viernes, 29 de diciembre de 2006

Yo, como es sabido, no soy amigo de frases hechas y prefiero hacérmelas en casa; pero hay que reconocer que nunca está de más el tener a mano una o dos que puedan sacarte de un apuro. Y ésta es la ocasión, qué duda cabe, pues nunca pude imaginar que un modesto blogger como yo pudiera estar en el candelabro tanto como lo estoy ahora. Ahí queda la frasecita porque yo no doy más de mí. ¡Ironías del destino! ¡Mira que habré suspirado porque este blog se leyera en todas partes y recibiera la atención de doctos y profanos! Y sin embargo, ahora que soy profusamente comentado, me encuentro al borde del ataque de nervios. ¡Amargo descubrimiento el de la fama! A nadie se le escapa que la fama cuesta y que se puede empezar a pagar, por ejemplo, con sudor, pero no podía imaginar que en poco tiempo mi vida pudiera dar este vuelco. ¡Trece comments, trece! Y un amigo que me confiesa que se ha leído todo el blog de un tirón sin que haya podido apreciar efectos secundarios dignos de mención. De veras que ahora, con toda esta agitación, me siento más que nunca solidario con los famosos, esas pobres gentes cuya intimidad es sistemáticamente conculcada. Es duro, además, ser modesto cuando se pelean por ti: te sube el ego más que a las hipotecas el euribor, la verdad, y te miras mucho en los espejos. Me siento mujer objeto, para que todos lo entiendan, y este es un sentimiento que me tiene muy confuso, por lo impropio del mismo.

Y no es que me duelan los electroazotes que estoy recibiendo ni los que los oyentes se atizan entre sí: lo que pasa es que es difícil convivir con el éxito. Tampoco es que me pase como a Pecas Patty cuando una mariposa se posó en su nariz y le dejó un mensaje para la Humanidad: mi problema no es la humildad, sino la debilidad para resistir la presión del éxito. Lo que me da miedo es que me conozco y sé que a mí me da el soponcio en los momentos definitivos. Dicen que Napoleón se echó una siestecita un rato antes de Austerlitz, pero yo, desde luego, no soy capaz ni de soñar semejante proeza. También cuentan las crónicas que a mi madre no le temblaba el pulso cuando compró la entrada para ir a ver Princesa por sorpresa, 2, pero a los escritores nos suele pasar que no podemos ni sostener el boli después de que nos den el Nobel, lo digo por si así me explico mejor, porque esta es una experiencia que seguramente muchos de vosotros habéis tenido. Otro ejemplo es que andaba yo estos días dándole vueltas a ver si invitaba a mi famosa monitora a darse una vuelta conmigo sin su bici estática, pero ya digo que en los momentos definitivos me entra la flojera. De todos modos, estas cosas se arreglan estupendamente depreciando el objetivo: en este último caso, me decía yo que no me iría bien a mí la vida con una monitora de gimnasio, y que convencido estoy de que a mí, lo que me va, es una accionista de Bimbo o la hija del gerente de Tododulce. Tengo que investigar si existen en el mundo semejantes tipos humanos.

Hablando de tipos humanos, nunca ha dejado de sorprenderme este amigo que se leyó el blog entero y a palo seco. Su mujer es necesariamente una santa, y con eso queda todo dicho. Ahora, eso sí, hay que alabarle la capacidad de resistencia, de la que esta última proeza viene a ser un nuevo y espeluznante testimonio. Recuerdo otro no menos chocante: quedamos él y yo un día para hacer deporte, y eso es lo que tiene de chocante. Lo que no me extrañó fue que anduviera fumando como un carretero hasta el mismo instante de dar la primera zancada en la pista de atletismo. Confieso que me sentí un tanto humillado cuando, a las primeras de cambio, me dejó clavado en el suelo igual que hacía el gran Induráin con sus rivales, aunque -puestos a confesar- esperaba con legítima rabia que reventara por todas sus costuras en el momento menos pensado. Pero, no: allí se mantuvo dándole que te pego vueltas al circuito con una regularidad que ni las válvulas del Titanic, mientras yo, hundidas más de tres cuartas partes de mi volumen, echaba el bofe por esas esquinas de Dios. Diréis que las pistas de atletismo no tienen esquinas, pero a la sublimidad de mi arte eso qué más le da. Salí de allí humillado en lo personal y confundido en lo sanitario, pues durante un tiempo estuve preguntándome si no sería mentira eso de que el tabaco da cáncer: parecía, visto lo visto, que daba más energía un paquete de Ducados que tres botes de ColaCao. Afortunadamente, encajé bien el golpe y no me puse a fumar ni volví a hacer deporte en muchos años.

