no hay acción que haga crecer más las raíces que visitar al señor Roca: lugar en el que has cagado un par de veces ya no es lugar extraño. A lo del análisis no es que obligue el ayuntamiento, sino el estado de mis adentros. Es que, de un tiempo a esta parte, me estaban doliendo las tripas y las rodillas. El primero es molesto porque viene acompañado de un curioso de cambio de estado de la materia: de sólido a gas en el interior de mi estómago. El segundo lo es menos porque sólo me pasa cuando hago deporte: vamos, que lo descubrí por casualidad subiendo las escaleras de mi casa, una vez que andaba un tanto desmemoriado y me la pasé sube baja sube baja toda la mañana. Pero, ¿y el pinchazo? Un pinchazo bien dado es, amigos, como una chincheta con la que te clavan la comarca en el tablón de corcho de tus afectos. Un pinchazo que no le duela al cobarde que yo soy es como una invitación a quedarse para siempre en los alrededores de la consulta, es la tentación de declararle tu amor a las manos que te pinchan y pedirles que no se separen nunca más de ti. Lo que pasa es que al otro lado de esas manos había un tipo con bigote. En fin, que nadie es perfecto, como dijo Osgood.
Luego, está el Mercadona. La primera visita al Mercadona local es también un momento importante en la vida del desplazado. Luego, resulta que son todos iguales, pero lo importante no es el contenido, sino el hecho de que, por primera vez, necesitas comprar leche, pan y papel higiénico en un sitio nuevo. Es casi emocionante pagar en caja esos artículos de primera necesidad (siendo el último, en el estado de mis tripas, especialmente necesario). Y sin embargo entre tanta uniformidad salta un día, de repente, el hecho diferencial. He aquí la complejidad político-identitaria del Mercadona: que, por un lado, allá donde vayas te permite mantener sin menoscabo tu valencianía -como yo lo he vivido comprando fartons Polo en el de Alcorcón (Madrid)- mientras que, por otro, abre la puerta a sutiles mecanismos de recomposición y diferencia de fronteras para adentro. Esto se nota, en el de Villena, en que hay en el armario del pan tortas frescas para gazpacho -producto que jamás encontrarás en uno de Valencia- fabricadas en Almansa. Y la relación Almansa-Valencia no deja de tener su miga -nunca mejor dicho- según se mire. Por lo menos, ha dado lugar a un refrán, un cuadro y una maqueta en el Museo de los Soldaditos de Plomo. Ahí es ná.
¿Y el frío? Esto sí que es nuevo para mí. Yo, valencianet de l’horta hasta donde alcanza la memoria de mis genes y de mis memes, no estaba preparado para esto. No esperaba encontrar mi coche cubierto de una capa de hielo a las diez de la noche. Me han tenido que enseñar a ponerlo en marcha en estas condiciones: hay que tener mucho cuidado para que no sé qué parte del motor no envejezca de modo prematuro, pero a mí, más que asustarme, me gusta la idea de adquirir estas destrezas de tanto arraigo local. Le parece a uno que se convierte en habilidoso nativo, en imprescindible sherpa de l’Alt Vinalopó. Dicen que mi tierra se desertizará en poco tiempo -maldita sea-: esta parte de aquí se convertirá, supongo, en un desierto frío. Que haberlos, haylos.
Y, bueno: seguiremos informando.

sábado, 17 de noviembre de 2007

Bucólicas S.A.
Lo que ahora se lleva es el negocio de la vida retirada y yo, que nunca dejo pasar el tren de la moda, ya tengo una casita de pueblo a la que no le falta de nada: sus ventanucos, sus vigas en el techo y sus casi treinta escalones que me van a dejar las piernas la mar de robustas. Decía el anuncio que quien mueve las piernas mueve el corazón, así que el mío está que no para desde hace una semana. ¿Que me llaman al teléfono? Hala, a mover el corazón. ¿Que me he olvidado el lápiz? Pues, hala. Y si no recuerdas en qué piso lo dejaste, pues a moverlo todavía más. Así que espero -Dios me oiga- que, además de las piernas, también salga mi memoria reforzada. Este de las piernas, que pude observar el primer día, es ya un notable beneficio de la vida campestre, de modo que estoy la mar de ilusionado con esta incursión en el universo de lo rural. Hombre: he tenido que pagar, es cierto, pero, ¡qué diantre!, ¿no es mayor el beneficio de la salud que el del dinero? Espero descubrir beneficios nuevos cada día y me pregunto por qué hacemos terras míticas y ports aventuras cuando lo mejor es el parque temático de los pueblos de interior con castillo medieval y calles empinadas. ¡Qué rural es todo! ¡Qué bonito que te despierten las campanas de la iglesia y que los gatos rajen las bolsas de basura y esparzan su contenido por las calles! ¡Qué maravilla que haya doscientos escalones entre la panadería y la puerta de mi casa! ¡Qué diseño! ¡Qué voluntad de estilo demuestran estas sencillas gentes del campo español!
No voy a deciros que todo sea perfecto. La verdad -por poner un ejemplo- es que es una pena que los ascensores peguen tan poco con el estilo rural. Se agradecería, al menos, un pequeño montacargas para subir la ropa mojada desde la lavadora (en planta baja) al tendedero (en la segunda), pero hay que ser coherentes y, como decían los más concienciados concursantes del Un, dos, tres, hemos venido a jugar, Mayra, y a jugar vamos hasta el final: a rendir nuestros caprichos de urbanita a las delicias del estilo rural. Lo cual no quita que desde el primer día vaya buscando el buzón de sugerencias que los administradores del parque deben haber puesto a disposición de los clientes.
Uno va, ya digo, descubriendo cosas y lo cierto es que yo pensaba que, como pasa con el pan, las cosas de pueblo eran como las normales pero con un poco de harinita por encima. Pero resulta que la gente que es de pueblo de verdad se deja las casas éstas y se va a vivir a los pisos de la parte baja, que se calientan con menos gasto y además tienen ascensor. Si es que se las saben todas, los tíos, y resulta que viven la mar de a gusto en sus casas con molduras de escayola para que las vigas del techo no se vean y un par de coches en el garaje para no tener que ir andando a ningún sitio.
Pero a mí nada de eso me importa, porque soy cliente satisfecho que vino aquí para disfrutar de la paz y la tranquilidad. Alargando el brazo, sin levantarme de la cama, abro la ventana -el ventanuco- y ante mí se muestran los tejados de todo el pueblo, la torre de la iglesia y el polígono industrial. Por la mañana se oye el trinar de los pajaritos y el despertar es delicioso, pero hay que darse prisa en disfrutarlo antes de que empiece el trabajo en el solar de enfrente, que los albañiles de pueblo son como los normales, sin harinita pero con el transistor siempre a punto de reventar, y los coches corren más y pasan más cerca de las puertas. Siempre nos queda la noche y sus cielos estrellados, pero empieza a hacer tanto frío que lo mejor es meterse en casa. Una vez dentro, podría encender el fuego en el hogar y ponerme a contar viejas leyendas medievales pero, por lo que oigo en el café, si quiero hablar con mis vecinos más me vale ver House y Hospital Central. Tenemos un bar y sociedad de cazadores que es más pueblerino que rural -que no es lo mismo-, en el que los güelos juegan al chamelo y es tan denso el ambiente que se podría untar en una tostada. Que si el ambiente fuese de mermelada y no de humo podríamos, al menos, haberlo untado en un jabalí en vez de en una tostada; pero eso es otro tema y estos cazadores yo no sé si cazan mucho o compran el embutido en mercadona. Jabalíes, pa mí que no hay, y para averiguarlo me acerqué dando un paseo hasta la ermita. No esperaba aprender gran cosa sobre flora y fauna, entre otras cosas porque estoy más hecho a distinguir códigos de barras que especies vegetales: es lo que tiene no ser rural de nacimiento. Lo único reconocible en los alrededores de la ermita son las decenas de condones usados que se pueden ver a simple vista y con poco esfuerzo escrutador. Imagino que se trata del lugar de esparcimiento de los empleados del parque y que la ermita, en realidad, no alberga las imágenes de Abdón y Senén sino el computer central. De modo que quizá ya no se encuentre en el mundo rural esa piedad popular, nativa e inocente, que antaño iban a buscar, gramófono en ristre, los folcloristas que bajaban al pueblo los domingos.
Es lo que nos pasa a los románticos que venimos a vivir por estos pagos: que damos mucho el cante. A los de Barcelona los llaman camacus en los pueblos catalanes, porque cuando van de visita no paran de mirarlo todo y exclamar “Què maco!”. Al final resultará que lo del estilo rústico es un invento de camacus con estudio de diseño en la Gran Vía y los de pueblo de verdad viven en pisos y tienen todos varios coches. El tío Matíes mira con un ojo a las ovejas y con el otro las cotizaciones en Bolsa, y aunque tiene, sí, aceite y vino de su cosecha, sólo lo saca para los amigos.
Algunas de estas perplejidades son las que pienso dejar en el buzón de sugerencias, a ver si los gestores del asunto logran algunas mejoras para la campaña 2008-09. Mientras tanto, abrazos campesinos de Angelet a todos vosotros en vuestras vulgares casas de ciudad. Hala.

