jueves, 25 de febrero de 2010

Panta rei, que dijo el otro con razón, y yo que lo veo cada día en esta encrucijada en la que vivo, que en solamente cuatro kilómetros paso de la olleta al triguico, que es como decir del mundo del arroz al del gazpacho; que me levanto a veces silbando cancioncillas de Joselito y otras me acuesto a los sones del tai chi; que mi vida cotidiana se desarrolla a veces en castellà y a veces en catalán -occidental, of course-, lo que no quita para que haya aprendido a contar hasta seis en coreano. Tiene uno que explicar cosas que no sabe -así es el sistema- y entre ellas se me ha venido encima lo de la evolución, a mí, que soy de esos que se hizo, en cuanto pudo, de letras. Ahora me parece mal, esa división, porque le voy cogiendo cariño a Darwin, pero es lo que hay. Decía lo del famoso adagio porque pensando pensando en cómo explicar el tema a mis alumnos no he podido dejar de ver que lo que es el cambio y la transformación está, si uno se fija, por todas partes y se comprende aquello de "¡Qué estúpido no haberlo pensado antes!".

Dicen que es cuestión de mutaciones y eso es lo que yo voy viendo en tanto trasiego de razas y culturas. Asisto -es un ejemplo- a la mutación que se produce en mi maestro oriental, que nos hace esperar en el tatami porque nadie le arranca del bar de la esquina su almuercito mediomañanero: o sea, que va mutando poco a poco de marcial guerrero en cervecero occidental. No es que me parezca mal, ojo, sino que asisto maravillado al proceso de selección natural. ¿Qué sería -pensad- de un lama fetén en las calles de mi pueblo? ¿Cuántos de ellos habrán sucumbido? ¿Cuántas generaciones de genes mutantes habrán sido necesarias para poner a punto esta mezcla de luchador y almorzador? Quién sabe, y ¡qué de misterios tiene la Madre Naturaleza! Salta a la vista la felicidad de la adaptación, pues tal cual entra por la puerta del tatami, él, que viene del ambiente de los tiradores de cerveza y las portadas del As, imperceptiblemente se transforma en metódico e implacable entrenador de artes marciales, capaz, por lo visto, de pasar en la misma frase del Real Madrid a las sutilezas del manejo catanero.

Los cambios me rodean por doquier, tales que ya quisiera Darwin haber visto las cosas que pasan por aquí. Ya quisiera él, afirmo, haber asistido a la mutación de compañero leal de partido en confeso y maldito traidor que se produce con cierta frecuencia en la política española. No sé, debo reconocer, dónde se halla el secreto de dicha mutación, agazapada en qué rincón, entre sus A y sus T, de la cadena de ADN. El caso es que la feliz traslocación del genoma que nos da la especie del tránsfuga no es cosa rara tampoco en este pueblo en el que vivo, y no paro por ello de dar gracias a las bases nitrogendas implicadas. Las otras bases -las del partido- imagino que no estarán tan contentas. Esta especie de ser vivo, evolución directa del tradicional chaquetero, demuestra ser de gran utilidad en el nicho ecológico que habita pues, para vergüenza de algunos, indignación de incautos y jolgorio de la mayoría, lleva a cabo la muy sana y necesaria operación de aireo de carpetas, archivos, gastos y expedientes. El tránsfuga tiene la virtud de mostrar los trapos sucios de sus antiguos camaradas, y nos ha de hacer felices considerar que, si no fuera por estas repentinas mutaciones, estas benditas equivocaciones de las G o de las C, nunca nos enteraríamos de los secretos que nuestros políticos se guardan entre sí. Lo que nunca la ley ni la decencia podrían conseguir vienen a hacerlo los celos, la codicia y la mala leche, razón por la cual todos los verdaderos demócratas deberían levantar estatuas a los tránsfugas, cubrirles de regalos -que ellos, naturalmente, aceptarán- y prometerles todo tipo de prebendas. Un verdadero demócrata debería, en fin, exigir una específica ley de igualdad para los tránsfugas que estableciese que cualquier candidatura, para ser legal, debe incluir un mínimo de un veinticinco por cien de potenciales traidores al partido. Puede que Roma no les pagara, pero en ello se echa de ver que no era lo suyo democracia fetén ni aún avant la lettre. La evolución del homo politicus, sin embargo, nos ha regalado esta especie de la que las modernas y verdaderas, por el bien de todos, no deberían prescindir.

