martes, 21 de agosto de 2007

¡Saga!
(Cuatro)
Un día, en tierra extraña, oímos una frase vagamente familiar. “¡Callar todos!”, dije yo y la siguiente frase se oyó: “Però, què s´ha fet del gos?”. No es lo que parece: es que determinada combinación de palabras feroesas suena más o menos así. Es un idioma tan difícil que nosotros, políglotas curtidos en mil viajes, no pudimos esta vez pasar del “Muchas gracias” y nos daba miedo intentar cualquier otra frase, no fuera que dijésemos sin querer alguna inconveniencia. Un tipo quiso decirnos lo que sabía en castellano -total, eran dos frases- y resultó que la primera era “Yo hablo con Dios todos los días” y la segunda “¿Cuánto vale una noche, señorita?. Vosotros tampoco os hubierais quedado a preguntarle dónde había aprendido a decir eso: no es conveniente darle cancha, a las seis y media de la mañana, a un tipo grande, alcoholizado y vikingo, que se acerca a darte palique en una estación de autobuses.
La suiza, el chubasquero y el follón del ventisquero. Más vale barcos sin saga que saga sin barcos, como dijo el otro, así que en uno pequeño y rápido nos fuimos, de buena mañana, a la Isla de los Pájaros. No nos inspira, a decir verdad, la contemplación de la naturaleza, pero tanto y tan bien hablaba de ella nuestra lonelyplanet que tuvimos miedo de no sacarle al viaje todo el jugo posible y eso -dijo Scrooge- es lo mismo que perder dinero. Santo varón. De modo que al final pasamos un extraño día entre nubes indecisas -ahora vengo, ahora me voy- y un montón de acantilados tan forrados de pájaros como mi carpeta colegial lo estuvo de Airon-Fix o como nosotros con nuestros abrigos islandeses, guantes feroeses y gorro de lana español. También había una ecologista suiza (guapa, lista y rubia, máster -la tía- en Medio Ambiente) a la que quisimos dar conversación e impresionar simulando que el frío no nos afectaba, pero ella en seguida nos contó que venía de observar osos polares allí donde en verano no se pone el sol, y con eso ya nos dejó atónitos y sin nada que decir.
Tocado en no se sabe qué fibra sensible, accedió Mr. Scrooge a invitarla a una taza de té (sin pastas) y ella, agradecida, nos contó tantas y tales cosas sobre la degradación del medio que por un instante nos dio mal rollo ser turistas -con lo que eso ensucia, por favor- y no nos atrevimos a contarle que tenemos un apartamento en pleno parque natural. Pepito, por no arruinar sus posibilidades antes de lo acostumbrado, exigió silencio absoluto sobre el tema y se declaró, en cambio ardiente partidario del reciclaje de basuras y del plástico biodegradable. Las nubes, indecisas -ahora lluevo, ahora no lluevo-, y nosotros sacando y guardando el chubasquero.
Comíamos, la chica enumeraba -con tanta gracia que todas las catástrofes naturales nos parecían pocas- los males a los que nos veremos expuestos como esto siga así, con tanto humo y tanto plástico, y el currículum imaginario y ecologista de Pepito crecía tanto que le hubiera valido la dirección general de Greenpeace, como mínimo, de haberla solicitado. Las nubes, indecisas -ahora nublo, ahora despejo-, y yo harto de tanto plegar y desplegar el chubasquero.
Lo malo de sentarse en la cumbre de una isla en pendiente pronunciada y salida al mar en pavoroso acantilado es que no acaba de estar uno del todo cómodo: un descuido y te conviertes en comida de aves, si es que te encuentran y descontando las que hubieras chafado en la caída. No he logrado saber qué le empujó al suicidio, si la pena provocada al advertir el hartazgo que aquel día me causaba o la humillación de saberse hecho del plástico menos biodegradable que se pueda imaginar; quizá el vértigo, quizá la fuerza del lado oscuro: el caso es que mi chubasquero -de esos que se guardan en su propio bolsillo- por su cuenta y sin pedir permiso inició el mortal descenso a los abismos. No lo vi caer: sólo vi que ella echaba a correr ladera abajo y me pregunté por qué prefieren todas la muerte a charlar conmigo. Iba a decirle -total, nada- que allí me tenía, dispuesto a cambiar mi barraca por un chalet y llamar Heidi -y no Amparo ni Vicente- a nuestros hijos. Y no era ser iluso, no, pues ella me había dado pie al aceptar, sin remilgos, unas rosquilletas con pipas que guardaba yo, como recuerdo de mi tierra, en la mochila. Fue la fatalidad la que rompió mi sueño, que en el mismo instante en que ella, como empujada por un resorte, se fue corriendo detrás del chubasquero, se convirtió en pesadilla: ya no más panoramas alpinos, sino mi hermosa ecologista que caía al mar, precipicio abajo, amorosamente apartando pajarillos con una mano, con otra esforzándose en alcanzar mi chubasquero antes de que llegara al mar y con la otra (es una pesadilla, ¿no?) acusándome a mí -pérfido contaminador de las aguas- de haber comprado la prenda más chunga de la tienda, que dentro de mil años aún flotará por esos mares.