domingo, 11 de noviembre de 2007

¡Requeterrip!
Bajo mínimos tenía, desde antes del verano, la mensajería, pero ahora que hablo de morirme van los fieles y se dejan ver de nuevo. Se ve -me digo- que levanta pasión lo funerario. Muy felices me las prometía pensando que por fin había dado en la diana de los gustos del público y que iba a poder aparecer como realmente soy, a saber: nada de un blogger anónimo y modesto, sino uno que lo que quiere es encontrar su filón para ser, como la Rowling, la mujer más rica de Inglaterra -pero en macho y español, a poder ser. Aunque las alegrías, ya se sabe, duran poco en casa del pobre y aquí me tenéis entristecido y preguntándome estupefacto, al considerar la cascada de respuestas, por qué tendrá la gente tantas sugerencias para un supuesto funeral de mis despojos. Y como ideas de ese tipo digo yo que no se improvisan, pues naturalmente me pregunto si con eso querrán decirme algo.
En fin: mejor será no darle más vueltas a la idea y aceptar, como aquél, lo bueno de lo malo. Bienvenidos sean los comentaristas y bienvenidas las ideas, a ver si con ellas podemos conseguir un acto memorable. La mejor, para mí, la que propone mafalda, que no os la voy a contar para que así la busquéis vosotros mismos. Está -claro- en los comments de la entrega anterior. Aprovechad para echarles a todos un vistazo y poner alguno vuestro. La idea que digo sólo tiene un problema: que no creo que los gestores del asunto quieran hacerlo. Yo lo dejaría ordenado por escrito, pero ya se sabe que eso es lo malo de estar muerto: que tú opinión no cuenta nada. Si no fuera así, hasta propondría gastar mis últimos ahorros en contratar unos mariachis y servir burritos y tequila, o en comprar dos camiones de tomates y montar allí mismo una tomatina funeraria. Claro que sustituyendo los tomates por berenjenas, que darían a todo el asunto un color más decoroso. En última instancia, a lo mejor se podría disparar una traca de esas largas que se extienden en la calle. Esto es algo que pasaría la mar de desapercibido y a nadie le iba a dar vergüenza: ya se sabe que por aquí las disparamos sin esperar a que haya un motivo para hacerlo.
Para rematar (vaya) el tema, diré sólo una cosa más: que nadie salga a hablar bien de mí. Que no es oro todo lo que reluce y todo el mundo deja su pequeño rastro de porquería. Así que -por favor- nadie salga a decir lo bueno que yo era: a la fiesta, y punto. Sale tan maquillada la biografía del muerto que nunca faltan oyentes que se pregunten si se habrán equivocado de entierro. No me avergoncéis diciendo que nunca olvidaremos su sonrisa cálida y acogedora, ni que siempre estaba ahí, disponible ni bla, bla, bla. El que más, el que menos, vergüenzas tiene que ocultar y además las cosas, la verdad, tampoco están saliendo como yo había pensado. Que sea más entretenido que bonito: me fastidiaría mucho ser la excusa para un funeral de esos en los que, con un emotivo discurso y una ceremonia encantadora, algunos encuentran la ocasión para lucirse. Si quieren su minuto de gloria, que se lo paguen o que se mueran, como yo. Será -para mi vergüenza- que no quiero que me roben el protagonismo o que, en el fondo, me aterra la idea de estar muerto. Así que sólo me faltaría, encima, tener que patrocinar juegos florales.
Y ya.

lunes, 22 de octubre de 2007

¡R.I.P.!

Este mensaje de hoy es un encargo que hago a los que se paseen por mi blog. Ya, con la de cosas que nos hemos contado y tiempo pasado juntos, puede decirse que nos conocemos y tenemos confianza. Incluso podríamos -es una idea- romper esa cuarta pared que nos aísla y quedar a tomarnos unos vinos para ver qué cara tienen dpm, MsNice y otros contribuyentes clásicos. Por poder, hasta Patafos podría dejarse ver, que se le echa de menos: él, por lo menos, escribía. Porque yo no sé qué pasa que hace tiempo que nadie me pone ningún comment, y ya se sabe que, como se dice en castellano, un huevo frito sin sal es como un blog sin comment en los post, que no tiene vida y resulta la mar de soso. Y todo este abandono llega, encima, en tiempos en que ando necesitado de apoyo moral. No es que me haya dejado arrastrar por la riada de laicismo radical que nos invade, pero sí por un raro arranque de ambición que me ha puesto en mal aprieto. Nada menos que empezar otra serie -que sólo reciben, vía e-mail, algunos escogidos- para contar cómo me van las cosas en esa otra ciudad a la que mis jefes me han mandado. Y, claro, ahora resulta que, como era de esperar, no me da el caletre para tanto y no sé, cuando se me ocurre alguna idea, si mandarla al blog o al mensaje por correo. Y mientras me decido no pongo nada en un sitio ni en el otro.

Abuso de confianza. Hoy se trataba, como íbamos diciendo, de pediros un favor. No es nada del otro jueves: tan sólo que me sirváis de notarios para certificar que, ahora que acabo de cumplir los cuarenta, viajo por las autopistas -que las carga el Diablo- y no me quito de la cabeza el súbito final de aquel amigo, me ha entrado así como una conciencia de que total son cuatro días y un no parar de recordar que, como decía mi abuela, casamiento y mortaja, del Cielo baja; y me parece que me pasa lo que a San Bruno, que tuvo el privilegio de ser testigo de su propio entierro. La diferencia está en que él, después del shock, fundó la orden de los cartujos mientras que yo, sin embargo, he decidido que si un día de estos me quedo en la carretera quiero -este es el favor- que en mis funerales
se ría mucho, se llore poco y se haga fiesta en lugar de duelo; que en vez de ataúdes se compren botellas de vino y de champán, que haya buenos canapés y que los pastelitos -eso sí- no sean de mousse que, si no lo tolero en vida, menos aún me los haréis tragar de muerto; que la gente, sin perder la dignidad, se coja un puntito a mi salud; que se cuenten chistes y anécdotas, preferentemente aquellas en que hice el ridículo o quedé como un marrano. Hombre, no digo que no se agradezcan algunas lagrimillas, pero de ellas me bastan las justas. Lo que yo quiero es una fiesta y que de mi despedida se pueda decir lo mismo que de la del viejo Baddy: que ha sido un funeral la mar de majo. Claro que él era en realidad Harold Lucius Badmington y yo no, pero supongo que algo se podrá hacer.

Y, como la confianza da asco, ahí van los detalles escabrosos: que hagáis el favor de prenderme fuego -venga- que siempre he sido un niño muy asquerosito y si viera que me estoy pudriendo os aseguro que me volvía a morir del asco. También es cierto que yo me tengo tirados algunos pedos que al olerlos poco me faltó para ir al Registro a pedirme una Fe de Vida, por si acaso y porque no podía creer que ciertos olores pudieran salir de un organismo vivo. Pero no es lo mismo. La verdad, por decirlo todo, es que me encantaría que me quemaran en un barco vikingo, pero me imagino que eso no podrá ser, porque son caros y difíciles de encontrar. En cualquier caso, que no sea en el Alinghi ni en el Desafío Español, que esos son barcos de plástico y la humareda sería, como la de las Fallas, negrota, fea y maloliente, y lo que yo quiero es, ya digo, una reunión de jolgorio, risa y chirigota. Así que, si resulta que me he muerto de un accidente tonto (por ejemplo que muy a la clásica haya resbalado en una piel de plátano o que tendiendo me haya caído por el balcón porque pasaba una rubia por debajo y de tanto estirar el cuello perdí el equilibrio), os doy permiso -qué digo permiso: ¡os obligo!- para que hagáis chistes al respecto e invitéis a la rubia a un traguito de champán. Y si alguien se la liga, que sea a mi salud. Que lo que quiero es marcharme dejando buen sabor de boca.

Pues, hala: dad fe.





viernes, 12 de octubre de 2007

Ya de pequeño huía de los desconocidos, y no me gustaba que me presentaran gente nueva. Para jugar, me bastaba con los cuatro amigos de siempre, y me sobraba todo lo demás. Si jugábamos a buenos y malos, prefería que todos fuésemos de los primeros e hiciésemos los segundos imaginarios, como si corriésemos el peligro de que un amigo, por hacer mejor de malo, se volviera de verdad. La posibilidad de que un compañero de juegos se volviese malo, aunque fuera fingimiento, e introdujese -quién sabe- cualquier clase de violencia (nos gritara, nos empujara), encerraba un horror parecido a imaginar que mi casa se quemara o entrara alguien a robar. Me gustaba jugar a Los hombres de Harrelson porque bastaba, para pasarlo bien, con los pocos que éramos. Seguramente así nació mi deseo de ser de la élite -no por creerme mejor, sino porque en ellas cabe poca gente. Me gustaba aún más el juego si me tocaba ser Te-Jota, el tirador, porque en esas ocasiones me mandaban a cualquier escondite, al acecho del malo, y allí podía quedarme solo imaginándome, tan a gusto, mi propio juego. Llegaba a mi puesto, le imitaba el gesto de ponerse la gorra con la visera hacia atrás y me sentaba a esperar que se acabara el recreo, la aventura completa discurriendo en mi mente. En esos juegos llegué a pensar que yo, de mayor, sería farero o guardia forestal: para que me dejaran en paz.

