jueves, 4 de marzo de 2010

Lo bueno de mi forma de ser es que el uso frecuente de la imaginación me facilita la evasión de la decepcionante realidad. Creo que ya una vez os contaba que, para soportar el aburrimiento de nadar en la piscina, solía imaginar que yo era un rey que estaba metido en una guerra, que había sido hecho prisionero, que sabía nadar, que se escapaba, que... en fin, cualquier cosa menos pensar en que estaba haciendo un esfuerzo físico. Es cierto: la imaginación es ese don fantástico que nos permite tender una cortina entre el mundo y nuestros ojos. Luego va uno y pinta en ella lo que le convenga, como esos telones de teatro en los que veía uno calles en perspectiva y paisajes infinitos que venían a ocultar las cuatro tablas mal clavadas que son en realidad el escenario. Y no por eso va el mundo a dejar de atropellarte igual, pero al menos no lo ves, detalle éste que nos diferencia a los cobardes de los pesimistas.

¿Que por qué lo digo? Porque resulta que allí donde uno cualquiera -vosotros como yo- diría "¡Pierna derecha arriba y abajo!", mi maestro de taekwondo dice "¡Abajo arriba derecha pierna!" y yo, claro, no puedo dejar de fijarme en esa curiosa construcción, ese orden alterado de las palabras que me recuerda tanto al maestro Yoda que de inmediato activa en mí ese maravilloso mecanismo natural de fuga, esa puerta abierta al imposible mundo en el que no hay dolor ni frío ni madrugadas, ese mundo en el que yo, en silencio, miro al maestro Chang-Liu-Weng -es un decir- y me digo: "Es igualito a Yoda y yo soy Luke Skywalker antes de perder la mano", y hasta me parece que al maestro le salen orejitas verdes puntiagudas y las uñas se le vuelven como garras afiladas.

Y también que todo lo que dice, por extraño que parezca, debe tener un segundo fondo lleno de sabiduría, de esa que tienen los orientales, que se diría que nacen con ella como nos pasa a nosotros con el fraude. Porque -hablando de cosas que me parecen raras: los letreros, los diplomas coreanos- otra de las puertas que la imaginación me abre me lleva a pensar en Marco Polo, que era yo y estaba ya en Pekín, donde el bueno de Kublai encargaba a un prestigioso maestro que me pusiera al día en artes marciales. Así parece que las patadas -que alguna se nos escapa- me duelen menos y encima puedo revestir con un toque cultural lo que no es más que, en el fondo, que me aterra volverme mayor y anquilosarme. Que ese toque -el cultural, digo, no las patadas- parece que todo lo vuelve más honroso.

Sabéis, pues, todas estas cosas que me van por la cabeza, pero también sabéis que ella, mi psique, cual red eléctrica española en días de tormenta, tiene la costumbre de sufrir cortes de corriente -el frío, un golpe, o me piso los camales del quimono- que me expulsan del paraíso y entonces desde el suelo del tatami veo que no estoy en la Ciudad Prohibida -tan esotérica, tan rara- sino en este descarado PAI que va de Andorra a Gibraltar, y que al maestro las orejas se le hacen de nuevo pequeñitas, la piel, de verde, se vuelve bronceada/sucia y las uñas, vaya, las uñas diríase que se resisten a volver porque siguen siendo puntiagudas -o es que ya entraron así en mi mundo de fantasía-. Lo malo es que entonces también deja de recordarme al maestro Yoda y le voy encontrando un inquietante aire a lo Chuck Norris quién, en lugar de decir cosas raras y hermosas, directamente suelta el golpe y luego ya veremos. En eso me recuerda a Obélix, pero me niego a reunirlos en el mismo grupo, pues el dibujo tienen mucha más gracia y además se trata de mi favorito entre los héroes de ficción.


¿Qué pasa?

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