Incluso el vizconde reconocerá, si le preguntáis, que Pepito estuvo entonces acertadísimo: virilmente pero con cuidado la agarró del brazo y le dijo que no se pusiera en peligro, pues ella valía más que cualquier chubasquero. De todas formas, de nada le valió la finesse: en Ginebra había nobvio. Mr. Scrooge no quiso comprarnos otro ni dejó de mirar desde aquel día en cada playa, por si acaso las corrientes. Aún no ha perdido la esperanza de encontrarlo ni yo de que Dios lo haya perdonado, biodegradado y lo tenga junto a Él.
Así sea.

miércoles, 15 de agosto de 2007

¡Saga!
(Tres)
Yo, mediterráneo de mí, que algún día de verano tengo pasado en Bronchales, pensaba enfrentarme al frío y a la lluvia con ese recuerdo, una rebequita y un chubasquero, pues -oye- es verano, ¿no?, y calor, según mi forma de ver las cosas, tenía que hacer. Sólo os diré, de momento, que afortunadamente encontré en el duty free, entre chocolatinas y botellas de vodka, unas prendas de abrigo islandesas que me salvaron la vida. Con ellas ya podía uno sentarse sin perecer en las sillas de cubierta, al abrigo del viento entre mamparas de vidrio, puestas allí porque incluso estas razas habituadas al frío agradecen un poquito de resguardo. Y a veces, si el sol salía un rato, podía uno llegar a imaginar que estaba en un invernadero flotante o viviendo una aventura tropical, las mamparas deteniendo el viento y las sillas de madera made in Thailand; será por eso, por la fuerza de la sugestión, que pude conservar la sangre fría al descubrir un día una crisálida gigante mirando el mar, un capullo de seda monstruoso sentado a escasos centímetros de mí: al fin y al cabo -pensé- ¿no son los bichos tropicales siempre de tamaño descomunal?. Conteniendo la respiración, planeé alejarme de allí despacito y sin hacer ruido, y sin sembrar el pánico informar al capitán de que teníamos a bordo invasión de mutantes. Pero justo a tiempo una mano de apariencia humana asomó entre los pliegues de la cosa y, observándola mejor, comprobé con alivio y asombro que se trataba de uno de estos mochileros que sin miedo al qué dirán se había sentado allí, a mi lado -no había otro- metido en su saco de dormir, y que el humo salía del hornillo en el que se iba a calentar una sopa de sobre. “Esta persona sabe viajar”, dijo Mr. Scrooge con admiración y cálculo; pero los demás, para reponernos, nos fuimos con el vizconde a comer al restaurante. Y allí, por la ventana, vimos por primera vez una plataforma petrolífera. Pero esa es otra historia.
La tentación que nos rodea. El vizconde casi muere, apenas desembarcado, de vergüenza. Jamás nos habían hecho abrir las maletas en una aduana, así que en ningún momento temió Mr. Scrooge que le iban a pillar la manta que había robado en el Norröna. Es que en las cuchetas, además de la estrechez, uno sentía frío y las prendas islandesas, aunque eficaces, eran incómodas para dormir. Estos tipos del barco, que se las saben todas, alquilaban mantas y toallas a los olvidadizos y a los necesitados. A Scrooge le pareció excesivo tener que pagar cincuenta coronas danesas por alquiler de manta, pero –como es más fuerte a veces, incluso en él, el instinto de conservación que el reflejo de puño prieto- accedió a gastárselas a condición de llevársela con él y así amortizar el gasto. El vizconde alegó respeto al particular modus operandi nórdico, basado en que nadie es un chorizo mientras no se demuestre lo contrario; que es una pena traicionar esa confianza y que más nos valdría a los del sur aprender de los del norte, que se encuentran un bolso en el autobús y lo entregan enterito al conductor (esto nos lo contó entre lágrimas de pena un sevillano afincado en Suecia, recordando el día en que él hizo, por primera vez, lo mismo, y sintió que el cambio ya era irreversible); pero como el resto de la expedición, dolida por el abuso coronario y a la vez respetuosa con la autoridad moral del vizconde, se abstuvo, quedó acordado que podía Scrooge hacer lo que quisiera, siempre que corriese él con las consecuencias. Aunque esto último no lo respetase el funcionario y su mirada de reprobación -pues las mantas del Norröna son inconfundibles, y más para un aduanero feroés- nos abarcase a todos por igual.