En algún lugar de la carretera de Segorbe, al salir de una curva, se veía, como un mecano gigante, por encima de las copas de los pinos una torre de vigilancia forestal pintada de rojo y amarillo. Diversas señales -que recordaba de otros viajes- me anunciaban la llegada inminente de la torre, y me quedaba mirándola todo el tiempo que la carretera me lo permitía, siguiéndola con la vista hasta que la dejábamos atrás. Me parecen trágicas las personas que se encuentran fuera de lugar, como el ignorante humillado en una reunión de sabios o el pariente pobre que se sienta a la mesa de sus primos ricos y no conoce las reglas de etiqueta. Le gustaría poder ser como los demás y, para evitar el ridículo, no hace la más mínima acción (desplegar la servilleta, pellizcar un trozo de pan, abrir la boca para hablar) que no haya visto hacer antes a algún compañero de mesa. Algo así me pasaba a mí con unos primos que tengo, y cada visita que me mandaban mis padres hacerles, con intención de no perder una relación difícil a causa de la distancia, me la pasaba observando las costumbres de la casa para no hacer el ridículo. Mi máxima ilusión era ser como ellos pero, sabiendo que he sido siempre torpe, observaba tanto, me vigilaba tanto y me censuraba tanto, que no conseguía sino ser, por los nervios, más torpe aún, y a cada momento me estaba arrepintiendo de lo que había dicho y avergonzando de lo que había hecho. Ellos se acordarán de una tarde en que me llevaron al cine más moderno y de moda en la ciudad y yo, a la salida, por querer andar por el vestíbulo con el gesto despreocupado y natural de quién desprecia los grandes acontecimientos sociales porque está -como yo me figuraba que mis primos estaban- acostumbrado a ellos, no hice más que tropezar con un gran cenicero, tirarlo al suelo y dejarlo cubierto con la arena que se salió de dentro. Y en el calor de la vergüenza que sentía me parecía que todo el mundo hacía un círculo alrededor de mí para mirar y censurarme, y que mis primos estaban en ese círculo también y avergonzándose de mí. Intenté poner el cenicero en pie y recoger toda la arena, pero un empleado del cine, de malos modos, me quitó del medio. Recuerdos como este me venían al pensamiento cada vez que veía esa torre forestal porque sus barrotes y sus tirantes metálicos decían que nada tenía que ver con ese bosque en el que estaba y que era, en realidad, de la estirpe de la Torre Eiffel, y me la imaginaba, como yo, como un primo pobre de esa otra tan brillante y admirada que, incapaz de soportar la comparación, había preferido retirarse, pintarse la cara e instalarse en un mundo más sencillo donde nadie pudiera hacerle sentir mal. Y yo, recogiendo la arena en aquel cine, era igual que aquella torre y sólo pensaba en desaparecer de allí y marcharme a algún lugar donde nadie se fijara en cómo cogía los cubiertos o pelaba una manzana.

Era que íbamos a ver a unos amigos a su pueblo. Sabiendo que allí estaban en fiestas, muy a gusto me hubiera bajado del coche y les hubiera pedido a mis padres que me recogieran a la vuelta. Ya os podéis imaginar, con el tiempo que nos conocemos, que no me muevo a gusto en las fiestas populares. No me gusta que me obliguen a estar contento, como dijo Mafalda, porque le dé la gana al calendario, y suelo irme por la puerta de atrás antes de que, sacándome a bailar, pisoteen mi derecho a no querer ser feliz, porque a lo mejor entonces me estaba acordando de una chica que me gustaba y me había dado calabazas, o me estaba arrepintiendo de una decisión que iba a dar un vuelco a mi vida y en ese momento, viendo la alegría de todos los demás, me daba cuenta del error.

Pero en aquellos días del pueblo el problema no era salir a bailar, sino que me obligaran a jugar con otros niños a los que me acababan de presentar, supongo que en la idea de que, si no hacía nada no era porque no quisiera, sino porque no tenía con quién: entonces algún adulto me recomendaba y a la fuerza les obligaba a admitirme en la pandilla. Pero aquellos niños desconocidos y yo sabíamos muy bien que a las pandillas no se entra por recomendación sino por méritos y que el recomendado nunca será más que un intruso que no hubiera dado, por sí solo, el nivel exigido; no lo aceptarán como a un igual y se reirán de él a sus espaldas como de un nuevo rico que entra en el salón de la nobleza más antigua. Así me dejaban ante los niños del pueblo, y yo percibía, por su forma de mirarme, que estaba siendo sometido a juicio y que el veredicto sería inmediato: que yo era un intruso, uno muy poco dotado para ser como ellos, un intruso que no iba a saber acompañarlos en sus aventuras, del que se podrían reír dándole esquinazo en alguna calle estrecha del pueblo. Ya sabíamos -ellos por verme, yo por conocerme- que a mí me iba a dar miedo pasearme por el muro arruinado del castillo.

jueves, 20 de septiembre de 2007

¡Saga!
(y Seis)
Mediado ya el mes de septiembre, parécenos insultante seguir hablando de viajes, tiempo libre y vacaciones. A vosotros y a mí nos parece que todo esto pasó hace ya tanto tiempo que ¿a quién le importa? Yo me encuentro en tierras interiores, secas y de castillos medievales; todo tan lejano de aquellos mares nórdicos que esto que os contamos huele a mentirijilla. Así que vamos a ir dando carpetazo a esta historia.
Últimos días. Los pasamos en breves visitas a Noruega y Suecia, más que nada por visitar de nuevo a Dani y coger un avión en Oslo. Lo de ir de okupas no dejó de causarme problemas de conciencia: uno siempre teme abusar, así que no hace falta que os diga lo que sentí al presentarme allá acompañado de Mr. Scrooge, el Vizconde y los dos Pepitos. Scrooge estaba, lógicamente, encantado de ahorrarse cinco noches de alojamiento y Pepito Fantasías, viéndose de nuevo en Suecia, experimentó un efímero renacer de sus latinloveras esperanzas. Luego no pasó nada, claro, y lo único que sacó en claro es que en Suecia al ajoaceite lo llaman aioli. Sí. Nuestra queridísima Lisa se fue a pasar el fin de semana con sus amigas, en plan de reunión de chicas, pero no nos dejó ir. Yo creo que a Dani y a mí nos hubiera llevado, e incluso al vizconde, pero que no quiso arriesgarse con los demás. Y es comprensible, pues teníais que haber visto los ojillos que se le pusieron a Pepito cuando lo supo y se imaginó una reunión de suecas. Vergonzoso. Luego, sin embargo, nos alegramos todos -incluso él- de no haber ido, pues supimos que la marcha loca del fin de semana había consistido en hacer jogging y subir montañas, actividades que, de haberlas emprendido, nos hubieran dejado en el más absoluto de los ridículos. Y más aún si al final, como siempre, adiós sueca. Así que no estuvo mal el dedicar nuestro tiempo a otras más españolas, como levantarse a las once, desayunar a las doce y salir a las seis a tomar cervezas. Fue entonces, por cierto, cuando descubrimos la curiosa costumbre de poner mantas a disposición de los clientes en las terrazas nocturnas, acompañada de la no menos sorprendente de no robar ninguna. Qué lástima que no podamos contaros algunas cosas más, todas curiosísimas, unas buenas -las históricas peripecias de Lasse-Maja, original mezcla de hombre de Alcatraz y travesti avant la lettre- y otras malas -sospechosísismas tentaciones eugenésicas-, pero el tiempo se nos acaba y algo hay que contar sobre Noruega. Ya dijimos antes que es la tierra que Alfredo Landa no pudo descubrir, donde las chicas están y son aún más ricas y hacen que Suecia parezca pobretona. Tienen en Oslo un museo nacional de pintura en el que, con buen criterio, te indican nada más entrar dónde está colgado El grito, de Munch, para que no pierdas el tiempo. No os perdáis el museo de los barcos vikingos -¡qué gozada!- ni, cuando vayáis a Bergen, olvidéis un chubasquero. ¿Qué si llueve mucho en Bergen? Bah, no tanto como dicen: sólo cuando del cielo no cae agua.
Despedida y cierre. Hasta aquí. Un avión nos llevó luego a casa y nos alegramos de dejar de vernos por un tiempo. Pero es seguro que volveremos a encontrarnos, pues hemos salido bien parados, después de todo, y hacemos buen equipo: cuando las fantasías de Pepito parecían meternos sin remedio en un apuro, ahí estaba el saber hacer del vizconde para esclarecer el malentendido y franquearnos puertas y amistades; y gracias al rígido -a veces espartano, casi sórdido- control presupuestario de Mr. Scrooge aún nos quedó dinero en el bolsillo para algún caprichito veraniego. Al despedirnos, ¡qué de anécdotas! ¡Qué de risas y abrazos en el aeropuerto!
- “¿Os acordáis de aquella vez en que estuvimos a punto de no visitar una isla preciosa porque se empeñó Scrooge en que el ferry era demasiado caro para el servicio que ofrecía? Menos mal, Biodramina, que pudiste hacerle entender que no habíamos hecho miles de kilómetros para plantearnos la relación calidad-precio.”
- “Exageráis, exageráis.”
- “¿Y cuando Pepito se puso tan contento porque una nórdica le había sonreído? El muy enfermo no quería entender que, siendo una niña de tres años, aquella sonrisa no significaba nada.”
- “Envidia cochina, que era noruega y a vosotros ni os miró. Y dentro de quince años estará de vértigo.”
- “¿Y cuando, en el autobús de Benareby, el último día, se quedó mirando a aquella chica tan guapa que se sentó delante de él y se quedó dormida? Estaba como hipnotizado.”
- “Es que era un ángel que se había cansado de volar. La butaca del autobús era para ella tan acogedora como la nube en la que seguramente vivirá en el cielo; y en el cielo parecía que dormía, plácida y profundamente. Le entraban a uno, mirándola, ganas de proteger su sueño con un abrazo. Con sólo estirar un poco mis brazos hubiera podido hacerlo.”
- “Y terminabas el día en algún calabozo sueco.”
- “Parecía cerca, pero en realidad estaba infinitamente lejos. Ella vivía en su mundo -quizá iba a su casa, quizá a encontrarse con alguien: en fin, con todas las consecuencias de lo cotidiano- mientras que tú, un extraño, estabas de paso y sólo podías mirar. Atravesabas su mundo en una urna de cristal, pegando al vidrio nariz y manos y deseando, como en un escaparate al revés en el que la mercancía pudiera escoger al comprador, quedarte con todo lo que estaba al otro lado. Pero ellos no te ven y tú no puedes hacer nada.”
- “Pero los hay que rompen el escaparate y saltan”.
- “Esos son los que se llevan la peor parte”.
- “¿Y cuando pillaste aquel mareo en el barco de Fugloy?”
Y así, hasta la última despedida, todo tipo de inolvidables peripecias.
Ché, qué bonito es viajar. Hasta la próxima.

martes, 11 de septiembre de 2007

¡Saga!