Ambas cosas por pereza, es evidente.

lunes, 18 de diciembre de 2006

All you need is blog

Tengo fama de buena memoria porque soy de los que felicitan todos los santos, cumpleaños y aniversarios. También recuerdo las muertes, pero en estos casos no felicito. Sobre todo porque el destinatario no se iba a enterar mucho, y ya se sabe: si hay que felicitar, se felicita; pero felicitar pa’ ná es tontería. Últimamente me he dejado muchas felicitaciones en el tintero -o en el teclado-, y eso es síntoma de bajón anímico. Lo mejor, cuando estás de bajón anímico, es darle vueltas y más vueltas para asegurarte de no salir del paso. Esta práctica de mirarse uno el ombligo está muy extendida en todas las culturas y ha dado mucho fruto artístico. Yo no soy malo en eso (en mirarme el ombligo, no en el fruto artístico), y si fuera persona metódica y ambiciosa me plantearía ascender en el escalafón miraombliguil hasta alcanzar el grado de maestro porque aptitudes, a decir verdad, tengo. Para ganar campeonatos del mundo de Fórmula 1 no, pero para esto sí. Pero me dedico a ello de forma amateur, y esa es una forma de hacer las cosas que impone ciertas limitaciones. Mirad, sino, a Gaugin, que era pintor dominguero hasta que lo dejó todo por la pintura y para dolor de los estudiantes de historia del arte. El mejor libro sobre esto (no sobre Gaugin, sino sobre las autovistas ombligoneras) me lo recomendó una amiga psicóloga. Yo, a los psicólogos les hago caso según, porque a los expertos hay que hacerles caso sólo si lo que dicen te conviene. Total, el resultado va a ser el mismo. Pero en este caso valió la pena porque el libro es la mar de divertido y hasta puede que me haya servido de algo. No doy aquí los datos porque no sé si la SGAE estará detrás de todo esto. Bueno, sí lo digo: se llama El arte de amargarse la vida, de un autor cuyo apellido no voy a escribir aquí porque no lo recuerdo y ahora no quiero levantarme de la silla. De nombre se llama Paul, que de eso sí me acuerdo y además significa Pablo.

Todo esto de las felicitaciones lo hago porque me da pena que se pierdan las buenas costumbres pero, sobre todo, porque a mí me hace mucha ilusión que me feliciten. Lo malo es que luego poca gente se acuerda, y eso que mi santo es muy fácil de recordar si vives en Valencia, porque aquí por mi santo se montan unos festivales y unos ruidos que si no me quejo es por no parecer desagradecido. Lo que nunca he entendido es de dónde se habrán sacado que a mí me gusta celebrar mi santo de ese modo. Menos gente se acuerda de mi cumpleaños, y tampoco lo entiendo porque coincide con el día de Santa Eduvigis, patrona del pan sin sal. Mis hermanos, mi madre, y alguien más. Quien no falla nunca es mi amiga Laura, porque cumple justo una semana antes: si el suyo cae en jueves (pongamos por caso), el mío es el jueves siguiente. El día que ella nació fue el mismo día que mataron al Ché y también en Valencia se hacen grandes fiestas, pero no es por Laura (que se podría: motivos hay) ni por el Ché (que ya me extrañaría), sino por un santo al cual le ha venido muy bien el estado de las autonomías. A ver quién se iba a acordar de Sant Donís si ni fuera por el puente y por lo de las frutitas, que a mí -por cierto- siempre me han recordado mucho a las tonterías de Caramacum. Se acuerda mi madre de que, cuando ella era pequeña, su padre se la llevaba a la procesión del día de Sant Donís, y que en aquellos años no era fiesta ni nada y que a los pocos que acompañaban a la bandera desde l’ajuntament hasta la estatua del gran jaumeprimer (y viceversa) la gente les preguntaba por la calle: “Y esto, ¿por qué es?”.