Pero la tentación de llevarse cositas es insuperable cuando se viaja y al final, en las maletas, aunque devolvimos la manta, hubierais encontrado una toalla, un par de botellas de champú, un lápiz, una llave y algún que otro objeto menor. Así somos los turistas.
Fantasía feroesa. Acordamos, por aquello de aprovechar el tiempo, estirar las piernas y olvidar por unos días las cuchetas del Norröna, y también por dar al vizconde la ocasión de olvidar la afrenta aduanera, hacer una excursión. Apasionado de los paseos por el monte como buen aristócrata de raíz británica -¡cuánto lamentó, por cierto, haberse dejado en palacio las acuarelas!-, creyó conveniente desplegar su mejor educación ante el mostrador de información turística. Él piensa que así, con amabilidad, se le abren todas las puertas, y Pepito Fantasías, que le envidia la habilidad, se imagina que si la tuviera él no habría camarera, cajera o dependienta, nórdica o no, que se le resistiera. Pero esta feroesa que al principio sonreía, luego sin decirnos nada se asomó por la ventana: creímos que no nos había visto o que quizá intentaba disimular. Pero no: es que había mirado el monte, antes de contestar, para saber, evaluando la acumulación de nubes en la cima, si iba a llover mucho o poco. Que llovería, por tanto, no cabía duda.
Dos horitas de nada por un sendero fácil, sí, pero yo nunca lo hubiera recorrido solo. Me da mucho miedo el mundo sin asfaltar y cualquier ruido me parece una amenaza. Un ladrido lejano es -seguramente- de un perro que viene a morderme y en la Albufera me parece que las llisas van a saltar del agua para morderme en la yugular. No fui, sin embargo, el único que tuvo miedo de que, viendo que el sol empezaba a ponerse, la noche nos cogiera en mitad del monte. Hubo reunión y acuerdo: no sabíamos aún que a esas latitudes, en verano, a la una de la madrugada puedes leer un libro en tu cuarto sin encender la luz; de modo que predominó el temor y dimos media vuelta. El paseo, al menos, estaba siendo bonito y a Kirkjubø, en el fondo, siempre podíamos ir en autobús. Ya contaremos cómo, en ese segundo intento, perdimos el último autobús y el camino de vuelta al final lo hicimos a pie. De animales, por suerte, ni rastro. Será por eso, por la tranquilidad interrumpida, que casi nos da un infarto al oír, de repente, un trote acercándose a nosotros por detrás. Nos apretamos unos contra otros, como buenos cobardes, esperando con los ojos cerrados y la respiración contenida que el golpe -o el mordisco- cayese por donde fuese la voluntad del Señor. El tiempo pasaba, nadie se movía y el trote se acercaba, pero el golpe no llegaba. Debió ser por el olfato: el caso es que Pepito Fantasías abrió los ojos el primero y vio, encantado, una joven feroesa, con los auriculares puestos, que descendía la misma colina que nosotros, pero corriendo, saltando de roca en roca y cantando una canción. Nosotros, como Alicia, andando con mucho cuidado y ella, como el conejo blanco, corriendo como alma que lleva el diablo, pero tan contenta. Tenía que ser Pepito Fantasías el que abriera la boca, al verla tan bonica. “¿Has hecho todo el camino así?”. Y la chica se detuvo, se destapó las orejas y nos dijo que no, que es que ahora tenía prisa. “¿Vienes de hacer una excursión?”. Y nos contestó que no, que venía de ver a su abuelita que vive en Kirkjubø. Y ahora me pongo de pie para juraros por Perrault que nos dijo eso, que estaba en el monte porque venía de ver a su abuelita que vivía lejos de la ciudad. Cestita no llevaba, eso sí; es que ahora llevan mp3. El vizconde, según me contó después, temía que a continuación Pepito dijera “Hola mi amor, yo soy tu lobo”, pero es que incluso él se quedó tan sorprendido por la respuesta que sólo acertó a decir: “¿Y no te conviene más ir en autobús?”.