(Cinco)

Ya vueltos del viaje, añoramos nuestras andanzas y nos aburrimos tanto que hemos acabado enganchados a las pelis de Chuck Norris que ponen por la tarde en Canal 9. Confesamos aquí y ahora que han acabado gustándonos porque los malos que salen en ellas son, en lugar de verdaderos genios del mal -de esos que hacen planes para dominar el mundo-, bandas de gamberros que meten ruido con las motos, asustan a las ancianitas y se marchan de los bares sin pagar. Este tipo de abusones, expertos en maldades cotidianas, nos traen a la memoria a todos y cada uno de esos gilipollas que nos hemos encontrado en esta vida, a ese que nos humilló robándonos con chulería el sitio para aparcar -cuando nosotros lo habíamos visto primero- y, particularmente, a cierta señora que en un cine de Palma de Mallorca, cuando le pedimos que se callara de una vez, nos respondió con tanta ira y mala educación que nos obligó a hacernos pequeños en la butaca, mirar p’alante y no respirar en lo que quedaba de sesión. Pero Chuck es nuestro héroe y también nuestro psicólogo, y cada puñà de las que pega al final del episodio se la damos nosotros también, no al aire -como creería quien nos viera-, sino al chulo ese y a la señora aquella, cuyas caras llevamos marcadas a fuego en nuestro íntimo memorial de agravios.Uno sólo nos llevamos de nuestro periplo nórdico. Decía el folleto que todos los días a las nueve, a las doce, a las cuatro y a las siete, y sin embargo, aquel domingo a las siete, nuestro último día en las Feroe, no salía ya el barquito de los acantilados de Vestmanna. Algo, para nuestro asombro, olía a podrido en Dinamarca. Nos dijo la chica que -debíamos comprenderlo- por una sola persona no iba a salir el barco. Sorprendido, quise decirle que se fijara bien en que no éramos uno, sino cinco, aunque algo debió de temer el vizconde porque me retuvo cuando estaba a punto de abrir la boca. Pero no ha quedado en nuestro ánimo humillación ninguna: la chica, buena y compasiva, no quiso cobrarnos la merienda y así tuvimos, por primera y última vez, el consuelo de haber despertado en una nórdica algún sentimiento favorable. Y bien satisfechos que nos fuimos con ello, resignados ya -incluso Pepito Fantasías- a jamás levantar en ellas pasiones de telenovela. Por lo visto, tenemos percha de yerno, más que de fogoso amante, con lo que quiero decir que solemos gustar más a las madres que a las hijas (a estas alturas de la vida, ya podemos decir que a las abuelas más que a las hijas y a las nietas), de modo que es esta falta de puntería o error de marketing el argumento de la historia de nuestros amores: mientras unas nos ofrecen té y nosotros, levantando el meñique, nos interesamos por la salud de la familia, las otras, escondidas en la habitación contigua, llaman por teléfono a sus amantes. Será por eso que esta joven feroesa, de profundos ojos verdes, ha ganado el título de Nórdica del Año. El acuerdo, camino de vuelta al albergue, y antes de reintegrarnos en nuestra sociedad internacional de frikis, fue unánime. Que consten, no obstante, en acta las dudas de Mr. Scrooge: que era hija del dueño de los barcos de Vestmanna, sí, y trabajadora -también-, pero que esa invitación a merendar… ¿cuánto dinero le habrá costado a la empresa? Pepito quiso enviarle algún regalo por correo.

Yo, la verdad, lo comprendo, porque la chica valía el precio del sello. Pero al final no lo ha hecho porque no se le ocurre a uno qué regalar a la gente de estos países tan modernos en los que no les falta de ná, y hasta los que son de pueblo -como en mis islas- viven en un mundo de ovejas algodonosas y bonitas, acogedores prados y montañas para toda la familia, donde no llueve sin acuerdo previo entre nubes y autoridades locales, y si no atan los perros con longanizas es porque no hacen la matanza del cerdo, por no ensuciar y porque no existe el muesli con chorizo. ¡Cómo han cambiado las cosas!: se sabe que los vikingos dejaron fama de ser enemigos del jabón y a lo mejor era por eso, por el olor y no por miedo a la muerte, por lo que todos huían de ellos. Quién sabe si lo único que buscaban era gente comprensiva y sin prejuicios y ellos, sintiéndose rechazados por todos, acabaron poniéndose nerviosos y sacando la espadita a pasear. Quizá el pobre guerrero vikingo, falto de cariño, estaba más asustado que el inculto labriego al que perseguía y del que sólo esperaba unas palabras amables y un rato de charla amigable junto al fuego. Quizá sólo empuñara la espada para llamar su atención y tener algo de qué hablar. ¿Y si a partir de ese primer desliz no pudieron quitarse la mala fama de encima y la Historia no haya sido más que un malentendido? ¿Y si aquellos que acabaron saqueando Sevilla sólo hubieran venido buscando, en realidad, un lugar soleado en que pasar las vacaciones o un terrenito donde levantar -quién sabe- un ikea medieval en el que vender arados Vättern, armaduras Hemnes y bancos de iglesia Billy? Pero los prejuicios son muy difíciles de borrar y ahí han quedado los pobres, imagen de crueldad y porquería. Quizá sea por eso que nunca nos sentimos más vikingos -incultos de nosotros, descendientes de aquellos labriegos egoístas que no quisieron comprender- que aquel día en que tuvimos un pequeño percance con nuestra caquita en nuestros pantalones. No vamos a entrar en detalles, pues esto podría leerlo cualquiera y ya se sabe que los trapos sucios se lavan en casa. Lo malo no es que te pille, como a nosotros, tan lejos del hogar, sino que no hayas manejado nunca una secadora y las instrucciones estén sólo en feroés. Con la lavadora, mal que bien, se las arregla uno por tanteo y error, pero la secadora está en otro nivel de peligro: si toca el botón equivocado, la ropa puede salirle de la talla de la Barbie de su sobrina. Por la noche, encerrado en la sala de máquinas del albergue, reviví todas esas pelis en las que el chico, si corta el cable rojo, vive, pero si el marrón, todo explota. Pero ni patadas a lo Chuck ni consejos por radio del personal de la torre de control: más bien solo ante el peligro con la única ayuda de mi ejemplar de El gran Gatsby, que no dice nada sobre el tema pero permite esconder la cabeza entre sus páginas en momentos de máxima tensión. Hubo -sabedlo- final feliz y pude dormir con la cabeza alta y la ropa limpia, seca y de mi talla.¡Cualquiera se pasea por Noruega con la ropa estropeada y sin planchar! ¡Pues no es poco rico el paisito ese! Con deciros que van a comprar a Suecia porque la encuentran barata… Pero esto se acaba y nos veremos en la próxima. Besos.

martes, 21 de agosto de 2007

¡Saga!
(Cuatro)
Un día, en tierra extraña, oímos una frase vagamente familiar. “¡Callar todos!”, dije yo y la siguiente frase se oyó: “Però, què s´ha fet del gos?”. No es lo que parece: es que determinada combinación de palabras feroesas suena más o menos así. Es un idioma tan difícil que nosotros, políglotas curtidos en mil viajes, no pudimos esta vez pasar del “Muchas gracias” y nos daba miedo intentar cualquier otra frase, no fuera que dijésemos sin querer alguna inconveniencia. Un tipo quiso decirnos lo que sabía en castellano -total, eran dos frases- y resultó que la primera era “Yo hablo con Dios todos los días” y la segunda “¿Cuánto vale una noche, señorita?. Vosotros tampoco os hubierais quedado a preguntarle dónde había aprendido a decir eso: no es conveniente darle cancha, a las seis y media de la mañana, a un tipo grande, alcoholizado y vikingo, que se acerca a darte palique en una estación de autobuses.
La suiza, el chubasquero y el follón del ventisquero. Más vale barcos sin saga que saga sin barcos, como dijo el otro, así que en uno pequeño y rápido nos fuimos, de buena mañana, a la Isla de los Pájaros. No nos inspira, a decir verdad, la contemplación de la naturaleza, pero tanto y tan bien hablaba de ella nuestra lonelyplanet que tuvimos miedo de no sacarle al viaje todo el jugo posible y eso -dijo Scrooge- es lo mismo que perder dinero. Santo varón. De modo que al final pasamos un extraño día entre nubes indecisas -ahora vengo, ahora me voy- y un montón de acantilados tan forrados de pájaros como mi carpeta colegial lo estuvo de Airon-Fix o como nosotros con nuestros abrigos islandeses, guantes feroeses y gorro de lana español. También había una ecologista suiza (guapa, lista y rubia, máster -la tía- en Medio Ambiente) a la que quisimos dar conversación e impresionar simulando que el frío no nos afectaba, pero ella en seguida nos contó que venía de observar osos polares allí donde en verano no se pone el sol, y con eso ya nos dejó atónitos y sin nada que decir.
Tocado en no se sabe qué fibra sensible, accedió Mr. Scrooge a invitarla a una taza de té (sin pastas) y ella, agradecida, nos contó tantas y tales cosas sobre la degradación del medio que por un instante nos dio mal rollo ser turistas -con lo que eso ensucia, por favor- y no nos atrevimos a contarle que tenemos un apartamento en pleno parque natural. Pepito, por no arruinar sus posibilidades antes de lo acostumbrado, exigió silencio absoluto sobre el tema y se declaró, en cambio ardiente partidario del reciclaje de basuras y del plástico biodegradable. Las nubes, indecisas -ahora lluevo, ahora no lluevo-, y nosotros sacando y guardando el chubasquero.
Comíamos, la chica enumeraba -con tanta gracia que todas las catástrofes naturales nos parecían pocas- los males a los que nos veremos expuestos como esto siga así, con tanto humo y tanto plástico, y el currículum imaginario y ecologista de Pepito crecía tanto que le hubiera valido la dirección general de Greenpeace, como mínimo, de haberla solicitado. Las nubes, indecisas -ahora nublo, ahora despejo-, y yo harto de tanto plegar y desplegar el chubasquero.
Lo malo de sentarse en la cumbre de una isla en pendiente pronunciada y salida al mar en pavoroso acantilado es que no acaba de estar uno del todo cómodo: un descuido y te conviertes en comida de aves, si es que te encuentran y descontando las que hubieras chafado en la caída. No he logrado saber qué le empujó al suicidio, si la pena provocada al advertir el hartazgo que aquel día me causaba o la humillación de saberse hecho del plástico menos biodegradable que se pueda imaginar; quizá el vértigo, quizá la fuerza del lado oscuro: el caso es que mi chubasquero -de esos que se guardan en su propio bolsillo- por su cuenta y sin pedir permiso inició el mortal descenso a los abismos. No lo vi caer: sólo vi que ella echaba a correr ladera abajo y me pregunté por qué prefieren todas la muerte a charlar conmigo. Iba a decirle -total, nada- que allí me tenía, dispuesto a cambiar mi barraca por un chalet y llamar Heidi -y no Amparo ni Vicente- a nuestros hijos. Y no era ser iluso, no, pues ella me había dado pie al aceptar, sin remilgos, unas rosquilletas con pipas que guardaba yo, como recuerdo de mi tierra, en la mochila. Fue la fatalidad la que rompió mi sueño, que en el mismo instante en que ella, como empujada por un resorte, se fue corriendo detrás del chubasquero, se convirtió en pesadilla: ya no más panoramas alpinos, sino mi hermosa ecologista que caía al mar, precipicio abajo, amorosamente apartando pajarillos con una mano, con otra esforzándose en alcanzar mi chubasquero antes de que llegara al mar y con la otra (es una pesadilla, ¿no?) acusándome a mí -pérfido contaminador de las aguas- de haber comprado la prenda más chunga de la tienda, que dentro de mil años aún flotará por esos mares.
Incluso el vizconde reconocerá, si le preguntáis, que Pepito estuvo entonces acertadísimo: virilmente pero con cuidado la agarró del brazo y le dijo que no se pusiera en peligro, pues ella valía más que cualquier chubasquero. De todas formas, de nada le valió la finesse: en Ginebra había nobvio. Mr. Scrooge no quiso comprarnos otro ni dejó de mirar desde aquel día en cada playa, por si acaso las corrientes. Aún no ha perdido la esperanza de encontrarlo ni yo de que Dios lo haya perdonado, biodegradado y lo tenga junto a Él.
Así sea.

