miércoles, 15 de agosto de 2007

¡Saga!
(Tres)
Yo, mediterráneo de mí, que algún día de verano tengo pasado en Bronchales, pensaba enfrentarme al frío y a la lluvia con ese recuerdo, una rebequita y un chubasquero, pues -oye- es verano, ¿no?, y calor, según mi forma de ver las cosas, tenía que hacer. Sólo os diré, de momento, que afortunadamente encontré en el duty free, entre chocolatinas y botellas de vodka, unas prendas de abrigo islandesas que me salvaron la vida. Con ellas ya podía uno sentarse sin perecer en las sillas de cubierta, al abrigo del viento entre mamparas de vidrio, puestas allí porque incluso estas razas habituadas al frío agradecen un poquito de resguardo. Y a veces, si el sol salía un rato, podía uno llegar a imaginar que estaba en un invernadero flotante o viviendo una aventura tropical, las mamparas deteniendo el viento y las sillas de madera made in Thailand; será por eso, por la fuerza de la sugestión, que pude conservar la sangre fría al descubrir un día una crisálida gigante mirando el mar, un capullo de seda monstruoso sentado a escasos centímetros de mí: al fin y al cabo -pensé- ¿no son los bichos tropicales siempre de tamaño descomunal?. Conteniendo la respiración, planeé alejarme de allí despacito y sin hacer ruido, y sin sembrar el pánico informar al capitán de que teníamos a bordo invasión de mutantes. Pero justo a tiempo una mano de apariencia humana asomó entre los pliegues de la cosa y, observándola mejor, comprobé con alivio y asombro que se trataba de uno de estos mochileros que sin miedo al qué dirán se había sentado allí, a mi lado -no había otro- metido en su saco de dormir, y que el humo salía del hornillo en el que se iba a calentar una sopa de sobre. “Esta persona sabe viajar”, dijo Mr. Scrooge con admiración y cálculo; pero los demás, para reponernos, nos fuimos con el vizconde a comer al restaurante. Y allí, por la ventana, vimos por primera vez una plataforma petrolífera. Pero esa es otra historia.
La tentación que nos rodea. El vizconde casi muere, apenas desembarcado, de vergüenza. Jamás nos habían hecho abrir las maletas en una aduana, así que en ningún momento temió Mr. Scrooge que le iban a pillar la manta que había robado en el Norröna. Es que en las cuchetas, además de la estrechez, uno sentía frío y las prendas islandesas, aunque eficaces, eran incómodas para dormir. Estos tipos del barco, que se las saben todas, alquilaban mantas y toallas a los olvidadizos y a los necesitados. A Scrooge le pareció excesivo tener que pagar cincuenta coronas danesas por alquiler de manta, pero –como es más fuerte a veces, incluso en él, el instinto de conservación que el reflejo de puño prieto- accedió a gastárselas a condición de llevársela con él y así amortizar el gasto. El vizconde alegó respeto al particular modus operandi nórdico, basado en que nadie es un chorizo mientras no se demuestre lo contrario; que es una pena traicionar esa confianza y que más nos valdría a los del sur aprender de los del norte, que se encuentran un bolso en el autobús y lo entregan enterito al conductor (esto nos lo contó entre lágrimas de pena un sevillano afincado en Suecia, recordando el día en que él hizo, por primera vez, lo mismo, y sintió que el cambio ya era irreversible); pero como el resto de la expedición, dolida por el abuso coronario y a la vez respetuosa con la autoridad moral del vizconde, se abstuvo, quedó acordado que podía Scrooge hacer lo que quisiera, siempre que corriese él con las consecuencias. Aunque esto último no lo respetase el funcionario y su mirada de reprobación -pues las mantas del Norröna son inconfundibles, y más para un aduanero feroés- nos abarcase a todos por igual.
Pero la tentación de llevarse cositas es insuperable cuando se viaja y al final, en las maletas, aunque devolvimos la manta, hubierais encontrado una toalla, un par de botellas de champú, un lápiz, una llave y algún que otro objeto menor. Así somos los turistas.