Tenéis suerte con el tiempo”, nos dijo, y volvió a taparse las orejas y se alejó cantando. Un balido de oveja nos sacó del pasmo y corriendo corriendo -por si había más ovejas sueltas- reemprendimos el camino de vuelta. Mientras estuvo en las calles de Tórshavn, Pepito Fantasías nunca perdió la esperanza de que una mano y una vocecita, desde una casa, le mandaran un saludo y le propusieran hacer de nuevo la excursión. El vizconde, incapaz de superar la humillación de la aduana y recordando el catálogo de objetos “descuidados”, temía, por el contrario, escuchar una imaginaria voz real que ordenara “¡Que les corten la cabeza!”.
Besos.

domingo, 12 de agosto de 2007

¡Saga!
(Dos)
Nos fuimos, llenos de esperanza y valor…y, hala, que la saga siga. En algún sitio leímos que Colón estuvo en Islandia, en uno de sus viajes menos famosos y antes del pelotazo que el buen hombre pegó. (Íbamos a llamarlo braguetazo, considerando que triunfó gracias a un golpe de huevo, pero la verdad es que pronto descartamos la idea, por soez y por respeto a la sensibilidad de nuestros lectores). Hala, pues. Son cosas del comercio -el viaje de Colón- y del turismo -el nuestro-, pero, como a veces nos da por el lado romántico, quisimos embarcarnos también y probar un poquito de la ruta vikinga. Total, que ellos, Cristóbal y nosotros, todos por el mismo camino. Así que, ya veis, tanto jaleo con el avión y todo por culpa de un barco.
Las cuchetas del Norröna. Normalmente -es marca de fábrica- disimulamos nuestra portentosa erudición, esa que nos llevó una vez a plantearnos muy seriamente el convertirnos en jugadores profesionales de Trivial Pursuit. Pero nos lo pensamos mejor al considerar que en el peor momento han solido venirnos con una pregunta de deporte que nos ha dejado con un palmo de narices a otro de conseguir el quesito. En fin, que no sabemos tantas cosas como aquel maestro de Historias de la radio, que aquello si que era saber. Será por eso que ahora nos reconforta dejar de lado -por una vez- la modestia y decir que embarcar y pensar en Julio Cortázar fue todo uno. A ver: teníamos el billete más barato, el que da derecho a dormir en un cuarto de tres literas de tres alturas cada una (nueve viajeros pobres o roñosos, si no nos fallan las cuentas y aprovechando que Mr. Scrooge, que también vino y las hizo, no nos oye). Couchettes, las llaman, están en la segunda cubierta -por debajo de otras dos de garaje y de la línea de flotación- y uno se sentiría como un extra de Titanic si no fuera porque también se pueden llamar cuchetas. Ahí quedan expuestos los datos del problema literario o del toque pedante, según. Aunque una imagen vale más que mil palabras, ya se sabe, y por eso salen en mi flickr. Me falta, para que cuadren las cuentas, decir que allí, por primera vez en mi vida, dormí más cerca del techo que del suelo. Bastante más cerca, de hecho, tanto que he de agradecer a quien corresponda no haberme levantado de un sobresalto mientras dormía, que entonces yo -volviendo a Titanic- no hubiera muerto ahogado, sino de conmoción cerebral.
Ya se dirá en su momento, pero la verdad es que la travesía nos desilusionó por aburrida, en un ferry en el que, además de iniciarse uno en el contorsionismo para entrar en la cucheta, podía también pasear por las cubiertas exteriores y gastarse el dinero en el buffet, en el pub, en el cafeteria o en el duty free. Nosotros nos compramos ropa de abrigo en este para poder aguantar en aquellas. El resultado es que a las pocas horas se le ha pasado el romanticismo y siente un poco menos de pena por aquellos marinos de antes que se pasaban la vida baldeando la cubierta, bebiendo ron y pasando por debajo de la quilla. Duro, si queréis, pero entretenido, que es lo que buscamos los turistas.