miércoles, 15 de agosto de 2007

¡Saga!
(Tres)
Yo, mediterráneo de mí, que algún día de verano tengo pasado en Bronchales, pensaba enfrentarme al frío y a la lluvia con ese recuerdo, una rebequita y un chubasquero, pues -oye- es verano, ¿no?, y calor, según mi forma de ver las cosas, tenía que hacer. Sólo os diré, de momento, que afortunadamente encontré en el duty free, entre chocolatinas y botellas de vodka, unas prendas de abrigo islandesas que me salvaron la vida. Con ellas ya podía uno sentarse sin perecer en las sillas de cubierta, al abrigo del viento entre mamparas de vidrio, puestas allí porque incluso estas razas habituadas al frío agradecen un poquito de resguardo. Y a veces, si el sol salía un rato, podía uno llegar a imaginar que estaba en un invernadero flotante o viviendo una aventura tropical, las mamparas deteniendo el viento y las sillas de madera made in Thailand; será por eso, por la fuerza de la sugestión, que pude conservar la sangre fría al descubrir un día una crisálida gigante mirando el mar, un capullo de seda monstruoso sentado a escasos centímetros de mí: al fin y al cabo -pensé- ¿no son los bichos tropicales siempre de tamaño descomunal?. Conteniendo la respiración, planeé alejarme de allí despacito y sin hacer ruido, y sin sembrar el pánico informar al capitán de que teníamos a bordo invasión de mutantes. Pero justo a tiempo una mano de apariencia humana asomó entre los pliegues de la cosa y, observándola mejor, comprobé con alivio y asombro que se trataba de uno de estos mochileros que sin miedo al qué dirán se había sentado allí, a mi lado -no había otro- metido en su saco de dormir, y que el humo salía del hornillo en el que se iba a calentar una sopa de sobre. “Esta persona sabe viajar”, dijo Mr. Scrooge con admiración y cálculo; pero los demás, para reponernos, nos fuimos con el vizconde a comer al restaurante. Y allí, por la ventana, vimos por primera vez una plataforma petrolífera. Pero esa es otra historia.
La tentación que nos rodea. El vizconde casi muere, apenas desembarcado, de vergüenza. Jamás nos habían hecho abrir las maletas en una aduana, así que en ningún momento temió Mr. Scrooge que le iban a pillar la manta que había robado en el Norröna. Es que en las cuchetas, además de la estrechez, uno sentía frío y las prendas islandesas, aunque eficaces, eran incómodas para dormir. Estos tipos del barco, que se las saben todas, alquilaban mantas y toallas a los olvidadizos y a los necesitados. A Scrooge le pareció excesivo tener que pagar cincuenta coronas danesas por alquiler de manta, pero –como es más fuerte a veces, incluso en él, el instinto de conservación que el reflejo de puño prieto- accedió a gastárselas a condición de llevársela con él y así amortizar el gasto. El vizconde alegó respeto al particular modus operandi nórdico, basado en que nadie es un chorizo mientras no se demuestre lo contrario; que es una pena traicionar esa confianza y que más nos valdría a los del sur aprender de los del norte, que se encuentran un bolso en el autobús y lo entregan enterito al conductor (esto nos lo contó entre lágrimas de pena un sevillano afincado en Suecia, recordando el día en que él hizo, por primera vez, lo mismo, y sintió que el cambio ya era irreversible); pero como el resto de la expedición, dolida por el abuso coronario y a la vez respetuosa con la autoridad moral del vizconde, se abstuvo, quedó acordado que podía Scrooge hacer lo que quisiera, siempre que corriese él con las consecuencias. Aunque esto último no lo respetase el funcionario y su mirada de reprobación -pues las mantas del Norröna son inconfundibles, y más para un aduanero feroés- nos abarcase a todos por igual.
Pero la tentación de llevarse cositas es insuperable cuando se viaja y al final, en las maletas, aunque devolvimos la manta, hubierais encontrado una toalla, un par de botellas de champú, un lápiz, una llave y algún que otro objeto menor. Así somos los turistas.
Fantasía feroesa. Acordamos, por aquello de aprovechar el tiempo, estirar las piernas y olvidar por unos días las cuchetas del Norröna, y también por dar al vizconde la ocasión de olvidar la afrenta aduanera, hacer una excursión. Apasionado de los paseos por el monte como buen aristócrata de raíz británica -¡cuánto lamentó, por cierto, haberse dejado en palacio las acuarelas!-, creyó conveniente desplegar su mejor educación ante el mostrador de información turística. Él piensa que así, con amabilidad, se le abren todas las puertas, y Pepito Fantasías, que le envidia la habilidad, se imagina que si la tuviera él no habría camarera, cajera o dependienta, nórdica o no, que se le resistiera. Pero esta feroesa que al principio sonreía, luego sin decirnos nada se asomó por la ventana: creímos que no nos había visto o que quizá intentaba disimular. Pero no: es que había mirado el monte, antes de contestar, para saber, evaluando la acumulación de nubes en la cima, si iba a llover mucho o poco. Que llovería, por tanto, no cabía duda.
Dos horitas de nada por un sendero fácil, sí, pero yo nunca lo hubiera recorrido solo. Me da mucho miedo el mundo sin asfaltar y cualquier ruido me parece una amenaza. Un ladrido lejano es -seguramente- de un perro que viene a morderme y en la Albufera me parece que las llisas van a saltar del agua para morderme en la yugular. No fui, sin embargo, el único que tuvo miedo de que, viendo que el sol empezaba a ponerse, la noche nos cogiera en mitad del monte. Hubo reunión y acuerdo: no sabíamos aún que a esas latitudes, en verano, a la una de la madrugada puedes leer un libro en tu cuarto sin encender la luz; de modo que predominó el temor y dimos media vuelta. El paseo, al menos, estaba siendo bonito y a Kirkjubø, en el fondo, siempre podíamos ir en autobús. Ya contaremos cómo, en ese segundo intento, perdimos el último autobús y el camino de vuelta al final lo hicimos a pie. De animales, por suerte, ni rastro. Será por eso, por la tranquilidad interrumpida, que casi nos da un infarto al oír, de repente, un trote acercándose a nosotros por detrás. Nos apretamos unos contra otros, como buenos cobardes, esperando con los ojos cerrados y la respiración contenida que el golpe -o el mordisco- cayese por donde fuese la voluntad del Señor. El tiempo pasaba, nadie se movía y el trote se acercaba, pero el golpe no llegaba. Debió ser por el olfato: el caso es que Pepito Fantasías abrió los ojos el primero y vio, encantado, una joven feroesa, con los auriculares puestos, que descendía la misma colina que nosotros, pero corriendo, saltando de roca en roca y cantando una canción. Nosotros, como Alicia, andando con mucho cuidado y ella, como el conejo blanco, corriendo como alma que lleva el diablo, pero tan contenta. Tenía que ser Pepito Fantasías el que abriera la boca, al verla tan bonica. “¿Has hecho todo el camino así?”. Y la chica se detuvo, se destapó las orejas y nos dijo que no, que es que ahora tenía prisa. “¿Vienes de hacer una excursión?”. Y nos contestó que no, que venía de ver a su abuelita que vive en Kirkjubø. Y ahora me pongo de pie para juraros por Perrault que nos dijo eso, que estaba en el monte porque venía de ver a su abuelita que vivía lejos de la ciudad. Cestita no llevaba, eso sí; es que ahora llevan mp3. El vizconde, según me contó después, temía que a continuación Pepito dijera “Hola mi amor, yo soy tu lobo”, pero es que incluso él se quedó tan sorprendido por la respuesta que sólo acertó a decir: “¿Y no te conviene más ir en autobús?”.
Tenéis suerte con el tiempo”, nos dijo, y volvió a taparse las orejas y se alejó cantando. Un balido de oveja nos sacó del pasmo y corriendo corriendo -por si había más ovejas sueltas- reemprendimos el camino de vuelta. Mientras estuvo en las calles de Tórshavn, Pepito Fantasías nunca perdió la esperanza de que una mano y una vocecita, desde una casa, le mandaran un saludo y le propusieran hacer de nuevo la excursión. El vizconde, incapaz de superar la humillación de la aduana y recordando el catálogo de objetos “descuidados”, temía, por el contrario, escuchar una imaginaria voz real que ordenara “¡Que les corten la cabeza!”.
Besos.

