¡Saga!
(Cinco)
Ya vueltos del viaje, añoramos nuestras andanzas y nos aburrimos tanto que hemos acabado enganchados a las pelis de Chuck Norris que ponen por la tarde en Canal 9. Confesamos aquí y ahora que han acabado gustándonos porque los malos que salen en ellas son, en lugar de verdaderos genios del mal -de esos que hacen planes para dominar el mundo-, bandas de gamberros que meten ruido con las motos, asustan a las ancianitas y se marchan de los bares sin pagar. Este tipo de abusones, expertos en maldades cotidianas, nos traen a la memoria a todos y cada uno de esos gilipollas que nos hemos encontrado en esta vida, a ese que nos humilló robándonos con chulería el sitio para aparcar -cuando nosotros lo habíamos visto primero- y, particularmente, a cierta señora que en un cine de Palma de Mallorca, cuando le pedimos que se callara de una vez, nos respondió con tanta ira y mala educación que nos obligó a hacernos pequeños en la butaca, mirar p’alante y no respirar en lo que quedaba de sesión. Pero Chuck es nuestro héroe y también nuestro psicólogo, y cada puñà de las que pega al final del episodio se la damos nosotros también, no al aire -como creería quien nos viera-, sino al chulo ese y a la señora aquella, cuyas caras llevamos marcadas a fuego en nuestro íntimo memorial de agravios.Uno sólo nos llevamos de nuestro periplo nórdico. Decía el folleto que todos los días a las nueve, a las doce, a las cuatro y a las siete, y sin embargo, aquel domingo a las siete, nuestro último día en las Feroe, no salía ya el barquito de los acantilados de Vestmanna. Algo, para nuestro asombro, olía a podrido en Dinamarca. Nos dijo la chica que -debíamos comprenderlo- por una sola persona no iba a salir el barco. Sorprendido, quise decirle que se fijara bien en que no éramos uno, sino cinco, aunque algo debió de temer el vizconde porque me retuvo cuando estaba a punto de abrir la boca. Pero no ha quedado en nuestro ánimo humillación ninguna: la chica, buena y compasiva, no quiso cobrarnos la merienda y así tuvimos, por primera y última vez, el consuelo de haber despertado en una nórdica algún sentimiento favorable. Y bien satisfechos que nos fuimos con ello, resignados ya -incluso Pepito Fantasías- a jamás levantar en ellas pasiones de telenovela. Por lo visto, tenemos percha de yerno, más que de fogoso amante, con lo que quiero decir que solemos gustar más a las madres que a las hijas (a estas alturas de la vida, ya podemos decir que a las abuelas más que a las hijas y a las nietas), de modo que es esta falta de puntería o error de marketing el argumento de la historia de nuestros amores: mientras unas nos ofrecen té y nosotros, levantando el meñique, nos interesamos por la salud de la familia, las otras, escondidas en la habitación contigua, llaman por teléfono a sus amantes. Será por eso que esta joven feroesa, de profundos ojos verdes, ha ganado el título de Nórdica del Año. El acuerdo, camino de vuelta al albergue, y antes de reintegrarnos en nuestra sociedad internacional de frikis, fue unánime. Que consten, no obstante, en acta las dudas de Mr. Scrooge: que era hija del dueño de los barcos de Vestmanna, sí, y trabajadora -también-, pero que esa invitación a merendar… ¿cuánto dinero le habrá costado a la empresa? Pepito quiso enviarle algún regalo por correo.Yo, la verdad, lo comprendo, porque la chica valía el precio del sello. Pero al final no lo ha hecho porque no se le ocurre a uno qué regalar a la gente de estos países tan modernos en los que no les falta de ná, y hasta los que son de pueblo -como en mis islas- viven en un mundo de ovejas algodonosas y bonitas, acogedores prados y montañas para toda la familia, donde no llueve sin acuerdo previo entre nubes y autoridades locales, y si no atan los perros con longanizas es porque no hacen la matanza del cerdo, por no ensuciar y porque no existe el muesli con chorizo. ¡Cómo han cambiado las cosas!: se sabe que los vikingos dejaron fama de ser enemigos del jabón y a lo mejor era por eso, por el olor y no por miedo a la muerte, por lo que todos huían de ellos. Quién sabe si lo único que buscaban era gente comprensiva y sin prejuicios y ellos, sintiéndose rechazados por todos, acabaron poniéndose nerviosos y sacando la espadita a pasear. Quizá el pobre guerrero vikingo, falto de cariño, estaba más asustado que el inculto labriego al que perseguía y del que sólo esperaba unas palabras amables y un rato de charla amigable junto al fuego. Quizá sólo empuñara la espada para llamar su atención y tener algo de qué hablar. ¿Y si a partir de ese primer desliz no pudieron quitarse la mala fama de encima y
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