Yo, como es sabido, no soy amigo de frases hechas y prefiero hacérmelas en casa; pero hay que reconocer que nunca está de más el tener a mano una o dos que puedan sacarte de un apuro. Y ésta es la ocasión, qué duda cabe, pues nunca pude imaginar que un modesto blogger como yo pudiera estar en el candelabro tanto como lo estoy ahora. Ahí queda la frasecita porque yo no doy más de mí. ¡Ironías del destino! ¡Mira que habré suspirado porque este blog se leyera en todas partes y recibiera la atención de doctos y profanos! Y sin embargo, ahora que soy profusamente comentado, me encuentro al borde del ataque de nervios. ¡Amargo descubrimiento el de la fama! A nadie se le escapa que la fama cuesta y que se puede empezar a pagar, por ejemplo, con sudor, pero no podía imaginar que en poco tiempo mi vida pudiera dar este vuelco. ¡Trece comments, trece! Y un amigo que me confiesa que se ha leído todo el blog de un tirón sin que haya podido apreciar efectos secundarios dignos de mención. De veras que ahora, con toda esta agitación, me siento más que nunca solidario con los famosos, esas pobres gentes cuya intimidad es sistemáticamente conculcada. Es duro, además, ser modesto cuando se pelean por ti: te sube el ego más que a las hipotecas el euribor, la verdad, y te miras mucho en los espejos. Me siento mujer objeto, para que todos lo entiendan, y este es un sentimiento que me tiene muy confuso, por lo impropio del mismo.
Y no es que me duelan los electroazotes que estoy recibiendo ni los que los oyentes se atizan entre sí: lo que pasa es que es difícil convivir con el éxito. Tampoco es que me pase como a Pecas Patty cuando una mariposa se posó en su nariz y le dejó un mensaje para
Hablando de tipos humanos, nunca ha dejado de sorprenderme este amigo que se leyó el blog entero y a palo seco. Su mujer es necesariamente una santa, y con eso queda todo dicho. Ahora, eso sí, hay que alabarle la capacidad de resistencia, de la que esta última proeza viene a ser un nuevo y espeluznante testimonio. Recuerdo otro no menos chocante: quedamos él y yo un día para hacer deporte, y eso es lo que tiene de chocante. Lo que no me extrañó fue que anduviera fumando como un carretero hasta el mismo instante de dar la primera zancada en la pista de atletismo. Confieso que me sentí un tanto humillado cuando, a las primeras de cambio, me dejó clavado en el suelo igual que hacía el gran Induráin con sus rivales, aunque -puestos a confesar- esperaba con legítima rabia que reventara por todas sus costuras en el momento menos pensado. Pero, no: allí se mantuvo dándole que te pego vueltas al circuito con una regularidad que ni las válvulas del Titanic, mientras yo, hundidas más de tres cuartas partes de mi volumen, echaba el bofe por esas esquinas de Dios. Diréis que las pistas de atletismo no tienen esquinas, pero a la sublimidad de mi arte eso qué más le da. Salí de allí humillado en lo personal y confundido en lo sanitario, pues durante un tiempo estuve preguntándome si no sería mentira eso de que el tabaco da cáncer: parecía, visto lo visto, que daba más energía un paquete de Ducados que tres botes de ColaCao. Afortunadamente, encajé bien el golpe y no me puse a fumar ni volví a hacer deporte en muchos años.
Ambas cosas por pereza, es evidente.