domingo, 12 de agosto de 2007

¡Saga!
(Dos)
Nos fuimos, llenos de esperanza y valor…y, hala, que la saga siga. En algún sitio leímos que Colón estuvo en Islandia, en uno de sus viajes menos famosos y antes del pelotazo que el buen hombre pegó. (Íbamos a llamarlo braguetazo, considerando que triunfó gracias a un golpe de huevo, pero la verdad es que pronto descartamos la idea, por soez y por respeto a la sensibilidad de nuestros lectores). Hala, pues. Son cosas del comercio -el viaje de Colón- y del turismo -el nuestro-, pero, como a veces nos da por el lado romántico, quisimos embarcarnos también y probar un poquito de la ruta vikinga. Total, que ellos, Cristóbal y nosotros, todos por el mismo camino. Así que, ya veis, tanto jaleo con el avión y todo por culpa de un barco.
Las cuchetas del Norröna. Normalmente -es marca de fábrica- disimulamos nuestra portentosa erudición, esa que nos llevó una vez a plantearnos muy seriamente el convertirnos en jugadores profesionales de Trivial Pursuit. Pero nos lo pensamos mejor al considerar que en el peor momento han solido venirnos con una pregunta de deporte que nos ha dejado con un palmo de narices a otro de conseguir el quesito. En fin, que no sabemos tantas cosas como aquel maestro de Historias de la radio, que aquello si que era saber. Será por eso que ahora nos reconforta dejar de lado -por una vez- la modestia y decir que embarcar y pensar en Julio Cortázar fue todo uno. A ver: teníamos el billete más barato, el que da derecho a dormir en un cuarto de tres literas de tres alturas cada una (nueve viajeros pobres o roñosos, si no nos fallan las cuentas y aprovechando que Mr. Scrooge, que también vino y las hizo, no nos oye). Couchettes, las llaman, están en la segunda cubierta -por debajo de otras dos de garaje y de la línea de flotación- y uno se sentiría como un extra de Titanic si no fuera porque también se pueden llamar cuchetas. Ahí quedan expuestos los datos del problema literario o del toque pedante, según. Aunque una imagen vale más que mil palabras, ya se sabe, y por eso salen en mi flickr. Me falta, para que cuadren las cuentas, decir que allí, por primera vez en mi vida, dormí más cerca del techo que del suelo. Bastante más cerca, de hecho, tanto que he de agradecer a quien corresponda no haberme levantado de un sobresalto mientras dormía, que entonces yo -volviendo a Titanic- no hubiera muerto ahogado, sino de conmoción cerebral.
Ya se dirá en su momento, pero la verdad es que la travesía nos desilusionó por aburrida, en un ferry en el que, además de iniciarse uno en el contorsionismo para entrar en la cucheta, podía también pasear por las cubiertas exteriores y gastarse el dinero en el buffet, en el pub, en el cafeteria o en el duty free. Nosotros nos compramos ropa de abrigo en este para poder aguantar en aquellas. El resultado es que a las pocas horas se le ha pasado el romanticismo y siente un poco menos de pena por aquellos marinos de antes que se pasaban la vida baldeando la cubierta, bebiendo ron y pasando por debajo de la quilla. Duro, si queréis, pero entretenido, que es lo que buscamos los turistas.
La tropa se alimenta. Un buffet es siempre un lugar complicado porque uno nunca sabe cuánta comida ponerse ni cuántas veces volverse a servir. Pero los buffet del Norröna, compañeros, donde desayunábamos largo y tendido, han tenido una importancia definitiva en esta aventura que os cuento -si no en mi vida entera, porque en ellos nos conocimos todos y desde entonces viajamos juntos, por Escandinavia y quien sabe si por los años y viajes que nos quedan. No había terminado de pagar la entrada el primer día cuando ya estaba Pepito Fantasías indicándome por señas -poco discretas, por cierto- en qué mesa deberíamos sentarnos. A él, afamado experto en localizar mesas con vistas a nórdica o extranjera de buen ver, no le intrigaba, como a mí, que en estos desayunos nórdicos de buffet no pongan nunca leche caliente -misterio- y las cucharitas del café sean de plástico. Suelo hacerle caso en estas cosas, quizá -aunque ya no comparta sus esperanzas- por admiración a su espíritu incansable; pero esa primera mañana me sentí inclinado a seguir a un tipo que también buscaba mesa, pero de un modo distinto. En sus ojos no encontrabas esa mirada lúbrica del otro cuando mira a las vikingas, sino un no sé qué de preocupación y desamparo que me empujó a sentarme a su mesa. Me recibió amablemente y nos presentamos: él, Pepito Biodramina en el siglo, necesitaba sentarse en el mismo sentido de avance del barco y se hallaba sorprendidísimo de que en un armatoste como aquel, de ocho pisos de altura, se notara el vaivén de las olas. Para cuando el otro se dio cuenta, una vez más, de que la Barbie elegida viajaba con su Ken -“Como todas”, me dijo Biodramina, hombre avisado, sabedor, como yo, de que estas mujeres siempre tienen novio, que no cabe esperar otra cosa y que el asunto es tan evidente que a esta clase de novios guapos, altos y atractivos, rivales tan inevitables que es absurdo dudar de su existencia, conviene llamarlos nobvios-, ya había entre nosotros una amistad de las de toda la vida, cimentada en la experiencia de no poder apoyar la vista en letra impresa mientras viajamos en coche, autobús, avión o tren sin sentir que el estómago se nos sale por la boca. Y ya nunca nos separamos. Vivimos, por ejemplo, una aventura extraordinaria en el barco del correo de Fugloy. Pero eso es otra historia.
Ya digo que me resulta difícil estar en un buffet porque me parece que a la tercera vez que me levanto ya empiezan todos a murmurar. Pero el desayuno es mi comida favorita y me resulta difícil resistir la tentación de tanto bollo y tanta mermelada ahí expuestos y al alcance de la mano, engañosamente gratuitos. Pepito Fantasías no tiene ese problema: se levanta cuantas veces haga falta, pero no para llenar -aunque, como si fuera un daño colateral, termina pasándole- estómago y plato, sino para poder observar de nuevo el panorama. Como a cada descubrimiento sigue su desilusión, tengo para mí que cada ración de desayuno le sirve de consuelo, y así entra en un círculo vicioso (búsqueda-hallazgo-desilusión-comida-nueva búsqueda) del que sólo sale cuando empieza a encontrarse malo. Esta forma de comportarse le parece deplorable al Vizconde de Cul-cagat -a quien de paso os presento, viajero y miembro del grupo-, que al poco de haberse sentado a mi lado ya me estaba diciendo: “Mírelo usted: ya es la tercera vez que se sirve croissants (sic)!”, y era como si me hubiera sentado a desayunar entre Don Carnal y Doña Cuaresma. Él llevaba una tostada, un par de rebanadas de tomate y, por bebidas, un zumo de naranja y un café, desayuno frugal y aristocrático -por lo discreto, pues precisa de un solo viaje-, que tiene el inconveniente de irritar mucho a Mr. Scrooge, compañero de viaje alguna vez ya mencionado. Yo, a la vez hambriento y vergonzante, no sabía si comer más o quedar bien. Volvió Pepito Fantasías, medio lleno, medio enamorado. Quise cogerle algo del plato, pero la explícita mirada del vizconde me congeló en el movimiento. No se movía ni un ápice Biodramina, seguramente prefiriendo pasar hambre a vomitar. Vino un camarero a retirar los platos, que no eran pocos, y el vizconde exclamó: “¡Con qué cara nos ha mirado!”. “¡Qué cara ni qué niño muerto!” -Mr. Scrooge, tarde o temprano, había de saltar, pensé- ¡Sólo nos salen las cuentas si comemos hasta reventar!”. Nos miraron los de la mesa de al lado, que eran, por cierto, nórdica y acompañante, con lo cual todos agachamos la cabeza avergonzados, aunque por motivos diferentes, y así encontró Scrooge la ocasión para seguir: “Y hay que ponerse bocadillos para comer”. Así sea.
Se salió con la suya, pues, y nosotros después a la cubierta a pasear, por aquello de digerir el atracón. El vizconde buscaba las zonas menos concurridas, por la vergüenza; Biodramina, las menos movidas, por miedo al reflujo; Fantasías, las más concurridas y yo, dándome igual unas que otras, escuchaba a Scrooge que venía detrás refunfuñando: “Sí, pero aún podíamos haber comido más”.
Y lo demás es otra historia. Hasta que llegue, un beso.

lunes, 30 de julio de 2007

¡Saga!
(Uno)

"Nos fuimos, llenos de esperanza y valor, en una brumosa mañana". Algo de verdad hay en la primera frase de esta famosísima saga. Que nos fuimos, es indudable (pues no estuvimos aquí), como también lo es que la mañana era brumosa. Es raro que lo fuera, en estas latitudes y en verano, pero es que era muy pero que muy temprano. Ahora, valor, lo que se dice valor, no teníamos demasiado, y ha llegado el momento de abriros nuestro corazón: en estos últimos tiempos le hemos cogido miedo al avión. Sí, ya se sabe que es el medio de transporte más seguro, estadísticamente hablando, pero eso nunca nos ha parecido un consuelo, porque una estadística podrá ser muy informativa, sí, pero cariñosa, lo que se dice cariñosa, no suele serlo: no sabe encontrar las palabras adecuadas ni darte la mano cuando el avión acelera para despegar. Justo entonces se nos llenan de sudor las palmas de las manos, y aún está por nacer la estadística que te dé un apretón o un besito. Así que valor no teníamos mucho, ya digo, y lo único que nos quedaba a mano era la esperanza -de que el avión no se cayera. Llegó el día en que nos encontramos en un aeropuerto extranjero, sin avión y sin maleta, y con eso ya entramos de lleno en nuestra historia.