sábado, 20 de febrero de 2010

Os contaba el otro día mi primera experiencia de tai chi. Pues eso no es nada comparado con las dos clases de taekwondo que llevo ya en el cuerpo -y nunca mejor dicho, a juzgar por los morados y chichones que se le observan-. Es curioso cómo puede usarse para luchar, y no para barrer -que es lo que yo hubiera hecho, motu proprio, con él- un palo que al principio me pareció de escoba. Más de un ama de casa, piensa uno viendo las noticias, debería saber cómo convertirla en arma, la verdad. Quizá sería cuestión de elaborar un "taekwondo del hogar" como método de defensa personal. Será cosa de pensarlo, aunque también es cierto que, armas, no es algo que escasee en las cocinas.



Bueno. Los que no tienen aspecto pacífico en absoluto son esos artilugios que son como dos tubos, de ésos en los que se enrolla el papel higiénico, unidos por una cadenita, que verlos y pensar en Chuck Norris es todo uno. Los del maestro, diría que por prudencia, no vienen unidos por una cadenita sino por unas bonitas cuerdas de colores. Lo malo es que no se trata de tubos de cartón sino de madera de la buena, tan buena como buenos son los golpes que me he dado en la cabeza intentando darles vueltas en el aire y pasármelos por debajo del sobaco y por detrás de la cabeza. Y eso que ya me tiene avisado, el maestro, que se pasa la clase mirándome y diciendo "¡Cuidado cabeza!", frase que no sabe uno si se dice como aviso o, dado el volumen de la mía, como burla. Pero no voy a ser yo quien le plante cara al buen señor, que ya he visto cómo maneja el artilugio, el palo de la escoba y la catana. A buenas horas.


Me desahogo, en fin, imaginando que los golpes se los doy a alguien, y aquí es donde quería yo llegar: al miedo que me entra al considerar el gustirrinín que se siente al dar a uno una paliza, aunque sea imaginaria. Me pongo frente al espejo, calculo a qué altura debo poner la mano para atestar el golpe en la cabeza, y descargo con cierta sospechosa furia el cachivache de los tubos de madera. Es cierto que el rebote me lo como yo -mi cuerpo lo atestigua-, pero, ya digo, ¡qué gusto dar el golpe! ¡Qué sensación de poderío y de aquí estoy yo para haceros tragar toda la chulería que lleváis encima! Y me vienen a la cabeza algunas humillaciones recibidas de las que -recuerdo- alguna cosa os dije en uno de esos post que tenemos a medias por ahí. Total, que ya alguna vez me he dicho: "A ver si esto va a sacar lo peor de mí, que violentos, en el fondo, todos lo somos". Yo, la verdad, si no me he metido en pelea alguna es porque siempre he tenido muy claro que la peor parte me la llevaba yo. Por eso, como dice una amiga mía, la respuesta valiente y digna que más de uno se ha merecido, yo lo que hago es "pensársela a la cara". Pues eso, que animales, en el fondo, es lo que somos, y a Linneo hay que agradecer que nos clasificara y así nos lo dejara bien clarito. Lo que no sé yo es si esto del taekwondo me lo va a potenciar. Por el momento, ya digo, todos mis golpes me los estoy llevando yo y, más que guerrero, voy camino de parecer un penitente.




viernes, 19 de febrero de 2010

Los minutos se me hacían horas y no veía el momento de contaros, queridos admiradores, mis nuevas experiencias con las artes marciales y la cultura coreana -que se me antoja que ya sé, incluso, contar hasta diez en esa lengua extraña-, así que, ahora que ya me duelen menos los morados varios que traigo en el cuerpo, quisiera ir a ello sin más tardanza.

