viernes, 19 de febrero de 2010

Los minutos se me hacían horas y no veía el momento de contaros, queridos admiradores, mis nuevas experiencias con las artes marciales y la cultura coreana -que se me antoja que ya sé, incluso, contar hasta diez en esa lengua extraña-, así que, ahora que ya me duelen menos los morados varios que traigo en el cuerpo, quisiera ir a ello sin más tardanza.

Pues, sí, acabo de pasar mi primera semana de alumno de taekwondo y ésta es la razón, obviamente, del alto grado de satisfacción personal que experimento desde entonces. Hice caso, pues, de la oferta del ya citado quimono de legalo y lo estrenaba, con sus pliegues y todo aún sin planchar, la otra mañana, fría y lluviosa, en la ciudad ésta a la que el coreano y yo -cada cual sabrá por qué- hemos venido a parar. ¿Mi primera impresión? Pues comprobar que el quimono no abriga pero nada, nada. "¡Qué tela tan fría la del pijama éste! Y, ¡qué frío hace en esta planta baja y por qué demonios hay que estar aquí sin calcetines!". Y recordé aquella frase lapidaria que recuerdan mis primas a menudo: "¡Raza cruel!". Sí: todo eso es lo que pensé. No me vino mal, por tanto, que me pusiera el maestro a dar vueltas al tatami y a saltar y hacer piruetas, que al poco ya estaba yo sudando y pensando si no se podría, todo lo marcial y respetuosamente que se quiera, sí, luchar en bañador. "Seguro -me decía- que por esto han inventado en Brasil la capoeira, porque a ver quién le pone el pijama éste a las garotas". Y que yo, con el quimono de legalo, entre que me viene grande y aún lo llevo con sus pliegues de origen (amén de que se me sube enseguida el cinturón a los sobacos) doy menos miedo que un Hello Kitty de peluche.

Bueno, pues que he tenido una sesión de tai chi y dos de taekwondo. Lo de los golpes viene del taekwondo. El tai chi, lo bueno que ha tenido, es que yo era el único menor de cincuenta y así he podido presumir de agilidad. Ya sabéis, los que me seguís desde hace años, que nunca han sido cosas mías la altura, la velocidad ni la fuerza -las virtudes olímpicas, vaya-, pero que a cambio la evolución me ha regalado cierta flexibilidad de articulaciones de la que a veces me ha gustado presumir: única posibilidad de hacerlo de cuerpo y condición. Donde otros exhibían, en los bailes juveniles de apareamiento, la garra, los bíceps, la cara guapa... yo mostraba las tres o cuatro maneras curiosas en que puedo doblar los dedos de las manos, retorcerme el brazo o mover los de los pies. Cierto es que se trata de habilidades poco eficaces en la competencia por la hembra, pero, oye, son las que tengo y no era cuestión de despreciarlas. Cada cual lucha con lo que tiene. También es verdad -por aquello de decirlo todo- que más de una noche me volvía a casa pensando que menuda birria de aptitudes físicas y que ya podía mi ADN, el tío, habérselo currado un poco más.

Estábamos, recuerdo, en el tai chi. Y, en resumen, iba a contaros que me ha gustado mucho. Sí, esto es cierto. Es como un bailecito, una coreografía que a mí me gustaría considerar venerable y milenaria, que se reproduce con mucha concentración y parsimonia al son de una flautita y un tambor. Hay un juego de manos y muñecas del que uno podría pensar que tiene su importancia y algo simboliza -que seguro, pues el maestro se enfadaba si un meñique no estaba en su correcta posición-, pero, como ha debido considerar, el hombre, que no valía la pena enseñarme solo a mí, que era el nuevo, toda mi atención ha estado puesta en copiar lo que hacían mis compañeras. Me he encontrado bien a pesar de la torpeza, a lo que habrá contribuido, sin duda, la flexibilidad de la que antes os hablaba. Luego ha venido un segundo baile, éste con espada. Es curioso, pero me ha hecho nacer cierta sensación de poderío de la que ya os hablaré en otro momento. Volvamos, entonces, a la flautita y el tambor, porque me han hecho pensar en la dolçaina y el tabalet, y luego en el baile de la moma. Pero éste del oriente, lo que tiene, es que parece mucho más humano, de una espiritualidad menos preocupada por el vicio y la virtud y el qué dirán los obispos y la Santa Madre Iglesia. Pero, claro, que en todas partes cuecen habas y alguna vez ya hemos dicho que tampoco es muy avisado eso de rendirse a la sabiduría del oriente. Pero, oye, las cosas como son, y no molan diez minutos de via crucis ni la mitad que una clase de tai chi. ¿No?

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