Todo es culpa nuestra, en el fondo -y no de la estadística-, porque tenemos la mala costumbre de viajar sin reloj. De haber sabido que estábamos llegando tarde, quizá hubiéramos podido pensar alguna estrategia. Pero no fue hasta el momento mismo de poner pie en tierra cuando supimos que llevábamos dos horas de retraso. Eso es un fastidio para el que llega a su destino, pero para el viajero en tránsito es simplemente una putada. Entonces, ¿quién nos culpará de haber obrado mal? Nosotros, que ya teníamos bastante con
mirar por la ventanilla para ver si las alas se desprendían o no del fuselaje -que no sé qué hubiera sido del vuelo sin nuestra constante vigilancia-, ¿qué podíamos hacer en ese caso sino entregarnos voluntariamente al pánico? Así que todo fue llegar a tierra, ver la hora y echar a correr. Porque no podíamos contar con un retraso del avión noruego, por supuesto. A nosotros es que Noruega nos ha gustado mucho, por las mujeres y por la riqueza. Que se ve mucho poderío por las calles y uno se siente bajito, moreno y pobre.

Ya
estamos poniéndonos en posición de coger carrerilla cuando descubrimos un simpático cartelito que nos viene a decir -más o menos: "¿Has facturado tu equipaje al destino final [ese era nuestro caso] y crees que ahora puedes saltarte el rollo de recoger tus maletas en la cinta esa que da vueltas? [pues sí] Pues vete olvidando [no, no, por favor]. A la cinta, como todos". Ya digo que la traducción no es exactamente así, pero esto quizá os dé una idea más exacta del tono y del aprieto en que nos puso. ¿Qué hacer? ¿Ignorar el cartel y correr para coger el siguiente vuelo? ¿Resignarnos a perderlo e ir a buscar nuestra maleta? Pánico y parálisis. Pepito Fantasías, ilustre miembro de la expedición y experto en autoengaños, supo romper el nudo: "Lo mejor sería ignorar el cartel este que tanto nos fastidia y convencernos de que lo que dice no va con nosotros". Y así nos encontramos, diez minutos después, como ya se dijo, en Oslo, por la tarde, sin avión y sin maleta.

Para que no sufráis más, os diremos que nos dieron billete para otro avión que salía luego. "Por supuesto, el retraso no ha sido culpa suya". Cuánto nos gusta lo nórdico, ché. En un viaje anterior no cogimos un tren porque no nos dio la gana y aún así ellos nos devolvieron el dinero, sin preguntar ni nada. Casi nos hace sentir mal, y todo, tanta bondad. Recuperar la maleta era otro cantar, porque del modo que se ha puesto la seguridad en los aeropuertos, cualquiera va pasando de sala en sala, alegremente y haciendo lo que no toca cuando no toca. Pero en este punto la expedición se salvó gracias a mí. Más concretamente, a la más que probada efectividad de mis famosos cara y tono de voz de "ayúdeme, por favor, que tengo un problema del que no sabría salir sin su ayuda". Para que funcione, es menester escoger con tino el destinatario del mensaje. A mí me funciona a la perfección en ventanillas y mostradores de todo tipo siempre que en ellos trabaje una mujer ya mayor, mejor aún si tiene pinta de abuelita bondadosa. Se trata, obviamente, de explotar su lado protector y maternal. Entonces la probabilidad de éxito roza el cien por cien. En cualquier caso, procuro no usarlo con varones con pinta de estar deseando tomarse una cerveza ni con mujeres jóvenes y guapas -¡ay!-, de esas que ponen cara de "por ahí llega otro pesao". Total, que gracias a la colaboración de hasta tres bondadosas quasi-jubiladas noruegas, que nos ayudaron a pasar en sentido contrario todo tipo de controles y barreras, al poco rato estábamos tan a gusto tomándonos un café y esperando el avión.

Creo que ya se ha dicho que si las suecas tienen fama, en España, de rubias y de guapas, eso es porque Alfredo Landa nunca estuvo en Noruega. Sólo un paseíto por el aeropuerto ya le da a uno pistas para darse cuenta de ello, todas tan lindas y tan altas. Y encima hablan inglés. Una de ellas, que servía cafés y tartas -de las tartas habremos de hablar largo y tendido-, nos atendió con una amabilidad que seguramente se hubiera ahorrado de haber sabido que por eso no se iba a quitar de encima en toda la tarde a Pepito Fantasías. Aprovechando que en todos los cafés noruegos ofrecen, además de café au lait y cappuccino, nada menos que cortado (así, tal cual y en castellano), ya no se despegó del taburete, explicándole a la sufrida camarera que esa era una palabra española, y que significaba esto y aquello, y que se hacía así y asá, y que patatín y patatán. Ella aguantaba impertérrita la sonrisa -nobleza vikinga obliga- y nosotros, desde nuestra mesa, no podíamos dejar de pensar en aquel otro viaje en el que un compañero intentaba explicarle a un turco borracho, en una discoteca de Estambul, qué es una falla. "Monumento" -y ponía las manos así- "que se cae" -y las movía así. Aún no sabemos porqué el turco no lo estranguló allí mismo.

En fin, que al final salimos de Oslo volando enteros, sanos y salvos, rumbo a la siguiente etapa del viaje. Pero eso es otra historia. Besos.




martes, 17 de julio de 2007

Hola. Los del equipo de Informe Semanal estamos de viaje. Pero no es porque nos guste, no, sino porque estamos recopilando datos para nuevos programas. Mientras tanto, besos de todos para todos.

domingo, 8 de julio de 2007

Cómo elegir postre.
Pues nada: al final me he dado de baja del gimnasio. Mi adorada monitora, mi sirenita deportiva, la diosa del body-pump, la otra tarde casi me atropella, la muy animal. Yo nunca les he pedido la luna, ni mucho menos, pero sí que, al pasar por mi lado con la bici, me reconozcan. ¡Qué menos! Pero es que, si no me aparto a tiempo, esta me arrolla. Tan lamentable incidente me hizo sospechar que, a lo mejor, si me atendía con tanta amabilidad no era por mi atractivo, sino porque la chica es buena profesional, y punto pelota. El borrarme, empero, no ha sido por venganza, sino consecuencia de un desengaño que empezó a fraguarse aquel día en que, justo antes de empezar la clase, vino a decir, como si tal cosa, no sé qué sobre su novio, entidad a cuya existencia yo -ingenuamente- nunca quise dar más crédito de lo debido. La verdad es que ya debería haber comprendido que estas chicas tan monas siempre tienen novio, pero este asunto es para mí como la química: la comprendo, pero no la asimilo. Y siempre tengo que empezar de cero. Así que este tipo de desengaños los asume uno con mucha naturalidad, porque al principio chocan, sí, pero tienen un no sé qué de dejà vu que facilita mucho su asimilación. Y por eso no se me nota en la cara. También ayuda el hecho de que el citado novio es al parecer mulato y uno, en su apreciación a la baja de las propias masculinidad y raza, se imagina que el mulato le ha de sacar ventaja en muchas cosas, tantas que obviamente no ha de haber comparación posible, pues ¿qué iba a tener yo que el mulato no tuviera? Es lugar común en nuestro imaginario colectivo que el mulato medio le saca mucha ventaja al europeo medio, tanta que lo que es normal para un mulato es grande para un europeo, de modo que -meditaba yo- si ella, cual antropóloga, tiene empíricamente comprobado el hecho, por ser novia de mulato seguramente le dará risa el europeo. Así que, ¿para qué seguir con el gimnasio y con las pesas? Al acabar la clase, y aplicando mi exitosísima técnica de disimulo, me despedí diciendo “Hasta mañana” y salí a la calle decidido a no volver más. Luego, en casa, intenté vengarme de ella mentalmente, imaginando que me echaba de menos, pero he de reconocer que nunca llegué a creerlo. Y el otro día, como iba diciendo, casi me atropella: al verla alejarse no vibraba en mi interior mi faceta de amante despechado, sino la de Mr. Scrooge, que se felicitaba del dinero ahorrado gracias a las penas del amor.