Pues, sí, acabo de pasar mi primera semana de alumno de taekwondo y ésta es la razón, obviamente, del alto grado de satisfacción personal que experimento desde entonces. Hice caso, pues, de la oferta del ya citado quimono de legalo y lo estrenaba, con sus pliegues y todo aún sin planchar, la otra mañana, fría y lluviosa, en la ciudad ésta a la que el coreano y yo -cada cual sabrá por qué- hemos venido a parar. ¿Mi primera impresión? Pues comprobar que el quimono no abriga pero nada, nada. "¡Qué tela tan fría la del pijama éste! Y, ¡qué frío hace en esta planta baja y por qué demonios hay que estar aquí sin calcetines!". Y recordé aquella frase lapidaria que recuerdan mis primas a menudo: "¡Raza cruel!". Sí: todo eso es lo que pensé. No me vino mal, por tanto, que me pusiera el maestro a dar vueltas al tatami y a saltar y hacer piruetas, que al poco ya estaba yo sudando y pensando si no se podría, todo lo marcial y respetuosamente que se quiera, sí, luchar en bañador. "Seguro -me decía- que por esto han inventado en Brasil la capoeira, porque a ver quién le pone el pijama éste a las garotas". Y que yo, con el quimono de legalo, entre que me viene grande y aún lo llevo con sus pliegues de origen (amén de que se me sube enseguida el cinturón a los sobacos) doy menos miedo que un Hello Kitty de peluche.

Bueno, pues que he tenido una sesión de tai chi y dos de taekwondo. Lo de los golpes viene del taekwondo. El tai chi, lo bueno que ha tenido, es que yo era el único menor de cincuenta y así he podido presumir de agilidad. Ya sabéis, los que me seguís desde hace años, que nunca han sido cosas mías la altura, la velocidad ni la fuerza -las virtudes olímpicas, vaya-, pero que a cambio la evolución me ha regalado cierta flexibilidad de articulaciones de la que a veces me ha gustado presumir: única posibilidad de hacerlo de cuerpo y condición. Donde otros exhibían, en los bailes juveniles de apareamiento, la garra, los bíceps, la cara guapa... yo mostraba las tres o cuatro maneras curiosas en que puedo doblar los dedos de las manos, retorcerme el brazo o mover los de los pies. Cierto es que se trata de habilidades poco eficaces en la competencia por la hembra, pero, oye, son las que tengo y no era cuestión de despreciarlas. Cada cual lucha con lo que tiene. También es verdad -por aquello de decirlo todo- que más de una noche me volvía a casa pensando que menuda birria de aptitudes físicas y que ya podía mi ADN, el tío, habérselo currado un poco más.

Estábamos, recuerdo, en el tai chi. Y, en resumen, iba a contaros que me ha gustado mucho. Sí, esto es cierto. Es como un bailecito, una coreografía que a mí me gustaría considerar venerable y milenaria, que se reproduce con mucha concentración y parsimonia al son de una flautita y un tambor. Hay un juego de manos y muñecas del que uno podría pensar que tiene su importancia y algo simboliza -que seguro, pues el maestro se enfadaba si un meñique no estaba en su correcta posición-, pero, como ha debido considerar, el hombre, que no valía la pena enseñarme solo a mí, que era el nuevo, toda mi atención ha estado puesta en copiar lo que hacían mis compañeras. Me he encontrado bien a pesar de la torpeza, a lo que habrá contribuido, sin duda, la flexibilidad de la que antes os hablaba. Luego ha venido un segundo baile, éste con espada. Es curioso, pero me ha hecho nacer cierta sensación de poderío de la que ya os hablaré en otro momento. Volvamos, entonces, a la flautita y el tambor, porque me han hecho pensar en la dolçaina y el tabalet, y luego en el baile de la moma. Pero éste del oriente, lo que tiene, es que parece mucho más humano, de una espiritualidad menos preocupada por el vicio y la virtud y el qué dirán los obispos y la Santa Madre Iglesia. Pero, claro, que en todas partes cuecen habas y alguna vez ya hemos dicho que tampoco es muy avisado eso de rendirse a la sabiduría del oriente. Pero, oye, las cosas como son, y no molan diez minutos de via crucis ni la mitad que una clase de tai chi. ¿No?