Lo importante, en resumen, es que se acuerden de uno y que todos tenemos derecho a nuestro cuarto de hora de fama y a nuestras dos generaciones de memoria. Uno espera que de él se acuerden por lo menos sus hijos y sus nietos, y no entiende por qué hay que acordarse de Sant Donís durante más de seiscientos años: unos tanto y otros tan poco. ¿Qué tiene él que no tenga yo? Porque si es por lo de las frutitas, yo también podría instituir que el día de mi cumpleaños las parejas, por ejemplo, se embadurnasen el uno al otro con Nocilla y…Vale, sí, pero seguro que sería más entretenido que forrarse a mazapán. A lo que voy es que la memoria para el que se la trabaja, caramba, y que se reparta por igual. Pero como yo no tengo hijos ni por imperativo legal, lo que me queda es esperar que de mi cumple se acuerden mis sobrinos y si no es mucho pedir también los hijos de Laura si es que se les queda el aquel de asociar el cumpleaños de su madre con el mío.

Creo que, en el fondo, este bajón anímico tiene que ver con todas estas elucubraciones sobre el futuro. Es curioso: llevo unas semanas dándoos la matraca con mis antepasados justo cuando a mí los me preocupan son mis descendientes. Yo tenía pensado hacerme millonario, pero me contengo porque no sé a quién dejárselo. Podría encargar misas por mí durante los próximos quinientos años, pero esta idea esconde una dificultad lógica irresoluble o aporía: quien invierte en cosas tan tontas no se hace nunca millonario. Si eso diera dinero, los concejales de urbanismo se meterían todos a párroco. Yo creo que estos desórdenes -que me tienen el blog un tanto abandonao- son los primeros avisos de eso que se llama Síndrome de Hauser-DuFay, vulgo Crisis de los Cuarenta. Normalmente, cuando me dan estos bajones -que los noto en que voy dejando los calzoncillos sucios tirados por todos los rincones de la casa: en relación directa, o sea, a más calzoncillos, más bajón- me los arreglo, digo, comiendo chocolate de forma compulsiva. Pero esta vez, siguiendo los consejos del amigo Paul citado supra, me dedicaré a hurgar en la llaga con entusiasmo y dedicación. Ya os contaré los resultados. O no, si son buenos.

martes, 5 de diciembre de 2006

Ha habido una pequeña interrupción en el posteo, no sé si lo habréis notado. No ha sido por pereza ni por circunstancias de la vida: simplemente, tenía ganas de dedicar mi tiempo a otras cosas. Espero que mis lectores no se ofendan, pero tendrán que reconocer que el gusto por cambiar de actividad es bastante habitual en el género humano y, aún diría más, es algo muy arraigado en mi familia, que -obviamente- también lo es. Humana, quiero decir. Yo ya he cambiado de trabajo alguna vez y dado algunos giros a mi vida -no digo que todos acertados: algún día os contaré mi fantasía de que el tiempo retrocede. Tengo una prima -más valiente que yo- que acaba de hacer algo parecido, y no sólo con su trabajo. Y aquí viene a cuento el de mi bisabuelo, que también cambió de profesión cuando ya se aburría de la que tenía, y eso que ya era padre y comía huevos. Este don Esteban, que en el pueblo tiene calle y es un nombre troncal de la familia, era médico en esos pueblos de Dios en los que había que ir a caballo a hacer las visitas a domicilio, pero se ve que se aburrió de hacer siempre lo mismo o es que quiso un oficio más tranquilo. El caso es que pensó en hacerse farmacéutico, y de ahí a lograrlo no hubo más que estudiar en casa a ratos y marcharse a Madrid a los exámenes. Y aquí el cuento toma un camino interesante y enlaza con acontecimientos graves de la historia, porque el hombre, en vez de cambiar de vida, por poco no se la deja en la calle un treinta y uno de mayo de mil novecientos seis. En la Mayor, exactamente, porque muy cerquita le explotó la bomba que Mateo Morral dejó caer por la ventana con la indisimulada intención de matar al rey y acabó matando de rebote -literalmente- a unos cuantos que estaban por allí mirando el desfile. Al rey y a la reina no les pasó , y eso es lo malo de los magnicidios a bulto, que acaban pagando el pato los que no son magnos ni mucho menos. Hombre, es cierto que allí estaban mirando y se dice que la curiosidad puede matar, pero no creo yo que se mereciesen ese trato. Al fin y al cabo, la boda de un rey en ejercicio es algo difícil de ver y hasta el republicano más convencido hubiera -también lo estoy- dejado la conspiración por un momento para ver pasar la comitiva.