Me decía una amiga que mis temas obsesivos son dos: la dieta y la reforma de mi casa. No es que ella me psicoanalice -que podría-, sino que volvía yo a hacer lo de siempre: estábamos cenando por ahí y el camarero, al cantar los postres, y después de citar por sus apetitosos nombres todo tipo de tartas y helados, añadió y fruta del tiempo”; yo me quedé pensativo, intentando imaginar el aspecto de la tarta de chocolate (si sería de las que a mí me gustan o de las otras), y quise disimular un poco la glotonería, que es pecado -están los obispos como para pecar en público- diciendo “Debería comer fruta”. Ella, que me conoce, me dijo: “Entonces, la tarta, ¿de qué va a ser?” Yo, claro, la pedí de chocolate. No voy ahora a abundar en el tema, pero en estas ocasiones me pregunto, dado que el gran tesoro de la cocina valenciana es la bollería, y no la paella, cuándo dejarán los restaurantes de dar la lata con postres de imaginación o copia y se animarán a ofrecernos coca de llanda, escudellà o de molles. Abrir un panquemao en el restaurante podría ser una ceremonia tan solemne como la de abrir un melón, y yo haría al maestresala, cuando me dijera “Tenemos panquemao”, esa pregunta tan bonita y trascendente que se hace cuando se trata de melón: “¿Ha salido bueno?”. Es como preguntar si ha sido niño o niña, y a mí me emociona cuando, entre protestas de sinceridad, se aviene a confesar que, la verdad, ni fu ni fa.

Lo que pasa es que no como fruta, o muy poca, pero yo, aunque sé que eso es muy malo, contra ello no puedo luchar. En el fondo, es una cuestión económica, y con esto no me refiero a que sea cara o barata, sino que hablo de economía de un modo más completo. Digo economía y pienso en la delicada relación que hay entre esfuerzo y recompensa. A ver: uno hace el levísimo esfuerzo de abrir el envase de un tigretón y se encuentra con una excelente porquería que siempre es igual y encima le recuerda a la infancia feliz. Pero con la fruta se arma uno de paciencia y de cuchillo, se pringa las manos y, al final, se encuentra con que la manzana está harinosa, el melón es pepino y la pera por dentro está podrida. Y si consulta a sus mayores le confirmarán que, efectivamente, la fruta ya no sabe a nada y las de antes sí que estaban buenas, que tenías en casa melocotones de secano y -dirán- toda ella se llenaba de su aroma. Por eso hablaba yo de economía, porque a la naturaleza se le nota que le falla el marketing y no se ha enterado de que en estos tiempos, la gente como yo -que nos destetamos con el Superette y esperamos de las fresas que sepan a yogur de fresa- necesita comidas sin hueso ni pepitas y de carnes homogéneas de color y consistencia, sin nervios ni trocitos podridos, ni nada que nos recuerde que la naturaleza es lo que es, es decir, muy bonita para la foto pero a la hora de la verdad toda llena de irregularidades, bichitos y olores asquerosos.

Pero lo que mi amiga quizá no sepa -aunque seguramente sí- es que esta de la dieta es una obsesión íntimamente unida a la del culto al cuerpo, que en mi caso se manifiesta desde la adolescencia en un mirarme al espejo y decirme te haría falta algún músculo aquí y aquí (y me señalo todo el cuerpo) y además no estaría mal ser un poco guapo. Luego no sé qué ponerme y me parece que todo me queda mal. La cosa enlaza con lo de la fruta porque estoy seguro de que estos supermodelos que anuncian helados en realidad jamás los prueban, sino que comen mucha fruta y hacen ejercicio, y es casi seguro que no son expertos, como yo, en hornos y pastelerías ni se pasan el día delante del ordenador. Por aquí enlaza también con el gimnasio, y del gimnasio volvemos al mulato y a su novia, con lo que se demuestra que todas las obsesiones son la misma. Pero un buen día -por decir algo- te llaman por la mañana y te dicen que a un amigo, de sólo treinta y nueve años, le ha dado un infarto mientras dormía y el entierro es esta tarde. Será porque no hay complejo que sea más poderoso que el miedo a la muerte, pero de pronto empiezas a ver de otro modo los tigretones, las frutas y los gimnasios, y te preguntas si no habrá llegado la hora de dejar de lado las viejas obsesiones y sustituirlas por otras nuevas. Nunca he conocido a nadie más religioso que mi abuelo. El suyo era un cristianismo racional, sensato y cultivado -no como el de los obispos- y sin embargo, estando en cama, demenciado y a punto de morir, volvió en sí para decirme: “Tinc por” Yo le pregunté: “De què?”, y me contestó: “De morir-me”. No supe qué decirle entonces, aunque a los pocos días me di cuenta de que esa había sido su última lección. Tenía pendiente una cena con Bosly en casa de Patricia, y además hacía meses que quería contarle una anécdota del instituto que estaba relacionada con él. Entre quienes fuimos sus amigos ha sentado plaza, desde el martes, la sospecha de que hay que disfrutar la vida y hacer las cosas cuanto antes. Pero ante el postre, entre el carpe diem y el miedo a la muerte súbita, me siento paralizado por la duda: ¿fruta o pastel de chocolate?

lunes, 25 de junio de 2007

Síndrome de Estocolmo.
Dos adorables mesecitos, dos, que ya me miran y me dicen “papaíto”, tendiendo sus tiernas y rosadas manitas hacia mí. Me refiero a mis vacaciones, claro, que ya están ahí, a la vuelta de la semana. Y como es cierto eso que dicen, que estas criaturitas al llegar te cambian la vida de arriba abajo, pues aquí me tenéis todo agobiao pensando a qué voy a dedicar el tiempo y notando ya los primeros síntomas de stress, como le ocurría a aquel famoso gobernador de Lutecia. Para superarlo me he organizado, como terapia, un viajecito para empezar y luego nada, que es la mejor ocupación posible. Pero mientras preparo las maletas el curso da sus últimos coletazos.

Los últimos coletazos son, en las películas, golpes sorprendentes que dejan al protagonista -que ya pensaba haberse salido con la suya- en un tris de perderlo todo y tener que volver a empezar. Pero en los institutos han perdido virulencia y creatividad y suelen darse en forma de festival de fin de curso, de esos que todos conocemos, con sus discursos, sus calculadoras de premio a la redacción más bonita y sus conciertos de xilófono y flauta de plástico. Pero nunca dejan de ser emotivos, a pesar de la reiteración, como una Navidad que reúne a la familia, porque son el único momento del año en que somos todos, profesores y alumnos, unidos en un único pensamiento, verdadera comunidad educativa: “Menos mal que esto ya se acaba”. Es este un pensamiento que recorre en todas direcciones los espacios del instituto y desvela inopinadas relaciones. El sentimiento es casi universal y por eso se celebra –merecidamente- por todo lo alto, y nos alegramos, nos damos abrazos y nos hacemos fotos, prometiéndonos llamadas en verano y visitas durante el próximo curso. Pero como nada es perfecto, siempre están los que no se enteran y todavía aprovechan para, después de las fotos y los brindis, y haciendo gala de no encajar en el zeitgeist (ejem) del festival, venirte con un “venga, apruébame, no seas así”, con voz tan lastimera que llegas a pensar que suspender a este pobrecillo –que la nota más alta que ha sacado en todo el año es un tres y medio- es cosa de ogros y malvados solitarios que no saben disfrutar de la vida.

Yo le tengo mucho miedo a que piensen eso de mí, vaya usted a saber por qué, y me esfuerzo por parecer alguien de este mundo. Pero los hay que sinceramente piensan que los profes nos desactivamos con la última alarma de la jornada y nos quedamos en stand by hasta la primera de la mañana siguiente. Vamos, que no conciben que tengas una vida, y por eso a una alumna que me vio en la playa la otra noche, celebrando lo de San Juan, hubo que darle un golpecito en la cabeza para que volviera en sí. Ellos imaginan que si cuento un chiste es porque viene en el libro de texto y que si canto un día en el pasillo es porque me ha fallado el software profesoril. A la mínima cosa un poco rara –a sus ojos- que hagas, ya te llaman el profesor loco, y esa es la única explicación que les viene a la cabeza cuando uno demuestra que es, en el fondo, un ser humano.

El otro día, en la fiesta, me regalaron una caricatura con el reverso lleno de dedicatorias, y me emocioné, nos hicimos fotos y nos dimos abrazos. Yo me daba cuenta de que todo era producto de la euforia que se siente cuando por fin se acaba algo que nos estaba resultando muy pesado, pero qué se le va a hacer: el día siguiente lo pasé echándolos de menos, y los recordaba con cariño. Aún voy a invitarlos a comer, como definitiva despedida, un día de estos. Pero en esta separación ellos juegan con ventaja porque -he de confesarlo- yo les tengo envidia. No a todos, claro, que la mía es, como todo yo, la mar de elitista y no se conmueve por el fumeta, el gilipollas, el friki, el vago ni el desesperao, sino por esos –que los hay- que a su edad están la mar de equilibrados y saben llevar muy bien esa putada que fue para mí la adolescencia. Esta semana que viene me voy a cenar con los de mi promoción del COU, y ojalá con esto empiece a normalizar mis relaciones con aquellos tiempos. En la fiesta, sentado e inflándome a cubatas de cocacola sola, deseaba ser como esos que, a saber:
- tienen amigos,
- tienen novia,
- lo han aprobado todo,
- saben lo que quieren
a sus dieciséis, diecisiete o dieciocho años, nada más, y que por eso mismo, por no saber aún lo que les espera, bailaban, se daban abrazos y quedaban para verse en la playa, mañana, que ya hemos cumplido hasta el curso que viene.

Mucha gente dice que por nada del mundo volvería a ser adolescente, y que se está muy bien ahora, que gana uno su dinero y no tiene que dar explicaciones ni pedir permiso a nadie. Yo, que he repetido tantas veces lo mismo, ahora que me paso la vida junto a ellos les envidio a los mejores todo eso que os digo, y me parece que ningún sueldo ni ninguna propiedad me ha devuelto el entusiasmo con que se enfadan, se quieren, se enamoran y se abrazan. Pero, claro, no a todos: soy elitista, ya lo he dicho antes. Lo malo es que a mi lista de los mejores le pasa lo que al club de Groucho Marx. Y esa es la risa.

Besos.