La tropa se alimenta. Un buffet es siempre un lugar complicado porque uno nunca sabe cuánta comida ponerse ni cuántas veces volverse a servir. Pero los buffet del Norröna, compañeros, donde desayunábamos largo y tendido, han tenido una importancia definitiva en esta aventura que os cuento -si no en mi vida entera, porque en ellos nos conocimos todos y desde entonces viajamos juntos, por Escandinavia y quien sabe si por los años y viajes que nos quedan. No había terminado de pagar la entrada el primer día cuando ya estaba Pepito Fantasías indicándome por señas -poco discretas, por cierto- en qué mesa deberíamos sentarnos. A él, afamado experto en localizar mesas con vistas a nórdica o extranjera de buen ver, no le intrigaba, como a mí, que en estos desayunos nórdicos de buffet no pongan nunca leche caliente -misterio- y las cucharitas del café sean de plástico. Suelo hacerle caso en estas cosas, quizá -aunque ya no comparta sus esperanzas- por admiración a su espíritu incansable; pero esa primera mañana me sentí inclinado a seguir a un tipo que también buscaba mesa, pero de un modo distinto. En sus ojos no encontrabas esa mirada lúbrica del otro cuando mira a las vikingas, sino un no sé qué de preocupación y desamparo que me empujó a sentarme a su mesa. Me recibió amablemente y nos presentamos: él, Pepito Biodramina en el siglo, necesitaba sentarse en el mismo sentido de avance del barco y se hallaba sorprendidísimo de que en un armatoste como aquel, de ocho pisos de altura, se notara el vaivén de las olas. Para cuando el otro se dio cuenta, una vez más, de que la Barbie elegida viajaba con su Ken -“Como todas”, me dijo Biodramina, hombre avisado, sabedor, como yo, de que estas mujeres siempre tienen novio, que no cabe esperar otra cosa y que el asunto es tan evidente que a esta clase de novios guapos, altos y atractivos, rivales tan inevitables que es absurdo dudar de su existencia, conviene llamarlos nobvios-, ya había entre nosotros una amistad de las de toda la vida, cimentada en la experiencia de no poder apoyar la vista en letra impresa mientras viajamos en coche, autobús, avión o tren sin sentir que el estómago se nos sale por la boca. Y ya nunca nos separamos. Vivimos, por ejemplo, una aventura extraordinaria en el barco del correo de Fugloy. Pero eso es otra historia.
Ya digo que me resulta difícil estar en un buffet porque me parece que a la tercera vez que me levanto ya empiezan todos a murmurar. Pero el desayuno es mi comida favorita y me resulta difícil resistir la tentación de tanto bollo y tanta mermelada ahí expuestos y al alcance de la mano, engañosamente gratuitos. Pepito Fantasías no tiene ese problema: se levanta cuantas veces haga falta, pero no para llenar -aunque, como si fuera un daño colateral, termina pasándole- estómago y plato, sino para poder observar de nuevo el panorama. Como a cada descubrimiento sigue su desilusión, tengo para mí que cada ración de desayuno le sirve de consuelo, y así entra en un círculo vicioso (búsqueda-hallazgo-desilusión-comida-nueva búsqueda) del que sólo sale cuando empieza a encontrarse malo. Esta forma de comportarse le parece deplorable al Vizconde de Cul-cagat -a quien de paso os presento, viajero y miembro del grupo-, que al poco de haberse sentado a mi lado ya me estaba diciendo: “Mírelo usted: ya es la tercera vez que se sirve croissants (sic)!”, y era como si me hubiera sentado a desayunar entre Don Carnal y Doña Cuaresma. Él llevaba una tostada, un par de rebanadas de tomate y, por bebidas, un zumo de naranja y un café, desayuno frugal y aristocrático -por lo discreto, pues precisa de un solo viaje-, que tiene el inconveniente de irritar mucho a Mr. Scrooge, compañero de viaje alguna vez ya mencionado. Yo, a la vez hambriento y vergonzante, no sabía si comer más o quedar bien. Volvió Pepito Fantasías, medio lleno, medio enamorado. Quise cogerle algo del plato, pero la explícita mirada del vizconde me congeló en el movimiento. No se movía ni un ápice Biodramina, seguramente prefiriendo pasar hambre a vomitar. Vino un camarero a retirar los platos, que no eran pocos, y el vizconde exclamó: “¡Con qué cara nos ha mirado!”. “¡Qué cara ni qué niño muerto!” -Mr. Scrooge, tarde o temprano, había de saltar, pensé- ¡Sólo nos salen las cuentas si comemos hasta reventar!”. Nos miraron los de la mesa de al lado, que eran, por cierto, nórdica y acompañante, con lo cual todos agachamos la cabeza avergonzados, aunque por motivos diferentes, y así encontró Scrooge la ocasión para seguir: “Y hay que ponerse bocadillos para comer”. Así sea.
Se salió con la suya, pues, y nosotros después a la cubierta a pasear, por aquello de digerir el atracón. El vizconde buscaba las zonas menos concurridas, por la vergüenza; Biodramina, las menos movidas, por miedo al reflujo; Fantasías, las más concurridas y yo, dándome igual unas que otras, escuchaba a Scrooge que venía detrás refunfuñando: “Sí, pero aún podíamos haber comido más”.
Y lo demás es otra historia. Hasta que llegue, un beso.