Bueno, pues estábamos en que la cosa le explotó cerca, ya podéis imaginar, y hasta algo de sangre debió de salpicarle. Pero la que se le quedó en la camisa y le costó tanto de lavar en la pensión se le puso ahí porque, pasado el susto y mientras el pánico cundía -¿qué otra cosa podía hacer el pánico?- arremangósela y en medio del caos en esa fecha memorable atendió a los que fueron oficialmente sus últimos pacientes como médico. Bueno, en realidad, nunca dejó de hacerlo, porque en el fondo de la rebotica del pueblo, entre partidas de cartas con las fuerzas vivas, nunca dejó de ejercer la medicina como acto de caridad. Es por eso que tiene calle, ya digo, y lo del entierro que diré después: por el buen recuerdo que dejó. Tengo un recorte del periódico local que habla de eso. El caso es que allí estuvo él, una especie de SAMUR improvisado y adelantado al tiempo, metido en harina y en sangre de espectador. Dicen que era muy modesto y no gustaba de presumir. Lo suyo, ya digo, a partir de entonces, fueron la rebotica, el vivir tranquilo y el vestir blusa negra de llaurador por encima del traje y la corbata. No creo que el rey supiera de eso aquel mismo día, ni aquella misma noche, claro, que más ocupado estaría él en cumplir con sus ineludibles tareas de Estado, pero ahí está la medalla que un tiempo después le concedió por su heroico comportamiento. Mateo Morral murió un par de días después llevándose un guardia por delante, pero no voy a contar eso ahora porque no sé nada más que lo que acabo de mirar en la Wikipedia, para qué nos vamos a engañar. Lo que sí sé es que después de aquello se quedó por muchos años la costumbre de decirle ¡Tú, Morral! a alguno que hubiera hecho una barbaridad. Esto me lo contó un señor que no era de la familia pero sí muy viejecito y anarquista todo él. Total, que mi bisabuelo se murió en el cuarenta y dos y todo el pueblo fue al entierro, cuentan las crónicas, pero no por agradecerle lo de treinta y seis años antes, sino lo de todos los de después. Es que cuenta más una vida honesta que un momento heroico. Así parece y debe de ser cierto, pero esa máxima moral no es un consuelo para los que somos cobardes en el momento preciso y también a largo plazo: yo, como ya he asumido que valiente no soy ni seré y mucho me cuido de las ocasiones de ser héroe, tengo gran estima por este nobilísimo antecedente.

Esto me recuerda que al principio hablaba yo de cambios y resulta que me van a enviar a trabajar vaya usted a saber dónde, aunque yo sospecho que será, poco más o menos, a fer la mà o por esa zona. Así que voy a llamar a la comunidad autónoma para ver si la heroicidad del bisabuelo me puntúa para el concurso de traslados, y a la SGAE para preguntar si, llegado el momento, podría fotocopiar la medalla para incluirla en mi expediente. Que recién cumplidos los cien años del asunto, quizá ya hayan caducado los derechos de autor de la Casa Real, los de Morral, y que en paz descansen todos. Por quien más lo siento, por cierto, es por aquel guardia que sólo pasaba por allí. Ya se ve que morir es cuestión de pasar por allí. En la Espasa pone su nombre.