Fantasía feroesa. Acordamos, por aquello de aprovechar el tiempo, estirar las piernas y olvidar por unos días las cuchetas del Norröna, y también por dar al vizconde la ocasión de olvidar la afrenta aduanera, hacer una excursión. Apasionado de los paseos por el monte como buen aristócrata de raíz británica -¡cuánto lamentó, por cierto, haberse dejado en palacio las acuarelas!-, creyó conveniente desplegar su mejor educación ante el mostrador de información turística. Él piensa que así, con amabilidad, se le abren todas las puertas, y Pepito Fantasías, que le envidia la habilidad, se imagina que si la tuviera él no habría camarera, cajera o dependienta, nórdica o no, que se le resistiera. Pero esta feroesa que al principio sonreía, luego sin decirnos nada se asomó por la ventana: creímos que no nos había visto o que quizá intentaba disimular. Pero no: es que había mirado el monte, antes de contestar, para saber, evaluando la acumulación de nubes en la cima, si iba a llover mucho o poco. Que llovería, por tanto, no cabía duda.
Dos horitas de nada por un sendero fácil, sí, pero yo nunca lo hubiera recorrido solo. Me da mucho miedo el mundo sin asfaltar y cualquier ruido me parece una amenaza. Un ladrido lejano es -seguramente- de un perro que viene a morderme y en la Albufera me parece que las llisas van a saltar del agua para morderme en la yugular. No fui, sin embargo, el único que tuvo miedo de que, viendo que el sol empezaba a ponerse, la noche nos cogiera en mitad del monte. Hubo reunión y acuerdo: no sabíamos aún que a esas latitudes, en verano, a la una de la madrugada puedes leer un libro en tu cuarto sin encender la luz; de modo que predominó el temor y dimos media vuelta. El paseo, al menos, estaba siendo bonito y a Kirkjubø, en el fondo, siempre podíamos ir en autobús. Ya contaremos cómo, en ese segundo intento, perdimos el último autobús y el camino de vuelta al final lo hicimos a pie. De animales, por suerte, ni rastro. Será por eso, por la tranquilidad interrumpida, que casi nos da un infarto al oír, de repente, un trote acercándose a nosotros por detrás. Nos apretamos unos contra otros, como buenos cobardes, esperando con los ojos cerrados y la respiración contenida que el golpe -o el mordisco- cayese por donde fuese la voluntad del Señor. El tiempo pasaba, nadie se movía y el trote se acercaba, pero el golpe no llegaba. Debió ser por el olfato: el caso es que Pepito Fantasías abrió los ojos el primero y vio, encantado, una joven feroesa, con los auriculares puestos, que descendía la misma colina que nosotros, pero corriendo, saltando de roca en roca y cantando una canción. Nosotros, como Alicia, andando con mucho cuidado y ella, como el conejo blanco, corriendo como alma que lleva el diablo, pero tan contenta. Tenía que ser Pepito Fantasías el que abriera la boca, al verla tan bonica. “¿Has hecho todo el camino así?”. Y la chica se detuvo, se destapó las orejas y nos dijo que no, que es que ahora tenía prisa. “¿Vienes de hacer una excursión?”. Y nos contestó que no, que venía de ver a su abuelita que vive en Kirkjubø. Y ahora me pongo de pie para juraros por Perrault que nos dijo eso, que estaba en el monte porque venía de ver a su abuelita que vivía lejos de la ciudad. Cestita no llevaba, eso sí; es que ahora llevan mp3. El vizconde, según me contó después, temía que a continuación Pepito dijera “Hola mi amor, yo soy tu lobo”, pero es que incluso él se quedó tan sorprendido por la respuesta que sólo acertó a decir: “¿Y no te conviene más ir en autobús?”.
Tenéis suerte con el tiempo”, nos dijo, y volvió a taparse las orejas y se alejó cantando. Un balido de oveja nos sacó del pasmo y corriendo corriendo -por si había más ovejas sueltas- reemprendimos el camino de vuelta. Mientras estuvo en las calles de Tórshavn, Pepito Fantasías nunca perdió la esperanza de que una mano y una vocecita, desde una casa, le mandaran un saludo y le propusieran hacer de nuevo la excursión. El vizconde, incapaz de superar la humillación de la aduana y recordando el catálogo de objetos “descuidados”, temía, por el contrario, escuchar una imaginaria voz real que ordenara “¡Que les corten la cabeza!”.
Besos.

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