jueves, 11 de febrero de 2010

A mí me educaron para ser un niño limpio y aseado. Me decían que había que bajar la tapa del váter después de usarlo, y dejar la bañera y las pilas limpias de pelos, que el que viniera detrás no tenía por qué ir dando los buenos días a mis restos corporales. Así lo he hecho siempre, convencido de que la limpieza era, ante todo, cuestión de convivencia. Pero últimamente he estado viendo la tele más de lo normal y he acabado por aficionarme a las series de policías. Ya me gustaron antes algunas series, y de pequeño tuve un cochecito de metal pintado como el de Starsky y Hutch. Agradezco al azar histórico no haber tenido, a la vez, edad de conducir uno de verdad, porque no puedo asegurar que no lo hubiera pintado así. Hubo otra, Hill Street Blues, que me gustaba mucho, creo que en parte porque la veíamos todos juntos en casa, con lo cual la serie adquiría ese carácter de objeto de intimidad familiar que tienen también los jarrones y las fotos de los abuelos. En ésa, el trabajo de policía era bastante sucio y peligroso -por las calles y callejones en los que se metían, pobres, y la gentuza con la que trataban-, y uno no deseaba por nada del mundo acabar siendo policía de Nueva York.

Pero en estas series que digo las cosas son muy diferentes. Los policías son todos un poco raros y se mueven en ambientes la mar de chic. Lo primero es que los casos ya no son de drogadictos, mafiosos ni putas, sino de asesinatos a veces fortuitos, a veces pasionales, en muchas ocasiones cometidos por personas, las pobres, que hasta entonces habían llevado vidas normales. A veces tenemos algún asesino en serie que lo que tiene, el hombre, es que está chalado. No sé cómo decirlo: como si fueran los casos misteriosos que presentaba Agatha Christie, raros de cojones, sí, pero siempre desconectados de los mundos de la marginación y la delincuencia habitual, como si se tratara de una edición moderna -por lo tecnológica- del los casos de guante blanco. Que el que mata es porque lo disfruta o porque se ha vuelto loco. Vamos, que marginación, poca; tiros, los justos; y mucho estilo y presentación. Esto último, por cierto, muy propio de las series de las úlitmas temporadas, que a veces las llamo yo series "con minutos musicales".

Explico también lo que decía antes, eso de que los polis son raros en estas series. Quiero decir que no los ves por ahí patrullando y pegando tiros y persiguiendo a los malos. No: suelen ir bien vestidos y son la mar de guapos y educados. Creo que hay uno que tiene, el tío, varios doctorados. No les basta con ser guapos y listos, no: siempre tienen alguna otra rareza. Hay una especie de vidente que siempre adivina lo que ha pasado; hay un experto en interpretar expresiones, de manera que más te vale llevar careta cuando estás delante de él; y luego están los del CSI, que son extraños híbridos entre personal de laboratorio y patrullero -estilizado- de las calles. Vamos, que al patrullero Renko lo hubieran expedientado por feo y mal vestido.

Pero no se trata de hacerme crítico de televisión, que no, sino contaros -¿para qué, si no es para hablar de moi, tenemos este blog?- que esta atención que vengo prestando a la tele me ha hecho cambiar mi sentido de la limpieza. No es que me haya hecho menos limpio, no, pues ¿cómo ser un cochino a la vista de los relucientes laboratorios del CSI? No, quiero decir que si antes era para mí, la limpieza, cosa de convivencia, ahora lo es de seguridad personal. Me explico: me paso el día viendo series de policías que juegan a que todos, al parecer, nos vamos dejando cosas por ahí, y luego vienen ellos y las meten en bolsitas de plástico. Yo, claro, me pregunto cada vez: ¿de verdad dejo a mis espaldas semejante rastro de porquería? ¡Qué vergüenza, si me viera mi familia! Y, luego, me suele dar por pensar: ¿vendrá alguien que sacará mi ADN del plato de galletas que me he comido, o del moquete que sin querer he dejado pegado debajo de la silla, o de las gotas de sudor frío que me han caído mientras miraba una página porno? Y me digo: "Dios mío de mi vida y de mi corazón: no dejes que se apoderen de mi huella, no sea que me clonen como a la oveja Dolly pues, ¿qué harán con mi clon? ¿Convertirlo en un asesino en serie? ¿Presentarlo a concejal de urbanismo?". Y tocado por una fiebre de limpieza como nunca la había sentido antes, movido por el miedo más que por la educación y el respeto al semejante, paso trapos empapados de lejía por todos los lugares en los que he estado.

Gracias a la tele, a CSI y a Bones, porque me han abierto los ojos a la conspiración multigubernamental que pretende suplantar mi personalidad. No, si... ¡se aprenderán de cosas con la tele!

