miércoles, 5 de noviembre de 2008

Tres.
Bush, Gorbachov y yo vinimos a llegar a Madrid al mismo tiempo, y la ciudad se llenó de policías, periodistas y soldados. Son esas casualidades que tiene la Historia. Los periódicos extranjeros enseñaban, con dibujos y con fotos, el lugar en que se reunían rusos y americanos con árabes e israelíes, pero lo callaban todo al respecto del palacete -antigua sede de la Presidencia del Gobierno-, a sólo unos metros del palacio grande, en el que a mí me enseñaban a ser restaurador. Son las injusticias del periodismo y así se generan los enigmas de la Historia.

Venían personajes importantes y por las calles circulaban las tanquetas. Veía uno policía en todas partes y no sabía si era por miedo a nosotros, los de fuera, o a que los invitados se pegaran entre ellos. En cualquier caso -justo es reconocerlo-, nada como el ejército en las calles para dar relevancia a un día que hubiera sido, si no, uno más del calendario. Eso, y los curiosos que se juntan en la calle por si sale un personaje grande y le pueden saludar. Pero todo personaje histórico que se precie sabe cuándo es el momento de dejarse ver y cuándo el de pasar deprisa por delante de su público y detrás de los cristales tintados de su coche, y esta de Madrid vino a ser una de esas ocasiones: Bush y Gorbachov, reunidos en palacio, podrían no saber si llegarían a un acuerdo, pero sí que saldrían por la puerta de atrás, de tapadillo, rodando rápido por las calles de Madrid. Y nosotros, los de fuera -infelices-, esperábamos verlos pasar, quizá andando por la plaza. Nos entreteníamos la espera buscando a los tiradores que seguramente andarían escondidos por todos los tejados. Cuando alguien descubría uno, lo señalaba y lo añadíamos a la cuenta, y considerábamos con admiración tanto despliegue de hombres y de armas. Quizá, si hubiéramos estado más acostumbrados a presenciar acontecimientos históricos, podríamos haber imaginado que se trataba, ante todo, de seguridad y no de encuentros amistosos, y así no nos hubiera sorprendido que todo quedara en cuatro o cinco coches negros con ventanillas de vidrio tintado que pasaron, rapidito, por delante. Pero a nosotros los curiosos todo eso nos da igual. Lo mismo es: nos parecía haberlos visto y ya con eso nos volvíamos satisfechos a lo nuestro.

Por todas partes encontraba maravillas: un actor secundario de la tele, un edificio que salía en los billetes; gente, en el metro, que bajaba en su estación sin levantar la vista del libro que leía, ¡sin equivocarse! -al bajar, no al leer-; gente que corría por las calles, señoras en mercedes conducido por un chofer, cuartetos de cuerda en las esquinas, hindúes con turbante, tapas de bacalao... Una Constantinopla, en fin, de misterios y prodigios. Y ya nunca me acordaba de Florencia ni falta que me hacía, sólo de pensar que, de haberme quedado en casa, en Valencia, nunca habría podido ser testigo de tantos hechos ni espectador de tantas cosas. Feliz por saber que había hecho lo correcto, volvía a la academia, entraba en el taller, y ya está. No hace falta nada más para olvidar una ilusión: basta una nueva para dejar de luchar por la anterior.

No hay comentarios: