miércoles, 14 de octubre de 2009

El otro día fui a nadar a la piscina municipal del pueblo de al lado. Es que el mío no tiene. Piscina, digo, que municipio sí. Como hacía tanto tiempo que no le daba movimiento a la musculatura, pues vine a durar en el empeño poco más de un cuarto de hora. El resto del tiempo contratado lo pasé metido en el jacuzzi, pero la verdad es que no le cojo yo el chiste a eso del jacuzzi porque si me siento delante del chorrito, al poco la espalda ya me pica; y si me pongo lejos del chorrito, ¿para qué -digo yo- me meto en el jacuzzi? No sé, la verdad. Me gustaría que alguien me dijera para qué sirve. Al final, como el vaso -así dicen que se dice- era pequeñito y circular, y de tanto verme sumergido en caliente y con burbujas, se me metió en la cabeza que estaba dentro de alguna olla carnívora y tribal y que lo propio era salir cuanto antes del apuro. En los grabados antiguos sobre el tema, los caníbales a sus víctimas las pasan por la parrilla; pero en los mortadelos de mi infancia estas cosas se hacían en olla y con mucho caldo. De vez en cuando, el brujo de la tribu te probaba de sal mientras a los guerreros las tripas ya les iban haciendo ruido. Por eso digo que salí corriendo.

La imaginación me acompaña siempre que hago deporte, lo cual pasa pocas veces. La imagen, cuando nado, es siempre la misma: soy un joven y estupendo rey de aquellos tiempos en que se llevaban grandes pelucas blancas. Dentro de la piscina -claro- voy sin ella, que se mojaría y pesaría demasiado. Pero lo que ocurre es que, aunque soy un rey bondadoso y paternal, me hallo a mi pesar metido en una guerra de esas que a veces los reyes heredamos de nuestros antecesores. Y ya que estamos en ello, pues qué le vamos a hacer: será cosa de ganar. Pero no por ambición -ojo- sino por evitar a mi amado pueblo el perjuicio que suele seguirse -más en estos años de antaño- de la derrota militar.

Bueno, pues el caso es que nos hallamos en un cierto lance bélico en el cual mi ejército tiene que cruzar un río. Pero, claro, como en estos tiempos no es normal saber nadar, decidimos que lo mejor va a ser tender un puente hasta la otra orilla y que así pasen seguros, tranquilos y sin mojarse soldados, mulas, pertrechos y taberneras. Pero -¡ah, amigo!- ¿quién es el guapo que cruza a la otra orilla para tender la primera cuerda? ¿Eh? Ahí es cuando yo estoy haciendo ya el primer largo de piscina y, para darme ánimos y no irme -incauto de mí- a pasar la tarde en el jacuzzi, me imagino que salgo de entre mis tropas y anuncio que nos, el rey, nos quitaremos la peluca y con la ropa adecuada -cómoda para nadar, mas propia de nuestra dignidad real- nos lanzaremos a cruzar el río a nado. Eso, ya digo, me ayuda a hacer el primer largo.

Para el segundo me ayuda imaginar que el buen y joven rey que soy se imagina mientras nada lo que dirá la corte cuando la hazaña se conozca: cómo las damas se rendirán ante mí cuando vuelva a palacio. Para el tercero, imagino que imagino lo que dirá, entre admirado y fastidiado, el rey de los enemigos que seguramente es -como suele- un primo lejano de la familia de mi padre.

Para el cuarto empieza a fallarme el apoyo imaginativo y me veo obligado a cambiar de escenario. Soy el mismo rey y estoy en la misma guerra, pero esta vez he caído prisionero -pero no por mi culpa, cuidado, sino por salvar heróicamente a un pobre soldado herido-. El caso es que me han metido en la bodega de un barco y allí me tienen de rehén, tan contentos de guardar semejante presa. Pero no contaban con que yo sé nadar -es algo que aprendí cuando, de pequeño, me mandó mi padre a vivir entre los cosacos: pero esa es otra historia-; por eso, mientras por la noche los marineros enemigos se emborrachan y el almirante traza sus planes, yo me descuelgo por el ojo de buey, aunque no sé si los barcos de aquella época tenían ojos de buey -duda por la cual pierdo el ritmo de la respiración en la piscina-, llego al agua sin hacer ruido y me alejo nadando del barco enemigo. ¡Me alegro tanto de dejarlos con un palmo de narices que la alegría me da para tres o cuatro largos más! Para el quinto me sirve la cara de sorpresa de los marineros de mi flota al verme aparecer. Para el sexto, la reunión con mis almirantes, ellos todavía boquiabiertos y yo enrollado en una manta y tomándome un ColaCao calentito, al tiempo que dirijo las maniobras para un ataque sorpresa. El séptimo lo saco adelante pensando de nuevo en las damas de la corte, pero al octavo se me viene de nuevo el jacuzzi a la cabeza y salgo del agua para siempre.

Pero como ya os digo que las burbujas me pican en la espalda -con razón desconfiaba Pepe Isbert de las fuentes con chorrito-, pues decido que ha llegado la hora de firmar la paz y me meto en la ducha, me visto, me voy al coche y me vuelvo al pueblo, imaginando que al llegar a casa tendré la cena hecha. ¡Cosas de la imaginación!

1 comentario:

Manuela dijo...

Jijijijijiji!!! Magestad!! tomo nota ... me voy a inventar un personaje para darme caña en esto del ejercicio ... que falta me hace!! besos besos