Au.

jueves, 4 de febrero de 2010

Hablábamos, en uno de nuestros más celebrados post, de aquel monitor que comparaba el deporte con los taburetes y sobre ello disertábamos un rato, con la evidente intención de perder el tiempo y disimular la falta de ideas. Pues bien, dado que la situación es la misma, hemos pensado en volver al mismo tema -el deporte-, si bien no al mismo buen señor del otro día sino a otro del mismo gremio que acabamos de conocer. Porque si aquél había hecho de la frase "El músculo es así" divisa de su escudo y muletilla de su conversación, este otro, por el contrario, los hace de "Legalo quimono", con lo cual demuestra que, efectivamente y como dicen los que saben, el futuro está en Oriente, vivero mundial de emprendedores que antes lo fue de proverbial sabiduría. El mundo cambia, ya se sabe, y hasta se pone del revés, y ahora el sabio consejo nos llega de un prejubilado occidental mientras que la iniciativa empresarial y la crianza del parné vienen de allá. En sus tiempos, ellos nos daban lecciones de vida mientras nosotros andábamos a la greña destripándonos, como buenos hermanos, los unos a los otros a golpes de espada y crucifijo. Tal era la fama de aquellos hombres que aún en los tebeos de mi infancia los consejos eran siempre "viejos proverbios chinos". También los había, aunque menos, indios e indígenas de todo tipo, con lo cual parecía que lo sabio era, además, lo exótico.

Pero, en fin, llegó la modernidad y se acabaron los proverbios, que, como dijo Susanita, no sé qué ha pasado con estos chicos, que antes hacían porcelana y cosas lindas y ahora, míralos, todos ellos comunistas. No sé cómo sería en tiempos de Marco Polo, la verdad, pero está claro que ya la cosa había cambiado cuando Nixon quedó para tomar el té con Mao. Yo, por mi parte, me encontraba el otro día un ex compañero de colegio que fue casi una estrella del pop y ahora es maestro de yoga. Ya veis: del consumismo occidental a la sabiduría oriental en una sola vida. El mismo viaje, pero al revés, que parece haber hecho éste que me regalaba el quimono y me ponía delante, antes que nada, las tarifas del gimnasio. No sé: esperaba un recibimiento más espiritual y aromatizado con especias y bambú, y no un despacho y un menú. Diréis que no es culpa suya, sino de la corrupta sociedad occidental a la que ha venido a parar el pobre: sí, bueno, pero me acordaba entonces yo del otro, del sabio jubilado, levitando entre bancos de abdominales y armarios de barras y mancuernas, y diciéndome "El deporte es como un taburete", consigna que -estaréis conmigo- es tan enigmática como el más enigmático de los consejos que pueda dar uno de esos gurús milenarios y barbudos que salen en las películas de kung-fu.

Me lo dijo, lo del precio y el quimono, con el mismo acento y convicción con el que podía haberme ofrecido rollito de primavera, arroz tres delicias y pollo con almendras. Me recordó una vez que, andando cortos de dinero y sobrados de ganas de reír, intentábamos unos amigos que nos pusiera la buena mujer, a precio de menú, lo que no entraba, y poco faltó para que nos cortaran allí mismo la cabeza. Que tampoco es cosa de olvidar lo de los tormentos chinos, oye.

Pues eso, que dicen que por allá está el poder y que a nosotros lo que nos queda es la tradición, siempre que no haya pasado antes por aquí algún concejal de urbanismo que lo haya recalificado todo. Leía el otro día, a propósito de la crisis ésta que nos lleva, que a lo mejor la cosa no viene solamente de las trampas que los bancos nos han hecho jugando al Monopoly, sino de que los chinos llevan más de veinte años ganando dinero y ahorrando sin parar, y que por eso resulta ahora que hasta los americanos les deben tal cantidad de pasta que más vale que nos pongamos todos a aprender chino y practicar sumas y restas con yuanes o como se llame el dinero de esta gente. Nosotros, que nos lo gastamos todo en vicio y en multas de la SGAE, somos ahora por lo visto el pueblo decadente y por eso nos queda solamente la baza de la sabiduría, que es -a esa conclusión vamos llegando- el único lujo de los pobres.

¡Ampáranos, Confucio!